Rennes-le-Château.
9:30 pm.
Stephanie se paseó por la casa de su difunto marido.
Era la típica construcción de la región. Firme suelo de madera, vigas en el techo, chimenea de piedra, sencillos muebles de pino. No demasiado espacio, pero sí el suficiente, con dos dormitorios, un estudio, un baño, una cocina y un taller. A Lars le había encantado tornear la madera, y ya ella había observado que sus tornos, cinceles, formones y gubias seguían allí, cada herramienta colgada de una tabla con clavijas recubierta de una fina costra de polvo. Y Lars tenía talento con el torno. Ella seguía poseyendo cuencos, cajas y candelabros tallados por él a partir de la madera de árboles de la zona.
Durante su matrimonio, Stephanie le había visitado sólo unas pocas veces. Ella y Mark vivían en Washington, y luego en Atlanta. Lars lo hacía principalmente en Europa, la última década, aquí, en Rennes. Ninguno de los dos violaba nunca el espacio del otro sin pedir antes permiso. Aunque quizás no estaban de acuerdo en la mayoría de las cosas, siempre se mostraron educados. Tal vez demasiado, había pensado ella algunas veces.
Stephanie siempre creyó que Lars había comprado la casa con los beneficios obtenidos de su primer libro, pero ahora sabía que Henrik Thorvaldsen le había ayudado en la compra. Lo que era muy propio de Lars. Éste no tenía muy en cuenta el dinero, gastándose todo lo que ganaba en sus viajes y en sus obsesiones, dejándole a ella la tarea de asegurar que se pagaran las facturas familiares. No hacía mucho tiempo que Stephanie había terminado de pagar un préstamo dedicado a financiar la universidad y el curso de posgrado de Mark. Su hijo había ofrecido varias veces hacerse cargo de la deuda, especialmente desde que estaban separados, pero ella siempre se había negado. La tarea de un padre era educar a sus hijos, y ella se tomaba su trabajo en serio. Quizás demasiado, había llegado a pensar.
Ella y Lars no habían cruzado una sola palabra durante los meses previos a su muerte. Su último encuentro había sido desagradable, otra discusión sobre el dinero, la responsabilidad, la familia. El intento de Stephanie de defenderle el día anterior ante Henrik Thorvaldsen había sonado vacío, pero ella nunca se había dado cuenta de que alguien conocía la verdad sobre su separación marital. Al parecer, pensó Stephanie, Thorvaldsen la conocía. Quizás él y Lars habían sido íntimos. Desgraciadamente nunca lo sabría. Eso es lo que pasa con el suicidio… Terminar el sufrimiento de una persona no hace más que prolongar la agonía de los que deja atrás. Ella deseaba tanto liberarse de la sensación de náusea que tenía en la boca del estómago. «El dolor del fracaso», lo había llamado un escritor en cierta ocasión. Y ella estaba de acuerdo.
Stephanie terminó su paseo y entró en el estudio. Se sentó frente a Malone, que llevaba leyendo el diario de Lars desde la cena.
—Su marido era un investigador meticuloso —dijo.
—Gran parte de esa investigación es reservada… como el propio investigador.
Malone pareció captar su frustración.
—¿Quiere decirme por qué se siente responsable de su suicidio?
Ella decidió permitirle su intrusión. Necesitaba hablar de ello.
—No me siento responsable. Sólo me siento parte de él. Los dos éramos orgullosos. Y tozudos también. Yo estaba en el departamento de Justicia, Mark había crecido, y se hablaba de concederme mi propia división; así que me concentré en lo que creía más importante. Lars hizo lo mismo. Por desgracia, ninguno de los dos valoraba al otro.
—Eso es fácil de ver ahora, años más tarde. Imposible saberlo entonces.
—Pero ése es el problema, Cotton. Yo estoy aquí. Él, no. —Se sentía incómoda hablando de sí misma, pero las cosas hay que decirlas—. Lars era un escritor talentoso y un buen investigador. ¿Y todo aquello que le conté sobre Saunière y su viuda? ¿Cuán interesante es, no? Si le hubiera prestado un poco de atención mientras estaba vivo, quizás aún estaría aquí. —Vaciló—. Era un hombre muy tranquilo. Nunca levantaba la voz. Nunca decía una palabra. El silencio era su arma. Podía pasarse semanas sin decir una palabra. Eso me enfurecía.
—Bueno, eso lo comprendo —dijo Malone.
Y añadió una sonrisa.
—Lo sé. Y yo tengo un temperamento vivo. Lars nunca supo tratar con él tampoco. Finalmente él y yo decidimos que lo mejor para ambos era que él siguiera su vida y yo la mía. Ninguno de los dos quería el divorcio.
—Lo cual dice mucho sobre lo que él pensaba de usted. En el fondo.
—Nunca vi eso. Todo lo que vi es que Mark estaba en medio. Se sentía atraído hacia Lars. Yo lo paso mal con las emociones. Lars no era así. Y Mark poseía la curiosidad religiosa de su padre. Eran muy parecidos. Mi hijo eligió a su padre antes que a mí, pero yo forcé esa elección. Thorvaldsen tenía razón. Para ser alguien tan cuidadosa en el trabajo, era una inepta manejando mi propia vida. Antes de que se matara Mark, yo llevaba tres años sin hablar con él. —El dolor de esa realidad sacudió su alma—. ¿Puede usted imaginarlo, Cotton? Mi hijo y yo estuvimos tres años sin dirigirnos la palabra.
—¿Qué produjo la separación?
—Él se puso del lado de su padre, así que yo seguí mi camino y ellos siguieron el suyo. Mark vivía aquí, en Francia. Yo estaba en Estados Unidos. Al cabo de un tiempo se fue haciendo más fácil ignorarle. No deje que eso les pase a usted y a Gary. Haga lo que tenga que hacer, pero no deje que eso suceda.
—Sólo me trasladé a seis mil kilómetros de distancia.
—Pero su hijo le adora. Esos kilómetros no significan mucho.
—Me he preguntado un montón de veces si hice lo correcto.
—Tiene usted que vivir su vida, Cotton. A su manera. Su hijo parece que respeta eso, aunque es joven. El mío era mucho mayor y fue mucho más duro conmigo.
Malone consultó su reloj.
—El sol se ha puesto hace veinte minutos. Casi es la hora.
—¿Cuándo se dio usted cuenta por primera vez de que nos seguían?
—Poco después de nuestra llegada. Dos hombres. Ambos parecidos a los de la catedral. Nos siguieron hasta el cementerio, y luego por la villa. Están fuera ahora.
—¿No hay peligro de que entren?
Malone movió negativamente la cabeza.
—Están aquí para vigilar.
—Ahora comprendo por qué se marchó usted del Billet. La ansiedad. Es duro. Nunca puedes bajar la guardia. Tenía usted razón en Copenhague. No soy una agente de campo.
—El problema para mí empezó cuando comenzó a gustarme el jaleo. Eso es lo que hace que te maten.
—Todos vivimos una existencia relativamente segura. Pero tener a gente que sigue cada uno de tus movimientos, que trata de matarte… Puedo ver cómo eso te consume. Finalmente, tuvo usted que escapar.
—La preparación ayuda. Uno aprende a vivir en la inseguridad. Pero usted nunca recibió preparación. —Malone sonrió—. Sólo estaba al mando.
—Espero que sepa usted que nunca traté de implicarlo.
—Ya dejó este punto bastante claro.
—Pero me alegro de que esté usted aquí.
—No me lo hubiera perdido por nada del mundo.
Ella sonrió.
—Fue usted el mejor agente que he tenido nunca.
—Sólo fui el más afortunado. Y tuve el suficiente sentido común para decidir cuándo irme.
—Peter Hansen y Ernest Scoville fueron asesinados los dos. —Stephanie hizo una pausa y finalmente expresó lo que había llegado a creer—. Quizás Lars también. El hombre de la catedral quería que yo lo supiera. Era su forma de enviarme un mensaje.
—Aquí hay un gran salto en la lógica.
—Lo sé. No hay ninguna prueba. Pero lo intuyo, y, aunque quizás no soy agente de campo, he llegado a confiar en mis intuiciones. Sin embargo, tal como yo solía decirle a usted, nada de conclusiones basadas en suposiciones. Vayamos a los hechos. Todo este asunto es extraño.
—No me diga. Caballeros templarios. Secretos en lápidas mortuorias. Sacerdotes que encuentran tesoros perdidos.
Ella lanzó una mirada a la foto de Mark que descansaba en la mesita auxiliar, tomada unos meses antes de que él muriera. Lars aparecía por todas partes en la vibrante cara del joven. La misma barbilla, ojos brillantes y piel atezada. ¿Por qué había dejado ella que las cosas fueran tan mal?
—Es extraño que eso esté aquí —dijo Malone, viendo su interés.
—La vi aquí la última vez que vine. Hace cinco años. Poco después de la avalancha.
Le resultaba difícil creer que su único hijo llevara muerto cinco años. Los hijos no deberían morir pensando que sus padres no los quieren. A diferencia de su separado marido, que poseía una tumba, Mark yacía enterrado bajo toneladas de nieve pirenaica a unos cincuenta kilómetros al sur.
—Tengo que terminar esto —le murmuró ella a la foto, la voz quebrada.
—No estoy seguro de qué es esto.
Tampoco lo estaba ella.
Malone hizo un gesto con el diario.
—Al menos sabemos dónde encontrar a Claridon en Aviñón, tal como indicaba la carta dirigida a Ernest Scoville. Se trata de Royce Claridon. Hay una anotación y una dirección en el diario. Lars y él eran amigos.
—Me estaba preguntando cuándo lo descubriría usted.
—¿Me he perdido algo más?
—Es difícil decir lo que es importante. Hay muchas cosas ahí.
—Tiene usted que dejar de mentirme.
Ella había estado esperando la reprimenda.
—Lo sé.
—No puedo ayudar si usted oculta algo.
Ella comprendió.
—¿Qué hay sobre las páginas que faltaban, enviadas a Scoville? ¿Hay algo ahí?
—Ya me dirá usted.
Y le tendió a Stephanie las ocho páginas.
Ella decidió que pensar un poco apartaría de su mente a Lars y a Mark, de modo que examinó los párrafos escritos a mano. La mayor parte carecía de sentido, pero había pasajes que le desgarraban el corazón.
… Saunière evidentemente cuidaba de su amante. Ella vino a él cuando su familia se trasladó a Rennes. Su padre y su hermano eran habilidosos artesanos y su madre se encargaba del mantenimiento de la casa parroquial. Esto era en 1892, un año después de que muchas cosas fueran encontradas por Saunière. Cuando la familia de la mujer se marchó de Rennes para trabajar en una fábrica cercana, ella se quedó con Saunière y permaneció con él hasta su muerte, dos decenios más tarde. En algún momento, Saunière puso a nombre de ella todo lo que había adquirido, lo cual demuestra la indudable confianza que tenía en la mujer. Ella estaba enteramente dedicada a él, y mantuvo sus secretos durante treinta y seis años después de su muerte. Envidio a Saunière. Era un hombre que conocía el incondicional amor de una mujer y correspondía a ese amor con una confianza y respeto incondicionales. Era, al decir de todos, un hombre difícil de agradar, un hombre empujado a realizar algo por lo que la gente pudiera recordarlo. Su llamativa creación en la Iglesia de María Magdalena parece su legado. No hay ningún registro de que su amante expresara una sola vez oposición alguna a lo que él estaba haciendo. Todo el mundo dice que ella era una mujer devota que apoyaba a su benefactor en todo lo que éste hacía. Probablemente hubo algunos desacuerdos, pero, al final, permaneció junto a Saunière hasta que éste murió, y luego, durante cuatro décadas más. La devoción tiene mucho valor. Un hombre puede realizar grandes cosas cuando la mujer que ama lo apoya, incluso aunque piense que lo que él hace es una insensatez. Seguramente, la amante de Saunière debió de mover desaprobadoramente la cabeza más de una vez ante lo absurdo de sus creaciones. Tanto la Villa Betania como la Torre Magdala eran ridículas para su época. Pero ella nunca derramó una gota de agua sobre el fuego. Cogió de él lo suficiente para dejarle ser lo que necesitaba ser, y el resultado está siendo contemplado hoy por los miles de personas que vienen a Rennes cada año. Ése es el legado de Saunière. El de ella es que el suyo siga existiendo.
—¿Por qué me ha dado esto a leer? —le dijo ella a Malone cuando terminó.
—Tenía usted que hacerlo.
¿De dónde habían salido todos estos fantasmas? Rennes-le-Château tal vez no escondía ningún tesoro, pero sin duda albergada demonios que trataban de atormentarla.
—Cuando recibí este diario por correo y lo leí, me di cuenta de que no había sido justa con Lars y Mark. Ellos creían en lo que buscaban, del mismo modo que yo creo en mi trabajo. Mark diría que yo siempre me mostraba negativa. —Hizo una pausa, esperando que los espíritus estuvieran escuchando—. Cuando volví a ver ese diario, supe que había estado equivocada. Fuera lo que fuese lo que Lars buscaba, era importante para él. Ése es realmente el motivo por el que vine, Cotton. Se lo debo a los dos. —Stephanie miró a Malone con ojos cansados—. Sabe Dios que se lo debía. Nunca comprendí que las apuestas fueran tan altas.
Malone consultó nuevamente su reloj, luego miró hacia las oscurecidas ventanas.
—Ya es hora de averiguar lo altas que son. ¿Va a estar usted bien aquí?
Ella reunió fuerzas y asintió.
—Yo me ocuparé del mío. Usted encárguese del otro.