Abadía des Fontaines.
1:00 pm.
De Roquefort estaba encantado. Su primera confrontación con el senescal había sido una resonante victoria. Solamente seis maestres habían sido objetados con éxito, y los pecados de esos hombres iban desde el robo a la cobardía, y a lujuria por una mujer, todos ellos siglos atrás, en las décadas posteriores a la Purga, cuando la hermandad era débil y caótica. Desgraciadamente, el castigo de una objeción era más simbólico que punitivo. El ejercicio del maestre seguiría reflejado en las Crónicas, sus fallos y logros debidamente registrados, aunque una anotación proclamaría que sus hermanos le habían considerado «indigno de recuerdo».
Las pasadas semanas, sus lugartenientes se habían asegurado de que los exigidos dos tercios votarían y enviarían un mensaje al senescal. Aquel indigno estúpido tenía que enterarse de lo difícil que le iba a resultar la lucha que le esperaba. De hecho, el insulto de ser objetado no afectaba realmente al maestre. En todo caso, sería enterrado con sus predecesores. No, la negativa era más bien una manera de rebajar al supuesto sucesor… y hacer que surgieran aliados. Era un antiguo instrumento, creado por la regla, de una época en que el honor y la memoria significaban algo. Pero que había resucitado triunfalmente como la salva inaugural en una guerra que debería haber acabado al crepúsculo.
Él iba a ser el próximo maestre.
Los Pobres Compañeros Soldados de Cristo y el Templo de Salomón habían existido, ininterrumpidamente, desde 1118. Felipe IV de Francia, que había llevado el inapropiado nombre de Felipe el Hermoso, había tratado en 1307 de exterminarlos. Pero, al igual que el senescal, también había subestimado a sus oponentes, y sólo consiguió que la orden se retirara a la clandestinidad.
Antaño, decenas de miles de hermanos administraban encomiendas, granjas, templos y castillos en nueve mil haciendas esparcidas por Europa y Tierra Santa. Sólo la visión de un hermoso caballero ataviado de blanco y llevando la cruz roja paté provocaba el temor en sus enemigos. A los hermanos se les garantizaba la inmunidad de la excomunión y no se les exigía que pagaran tributos feudales. La orden tenía permiso para conservar todo el botín de guerra. Sometida sólo al papa, la Orden del Temple era un Estado en sí misma.
Pero no se libraban combates desde hacía setecientos años. En vez de ello, la orden se había retirado a una abadía de los Pirineos y rodeado del secreto como una simple comunidad monástica. Se mantenían las relaciones con los obispos de Toulouse y Perpiñán, y se cumplía con todas las obligaciones exigidas por la Iglesia romana. No ocurría nada que llamara la atención, distinguiera a la abadía, o hiciera que la gente se preguntara qué podía estar sucediendo tras sus muros. Todos los hermanos efectuaban dos series de votos. Una para con la Iglesia, que se hacía por necesidad. La otra para con la hermandad, que lo significaba todo. Se llevaban a cabo todavía los antiguos ritos, aunque ahora al amparo de la oscuridad, detrás de gruesas murallas, con las puertas de la abadía cerradas a cal y canto.
Y todo por el Gran Legado.
La paradójica futilidad de ese deber le disgustaba. La orden existía para guardar el Legado, pero el Legado no existiría de no ser por la orden.
Un dilema, seguramente.
Pero, con todo, un deber.
Su vida entera había sido el preámbulo de las próximas horas. Nacido de padres desconocidos, había sido criado por los jesuitas en una escuela religiosa cerca de Burdeos. En el Inicio, los hermanos eran principalmente criminales arrepentidos, amantes desengañados, proscritos. Hoy era gente de toda condición. El mundo secular era el que generaba la mayoría de neófitos, pero la sociedad religiosa producía sus verdaderos líderes. Los últimos diez maestres habían recibido todos una educación conventual. La suya había sido en la universidad de París, luego se había completado en el seminario de Aviñón. Permaneció allí y enseñó durante tres años antes de ser abordado por la orden. Entonces abrazó la regla con un entusiasmo desbordante.
Durante sus sesenta y cinco años no había conocido la carne de una mujer, ni tampoco había sido tentado por un hombre. Ser ascendido a mariscal, le constaba, había sido una manera de que el anterior maestre aplacara su ambición, quizás incluso una trampa por la que podría generar suficientes enemigos que hicieran imposible su posterior ascenso. Pero él utilizó sus cartas juiciosamente, haciendo amigos, construyendo lealtades, acumulando favores. La vida monástica le sentaba bien. Durante la pasada década había estudiado detenidamente las Crónicas y actualmente estaba versado en todos los aspectos —buenos y malos— de la historia de la orden. No repetiría los errores del pasado. Creía fervientemente que, en el Inicio, el aislamiento autoimpuesto de la hermandad era lo que había acelerado su caída. El secreto engendraba a la vez un aura y una sospecha… un simple paso desde allí a la recriminación. Así que había que acabar con ello. Setecientos años de silencio tenían que ser quebrantados.
Su hora había llegado.
La regla era clara.
«Existe la obligación de que, cuando algo sea ordenado por el maestre, no haya vacilación en su cumplimiento, pero la cosa debe hacerse sin demora, como si hubiera sido ordenado desde el Cielo».
El teléfono de su escritorio emitió un suave timbre, y él levantó el auricular.
—Nuestros dos hermanos de Rennes-le-Château —le dijo su ayudante de mariscal— han informado de que Stephanie Nelle y Malone están ahora allí. Tal como usted predijo, fueron directamente al cementerio y encontraron la tumba de Ernest Scoville.
Es bueno conocer a tus enemigos.
—Haga que nuestros hermanos se limiten a observar, pero que estén preparados para actuar.
—Sobre el otro asunto que nos pidió investigar puedo decirle que aún no tenemos ni idea de quién atacó a los hermanos en Copenhague.
Aborrecía los fallos.
—¿Está todo preparado para esta tarde?
—Estaremos listos.
—¿Cuántos hermanos acompañaron al senescal en la Sala de los Padres?
—Treinta y cuatro.
—¿Todos identificados?
—Todos y cada uno de ellos.
—Se le dará a cada hombre una oportunidad de unirse a nosotros. En caso contrario, habrá que tratar con ellos. Procuremos, sin embargo, que la mayoría se nos una. Lo que no debería plantear ningún problema. A pocos les gusta formar parte de una causa perdida.
—El consistorio empieza a las seis de la tarde.
Al menos el senescal estaba desempeñando su deber, llamando a sesión antes de la caída del sol. El consistorio era la variable de la ecuación —un procedimiento especialmente concebido para impedir la manipulación—, pero era algo que había sido estudiado durante mucho tiempo, y previsto.
—Estad preparados —dijo—. El senescal usará la rapidez para crear confusión. Así es como su maestre consiguió la elección.
—No aceptará la derrota alegremente.
—Tampoco esperaría que lo hiciera. Por eso tengo una sorpresa esperándole.