XXI

Abadía des Fontaines.

6:00 pm.

De Roquefort se enfrentó a la asamblea. Raras veces los hermanos se ponían sus mejores vestiduras. La regla exigía que, en su mayor parte, vistieran «sin exceso ni ostentación». Pero un cónclave demandaba formalidad, y de cada miembro se esperaba que llevara su prenda de rango.

La visión era impresionante. Los caballeros hermanos lucían blancas capas de lana encima de cortas casacas blancas adornadas con bandas de primorosa argentería, y sus piernas estaban enfundadas en medias plateadas. Una blanca capucha les cubría la cabeza. Por su parte, la cruz roja paté de cuatro brazos iguales, ensanchados por sus extremos, adornaba todos los pechos. Un cinturón carmesí rodeaba su cintura, y donde antaño colgaba una espada, ahora sólo un fajín distinguía a los caballeros de los artesanos, granjeros, artífices, clérigos, sacerdotes y asistentes, que llevaban una vestidura similar pero en diversos tonos de verde, marrón y negro, distinguiéndose los clérigos por sus guantes blancos.

Una vez reunido el consistorio, la regla exigía que el mariscal presidiera los debates. Era una forma de compensar la influencia de cualquier senescal, que, como segundo en el mando, podía dominar fácilmente a la asamblea.

—Hermanos míos —gritó De Roquefort.

La sala se quedó en silencio.

—Ésta es la hora de nuestra renovación. Debemos elegir a un maestre. Pero antes de empezar, pidamos al Señor su Guía en las horas que nos aguardan.

Bajo el brillo de los candelabros de bronce, De Roquefort observó cómo 488 hermanos inclinaban la cabeza. La llamada se había efectuado inmediatamente después del alba, y la mayor parte de aquéllos que servían fuera de la abadía había realizado el viaje hasta la casa. Se habían reunido en la sala superior del palais, una enorme ciudadela redonda que databa del siglo XVI, construida con una altura de treinta metros, veintitantos de diámetro y muros de tres metros y medio de espesor. Antaño había servido como la última línea de defensa en caso de ataque, pero había evolucionado hasta convertirse en un elaborado centro ceremonial. Las troneras para disparar las flechas estaban ahora tapadas con vitrales, y el estuco amarillo aparecía cubierto de imágenes de san Martín, Carlomagno y la Virgen María. La sala circular, con dos galerías superpuestas provistas de baranda, podía fácilmente albergar a los casi quinientos hombres y gozaba de una acústica casi perfecta.

De Roquefort levantó la cabeza y estableció contacto visual con los otros cuatro dignatarios. El comandante, que era a la vez oficial de intendencia y tesorero, era un amigo. De Roquefort se había pasado años cultivando la relación con aquel hombre tan distante y confiaba en que todos aquellos esfuerzos pronto darían su fruto. El pañero, que se encargaba de todo lo referente a ropas y vestidos, estaba claramente dispuesto a apoyar la causa del mariscal. El capellán, sin embargo, que supervisaba todos los aspectos espirituales, era un problema. De Roquefort nunca había podido asegurar nada por parte del veneciano, aparte de vagas generalizaciones sobre lo obvio. Luego estaba el senescal, que se encontraba de pie portando el Beauseant, la reverenciada bandera negra y blanca de la orden. Tenía un aspecto confortable en su blanca túnica y esclavina, con la bordada insignia en su hombro izquierdo que indicaba su elevado rango. Esa visión le revolvió el estómago a De Roquefort. Aquel hombre no tenía derecho a llevar aquellas preciosas prendas.

—Hermanos, está reunido el consistorio. Es hora de designar el cónclave.

El procedimiento era engañosamente sencillo. Se elegía un nombre de un cuenco que contenía los nombres de todos los hermanos. Entonces ese hombre paseaba su mirada entre los reunidos y elegía libremente a otro. Vuelta al cuenco para el siguiente nombre, y luego otra selección abierta, y ese modelo al azar continuaba hasta que eran diez los designados. El sistema mezclaba un elemento de suerte emparejada con otra de implicación personal, disminuyendo en gran manera cualquier oportunidad de prejuicio organizado. De Roquefort, como mariscal, y el senescal eran automáticamente incluidos constituyendo un total de doce. Se necesitaba un voto de los dos tercios para efectuar la elección.

De Roquefort observaba cómo se estaba efectuando la selección. Cuando terminó, cuatro caballeros, un sacerdote, un oficinista, un granjero, dos artesanos y un jornalero habían sido elegidos. Muchos eran seguidores suyos. No obstante el maldito azar había permitido que estuvieran incluidos algunos cuya lealtad era, en el mejor de los casos, cuestionable.

Los diez hombres dieron un paso adelante y se desplegaron en semicírculo.

—Tenemos un cónclave —declaró De Roquefort—. El consistorio ha terminado. Empecemos.

Todos los hermanos se echaron hacia atrás sus capuchas, señalando así que el debate podía ahora empezar. El cónclave no era un asunto secreto. Por el contrario, la designación, la discusión y el voto tendrían lugar ante toda la hermandad. Pero la regla exigía que no se emitiera ningún sonido por parte de los asistentes.

De Roquefort y el senescal ocuparon su lugar con los demás. De Roquefort ya no era el presidente… En el cónclave todos los hermanos eran iguales. Uno de los doce, un caballero mayor de espesa barba gris, dijo:

—Nuestro mariscal, un hombre que ha guardado esta orden durante muchos años, debería ser nuestro próximo maestre. Lo presento como candidato.

Otros dos dieron su consentimiento. Con los tres requeridos, la designación fue aceptada.

Otro de los doce, uno de los artesanos, un armero, dio un paso adelante.

—No estoy de acuerdo con lo que se le ha hecho al maestre. Era un buen hombre que amaba a esta orden. No debería haber sido objetado. Propongo al senescal como candidato.

Otros dos mostraron su asentimiento.

De Roquefort permaneció rígido. Se habían trazado las líneas de la batalla.

Que empiece la guerra.

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La discusión estaba entrando en su segunda hora. La regla no establecía límite temporal al cónclave, pero exigía que todos los asistentes debían permanecer de pie, siendo la idea de que la duración de los debates podía muy bien depender de la resistencia de los participantes. No se había pedido aún ninguna votación. Cualquiera de los doce tenía el derecho, pero nadie quería perder un recuento —eso sería un signo de debilidad—, de manera que se pedían las votaciones sólo cuando parecían asegurados los dos tercios.

—No estoy impresionado por lo que usted planea —le dijo uno de los miembros del cónclave, el sacerdote, al senescal.

—Yo no era consciente de tener ningún plan.

—Continuará usted con las costumbres del maestre. Las costumbres del pasado. ¿Es cierto o no?

—Permaneceré fiel a mi juramento, como debería hacer usted, hermano.

—Mi juramento no dice nada sobre la debilidad —repuso el sacerdote—. No hace falta que yo sea complaciente con un mundo que languidece en la ignorancia.

—Hemos conservado nuestro conocimiento durante siglos. ¿Por qué tendríamos que cambiar?

Otro miembro del cónclave dio un paso adelante.

—Estoy cansado de la hipocresía. Me pone enfermo. Casi nos hemos extinguido debido a la codicia y la ignorancia. Ya es hora de que devolvamos el favor.

—¿Con qué fin? —preguntó el senescal—. ¿Qué se ganaría?

—Justicia —gritó otro caballero, y varios miembros más del cónclave mostraron su acuerdo.

De Roquefort decidió que ya era hora de intervenir.

—El Evangelio dice: «Que el que busca no deje de buscar hasta hallar. Cuando uno encuentra, quedará desconcertado. Cuando uno es desconcertado, quedará asombrado y reinará sobre todo».

El senescal se enfrentó a él.

—Santo Tomás también dice: «Si vuestros guías dicen: “Mirad, el reino está en los cielos”, entonces los pájaros del cielo llegarán allí antes que vosotros. Si os dicen “está en el mar”, entonces los peces llegarán antes que vosotros».

—Nunca llegaremos a ninguna parte si seguimos el curso actual —dijo De Roquefort.

Las cabezas subieron y bajaron en un ademán de acuerdo, pero no eran las suficientes para pedir una votación.

El senescal vaciló un momento, y luego dijo:

—Yo le pregunto, mariscal. ¿Cuáles son sus planes si gana la elección? ¿Puede usted decírnoslos? ¿O hace usted como Jesús, revelando sus misterios sólo a los que los merecen, sin dejar nunca que su mano derecha sepa lo que está haciendo la izquierda?

El mariscal agradeció la oportunidad de contarle a la hermandad lo que imaginaba.

—Jesús también dijo: «No hay nada oculto que no sea revelado».

—Entonces, ¿qué queréis que hagamos?

La mirada del mariscal se paseó por toda la sala, desde el suelo hasta la galería. Aquél era el momento.

—Recordar, volver al Inicio. Cuando miles de hermanos hicieron el juramento. Aquellos hombres valientes que conquistaron Tierra Santa. En las Crónicas, se cuenta la leyenda de una guarnición que perdió la batalla ante los sarracenos. Después del combate, a doscientos de aquellos caballeros se les ofreció conservar la vida si renunciaban a Cristo y se unían al Islam. Todos y cada uno eligieron arrodillarse ante los musulmanes y perder la cabeza. Ésa es nuestra herencia. Las Cruzadas fueron nuestra cruzada.

Vaciló un momento, buscando el efecto.

—Lo cual hace que el viernes, 13 de octubre de 1307 (un día tan infame, tan despreciable, que la civilización occidental continúa identificándolo con la mala suerte), sea tan difícil de aceptar. Miles de nuestros hermanos fueron injustamente arrestados. Un día eran los Pobres Compañeros Soldados de Cristo y el Templo de Salomón, el epítome de todo lo bueno, deseando morir por su Iglesia, su papa, su Dios. Al día siguiente fueron acusados de herejía. ¿Y con qué cargos? Que escupían sobre la Cruz, intercambiaban besos obscenos, celebraban reuniones secretas, adoraban a un gato, practicaban la sodomía y veneraban a una especie de cabeza de macho cabrío. —Hizo una pausa—. Ni una palabra de verdad en todo ello; no obstante, nuestros hermanos fueron torturados y muchos sucumbieron, confesando falsedades. Ciento veinte de ellos fueron quemados en la hoguera.

Hizo otra pausa.

—Nuestro legado es un legado de vergüenza, y somos recordados en la historia sólo con desconfianza.

—¿Y qué le dirá usted al mundo? —preguntó el senescal en un tono tranquilo.

—La verdad.

—¿Por qué iban a creerle?

—No tendrán otra elección —dijo el mariscal.

—¿Y eso por qué?

—Tendré la prueba.

—¿Ha localizado usted nuestro Gran Legado?

El senescal estaba haciendo presión sobre su único punto débil, pero el otro no podía demostrar ninguna debilidad.

—Está a mi alcance.

Se oyeron jadeos desde la galería.

El semblante del senescal permaneció impasible.

—Está usted diciendo que ha encontrado nuestros archivos perdidos durante siete siglos. ¿Ha encontrado también nuestro tesoro, que se hurtó a Felipe el Hermoso?

—Eso también está a mi alcance.

—Atrevidas palabras, mariscal.

Éste recorrió a los hermanos con la mirada.

—He estado buscando durante una década. Las pistas son difíciles, pero pronto poseeré una prueba que el mundo no podrá negar. El que algunas mentes cambien de idea carece de importancia. Más bien, la victoria se consigue demostrando que nuestros hermanos no fueron herejes. Al contrario, cada uno de ellos fue un santo.

Brotaron aplausos de la multitud. De Roquefort captó el momento.

—La Iglesia romana nos disolvió, declaró que éramos idólatras, pero es la propia Iglesia la que venera sus ídolos con gran pompa. —Hizo una pausa, y luego con voz grave añadió—: Recuperaré el sudario.

Más aplausos. Más fuertes. Sostenidos. Una violación de la regla, pero nadie parecía preocuparse.

—La Iglesia no tiene derecho a nuestro sudario —gritó De Roquefort por encima de los aplausos—. Nuestro maestre, Jacques de Molay, fue torturado, tratado brutalmente y luego quemado en la hoguera. ¿Y cuál era su crimen? Ser un leal servidor de su Dios y del papa. Su legado no es el legado de ellos. Es nuestro Legado. Poseemos los medios de realizar este objetivo. Así que lo conseguiremos, bajo mi mandato.

El senescal tendió el Beauseant al hombre que estaba a su lado, y se adelantó hacia De Roquefort, esperando que los aplausos se apagaran.

—¿Y qué pasa con aquéllos que no piensan como usted?

—«El que busca encontrará, al que llama se le dejará entrar».

—¿Y para aquéllos que decidan no hacerlo?

—El Evangelio es claro al respecto también: «Ay de aquellos sobre los que actúa el demonio malvado».

—Es usted un hombre peligroso.

—No, senescal, usted es el peligro. Llegó a nosotros tarde y con un corazón débil. No tiene usted ni idea de nuestras necesidades; sólo de lo que usted y su maestre creían que eran nuestras necesidades. Yo he entregado mi vida a esta orden. Nadie excepto usted ha objetado nunca mi capacidad. Siempre me he adherido al ideal de que antes me rompería que me doblegaría. —Se apartó de su oponente y se dirigió al cónclave—. Ya es suficiente. Pido una votación.

La regla dictaba que la discusión había terminado.

—Yo seré el primero en votar —dijo De Roquefort—. Por mí mismo. Todos aquéllos que estén de acuerdo, que lo digan.

Observó que los otros diez hombres consideraban su decisión. Éstos habían permanecido escuchando con una intensidad que indicaba simpatía. Los ojos de De Roquefort bombardearon al grupo y apuntaron a los pocos que eran absolutamente leales.

Empezaron a levantarse manos.

Una. Tres. Cuatro. Seis.

—Siete.

Tenía ya los dos tercios, pero quería más, así que esperó antes de declarar la victoria. Los diez votaron por él.

La sala prorrumpió en vítores.

En los tiempos antiguos, hubiera sido levantado en volandas y transportado a la capilla, donde se hubiera dicho una misa en su honor. Más tarde, tendría lugar una celebración, una de las raras ocasiones en que la orden se permitía la diversión. Pero eso ya no sucedía. En vez de ello, los hombres empezaron a entonar su nombre, y los hermanos, que por lo demás existían en un mundo desprovisto de emociones, mostraron su aprobación aplaudiendo. El aplauso se convirtió en Beauseant… y la palabra reverberó a través de toda la sala.

«Sé glorioso».

A medida que el cántico continuaba, De Roquefort miró al senescal, el cual seguía de pie a su lado. Sus ojos se encontraron, y, a través de su mirada, le hizo saber al sucesor elegido por el maestre que no sólo había perdido la batalla, sino que el perdedor se encontraba ahora en peligro mortal.