XXIV

Abadía des Fontaines.

10:00 pm.

El senescal encontró a Geoffrey. Había estado buscando a su ayudante desde que el cónclave se disolviera, y finalmente se enteró de que el joven se había retirado a una de las pequeñas capillas situadas en el ala norte, más allá de la biblioteca, uno de los múltiples lugares de reposo que ofrecía la abadía.

El senescal entró en la sala iluminada sólo con velas y vio a Geoffrey yaciendo en el suelo. Los hermanos muchas veces se echaban así ante el altar de Dios. Durante le iniciación, el acto era prueba de humildad, una demostración de insignificancia frente al Cielo, y su práctica servía de recordatorio.

—Tenemos que hablar —dijo suavemente.

Su joven asociado permaneció inmóvil durante unos momentos, luego lentamente se puso de rodillas, se santiguó y se puso de pie.

—Dime exactamente lo que tú y el maestre estabais haciendo.

No estaba de humor para los comportamientos reservados, y afortunadamente Geoffrey parecía más tranquilo que antes en el Panteón de los Padres.

—El maestre quería estar seguro de que aquellos dos paquetes se enviarían por correo.

—¿Dijo por qué?

—¿Y por qué iba a hacerlo? Él era el maestre. Yo soy sólo un hermano menor.

—Al parecer él confiaba en ti lo suficiente para buscar tu ayuda.

—Dijo que usted se tomaría eso a mal.

—No soy tan quisquilloso. —Veía que el joven sabía más cosas—. Cuéntame.

—No puedo decirlo.

—¿Por qué no?

—El maestre me dio instrucciones de que respondiera a la pregunta sobre el correo. Pero no voy a decir nada más… hasta que ocurran más cosas.

—¿Qué más necesitas que ocurra? De Roquefort está al frente. Tú y yo estamos prácticamente solos. Los hermanos se están alineando con De Roquefort. ¿Qué más hace falta que ocurra?

—No me corresponde a mí decidir.

—De Roquefort no puede triunfar sin el Gran Legado. Ya viste la reacción en el cónclave. Los hermanos lo abandonarán si él no lo consigue. ¿Es eso lo que tú y el maestre estabais tramando? ¿Sabía más el maestre de lo que me dijo a mí?

Geoffrey guardó silencio, y el senescal de repente detectó una madurez en su ayudante que no había observado anteriormente.

—Me avergüenza decir que el maestre me dijo que el mariscal lo derrotaría a usted en el cónclave.

—¿Qué más dijo?

—Nada que pueda revelar en este momento.

Aquella actitud evasiva resultaba irritante.

—Nuestro maestre era brillante. Cómo tú dices, comprendió lo que iba a pasar. Al parecer previo lo suficiente para convertirte en su oráculo. Dime, ¿qué tengo que hacer?

La súplica en su voz no podía disimularse.

—Me dijo que respondiera a esa pregunta con lo que Jesús dijo: «El que no odia a su padre y a su madre como hago yo no puede ser mi discípulo».

Las palabras procedían del Evangelio de santo Tomás. Pero ¿qué significaban en este contexto? Recordó lo otro que había escrito santo Tomás. «Aquél que no ama a su padre y a su madre como yo no puede ser mi discípulo».

—También quería que yo le recordara que Jesús dijo: «Que el que busca no deje de buscar hasta encontrar…».

—«Cuando uno encuentra, quedará desconcertado. Cuando uno es desconcertado, quedará asombrado y reinará sobre todo» —terminó él rápidamente—. ¿Todo lo que decía era una adivinanza?

Geoffrey no respondió. El joven tenía un grado muy inferior al del senescal, su camino al conocimiento estaba tan sólo empezando. Ser miembro de la orden era un firme progreso hacia el completo gnosticismo… un viaje que normalmente requeriría dos años. Geoffrey había llegado a la abadía sólo dieciocho meses antes, procedente de la casa de los jesuitas de Normandía, abandonado cuando era un niño y criado por los monjes. El maestre se había fijado en él inmediatamente, pidiendo que fuera incluido en el personal ejecutivo. El senescal se había intrigado ante esta decisión, pero el viejo simplemente le había sonreído, diciendo: «No hay ninguna diferencia con lo que hice contigo».

Colocó una mano sobre el hombro de su ayudante.

—Para que el maestre te eligiera como uno de sus ayudantes, seguramente tenía en alta consideración tus cualidades.

Una mirada resuelta brotó de la pálida cara.

—Y no le defraudaré.

Los hermanos tomaban diferentes caminos. Algunos se inclinaban por la administración. Otros se hacían artesanos. Muchos ayudaban a la autosuficiencia de la abadía como artífices o granjeros. Algunos se dedicaban exclusivamente a la religión. Tan sólo una tercera parte aproximadamente eran seleccionados como caballeros. Geoffrey iba camino de convertirse en caballero en algún momento dentro de los próximos cinco años, dependiendo de sus progresos. Ya había servido de aprendiz y completado el requerido entrenamiento elemental. Tenía ante sí un año de Escrituras antes de que pudiera serle administrado el primer juramento de fidelidad. Sería una lástima, pensó el senescal, que pudiera perder todo lo que tanto había trabajado por conseguir.

—Senescal, ¿qué pasa con el Gran Legado? ¿Puede ser hallado, como dijo el mariscal?

—Ésa es nuestra única salvación. De Roquefort no lo tiene, pero probablemente piensa que nosotros sabemos cosas. ¿Es así?

—El maestre habló de ello.

Las palabras llegaron rápidamente, como si fueran para no ser dichas.

Él esperó algo más.

—Me dijo que un hombre llamado Lars Nelle fue el que más se acercó. Dijo que el camino seguido por Nelle era el correcto —continuó Geoffrey, cuyo pálido rostro delataba nerviosismo.

Él y el maestre habían discutido muchas veces sobre el Gran Legado. Sus orígenes procedían de una época anterior a 1307, pero su ocultación después de la Purga fue una manera de privar a Felipe IV de la riqueza y el conocimiento de los templarios. En los meses anteriores al 13 de octubre, Jacques de Molay escondió todo lo que la orden más apreciaba. Desgraciadamente, no existía ningún registro de su ubicación, y la Peste Negra finalmente aniquiló a todas las almas que sabían algo del lugar. La única pista procedía de un pasaje anotado en las Crónicas del 4 de junio de 1307. «¿Cuál es el mejor sitio para esconder un guijarro?». Posteriores maestros trataron de responder a esta pregunta y buscaron, hasta considerar que el esfuerzo carecía de sentido. Pero en el siglo XIX salieron a la luz nuevas pistas… No procedentes de la orden, sino de dos curas párrocos de Rennes-le-Château, los abates Bigou y Bérenger Saunière. El senescal sabía que Lars Nelle había resucitado su asombrosa leyenda, escribiendo un libro en los años setenta que informaba al mundo sobre el diminuto pueblo francés y su supuesta mística antigua. Ahora, saber que «él fue el que más se acercó», que «el suyo era el camino correcto», parecía casi surrealista.

El senescal se disponía a hacer más preguntas cuando oyeron unos pasos. Se dio la vuelta al tiempo que cuatro hermanos caballeros, hombres a los que conocía, entraban en la capilla. De Roquefort los siguió al interior, vestido ahora con la sotana blanca del maestre.

—¿Conspirando, senescal? —preguntó De Roquefort, sus ojos rebosando satisfacción.

—Ya no. —El senescal se extrañaba ante aquella demostración de fuerza—. ¿Necesita usted un auditorio?

—Están aquí por usted. Aunque yo espero que esto pueda llevarse a cabo de una manera civilizada. Está usted bajo arresto.

—¿Y la acusación? —preguntó el senescal, sin mostrar la menor preocupación.

—Violación de su juramento.

—¿Tiene usted intención de explicarse?

—En el foro adecuado. Estos hermanos le acompañarán a sus habitaciones, donde permanecerá usted esta noche. Mañana, ya le encontraré un alojamiento más apropiado. Su sustituto necesitará, para entonces, su cámara.

—Muy amable por su parte.

—Así lo pensé. Pero alégrese. Hace mucho tiempo que su hogar debería haber sido una celda de penitente.

El senescal las conocía. Nada más que unos cubículos demasiado pequeños para estar de pie o echado. En vez de eso, el prisionero tenía que permanecer agachado, y la falta de comida o de agua aumentaban su agonía.

—¿Planeáis resucitar el uso de las celdas?

Vio que De Roquefort no apreciaba el desafío, sino que el francés se limitaba a sonreír. Raras veces aquel demonio se relajaba hasta esbozar una sonrisa.

—Mis seguidores, a diferencia de los suyos, son leales a sus juramentos. No hay necesidad de tales medidas.

—Casi pienso que se cree usted lo que dice.

—Ya ve, esa insolencia es la verdadera razón por la que me enfrenté a usted. Aquéllos de nosotros entrenados en la disciplina de nuestra devoción nunca hubiéramos hablado a otro en un tono tan despectivo. Pero aquellos hombres que, como usted, preceden del mundo secular consideran apropiada la arrogancia.

—¿Y negar a nuestro maestre su debido recuerdo fue mostrar respeto?

—Ése fue el precio que pagó por su arrogancia.

—Fue educado como usted.

—Lo cual demuestra que nosotros también somos capaces de errar.

Se estaba cansando de De Roquefort, así que recobró el dominio de sí mismo y dijo:

—Exijo mi derecho a un tribunal.

—Lo cual tendrá usted. Mientras tanto, será confinado.

De Roquefort hizo un gesto. Los cuatro hombres se adelantaron, y, aunque estaba asustado, el senescal decidió salir con dignidad.

Abandonó la capilla, rodeado por sus guardianes, pero en la puerta vaciló un momento y miró atrás, captando una vislumbre final de Geoffrey. El joven había permanecido en silencio mientras él y De Roquefort discutían. El nuevo maestre, como era característico, no prestaba atención a alguien tan joven. Transcurrirían muchos años antes de que Geoffrey pudiera plantear ninguna amenaza. No obstante, el senescal se intrigó.

No había ni una pizca de miedo, vergüenza o aprensión que nublara el rostro de Geoffrey.

Al contrario, su expresión era de intensa resolución.