Rennes-le-Château.
Sábado, 24 de junio.
9:30 am.
Malone introdujo con dificultad su larguirucho cuerpo en el Peugeot. Stephanie se encontraba ya dentro del coche.
—¿Ha visto a alguien? —preguntó ella.
—Nuestros dos amigos de anoche han vuelto. Son unos pesados.
—¿Ningún signo de la chica de la motocicleta?
Él le habló a Stephanie de sus sospechas.
—No esperaría eso.
—¿Dónde están los dos amigos[2]?
—En un Renault rojo carmesí en el otro extremo, más allá de la torre de las aguas. No vuelva la cabeza. No les alertemos.
Ajustó el espejo retrovisor exterior para poder ver el Renault. Ya algunos autocares turísticos y una docena más o menos de coches llenaban al arenoso aparcamiento. El cielo claro del día anterior había desaparecido, y aparecía ahora otro cubierto de tempestuosas nubes de un gris como metálico. La lluvia estaba en camino, y pronto descargaría. Se dirigían a Aviñón, a unos ciento cincuenta kilómetros de distancia, para encontrar a Royce Claridon. Malone había ya consultado el mapa y decidido la mejor ruta para despistar a cualquier posible perseguidor.
Arrancó el coche y circularon lentamente hasta salir del pueblo. Una vez más allá de las puertas de la villa, y ya en el serpenteante sendero que bajaba desde la cima, observó que el Renault se mantenía a una discreta distancia.
—¿Cómo piensa usted perderles?
Él sonrió.
—A la antigua usanza.
—Siempre planeando por anticipado, ¿verdad?
—Alguien para quien trabajé antaño me lo enseñó.
Encontraron la carretera D118 y se dirigieron al norte. El mapa indicaba una distancia de treinta y dos kilómetros hasta la A61, la autopista de peaje que salía justo al sur de Carcasona y conducía al nordeste, a Aviñón. Unos diez kilómetros más adelante, en Limoux, la carretera se bifurcaba, una de sus ramas cruzaba el río Aude hasta entrar en Limoux, y la otra continuaba hacia el norte. Decidió que ésa sería su oportunidad.
La lluvia empezó a caer. Suavemente al principio, luego con fuerza.
Puso en marcha los limpiaparabrisas delanteros y traseros. La carretera ante ellos estaba vacía de coches a ambos lados. El que fuera un sábado por la mañana había reducido aparentemente la intensidad del tráfico.
El Renault, sus luces de niebla atravesando la lluvia, igualó su velocidad y un poco más. Malone observó por el espejo retrovisor que el Renault se situaba directamente detrás de ellos, y luego aumentaba la velocidad hasta ponerse al mismo nivel del Peugeot en la calzada contraria.
La ventanilla del pasajero se bajó y apareció un arma.
—Agárrese —le dijo a Stephanie.
Apretó el acelerador y se pegó estrechamente a una curva. El Renault perdió velocidad y se quedó detrás de ellos.
—Parece que hay cambios de planes. Nuestras sombras se han vuelto agresivas. ¿Por qué no se echa usted al suelo?
—Soy mayor. Usted conduzca.
Se deslizó por otra curva y el Renault estrechó distancias. Mantener los neumáticos pegados a la calzada era difícil. El pavimento estaba revestido de una gruesa capa de condensación y se volvía más húmedo a cada segundo. No había líneas amarillas que definieran nada y el borde del asfalto quedaba parcialmente difuminado por unos charcos que con facilidad podían producir el efecto aquaplanning en el coche.
Una bala impactó en el parabrisas trasero.
El cristal templado no estalló, pero Malone dudaba de que pudiera aguantar otro impacto. Empezó a zigzaguear, haciendo conjeturas sobre dónde terminaba el pavimento a cada lado. Divisó a un coche que se acercaba por la calzada contraria y regresó a la suya.
—¿Puede disparar un arma? —preguntó, sin quitar los ojos de la carretera.
—¿Dónde está?
—Bajo el asiento. Se la quité al tipo de anoche. Lleva un cargador completo. No falle. Necesito separarme un poco de esos tipos.
Ella encontró la pistola y bajó el cristal de su ventanilla. Malone la vio alargar la mano, apuntar hacia atrás y disparar cinco tiros.
Los disparos tuvieron el efecto deseado. El Renault se alejó, aunque no abandonó la persecución. Malone derrapó alrededor de otra curva, haciendo funcionar freno y acelerador como unos años atrás le habían enseñado a hacer.
Ya estaba bien de hacer el zorro.
Hizo un brusco viraje para entrar en la calzada dirección sur y apretó con fuerza los frenos. Los neumáticos se agarraron al húmedo pavimento con un crujido. El Renault pasó disparado por la calzada en dirección norte. Entonces soltó el freno, redujo entonces a segunda, y luego apretó el acelerador hasta el fondo.
Los neumáticos giraron, y después el coche saltó hacia delante.
Llevó la palanca del cambio a la quinta.
El Renault estaba ahora delante de él. Dio más gas al motor. Noventa. Cien. Ciento diez kilómetros por hora. Todo el asunto estaba resultando curiosamente estimulante. Llevaba algún tiempo sin vivir este tipo de acción.
Se desvió ahora hacia la calzada contraria situándose en paralelo al Renault.
Los dos coches estaban ahora circulando a ciento veinte kilómetros por hora en un tramo relativamente estrecho de la carretera. De repente coronaron una loma y se elevaron trazando un arco sobre el pavimento, crujiendo sonoramente los neumáticos cuando la goma se reencontró con el empapado asfalto. Su cuerpo fue proyectado hacia delante y hacia atrás, sacudiéndole el cerebro, mientras el cinturón de seguridad le mantenía en su sitio.
—Eso ha sido divertido —dijo Stephanie.
Tanto a su izquierda como a su derecha se extendían verdes campos, la campiña entera un mar de espliego, espárragos y viñas. El Renault rugía a su lado. Malone dirigió una fugaz mirada a su derecha. Uno de los tipos de cabello corto se estaba encaramando por la ventanilla del pasajero, retorciéndose para poder disparar mejor.
—Tire a los neumáticos —le dijo a Stephanie.
Ella se disponía a tirar cuando Malone vio a un camión delante, ocupando la calzada norte del Renault. Había conducido lo suficiente por las carreteras de dos calzadas de Europa para saber que, a diferencia de Norteamérica, donde los camiones conducían con desconsiderada despreocupación, aquí se movían a la velocidad de un caracol. Había confiado en encontrar alguno más cerca de Limoux, pero las oportunidades había que aprovecharlas cuando se presentaban. El camión se encontraba a no más de doscientos metros. Estarían sobre él al cabo de un momento, y, por suerte, su propia calzada estaba limpia.
—Espere —le dijo Malone a la mujer.
Mantuvo su coche en paralelo y no le permitió ninguna salida al Renault. El otro conductor tendría, o bien que frenar, estrellarse contra el camión, o desviarse hacia el campo abierto. Confiaba en que el camión permaneciera en la calzada hacia el norte, de lo contrario no tendría otra elección que enfilar por donde pudiera.
El otro conductor al parecer comprendió las tres opciones, y torció para salir de la calzada.
Malone pasó a gran velocidad por delante del camión. Una mirada por el retrovisor le confirmó que el Renault estaba atascado en el rojizo barro.
Regresó a la calzada norte, se relajó un poco, pero mantuvo la velocidad, abandonando finalmente la carretera nacional, tal como tenía previsto, en Limoux.
Llegaron a Aviñón un poco después de las once de la mañana. La lluvia había cesado unos ochenta kilómetros antes y un brillante sol inundaba el boscoso terreno, las onduladas colinas verde y oro, como una página de un viejo manuscrito. Una muralla medieval con torreones rodeaba la ciudad, que antaño había sido la capital de la Cristiandad durante casi cien años. Malone maniobró el Peugeot a través de un laberinto de estrechas callejuelas hasta un aparcamiento subterráneo.
Ascendieron por las escaleras hasta el nivel de la calle, e inmediatamente Malone se encontró frente a unas iglesias románicas, enmarcadas por viviendas bañadas por el sol, sus tejados y paredes todos de la tonalidad de la arena sucia, produciendo una impresión claramente italiana. Como era fin de semana, los turistas llegaban a miles, y los toldos multicolores y los plátanos de la Place de l’Horloge arrojaban su sombra sobre una bulliciosa multitud que había salido a almorzar.
La dirección del cuaderno de Lars Nelle les guio por una de las múltiples rues. Mientras caminaba, Malone pensó en el siglo XIV, cuando los papas cambiaron el río Tíber de Roma por el francés Ródano y ocuparon el enorme palacio situado sobre la colina. Aviñón se convirtió en un asilo para herejes. Los judíos compraban tolerancia por una modesta tasa, los criminales vivían sin ser molestados, florecían las casas de juego y los burdeles. La vigilancia era laxa, y pasear después de hacerse oscuro podía significar un peligro para la propia vida. ¿Qué había escrito Petrarca? «Una morada de penas, todo lo que respira miente». Confiaba en que las cosas hubieran cambiado en seiscientos años.
La dirección de Royce Claridon era una antigua tienda —libros y muebles—, su escaparate lleno de volúmenes de Julio Verne procedentes en su mayor parte del siglo XX. Malone estaba familiarizado con las ediciones pintorescas. La puerta principal estaba cerrada, pero una nota pegada al cristal informaba de que el negocio se estaba llevando a cabo hoy en la Cours Jean Jaurès, en una feria de libros mensual.
Se informaron de la dirección del mercado, que se celebraba al lado de un bulevar principal. Desvencijadas mesas de metal salpicaban la arbolada plaza. Cajas de plástico albergaban libros franceses, así como un puñado de títulos ingleses, en su mayoría novelas de éxitos del cine y la televisión. La feria parecía atraer a un determinado tipo de cliente. Montones de cabellos recortados, gafas, faldas, corbatas y barbas… Ni una Nikon o una videocámara a la vista.
Pasaban autocares abarrotados de turistas camino del palacio papal, los quejumbrosos diésels sofocando el ruido de un grupo de percusión caribeño que tocaba al otro lado de la calle. Una lata de coca-cola rebotó en el pavimento y sobresaltó a Malone, que tenía los nervios de punta.
—¿Pasa algo malo?
—Demasiadas distracciones.
Deambularon por el mercado, los ojos de bibliófilo de Malone estudiando la mercancía. El material de calidad estaba todo envuelto en plástico. Una tarjeta identificaba la procedencia y el precio del libro, que Malone observó que era alto, dada la baja calidad. Preguntó a uno de los vendedores la ubicación del puesto de Royce Claridon, y lo encontraron en el otro extremo. La mujer que atendía las mesas era baja y robusta, con el pelo rubio sujeto en un moño. Llevaba gafas de sol y todo posible atractivo quedaba atemperado por el cigarrillo que colgaba de sus labios. Fumar no era algo que Malone hubiera encontrado nunca atractivo.
Examinaron sus libros, todo desplegado sobre un destartalado mueble, la mayor parte de los volúmenes encuadernados en tela raída. Le sorprendió que alguien los comprara.
Se presentó a sí mismo y a Stephanie. La mujer no les dijo su nombre, y se limitó a seguir fumando.
—Estuvimos en su tienda —dijo Malone en francés.
—Está cerrada. —El tono cortante dejaba claro que no quería que le molestaran.
—No estamos interesados en nada de lo que tiene allí —dejó claro también Malone.
—Entonces, disfrute de estos maravillosos libros.
—¿Tan mal va el negocio?
La mujer dio otra calada.
—Apesta.
—¿Por qué está usted aquí, entonces? ¿Por qué no en el campo durante el día?
Ella se lo quedó mirando con gesto suspicaz.
—No me gustan las preguntas. Especialmente de norteamericanos que hablan un mal francés.
—Yo creía que el mío era correcto.
—Pues no lo es.
Malone decidió ir al grano.
—Estamos buscando a Royce Claridon.
La mujer se rio.
—Usted y alguien más.
—¿Le importaría informarnos sobre quién es alguien más? —Aquella bruja le estaba crispando los nervios.
Ella no respondió inmediatamente. En vez de ello, su mirada se desvió hacia una pareja que estaba examinando su mercancía. La banda caribeña del otro lado de la calle atacó una nueva melodía. Los potenciales clientes de la mujer se alejaron.
—Tenemos que vigilarlos a todos —murmuró—. Lo roban todo.
—Se me ocurre una idea —dijo él—. Le compro una caja entera si me responde a una pregunta.
La proposición pareció interesarle.
—¿Qué quiere usted saber?
—¿Dónde está Royce Claridon?
—Llevo sin verlo cinco años.
—Eso no es una respuesta.
—Se ha ido.
—¿Adónde se fue?
—Ésas son todas las respuestas que una caja de libros comprará.
Evidentemente no iban a enterarse de nada por ella, y Malone no tenía intención de darle más dinero. Arrojó un billete de cincuenta euros sobre la mesa y agarró su caja de libros.
—Su respuesta es una mierda, pero yo cumpliré mi parte del trato.
Se dirigió a un cubo de basura abierto, le dio la vuelta a la caja y vació el contenido dentro. Luego arrojó la caja sobre la mesa.
—Vámonos —le dijo a Stephanie, y se alejaron.
—Eh, americano.
Malone se detuvo y se dio la vuelta.
La mujer se levantó de su silla.
—Me ha gustado eso.
Él esperó.
—Montones de acreedores están buscando a Royce, pero es fácil encontrarlo. Vaya a ver en el sanatorio de Villeneuve-les-Avignon. —Se aplicó un dedo a la sien y lo hizo girar—. Chalado, así está Royce.