XVIII

Rennes-le-Château.

1:30 pm.

Malone y Stephanie se abrieron paso a través de la atestada aldea. Otro autobús lo hacía por la rue central, circulando con calma en dirección al aparcamiento. Hacia la mitad de la calle, Stephanie entró en un restaurante y habló con su propietario. Malone les echó el ojo a algunos platos de pescado de delicioso aspecto que los comensales estaban disfrutando, pero comprendió que la comida tendría que esperar.

Estaba furioso porque Stephanie le hubiera mentido. O no apreciaba, o no comprendía la gravedad de la situación. Hombres decididos, deseosos de morir y matar, andaban tras alguna cosa. Había visto a gente como ellos muchas veces, y cuanto más información poseyera, más probabilidades de éxito. Ya era bastante duro tratar con el enemigo; tener que preocuparse por un aliado agravaba la situación.

Al salir del restaurante, Stephanie dijo:

—A Ernest Scoville le atropello un coche la semana pasada mientras daba su paseo diario fuera de las murallas. Tenía muchas simpatías. Llevaba viviendo aquí mucho tiempo.

—¿Alguna pista sobre el coche?

—No hay testigos. Nada en qué basarse.

—¿Conocía usted realmente a Scoville?

Ella asintió.

—Pero no significaba nada para mí. Él y yo raras veces hablábamos. Se puso al lado de Lars.

—¿Entonces por qué lo llamó usted?

—Era el único al que creí que podía preguntarle por el diario de Lars. Se mostró educado, considerando que hacía años que no nos dirigíamos la palabra. Quería ver el diario. Así que planeé compensarle mientras estaba aquí.

Malone se hizo preguntas sobre ella. Malas relaciones con su marido, su hijo y los amigos de su marido. El origen de su remordimiento era claro, pero lo que tenía pensado hacer al respecto seguía nebuloso.

Stephanie hizo un gesto indicando que echaran a andar.

—Querría comprobar la casa de Ernest. Poseía una magnífica biblioteca. Me gustaría ver si sus libros siguen allí.

—¿Tenía esposa?

Ella negó con la cabeza.

—Era un solitario. Habría sido un excelente ermitaño.

Tomaron por uno de los callejones laterales entre más filas de edificios que parecían todos construidos para unos dueños muertos hacía tiempo.

—¿Cree usted realmente que hay un tesoro escondido en las inmediaciones? —preguntó Malone.

—Es difícil decirlo, Cotton. Lars solía decir que el noventa por ciento de la historia de Saunière es ficción. Yo le reprendí por perder el tiempo en algo tan estúpido. Pero él siempre contraatacaba con el diez por ciento de verdad. Eso es lo que le cautivaba, y, en buena parte, también a Mark. Al parecer ocurrieron cosas extrañas aquí hace cien años.

—¿Se refiere usted otra vez a Saunière?

Ella asintió.

—Ayúdeme a comprender.

—La verdad, yo también necesito ayuda en esto. Pero puedo contarle más de lo que sé sobre Bérenger Saunière.

No puedo abandonar una parroquia donde me retiene mi interésle dijo Saunière al obispo mientras se encontraba ante el hombre de edad avanzada en el palacio episcopal de Carcasona, a treinta kilómetros al norte de Rennes-le-Château.

Había evitado aquella reunión durante meses con informes de su médico de que no podía viajar por enfermedad. Pero el obispo era persistente, y la última petición de audiencia había sido entregada por un policía que tenía instrucciones de acompañarle personalmente de vuelta.

Lleva usted una vida mucho más magnífica que la míadijo el obispo—. Quisiera una declaración relativa al origen de sus recursos económicos, que parecen tan repentinos e importantes.

Ay, Monseigneur, me pide usted lo único que no puedo revelar. Grandes pecadores a los que, con la ayuda de Dios, he mostrado el camino de la penitencia, me han entregado estas considerables sumas. No deseo traicionar el secreto de confesión dando sus nombres.

El obispo pareció considerar su argumento. Era bueno, y podía funcionar.

Entonces hablemos de su estilo de vida. Eso no está protegido por el secreto de confesión.

Él fingió inocencia.

Mi estilo de vida es bastante modesto.

Eso no es lo que me han dicho.

Su información debe de ser errónea.

Veamos. —El obispo abrió la tapa de un grueso libro que tenía ante él—. Hice realizar un inventario, que es bastante interesante.

A Saunière no le gustaba aquel tono. Su relación con el anterior obispo había sido relajada y cordial, y él había disfrutado de una gran libertad. Este nuevo obispo era algo completamente distinto.

En 1891 emprendió usted una renovación de la iglesia parroquial. En aquella época reemplazó usted las ventanas, construyó un pórtico, instaló un nuevo altar y otro púlpito, y reparó el tejado. Su coste, aproximadamente dos mil doscientos francos. Al año siguiente fueron remozadas las paredes exteriores y reemplazado el suelo del interior. Vino luego un nuevo confesionario, setecientos francos, estatuas y estaciones del Via Crucis, todo tallado en Toulouse por Giscard, tres mil doscientos francos. En 1898 fue añadida una arqueta para las colectas, cuatrocientos francos. Después, en 1900, un bajorrelieve de Santa María Magdalena, muy primoroso me han dicho, fue colocado en el frontal del altar.

Saunière se limitaba a escuchar. Evidentemente, el obispo tenía acceso a los archivos de la parroquia. El antiguo tesorero había dimitido unos años atrás, declarando que había encontrado sus deberes contrarios a sus creencias. Evidentemente alguien había seguido sus actividades.

Llegué aquí en 1902dijo el obispo—. Durante los últimos ocho años he intentado (en vano, podría añadir) que compareciera usted ante mí para responder a mis preocupaciones. Pero durante ese tiempo, consiguió usted construir la Villa Betania adyacente a la iglesia. Es, según me han dicho, de construcción burguesa, un pastiche de estilos, todo de piedra tallada. Hay vidrieras, un salón comedor, sala de estar y dormitorios. Es donde usted entretiene a sus muchos invitados, según he oído.

El comentario estaba seguramente pensado para suscitar una respuesta, pero él no dijo nada.

Está luego la Torre Magdala, su disparate de biblioteca que domina el valle. Decorada con la más fina carpintería en madera, según me han dicho. A esto se añaden sus colecciones de sellos y tarjetas postales, que son enormes, e incluso algunos animales exóticos. Todo eso vale muchos miles de francos. —El obispo cerró el libro—. Los ingresos de su parroquia son sólo de doscientos cincuenta francos al año. ¿Cómo es posible que haya amasado todo eso?.

Como he dicho, Monseigneur, he sido receptor de muchas donaciones de almas que quieren ver prosperar a mi parroquia.

Ha estado usted traficando con misasdeclaró el obispo—. Vendiendo los sacramentos. Su crimen es la simonía.

Le habían advertido de que ésa era la acusación con que se enfrentaría.

—¿Por qué me hace usted reproches? Mi parroquia, cuando llegué, se encontraba en un estado lamentable. Es, a fin de cuentas, el deber de mis superiores garantizar a Rennes-le-Château una iglesia digna de los fieles y una vivienda decente al pastor. Pero desde hace un cuarto de siglo he trabajado y reconstruido y embellecido la iglesia sin pedir ni un céntimo a la diócesis. Me parece que merezco sus felicitaciones en vez de acusaciones.

—¿Cuánto dice usted que se ha gastado en todas esas mejoras?.

El cura decidió contestar.

Ciento noventa y tres mil francos.

El obispo de rio.

Abate, con eso no habría comprado los muebles, las estatuas y las vidrieras. Según mis cálculos, ha gastado usted más de setecientos mil francos.

No estoy familiarizado con las prácticas contables, así que no soy capaz de decir cuáles fueron los costes. Todo lo que sé es que la gente de Rennes adora su iglesia.

Los funcionarios declaran que usted recibe de cien a ciento cincuenta giros postales al día. Proceden de Bélgica, Italia, Renania, Suiza y de toda Francia. Oscilan entre cinco y cuarenta francos cada uno. Frecuenta usted el Banco de Couiza, donde son convertidos en efectivo. ¿Cómo explica usted eso?.

Toda mi correspondencia es manejada por mi ama de llaves. Ella la abre y contesta a todas las cuestiones. Esa pregunta debería ser dirigida a ella.

Es usted el que aparece en el banco.

Él se mantuvo en sus trece.

Debería preguntarle a ella.

Desgraciadamente, no está sujeta a mi autoridad.

El cura se encogió de hombros.

Abate, está usted traficando con misas. Está claro, al menos para mí, que esos sobres que llegan a su parroquia no son notas de amigos sinceros. Pero aún hay algo más inquietante.

Él permaneció en silencio.

He hecho un cálculo. A menos que esté usted cobrando sumas exorbitantes por las misas (y la última tarifa que conocí entre los pecadores era de cincuenta céntimos), tendría que decir misa veinticuatro horas al día durante trescientos años para acumular toda la riqueza que usted ha gastado. No, abate, el traficar con misas es una fachada, una que usted ha concebido, para ocultar la verdadera fuente de su buena fortuna.

Aquel hombre era más inteligente de lo que parecía.

—¿Alguna respuesta?.

No, Monseigneur.

Entonces queda usted relevado de sus deberes en Rennes, e informará inmediatamente a la parroquia de Coustouge. Además, queda usted suspendido, sin ningún derecho a decir misa o administrar los sacramentos en la iglesia, hasta nuevo aviso.

—¿Y cuánto tiempo durará esta suspensión? —preguntó con calma el abate.

Hasta que el Tribunal Eclesiástico pueda oír su apelación, que estoy seguro que usted presentará inmediatamente.

—Saunière apeló —dijo Stephanie— incesantemente hasta el mismísimo Vaticano, pero murió en 1917 antes de ser reivindicado. Lo que hizo, sin embargo, fue abandonar la Iglesia, aunque jamás se marchó de Rennes. Simplemente se quedó diciendo misa en la Villa Betania. Los vecinos le adoraban, así que boicotearon al nuevo abate. Recuerde, toda la tierra que rodeaba la iglesia, incluyendo la villa, pertenecía a la amante de Saunière (en eso fue muy listo), de manera que la Iglesia no podía hacer nada al respecto.

Malone quería saber.

—¿Cómo pagó todas aquellas mejoras?

Ella sonrió.

—Ésa es una pregunta que muchos han tratado de contestar. Incluyendo mi marido.

Recorrieron otro de aquellos sinuosos callejones, bordeados por más casas melancólicas, sus piedras del color de la madera muerta descortezada.

—Ernest vivía ahí delante —dijo.

Se acercaron a un antiguo edificio alegrado por rosas color pastel que se encaramaban a una pérgola de hierro forjado. Subiendo tres escalones de piedra, aparecía una puerta en un hueco. Malone atisbo a través del cristal de la puerta, pero no vio ninguna prueba de abandono.

—El lugar parece estar muy bien cuidado.

—Ernest era obsesivo.

Malone probó con el pomo. Cerrado.

—Me gustaría entrar —dijo ella desde la calle.

Él miró a su alrededor. A unos seis metros a su izquierda, el callejón terminaba en la pared exterior. Más allá surgía un cielo azul salpicado de hinchadas nubes. No había nadie a la vista. Se dio la vuelta y, con el codo, rompió el cristal. Metió luego la mano en el interior y abrió la cerradura.

Stephanie subió tras él.

—Usted primero —dijo Malone.