RENNES-LE-CHÂTEAU, Francia.
11:30 am.
Malone, que conducía el coche de alquiler, tomó una salida hacia el este por la carretera nacional, justo en las afueras de Couiza, e inició la subida de una tortuosa pendiente. La carretera ofrecía unas impresionantes vistas de rojizas laderas salpicadas de jara, espliego y tomillo. Las altivas ruinas de una fortaleza, sus chamuscadas paredes alzándose como dedos demacrados, se levantaban en la lejanía. La tierra, hasta donde la vista alcanzaba, rezumaba el romanticismo de la historia cuando caballeros saqueadores se lanzaban en picado como águilas desde las fortificadas alturas para caer sobre su enemigo.
Él y Stephanie habían salido de Copenhague alrededor de las cuatro de la mañana y volado a París, donde habían cogido el primer vuelo del día de Air France que se dirigía al sur, a Toulouse. Una hora más tarde se encontraban sobre el terreno y viajando en coche hacia el sudeste del Languedoc.
Por el camino, Stephanie le había hablado del pueblo que se alzaba a cuatrocientos cincuenta metros de altura en la cúspide del desolado montículo por el que estaban ahora subiendo. Los galos habían sido los primeros en habitar la cima de la colina, atraídos por la perspectiva de poder ver hasta una distancia de varias millas a través del extenso valle del río Aude. Pero fueron los visigodos, en el siglo XV, los que construyeron una ciudadela y adoptaron el antiguo nombre celta para el lugar —Rhedae, que significa «carro»—, convirtiendo finalmente este sitio en un centro de comercio. Doscientos años más tarde, cuando los visigodos fueron empujados hacia el sur, a España, los francos convirtieron Rhedae en una ciudad real. En el siglo XIII, sin embargo, la categoría de la ciudad había declinado, y a finales de la Cruzada Albigense fue arrasada. Su posesión pasó a través de varias opulentas casas tanto de Francia como de España, yendo a parar finalmente a uno de los lugartenientes de Simón de Monfort, quien fundó una baronía. La familia hizo construir un château, alrededor del cual brotó una aldea, y el nombre finalmente cambió de Rhedae a Rennes-le-Château. La progenie de Monfort gobernó la tierra y la ciudad hasta 1781, cuando la última heredera, Marie d’Hautpoul de Blanchefort, murió.
—Se dijo que, antes de morir, había transmitido un gran secreto —había dicho Stephanie durante el camino—, un secreto que su familia guardaba desde hacía siglos. No tenía hijos y su marido murió antes que ella, de modo que, como no quedaba nadie, le contó el secreto a su confesor, el abate Antoine Bigou, que era el cura párroco de Rennes.
Ahora, mientras contemplaba la última curva de la estrecha carretera, Malone imaginó cómo debía de haber sido vivir entonces en aquel remoto lugar. Los aislados valles formaban un perfecto lugar de acogida tanto para fugitivos refugiados como para inquietos peregrinos. Resultaba fácil ver por qué la región se había convertido en un parque temático para la imaginación, una meca para entusiastas de misterios y new agers, un lugar donde escritores con una visión única podían forjarse una reputación.
Como Lars Nelle.
La población apareció. Malone redujo la velocidad del coche y cruzó una puerta enmarcada por columnas de piedra caliza. Un rótulo advertía.
fouilles interdites.
Prohibidas las excavaciones.
—¿Tenían que poner un aviso? —preguntó él.
Stephanie asintió.
—Años atrás, la gente no paraba de cavar con palas por todos los rincones en busca del tesoro. Incluso con dinamita. Era algo que tenía que ser regulado.
La luz del día se iba apagando más allá de la puerta del pueblo. Los edificios de arenisca se alzaban muy apretados, como libros en una estantería, muchos de ellos con tejados muy inclinados, gruesas puertas y enmohecidas verandas de hierro. Una estrecha grand rue, de suelo de pedernal, formaba una breve pendiente. Personas con mochilas y guías Michelin se arrimaban a las paredes a ambos lados, desfilando en fila india arriba y abajo. Malone descubrió un par de tiendas, una librería y un restaurante. Partían callejones de la rue principal en dirección a conjuntos de edificios, aunque no muchos. El pueblo no llegaba a los cuatrocientos cincuenta metros de longitud.
—Sólo un centenar de personas viven aquí permanentemente —dijo Stephanie—. Aunque la visitan cincuenta mil turistas cada año.
—Lars produjo su efecto.
—Más del que yo jamás comprendí.
Señaló al frente y le indicó que torciera a la izquierda. Pasaron por delante de unos quioscos que vendían rosarios, medallas, cuadros y otros recuerdos a algunos visitantes cargados con sus cámaras.
—Vienen autobuses llenos —dijo ella— queriendo creer en lo imposible.
Subieron por otra pendiente y aparcaron el Peugeot en una parcela arenosa que albergaba ya a dos autobuses, los chóferes paseando y fumando un cigarrillo. Una torre de aguas se alzaba a un costado, su maltratada piedra adornada con un signo del zodíaco.
—Las multitudes llegan temprano —dijo Stephanie mientras subían— para ver el domaine de l’Abbé Saunière. El dominio del cura… lo que construyó con todo ese misterioso tesoro que supuestamente encontró.
Malone se acercó a una pared de roca que le llegaba a la cintura. El panorama que tenía ante él, un mosaico de campos, bosques, valles y rocas, se extendía durante millas. Las colinas verde-plateadas estaban salpicadas de castaños y robles. Malone comprobó su situación. La gran masa de los Pirineos, con sus cimas cubiertas de nieve, bloqueaba el horizonte meridional. Un fuerte viento llegaba aullando del oeste, afortunadamente calentado por el sol del verano.
Malone miró a su derecha. A unos treinta metros de distancia, aparecía la torre neogótica con su tejado almenado y un pequeño torreón redondo, una imagen que adornaba la cubierta de muchos libros y folletos turísticos. Se alzaba al borde de un acantilado, solemne y desafiadora, dando la impresión de que se aferraba a la roca. Un largo belvedere se extendía a partir de su lado más lejano, dando la vuelta hasta un invernadero de estructura de hierro, y luego hacia otro grupo de antiguos edificios de piedra, cada uno de ellos rematado con tejas anaranjadas. Deambulaban personas por las murallas, cámara en mano, admirando los valles de abajo.
—Ésa es la Torre Magdala. Vaya vista, ¿no? —preguntó Stephanie.
—Parece fuera de lugar.
—Eso es lo que siempre pensé yo.
A la derecha de la Torre Magdala se levantaba un jardín ornamental que conducía a un compacto edificio estilo Renacimiento. Éste también parecía más propio de otro escenario.
—La Villa Betania —dijo ella—. Saunière la hizo construir también.
Malone se fijó en el nombre. Betania.
—Eso es bíblico. Significa «casa que da una respuesta».
Ella asintió.
—Saunière era inteligente con los nombres. —Y señaló a otros edificios detrás de ellos—. La casa de Lars está en ese callejón. Antes de que vayamos allí, tengo algo que hacer. Mientras caminamos, deje que le cuente lo que sucedió aquí en 1891. Lo que yo leí al respecto la semana pasada. Lo que sacó a este lugar de la oscuridad.
El abate Bérenger Saunière reflexionó sobre la desalentadora tarea que se le presentaba. La Iglesia de Santa María Magdalena había sido construida sobre las ruinas visigodas y consagrada en el 1059. Ahora, ocho siglos más tarde, su interior estaba en ruinas debido a un tejado que filtraba el agua como si no existiera. Los muros se estaban derrumbando, los cimientos desapareciendo. Se necesitaría mucha paciencia y energía para reparar los daños, pero él se consideraba a la altura del reto.
Era un hombre fornido, musculoso, de anchos hombros, de pelo negro, muy corto. Su único rasgo atractivo, y que él utilizaba en su favor, era el hoyuelo de su barbilla. Añadía un aire caprichoso a la rígida expresión de sus negros ojos y espesas cejas. Nacido y criado a poca distancia, en el pueblo de Montazels, conocía bien la geografía de Corbières. Desde su infancia, se había familiarizado con Rennes-le-Château. Su iglesia, dedicada a Santa María Magdalena, había estado en activo sólo de vez en cuando durante décadas, y él nunca había imaginado que algún día sus múltiples problemas serían también suyos.
—Una porquería —le dijo el hombre conocido como Rousset.
Él miró al albañil.
—Conforme.
Otro albañil, Babou, estaba ocupado apuntalando una de las paredes. El arquitecto público de la región había recomendado recientemente que el edificio fuera demolido, pero Saunière jamás permitiría que eso sucediera. Algo en la vieja iglesia exigía que fuera salvada.
—Hará falta mucho dinero para completar la reparación —dijo Rousset.
—Enormes cantidades de dinero. —Y añadió una sonrisa para hacer saber al hombre más viejo que realmente comprendía el desafío—. Pero haremos esta casa digna del Señor.
Lo que no dijo era que se había asegurado ya una buena provisión de fondos. Uno de sus predecesores había dejado un legado de seiscientos francos especialmente para reparaciones. Asimismo, él había conseguido convencer al consejo municipal de que prestase otros mil cuatrocientos francos. Pero la mayor parte de su dinero había llegado por vía secreta cinco años antes. Tres mil francos habían sido donados por la condesa de Chambord, la viuda de Henri, el último barón pretendiente al extinto trono de Francia. En aquella época, Saunière había conseguido llamar bastante la atención hacia sí mismo con sermones antirrepublicanos, sermones que habían agitado sentimientos monárquicos en sus feligreses. Los comentarios llegaron al gobierno, que se los tomó a mal, retirándole el estipendio anual y exigiendo que fuera destituido. En vez de eso, el obispo le suspendió durante nueve meses, pero su acción llamó la atención de la condesa, que estableció contacto con él a través de un intermediario.
—¿Por dónde empezamos? —preguntó Rousset.
Había dedicado mucha reflexión a este asunto. Las vidrieras habían sido ya reemplazadas, y un nuevo pórtico, ante la entrada Principal, sería completado dentro de poco. Ciertamente la pared norte, donde estaba trabajando Babou, debía ser reparada, instalando un nuevo púlpito y reemplazado el tejado. Pero él sabía por dónde tenían que empezar.
—Comenzaremos por el altar.
Una expresión de extrañeza se dibujó en la cara de Rousset.
—El foco de atención de la gente está ahí —dijo Saunière.
—Como vos digáis, abate.
Le gustaba el respeto que los feligreses más viejos le mostraban, aunque él tenía sólo treinta y ocho años. Los últimos cinco había llegado a gustarle Rennes. Estaba cerca de su casa, y había allí un montón de oportunidades para estudiar las Escrituras y perfeccionar su latín, el griego y el hebreo. También disfrutaba haciendo caminatas por las montañas, paseando y cazando. Pero había llegado la hora de hacer algo constructivo.
Se acercó al altar.
Era de mármol blanco, picado por el agua que había llovido durante siglos a través del poroso techo. Las losas estaban sostenidas por dos recargadas columnas, sus exteriores adornados con cruces visigodas y letras griegas.
—Reemplazaremos el mármol y las columnas —declaró.
—¿Cómo, abate? —preguntó Rousset—. No hay forma de que podamos levantarlo.
Saunière señaló a donde se encontraba Babou.
—Usaremos la almádena. No hay necesidad de ser delicados.
Babou trajo la pesada herramienta y estudió la tarea. Entonces, con un gran esfuerzo, Babou levantó el martillo y lo descargó contra el centro del altar. El grueso mármol se agrietó, pero la piedra no cedió.
—Es sólida —dijo Babou.
—Déle otro golpe —dijo Saunière con un gesto de ánimo.
De nuevo cayó la almádena y la piedra se rompió, cayendo las dos mitades una sobre otra entre las columnas todavía de pie.
—Se acabó —dijo.
Los dos pedazos fueron rápidamente destrozados en otros más pequeños.
Saunière se inclinó.
—Saquemos todo esto.
—Nosotros lo llevaremos, abate —dijo Babou, dejando a un lado el martillo—. Usted lo amontona.
Los dos hombres levantaron grandes pedazos y se dirigieron a la puerta.
—Llevadlo al cementerio y apiladlo. Tendríamos que hallarle alguna utilidad allí —les gritó.
Cuando se iban, el abate observó que las dos columnas habían sobrevivido a la demolición. De un golpetazo quitó el polvo y los residuos del remate de una de ellas. Sobre la otra quedaba aún un trozo de arenisca, y, cuando arrojó el pedazo al montón, observó debajo un agujero de escoplo poco profundo. El espacio no era mayor que la palma de su mano, seguramente diseñado para albergar el perno de fijación de la parte superior, pero, dentro de la cavidad, le pareció captar como un pequeño espejeo.
Se inclinó un poco y cuidadosamente sopló el polvo.
En efecto, había algo allí.
Un frasco de vidrio.
No mucho más largo que su dedo índice y sólo ligeramente más ancho, su parte superior estaba sellada con cera roja. Miró más detenidamente y vio que el pequeño recipiente contenía un papel enrollado. Se preguntó cuánto tiempo llevaba allí. No tenía noticia de que se hubiera realizado ningún trabajo recientemente en el altar, de manera que debía de haber estado allí desde hacía mucho tiempo.
Sacó el objeto de su lugar oculto.
—Ese frasco fue el comienzo de todo —dijo Stephanie.
Malone asintió.
—He leído los libros de Lars también. Pero pensaba que lo que se le atribuía a Saunière era haber hallado tres pergaminos en aquella columna con alguna especie de mensaje cifrado.
Ella movió la cabeza negativamente.
—Eso forma parte del mito que otros añadieron a la historia. Lars y yo hablamos sobre esto. La mayoría de esas ideas falsas se iniciaron en los años cincuenta por un posadero que quería generar negocio. Una mentira trajo otra. Lars nunca aceptó que esos pergaminos fueran reales. Su supuesto texto fue impreso en innumerables libros, pero nadie los ha visto nunca.
—Entonces, ¿por qué escribió sobre ellos?
—Para vender libros. Sé que le dolía, pero de todos modos lo hizo. Siempre decía que la riqueza que Saunière halló podía remontarse a 1891, y procedía de fuera lo que fuese que estaba dentro del frasco de cristal. Pero él era el único que creía eso. —Señaló a otro de los edificios de piedra—. Ésa es la casa parroquial donde vivía Saunière. Hay un museo sobre él ahora. La columna con el pequeño nicho está allí, para que la vea todo el mundo.
Pasaron por delante de los atestados quioscos manteniéndose en la empedrada calzada.
—La Iglesia de María Magdalena —dijo ella, señalando a un edificio románico—. Antaño fue la capilla de los condes locales. Actualmente, por unos pocos euros, se puede ver la gran creación del abate Saunière.
—¿No lo aprueba usted?
Ella se encogió de hombros.
—Nunca lo aprobé. Ése fue el problema.
A su derecha podía verse un château en ruinas, sus muros exteriores del color del barro bañados por el sol.
—Ésa es la propiedad de los D’Hautpoul —dijo ella—. Se perdió durante la Revolución y acabó en manos del gobierno, y ha sido un montón de escombros desde entonces.
Dieron la vuelta al extremo más lejano de la iglesia y pasaron bajo un portal de piedra adornado con lo que parecía una calavera y unas tibias. Recordó, por el libro que había leído la noche anterior, que el símbolo aparecía en muchas lápidas sepulcrales templarías.
La tierra más allá de la entrada estaba cubierta de guijarros. Él conocía lo que los franceses llamaban el espacio. Enclos paroissiaux. Recinto parroquial. Y el recinto parecía típico… un lado limitado por un murete, y el otro arrimado a una iglesia, su entrada un arco triunfal. El cementerio albergaba una profusión de sepulcros, lápidas mortuorias y monumentos conmemorativos. Había tributos florales depositados sobre algunas de las tumbas, y muchas de éstas estaban adornadas, según la tradición francesa, con fotografías de los muertos.
Stephanie se acercó a uno de los monumentos que no mostraba flores ni imágenes, y Malone la dejó hacerlo sola. Sabía que Lars Nelle había sido tan apreciado por los habitantes de la localidad que le habían otorgado el privilegio de ser enterrado en su querido cementerio.
La lápida era sencilla e indicaba solamente el nombre, las fechas y un epitafio de marido, padre, erudito.
Se acercó hasta situarse al lado de la mujer.
—No dudaron ni una sola vez en enterrarle aquí —murmuró ella.
Malone sabía a lo que Stephanie se refería. En tierra sagrada.
—El alcalde de la época dijo que no había ninguna prueba concluyente de que se hubiera suicidado. Él y Lars eran íntimos, y quería que su amigo descansara aquí.
—Es el lugar perfecto —dijo él.
Ella estaba muy entristecida, le constaba a Malone, pero reconocer su dolor sería considerado como una invasión de su intimidad.
—Cometí un montón de errores con Lars —dijo ella—. Y la mayor parte de ellos los pagué con Mark.
—El matrimonio es duro. —El suyo, fracasado a causa del egoísmo, también—. Igual que la paternidad.
—Siempre pensé que la pasión de Lars era una tontería. Yo era una abogada del gobierno que hacía cosas importantes. Él andaba en busca de lo imposible.
—¿Y por qué está usted aquí?
La mirada de la mujer estaba fija en la tumba.
—Vine para darme cuenta de lo que le debo.
—O de lo que se debe a usted misma.
Ella se apartó de la tumba.
—Quizás lo que nos debemos a ambos —dijo.
Malone dejó el tema.
Stephanie señaló hacia un rincón alejado.
—La amante de Saunière está enterrada allí.
Malone sabía de la amante por los libros de Lars. Ella era dieciséis años más joven que Saunière, y tenía sólo dieciocho cuando dejó su trabajo como sombrerera y se convirtió en el ama de llaves del abate. Permaneció a su lado treinta y un años, hasta su muerte en 1917. Todo lo que Saunière adquirió fue colocado con el tiempo a su nombre, incluyendo toda la tierra y cuentas bancarias, lo que más tarde hizo imposible que nadie, ni siquiera la Iglesia, pudiera reclamarlo. Continuó viviendo en Rennes, vistiendo ropas oscuras y comportándose de forma tan extraña como cuando su amante estaba vivo, hasta su muerte en 1953.
—Era una mujer extraña —dijo Stephanie—. Hizo una declaración, mucho tiempo después de que muriera Saunière, sobre cómo, con lo que él había dejado, se podía alimentar a los habitantes de Rennes durante cien años. Pero lo cierto es que vivió en la pobreza hasta el día de su muerte.
—¿Alguien llegó a saber por qué?
—Su única afirmación era: «No puedo tocarlo».
—Yo creía que usted no sabía mucho sobre todo esto.
—No lo sabía, hasta la semana pasada. Los libros y el diario fueron ilustrativos. Lars se pasó un montón de tiempo entrevistando a los vecinos.
—Suena como si eso hubieran sido rumores de segunda o tercera mano.
—Por lo que respecta a Saunière, así era. Lleva muerto mucho tiempo. Pero su amante vivió hasta los años cincuenta, de manera que había mucha gente por aquí en los setenta y ochenta que la conocían. Vendió la Villa Betania en 1946 a un hombre llamado Noel Corbu. Fue él quien lo convirtió en un hotel… el posadero que mencioné que había creado gran parte de la información falsa sobre Rennes. La amante prometió contar el gran secreto de Saunière a Corbu, pero al final de su vida sufrió una apoplejía y fue incapaz de comunicar nada.
Pasearon un rato sobre el duro suelo, crujiendo la arenisca a cada paso.
—Saunière estuvo antaño enterrado aquí también, al lado de ella, pero el alcalde dijo que la tumba corría el peligro de ser saqueada por los buscadores de tesoros. —Movió negativamente la cabeza—. Así que hace unos años sacaron al cura y lo trasladaron a un mausoleo en el jardín. Ahora cuesta tres euros ver su tumba… el precio de la seguridad de un cadáver, supongo.
Malone captó su sarcasmo.
Ella señaló la tumba.
—Recuerdo haber venido aquí hace once años. Cuando llegó Lars por primera vez a finales de los sesenta, nada, excepto dos estropeadas cruces, señalaban las tumbas, cubiertas de malas hierbas y enredaderas. Nadie las cuidaba. Nadie se preocupaba. Saunière y su amante habían sido totalmente olvidados.
Una cadena de hierro rodeaba la parcela, y flores frescas brotaban de unos jarrones hechos de hormigón. Malone observó el epitafio en una de las losas, apenas legible:
AQUÍ YACE BERENGUER SAUNIÈRE
CURA PÁRROCO DE RENNES-LE-CHÂTEAU
1853-1917
MUERTO EL 22 DE ENERO DE 1917
A LA EDAD DE 64 AÑOS
—He leído en alguna parte que la losa era demasiado frágil para moverla —dijo ella—, así que la dejaron. Más cosas para que los turistas las vean.
Malone se fijó en la tumba de la amante.
—¿Ella no era un objetivo para los oportunistas también?
—Aparentemente, no, ya que la dejaron aquí.
—¿No fue un escándalo su relación?
Stephanie se encogió de hombros.
—Fuera cual fuese la riqueza que Saunière adquirió, él la repartió. ¿Vio usted la torre de aguas del aparcamiento? La hizo construir él para la población. Igualmente financió la pavimentación de carreteras, la reparación de algunas casas, y prestó dinero a personas en apuros. Así que le perdonaron las debilidades que hubiera podido tener. Y no era infrecuente que los curas en aquella época tuvieran un ama de llaves. O al menos eso fue lo que Lars escribió en uno de sus libros.
Un grupo de ruidosos visitantes dobló la esquina tras ellos y se dirigió a la tumba.
—Vienen aquí a papar moscas —dijo Stephanie, con un deje de desprecio en su voz—. No sé si se comportarían así en su país, en el cementerio donde están enterrados sus seres queridos.
El bullicioso grupito se acercó, y un guía turístico empezó a hablar de la amante. Stephanie se retiró y Malone la siguió.
—Esto es sólo una atracción para ellos —dijo Stephanie en voz baja—. Donde el abate Saunière descubrió su tesoro y supuestamente decoró su iglesia con mensajes que de algún modo conducen hasta él. Resulta difícil imaginar que alguien se trague esta basura.
—¿No fue sobre eso sobre lo que Lars escribió?
—Hasta cierto punto. Pero piense en ello, Cotton. Incluso si el cura encontró un tesoro, ¿por qué iba a dejar un mapa para que otro lo hallara? Construyó todo esto durante su vida. Lo último que hubiera querido era que alguien lo usurpara. —Movió negativamente la cabeza—. Esto sirve para crear grandes libros, pero no es cierto.
Malone se disponía a preguntar más cuando observó que la mirada de Stephanie se desviaba hacia otro rincón del cementerio, más allá de un tramo de escaleras que conducían a la sombra de un roble. En las sombras descubrió una tumba reciente decorada con ramitas de múltiples colores, y donde el plateado rótulo de la lápida brillaba contra un fondo de color gris mate.
Stephanie se dirigió hacia ella, y Malone la siguió.
—Dios mío —dijo ella, con la preocupación en su cara.
Malone leyó el rótulo: Ernest Scoville. Luego hizo números a partir de las fechas anotadas. El hombre tenía setenta y tres años cuando murió.
La semana pasada.
—¿Le conocía usted? —quiso saber.
—Hablé con él hace tres semanas. Poco después de recibir el diario de Lars. —Su atención se había detenido en la tumba—. Era una de las personas que mencioné, las que trabajaban con Lars y con las que necesitábamos hablar.
—¿Le dijo usted lo que tenía pensado hacer?
Ella asintió lentamente.
—Le hablé de la subasta del libro y de que venía a Europa.
Malone no podía creer lo que estaba oyendo.
—Creo recordar que anoche me dijo usted que nadie sabía nada.
—Le mentí.