XIX

Abadía des Fontaines.

2:00 pm.

El senescal empujó la verja de hierro y encabezó el cortejo de dolientes a través de la antigua arcada. La entrada al subterráneo Panteón de los Padres estaba ubicada dentro de los muros de la abadía, al final de un largo pasadizo, donde uno de los edificios más antiguos se apoyaba en la roca. Mil quinientos años antes, unos monjes ocuparon por primera vez las cavernas que había más allá, viviendo en los sombríos nichos. A medida que fueron llegando más y más penitentes, se fueron erigiendo edificios. Las abadías tendían, o bien a crecer espectacularmente, o a menguar, y ésta había caído en un frenesí de construcción que duró siglos, continuó con los Caballeros del Temple, que calladamente se hicieron con su propiedad a finales del siglo XIII. La casa matriz de la orden —maison chèvetaine, como la llamaba la regla— había estado primeramente localizada en Jerusalén, luego en Acre, después en Chipre, terminando finalmente aquí después de la Purga. Con el tiempo, el complejo fue rodeado de murallas y torres almenadas, y la abadía creció hasta llegar a convertirse en una de las más grandes de Europa, instalada a gran altura en los Pirineos, aislada tanto por la geografía como por la regla. Su nombre procedía del cercano río, los saltos de agua y la abundancia de napas subterráneas. Abadía des Fontaines. Abadía de las fuentes.

El senescal bajó por unos estrechos peldaños labrados en la roca. Las suelas de sus zapatillas de lona resbalaban en la húmeda piedra. Donde antaño antorchas de aceite proporcionaban luz, candelabros eléctricos iluminaban ahora el camino. Tras él venían los treinta y cuatro hermanos que habían decidido unirse a su causa. Al pie de la escalera, se adelantó silenciosamente hasta el túnel abierto en una sala abovedada. Una columna de piedra se alzaba en el centro, como el tronco de un árbol envejecido.

Los hermanos se reunieron lentamente en torno al féretro de roble, que ya había sido llevado al interior y dejado sobre un plinto de piedra. A través de nubes de incienso ascendían melancólicos cánticos.

El senescal dio un paso adelante y el cántico se detuvo.

—Hemos venido a honrarle. Recemos —dijo en francés.

Lo hicieron, y luego se cantó un himno.

—Nuestro maestre nos condujo con sabiduría. Vosotros, aquéllos que sois leales a su memoria, cobrad ánimo. Él se hubiera sentido orgulloso.

Transcurrieron unos momentos de silencio.

—¿Qué nos aguarda? —preguntó discretamente uno de los hermanos.

Hacer politiqueo no era adecuado en la Sala de los Padres, pero, con cierta aprensión, se permitió una relajación de la regla.

—Incertidumbre —declaró—. El hermano De Roquefort está dispuesto a tomar el poder. Aquéllos de vosotros que seáis seleccionados para el cónclave deberéis esforzaros para detenerlo.

—Será nuestra perdición —murmuró otro hermano.

—Estoy de acuerdo —dijo el senescal—. Él cree que de alguna manera puede vengar los pecados de setecientos años. Aunque pudiéramos, ¿por qué? Nosotros sobrevivimos.

—Sus seguidores han estado presionando con dureza. Los que se opongan a él serán castigados.

El senescal sabía que ése era el motivo por el que tan pocos habían venido al Panteón.

—Nuestros antepasados se enfrentaron a muchos enemigos. En Tierra Santa se levantaban contra los sarracenos y morían con honor. Aquí, soportaron las torturas de la Inquisición. Nuestro maestro, De Molay, fue quemado en la hoguera. Nuestra tarea es permanecer fíeles.

Débiles palabras, lo sabía, pero había que decirlas.

—De Roquefort quiere la guerra con nuestros enemigos. Uno de sus seguidores me dijo que incluso intenta recuperar el sudario.

Hizo un gesto de disgusto. Otros radicales habían propuesto esa demostración de fuerza con anterioridad, pero cada maestre había reprimido la acción.

—Tenemos que detenerlo en el cónclave. Por suerte, no puede controlar el proceso de selección.

—Me da miedo —dijo un hermano, y el silencio que siguió indicaba que los demás estaban de acuerdo.

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Al cabo de una hora de plegaria, el senescal dio la señal. Cuatro porteadores, cada uno de ellos vestido con túnica carmesí, levantaron el féretro del maestre.

El senescal se dio la vuelta y se acercó a dos columnas de pórfido rojo entre las que se alzaba la Puerta del Oro. El nombre no le venía de su composición, sino de lo que una vez almacenó en su interior.

Cuarenta y tres maestres yacían en sus propios locoli, bajo un techo de roca suavemente pulimentada y pintado de azul oscuro, sobre el que estrellas doradas brillaban bajo la luz. Hacía mucho tiempo que sus cuerpos se habían convertido en polvo. Sólo quedaban huesos, encerrados dentro de osarios, cada uno de los cuales mostraba el nombre del maestre y las fechas de su servicio. A la derecha del senescal había unos nichos vacíos, uno de los cuales albergaría el cuerpo de su maestre durante el año siguiente. Sólo entonces, un hermano regresaría y trasladaría los huesos a un osario. La práctica de enterramiento que la orden había utilizado durante tanto tiempo era la propia de los judíos en Tierra Santa en la época de Cristo.

Los porteadores depositaron el ataúd en la cavidad designada. Una profunda tranquilidad reinaba en la semioscuridad.

Pensamientos sobre su amigo cruzaron por la mente del senescal. El maestre era el hijo más joven de un acaudalado comerciante belga. Había sido atraído por la Iglesia sin una razón clara… simplemente, algo le había empujado a hacerlo. Había sido reclutado por uno de los muchos oficiales de la orden, hermanos apostados en todo el globo, bendecidos con un buen ojo para detectar a los reclutas. La vida monástica le había sentado bien al maestre. Y aunque no era de alto rango, en el cónclave, después de que su predecesor muriera, los hermanos habían gritado al unísono: «Que sea el maestre». De manera que hizo el juramento. «Me ofrezco al Dios omnipotente y a la Virgen María para la salvación de mi alma y así permaneceré en esta vida todos los días hasta mi último aliento». El senescal había adquirido el mismo compromiso.

Permitió que sus pensamientos derivaran hacia el comienzo de la orden… los gritos de guerra, los quejidos de los hermanos heridos y agonizantes, los angustiados gemidos durante el entierro de aquéllos que no habían sobrevivido al combate. Ése había sido el estilo de los templarios. Los primeros en participar, los últimos en marcharse. Raymond de Roquefort anhelaba aquellos tiempos. Pero ¿por qué? La futilidad de esa actitud combativa se había demostrado cuando la Iglesia y la Corona se volvieron contra los templarios en la época de la Purga, sin mostrar la menor consideración por doscientos años de leal servicio. Muchos hermanos fueron quemados en la hoguera, otros torturados y tullidos de por vida, y todo por simple codicia. Para el mundo entero, los Caballeros del Temple eran una leyenda. Un recuerdo de antaño. Nadie se preocupaba de sí existían o no, de modo que rectificar una injusticia parecía inútil.

Los muertos a los muertos.

De nuevo paseó su mirada alrededor de los cofres de piedra, luego despidió a los hermanos, excepto a uno. Su ayudante. Necesitaba hablar con él a solas. El joven se acercó.

—Dime, Geoffrey —dijo el senescal—. ¿Estabais conspirando tú y el maestre?

Los ojos del hombre centellearon por la sorpresa.

—¿Qué quiere usted decir?

—¿Te pidió el maestre que hicieras algo para él recientemente? Vamos, no me mientas. Él se ha ido, y yo estoy aquí.

Pensó que recordarle quién mandaba le haría más fácil enterarse de la verdad.

—Sí, senescal. Envié por correo dos paquetes por encargo del maestre.

—Háblame del primero.

—Grueso y pesado, como un libro. Lo envié mientras estaba en Aviñón, hace más de un mes.

—¿Y el segundo?

—Lo mandé el lunes, desde Perpiñán. Era una carta.

—¿A quién iba dirigida la carta?

—A Ernest Scoville, en Rennes-le-Château.

El joven se santiguó rápidamente, y el senescal vio confusión y sospecha.

—¿Qué pasa?

—El maestre dijo que me haría usted esas preguntas.

La información le llamó la atención.

—Dijo que cuando usted lo hiciera, yo debería decirle la verdad. Pero también dijo que fuera usted advertido. Aquéllos que han emprendido el camino que usted se dispone a tomar han sido muchos, pero ninguno ha logrado triunfar. Dijo que le deseara a usted buena suerte.

Su mentor era un hombre brillante que evidentemente sabía mucho más de lo que nunca había dicho.

—Dijo también que debía usted terminar la búsqueda. Es su destino. Tanto si se da usted cuenta como si no.

Ya había oído bastante. Quedaba explicado ahora lo de la caja de madera vacía hallada en el armario de la cámara del maestre. El libro que buscaba en su interior había desaparecido. El maestre lo había enviado. Con un gesto gentil de su mano, despidió al ayudante. Geoffrey se inclinó, y luego se apresuró hacia la Puerta del Oro.

Algo se le ocurrió de repente al senescal.

—Espera. No me has dicho adónde fue enviado el primer paquete, el «libro».

Geoffrey se detuvo, y se dio la vuelta, pero no dijo nada.

—¿Por qué no contestas?

—No es correcto que hablemos de esto. Aquí, al menos. Con él tan cerca.

La mirada del joven se dirigió al féretro.

—Me dijiste que él quería que yo supiera.

La ansiedad se reflejaba en sus ojos cuando le devolvió la mirada.

—Dime adónde fue enviado el libro.

Aunque ya lo sabía, el senescal necesitaba oír las palabras.

—A Norteamérica. A una mujer llamada Stephanie Nelle.