XIV

Viernes, 23 de junio.

1:30 am.

Malone y Stephanie salieron en coche de Copenhague por la carretera 152. Aunque en el pasado había conducido desde Río de Janeiro hasta Petrópolis, y también desde Nápoles hasta Amalfi, Malone creía que el trayecto al norte de Helsingor, siguiendo la rocosa costa este de Dinamarca, era con mucho la más encantadora de las rutas junto al mar. Pueblos de pescadores, bosques de hayas, villas de verano y la gris extensión del Öresund carente de mareas, todo se combinaba para ofrecer un esplendor eterno.

El tiempo era el clásico. La lluvia salpicaba el parabrisas, azotado por un viento racheado. Tras pasar uno de los balnearios más pequeños de la costa, cerrado durante la noche, la carretera penetraba en el interior por una extensión boscosa. Cruzando una puerta, más allá de dos casas de campo blancas, Malone siguió por un sendero de hierba y aparcó en un patio empedrado con guijarros. La casa más alejada era un auténtico ejemplo del barroco danés… tres pisos, construida en ladrillo, cubierta de arenisca y rematada por un tejado de cobre graciosamente curvado. Una de las alas apuntaba tierra adentro. La otra miraba al mar.

Malone conocía su historia. Llamada Puerta Cristiana, la casa había sido construida trescientos años antes por un tal Thorvaldsen, un hombre inteligente que había convertido toneladas de inútil turba en combustible para producir porcelana. En la década de 1800, la reina danesa proclamó las fábricas de vidrio proveedoras reales, y Adelgate Glasvaerker, con su distintivo símbolo de dos círculos con una línea debajo, seguía reinando en toda Dinamarca y Europa. El actual dueño de la empresa era el patriarca de la familia, Henrik Thorvaldsen.

En la puerta de la casa solariega, fueron recibidos por un camarero que no se sorprendió al verlos. Interesante, considerando que era pasada la medianoche y que Thorvaldsen vivía solo como un mochuelo. Fueron acompañados a una habitación donde las vigas de roble, los escudos de armas y los retratos al óleo subrayaban la nobleza del lugar. Una larga mesa dominaba la gran sala… un mueble de cuatrocientos años de antigüedad. Malone recordaba que Thorvaldsen había dicho en una ocasión que su oscuro acabado de arce reflejaba siglos de uso continuado. Thorvaldsen estaba sentado a un extremo, con un pastel de naranja y un humeante samovar sobre la mesa.

—Por favor, pasen y tomen asiento.

Thorvaldsen se levantó de la silla con lo que parecía ser un gran esfuerzo y les dirigió una deslumbrante sonrisa. Su encorvado y artrítico cuerpo no superaba el metro sesenta de altura, la joroba de su columna apenas oculta por un suéter muy holgado. Malone observó un centelleo en los brillantes ojos grises. Su amigo estaba tramando algo. No había duda.

Malone señaló al pastelillo.

—¿Tan seguro estaba usted de que vendríamos que nos cocinó un pastel?

—No estaba seguro de que los dos hicieran el viaje, pero sabía que usted sí vendría.

—¿Y eso por qué?

—Una vez que me enteré de que estaba en la subasta, sabía que era sólo cuestión de tiempo que descubriera mi implicación.

Stephanie dio un paso adelante.

—Quiero mi libro.

Thorvaldsen la observó con mirada crítica.

—¿Nada de hola? ¿Encantada de conocerle? ¿Sólo, «quiero mi libro»?

—No me gusta usted.

Thorvaldsen volvió a ocupar su asiento a la cabecera de la mesa. Malone decidió que el pastel parecía bueno, así que se sentó y se cortó un trozo.

—¿No le gusto? —repitió Thorvaldsen—. Es extraño, considerando que no nos habíamos visto nunca.

—Sé quién es.

—¿Significa eso que el Magellan Billet tiene un expediente sobre mí?

—Su nombre aparece en los lugares más extraños. Lo consideramos una «persona internacional de interés».

El rostro de Thorvaldsen hizo una mueca, como si estuviera soportando alguna penitencia espantosa.

—Me consideran ustedes un terrorista o un criminal.

—¿Cuál de las dos cosas es usted?

El danés la miró con repentina curiosidad.

—Me dijeron que posee usted ingenio para concebir grandes hazañas y el empeño para llevarlas a cabo. Es extraño, con toda esa habilidad, que fracasara tan rotundamente como esposa y madre.

Los ojos de Stephanie se llenaron instantáneamente de indignación.

—No sabe usted nada de mí.

—Sé que usted y Lars llevaban años sin vivir juntos antes de que él muriera. Sé que usted y él no estaban de acuerdo en muchísimas cosas. Sé que usted y su hijo estaban muy alejados.

La rabia coloreó las mejillas de Stephanie.

—Váyase al infierno.

Thorvaldsen no parecía muy desconcertado por su rechazo.

—Se equivoca usted, Stephanie.

—¿Sobre qué?

—Un montón de cosas. Y ya es hora de que conozca la verdad.

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De Roquefort había encontrado la casa solariega justamente en el lugar al que le había dirigido la información por él solicitada. Una vez que se enteró de quién estaba trabajando con Peter Hansen para comprar el libro, le llevó a su lugarteniente sólo media hora compilar un dossier. Ahora estaba contemplando la imponente mansión del más alto postor del libro —Henrik Thorvaldsen—, y todo cobraba sentido.

Thorvaldsen era uno de los ciudadanos más ricos de Dinamarca, con antepasados que se remontaban a los vikingos. El número de sus empresas era impresionante. Además de Adelgate Glasvaerker, poseía intereses en bancos británicos, minas polacas, fábricas alemanas y empresas de transporte europeas. En un continente donde el dinero viejo significaba miles de millones, Thorvaldsen se encontraba en la cima de la lista de mayores fortunas. Era un individuo extraño, un introvertido que se aventuraba fuera de su propiedad sólo con moderación. Sus contribuciones caritativas eran legendarias, especialmente en el caso de los supervivientes del Holocausto, las organizaciones anticomunistas y la ayuda médica internacional.

Tenía sesenta y dos años de edad, y era íntimo de la familia real danesa, especialmente de la reina. Su mujer y su hijo habían muerto, ella de cáncer, él de un disparo más de un año antes, mientras trabajaba para la misión danesa en Ciudad de México. El hombre que había abatido a uno de los asesinos era un agente norteamericano llamado Cotton Malone. Existía un pequeño vínculo con Lars Nelle, aunque no uno favorable, ya que a Thorvaldsen se le atribuían algunos comentarios poco halagadores sobre la investigación de Nelle. Un desagradable incidente ocurrido quince años antes en la Bibliothèque Sainte-Genevieve de París, donde los dos habían entablado una discusión a gritos, fue ampliamente divulgado por la prensa francesa. Todo lo cual podía explicar por qué Henrik Thorvaldsen se había interesado en la oferta de Peter Hansen, aunque no completamente.

De Roquefort necesitaba conocerlo todo.

Un vigorizante aire oceánico azotaba desde el negro Öresund y la lluvia se había ido debilitando hasta convertirse en una ligera calina. Dos de sus acólitos se encontraban a su lado. Los otros dos esperaban en el coche, aparcado más allá de la propiedad, su cabeza todavía turbia por la droga que les habían inyectado. Él seguía ignorando quién había interferido. No había notado que nadie le vigilara durante todo el día, y sin embargo alguien había seguido furtivamente sus movimientos. Alguien con la sofisticación necesaria para utilizar drogas tranquilizantes.

Pero lo primero era lo primero. Encabezó la marcha a través del césped hasta una fila de setos que estaban situados delante de la elegante casa. Había luces encendidas en una habitación de la planta baja que, a la luz del día, debía de ofrecer una espectacular vista al mar. No había observado guardas, perros o sistemas de alarma. Curioso, aunque no sorprendente.

Se acercó a la iluminada ventana. Había descubierto un coche aparcado en el sendero y se preguntaba si su suerte iba a cambiar. Atisbo cuidadosamente en el interior y vio a Stephanie Nelle y Cotton Malone hablando con un hombre mayor.

Sonrió. Su suerte estaba cambiando.

Hizo un movimiento y uno de sus hombres sacó una funda de nailon. Bajó la cremallera de la bolsa y sacó un micrófono. Cuidadosamente fijó la ventosa en una esquina del húmedo cristal. El sofisticado receptor podía ahora recoger cada palabra.

Se colocó un diminuto auricular en el oído.

Antes de matarlos, necesitaba escuchar lo que decían.

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—¿Por qué no se sienta usted? —dijo Thorvaldsen.

—Muy amable por su parte, Herr Thorvaldsen, pero prefiero permanecer de pie —dejó claro Stephanie, con desprecio en su voz.

Thorvaldsen alargó la mano en busca del café y llenó su taza.

—Le sugeriría que me llamara cualquier cosa menos Herr. —Dejó el samovar sobre la mesa—. Detesto todo lo que se refiere, siquiera remotamente, a los alemanes.

Malone observó que Stephanie tomaba el mando. Seguramente, si él era una «persona de interés» en los archivos Billet, ella debía de saber que el abuelo, los tíos, las tías y los primos de Thorvaldsen habían caído víctimas de la ocupación nazi de Dinamarca. Aun así, esperaba que ella se desquitara, pero, en vez de eso, su rostro se suavizó.

—Será Henrik, entonces.

Thorvaldsen dejó caer un terrón de azúcar en su taza.

—Su mordacidad es notable —dijo y agitó su café—. Hace mucho tiempo aprendí que todas las cosas pueden solucionarse ante una taza de café. Una persona le dirá más de su vida privada tras una buena taza de café que después de una botella de champán o media de oporto.

Malone sabía que a Thorvaldsen le gustaba relajar a su oyente con nimiedades mientras evaluaba la situación. El viejo sorbió de su humeante taza.

—Como he dicho, Stephanie, ya es hora de que se entere usted de la verdad.

Ella se acercó a la mesa y se sentó frente a Malone.

—Entonces, por favor, destruya todas las nociones preconcebidas que tengo sobre usted.

—¿Y cuáles serían ésas?

—Enumerarlas me llevaría un buen rato. He aquí las más notables. Hace tres años estuvo usted vinculado con una organización criminal especializada en el robo de arte con conexiones israelíes radicales. Interfirió usted el año pasado en las elecciones nacionales alemanas, canalizando dinero ilegalmente hacia algunos candidatos. Por alguna razón, sin embargo, ni los alemanes ni los israelíes decidieron procesarlo.

Thorvaldsen hizo un gesto impaciente de asentimiento.

—Culpable en ambos casos. Esas «conexiones israelíes radicales», como las llama usted, son colonos que creen que sus hogares no deberían ser malvendidos por un corrupto gobierno israelí. Para ayudar a su causa, proporcioné fondos de ricos árabes que traficaban en arte robado. Los artículos se volvían a robar a los ladrones. Quizás sus archivos señalen que el arte fue retornado a sus propietarios.

—Por unos honorarios.

—Que todo investigador privado cobraría. Nosotros simplemente canalizamos el dinero reunido hacia unas causas más meritorias. Yo vi cierta justicia en el acto. En cuanto a las elecciones alemanas, yo financié a varios candidatos que se enfrentaban a una rígida oposición de la extrema derecha. Con mi ayuda, ganaron todos. No veo ninguna razón para permitir que el fascismo obtenga apoyos. ¿Usted sí?

—Lo que hizo era ilegal y causó infinidad de problemas.

—Lo que hice fue resolver un problema. Que es mucho más de lo que los norteamericanos han hecho.

Stephanie no parecía impresionada.

—¿Por qué se ha metido usted en mis asuntos?

—¿Cómo, sus asuntos?

—Conciernen al trabajo de mi marido.

El semblante de Thorvaldsen se endureció.

—No recuerdo que tuviera usted ningún interés en el trabajo de Lars mientras estaba vivo.

Malone captó las palabras críticas «No recuerdo». Lo que significaba un elevado nivel de conocimiento sobre Lars Nelle. De forma impropia en ella, Stephanie no parecía estar escuchando.

—No tengo intención de discutir mi vida privada. Dígame sólo por qué compró usted el libro anoche.

—Peter Hansen me informó de su teoría. También me dijo que había otro hombre que quería que usted tuviera el libro. Pero no antes de que el hombre hiciera una copia. Le pagó a Hansen un dinero para asegurarse de que eso sucedía.

—¿Le dijo quién era? —preguntó ella.

Thorvaldsen movió negativamente la cabeza.

—Hansen está muerto —dijo Malone.

—No me sorprende.

No había ninguna emoción en la voz de Thorvaldsen.

Malone le contó lo que había pasado.

—Hansen era codicioso —dijo el danés—. Creía que el libro tenía un gran valor, así que quería que yo lo comprara secretamente para poder ofrecérselo al otro hombre… por un precio.

—Lo cual usted aceptó hacer tratándose de la persona humanitaria que es. —Stephanie aparentemente no iba a darle ningún respiro.

—Hansen y yo hicimos muchos negocios juntos. Él me contó lo que estaba pasando y yo me ofrecí a ayudar. Me preocupaba que, sencillamente, se fuera a buscar otro comprador en otra parte. Y, también, quería que tuviera usted el libro, así que acepté sus condiciones; pero no tenía intención de entregarle el libro a Hansen.

—No creerá usted que…

—¿Cómo está el pastel? —preguntó Thorvaldsen.

Malone comprendió que su amigo estaba tratando de hacerse con el control de la conversación.

—Excelente —dijo masticando.

—Vayamos al grano —exigió Stephanie—. A esa verdad que necesito saber.

—Su marido y yo éramos amigos íntimos.

La cara de Stephanie se oscureció con una expresión de disgusto.

—Lars nunca me mencionó eso.

—Considerando su tensa relación, es comprensible. Pero aun así, al igual que en su profesión, había secretos en la de Lars.

Malone terminó su pastel y observó que Stephanie estaba dándole vueltas a lo que evidentemente no creía.

—Es usted un mentiroso —declaró finalmente.

—Puedo mostrarle a usted una correspondencia que demostrará lo que estoy diciendo. Lars y yo nos comunicábamos con frecuencia. Colaborábamos. Yo financié una investigación inicial y le ayudé cuando los tiempos fueron duros. Le pagué su casa en Rennes-le-Château. Compartí su pasión y me alegré de acogerlo.

—¿Qué pasión?

Thorvaldsen la evaluó con una mirada serena.

—Sabe usted muy pocas cosas de él. Cómo deben de atormentarla sus remordimientos…

—No necesito ser analizada.

—¿De veras? Vino usted a Dinamarca a comprar un libro del que no sabía nada y que concierne al trabajo de un hombre de hace más de una década. ¿Y no tiene usted remordimientos?

—Mire, capullo moralista, quiero ese libro.

—Primero tendrá que escuchar lo que tengo que decir.

—Apresúrese.

—El primer libro de Lars fue un éxito clamoroso. Varios millones de ejemplares en todo el mundo, aunque en Norteamérica se vendió sólo modestamente. Su siguiente libro ya no fue tan bien acogido, pero se vendió… lo suficiente para financiar sus aventuras. Lars pensó que un punto de vista opuesto podía ayudar a popularizar la leyenda de Rennes. De manera que financió a varios autores que escribieron libros criticando a Lars, libros que analizaban sus conclusiones sobre Rennes y señalaban ideas falsas. Un libro llevó a otro y éste a otro. Algunos son buenos, algunos malos. Yo mismo hice incluso varias observaciones públicas no muy halagadoras en una ocasión sobre Lars. Y pronto, tal como él deseaba, nació un género.

Los ojos de Stephanie se encendieron.

—¿Está usted chiflado?

—La controversia genera publicidad. Y Lars no escribía para una audiencia masiva, así que tenía que generar su propia publicidad. Al cabo de un tiempo, sin embargo, la cosa tomó vida propia. Rennes-le-Château es bastante popular. Se han hecho programas de televisión especiales, muchas revistas le han dedicado artículos, internet está lleno de sitios dedicados únicamente a sus misterios. El turismo es la actividad principal de la región. Gracias a Lars, la población se ha convertido ahora en una industria.

Malone sabía que existían centenares de libros sobre Rennes. Varias de las estanterías de su librería estaban llenas de volúmenes reciclados. Pero tenía necesidad de saber.

—Henrik, dos personas han muerto hoy. Una de ellas saltó de la Torre Redonda y se cortó la garganta mientras caía. La otra fue arrojada por una ventana. Esto no es ningún truco de relaciones públicas.

—Yo diría que hoy en la Torre Redonda se enfrentó usted cara a cara con un hermano de los Caballeros Templarios.

—En otras circunstancias diría que está usted chiflado, pero el hombre gritó algo antes de saltar. Beauseant.

Thorvaldsen asintió con la cabeza.

—El grito de batalla de los templarios. Una masa de caballeros gritando esa palabra, al tiempo que cargaban, era suficiente para infundir un miedo absoluto en el enemigo.

Malone recordó lo que había leído antes en el libro.

—Los templarios fueron erradicados en 1307. Ya no hay caballeros.

—Eso no es cierto, Cotton. Se efectuó un intento de erradicarlos, pero el papa dio marcha atrás. El Pergamino de Chinon absuelve a los templarios de toda herejía. Clemente V promulgó esa bula él mismo, en secreto, en 1308. Muchos pensaban que el documento se perdió cuando Napoleón saqueó el Vaticano, pero recientemente fue hallado. No. Lars creía que la orden todavía existe, y yo también lo creo.

—Había un montón de referencias en los libros de Lars sobre los templarios —dijo Malone—, pero no recuerdo que nunca escribiera que siguieran existiendo actualmente.

Thorvaldsen asintió.

—Intencionado por su parte. Constituían una contradicción muy grande y lo sigue siendo. Pobres por sus votos, aunque ricos en bienes y conocimiento. Introspectivos, pero hábiles en las costumbres mundanas. Monjes y guerreros. El estereotipo de Hollywood y el verdadero templario son dos cosas diferentes. No se deje arrastrar por el romanticismo. Fueron unos tipos brutales.

Malone no estaba impresionado.

—¿Cómo han sobrevivido setecientos años sin que nadie lo sepa?

—¿Cómo consigue un insecto o un animal vivir en la selva sin que nadie conozca su existencia? Sin embargo, cada día son catalogadas nuevas especies.

Buen argumento, pensó Malone, pero aún no estaba convencido.

—Entonces, ¿de qué va todo eso?

Thorvaldsen se recostó en su silla.

—Lars estaba buscando el tesoro de los Caballeros Templarios.

—¿Qué tesoro?

—A comienzos de su reinado, Felipe IV devaluó su moneda como una forma de estimular la economía. La acción fue tan impopular que el populacho quiso matarlo. Huyó de su palacio hacia el Temple de París, y buscó la protección de los templarios. Fue entonces cuando por primera vez descubrió la riqueza de la orden. Años después, cuando se encontraba desesperadamente necesitado de fondos, concibió un plan para declarar culpable a la orden de herejía. Recuerde, cualquier cosa que poseyera un hereje podía ser expropiada por la Corona. Sin embargo, después de los arrestos de 1307, Felipe descubrió que no sólo la cámara de París sino también todas las demás cámaras templarías de Francia estaban vacías. No se encontró jamás ni una onza de la riqueza de los templarios.

—¿Y Lars pensó que ese tesoro estaba en Rennes-le-Château? —preguntó Malone.

—No necesariamente allí, pero sí en algún lugar del Languedoc —dijo Henrik—. Hay suficientes pistas que avalan esa conclusión. Pero los templarios procuraron dificultar su localización.

—¿Y qué tiene que ver esto con el libro que compró usted anoche? —preguntó Malone.

—Eugène Stüblein era el alcalde de Fa, un pueblo cercano a Rennes. Era muy instruido, músico y astrónomo aficionado. Escribió primero un libro de viajes sobre el Languedoc, y luego otro titulado Pierres Gravées du Languedoc. «Piedras grabadas del Languedoc». Un volumen poco corriente, que describe tumbas en y alrededor de Rennes. Un extraño interés, es cierto, pero no infrecuente… El sur de Francia es famoso por sus tumbas únicas. En el libro hay un boceto de una lápida mortuoria que captó la atención de Stüblein. Ese dibujo es importante porque la lápida sepulcral ya no existe.

—¿Podría ver eso de lo que está usted hablando? —preguntó Malone.

Thorvaldsen se levantó con esfuerzo de su silla y se acercó a una mesilla auxiliar. Volvió con el libro de la subasta.

—Me lo entregaron hace una hora.

Malone abrió el libro por una página marcada y estudió el dibujo.

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—Suponiendo que el dibujo de Stüblein sea preciso, Lars creía que la lápida era la pista que señalaba el camino hacia el tesoro. Lars buscó ese libro durante muchos años. Un ejemplar debería estar en París, ya que la Biblioteca Nacional conserva una copia de todo lo que se imprime en Francia. Pero aunque existe uno catalogado, no hay ningún ejemplar allí.

—¿Fue Lars el único que tenía conocimiento de este libro? —quiso saber Malone.

—No tengo ni idea. Casi todo el mundo piensa que el libro no existe.

—¿Dónde fue hallado éste?

—Hablé con los subastadores. Un ingeniero del ferrocarril que construyó la línea que sale de Carcasona, al sur de los Pirineos, era su dueño. El ingeniero se retiró en 1927 y murió en 1946. El libro figuraba entre las posesiones de su hija cuando ésta murió recientemente. El nieto lo envió para subastar. El ingeniero había estado interesado en el Languedoc, especialmente en Rennes, y conservaba un inventario de dibujos de lápidas copiados por frotación.

Malone no se quedó satisfecho con esa explicación.

—Pero ¿quién alertó a Stephanie sobre la subasta?

—Bueno, ésa es la pregunta de la noche —dijo Thorvaldsen.

Malone se dio la vuelta hacia Stephanie.

—En el hotel, dijo usted que había llegado una nota con el diario. ¿La tiene?

Ella buscó en su bolso y sacó una maltratada agenda de piel. Metida entre sus páginas había una hoja de papel gris oscuro doblada. Ella le tendió el papel a Malone, y éste leyó en francés.

El 22 de junio, en Roskilde, un ejemplar de Pierres Gravées du Languedoc será ofrecido en la subasta. Su marido buscaba este volumen. Aquí tiene una oportunidad de triunfar donde él fracasó. El buen Dios sea loado.

Malone tradujo silenciosamente la última línea. Dios sea loado. Miró a Stephanie a través de la mesa.

—¿De quién creía usted que procedía esta nota?

—De uno de los asociados de Lars. Pensé que uno de sus amigotes quería que yo tuviera el diario y creyó que estaría interesada en el libro.

—¿Al cabo de once años?

—De acuerdo, parece extraño. Pero hace tres semanas pensé un poco en ello. Como he dicho antes, siempre creí que las búsquedas de Lars eran inofensivas.

—Entonces, ¿por qué vino usted? —preguntó Thorvaldsen.

—Como ha dicho usted, Henrik, tengo remordimientos.

—Y yo no deseo agravarlos. No la conozco a usted, pero sí conocía a Lars. Era un hombre bueno, y su búsqueda, como dice usted, era inofensiva. Pero, con todo, era importante. Su muerte me entristeció. Siempre puse en duda que se tratara de un suicidio.

—Como yo —dijo ella con un susurro—. Traté de encontrar motivos por todas partes para racionalizarlo, pero en mi fuero interno nunca acepté que Lars se hubiera matado.

—Lo cual explica, más que cualquier otra cosa, por qué está usted aquí —dijo Henrik.

Malone pudo notar que ella se sentía incómoda, de manera que le ofreció una salida a sus emociones.

—¿Me deja ver el diario?

Ella se lo tendió, y Malone ojeó el centenar aproximado de páginas, viendo montones de números, bocetos, símbolos y páginas de texto escrito. Examinó luego la encuadernación con el ojo entrenado de un bibliófilo, y algo captó su atención.

—Faltan páginas.

—¿Qué quiere usted decir?

Él le mostró el borde superior.

—Mire aquí. Vea esos espacios diminutos. —Abrió el volumen por una página. Sólo un pedacito del papel original se quedó allí donde había estado adherido a la encuadernación—. Cortadas con una navaja. Veo esto continuamente. Nada destruye el valor de un libro como que le falten páginas.

Volvió a examinar el dorso y el anverso, y decidió que había desaparecido un total de ocho páginas.

—No me había percatado —dijo ella.

—Se le escapan un montón de cosas.

La sangre afluyó al rostro de Stephanie.

—Estoy dispuesta a conceder que lo he fastidiado todo.

—Cotton —dijo Thorvaldsen—, todo este esfuerzo podría significar mucho más. Los archivos templarios podrían muy bien estar en juego. Los archivos originales de la orden se conservaban en Jerusalén, luego se trasladaron a Acre y finalmente a Chipre. La historia dice que, después de 1312, los archivos pasaron a los Caballeros Hospitalarios, pero no hay pruebas de que eso sucediera. Desde 1307 hasta 1314, Felipe IV estuvo buscando esos archivos, pero no encontró nada. Muchos dicen que ese fondo constituía una de las mayores colecciones del mundo medieval. Imagine lo que significaría localizar esos escritos.

—Podría representar el más grande hallazgo bibliófilo de todos los tiempos.

—Los manuscritos que nadie ha visto desde el siglo XIV, muchos de ellos seguramente desconocidos para nosotros. La perspectiva de encontrar semejante escondite, por remoto que sea, merece la pena explorarla.

Malone se mostró de acuerdo.

Thorvaldsen se volvió a Stephanie.

—¿Qué le parece una tregua? Por Lars. Estoy seguro de que su agencia trabaja con muchas «personas de interés» con el fin de conseguir un objetivo mutuamente beneficioso. ¿Qué le parece si hacemos eso aquí?

—Quiero ver esas cartas entre usted y Lars.

Él asintió.

—Se las mostraré.

La mirada de Stephanie se encontró con la de Malone.

—Tiene usted razón, Cotton. Necesito un poco de ayuda. Lamento el tono que empleé antes. Pensaba que podía hacer esto sola. Pero como ahora todos somos colegas del alma, vayamos usted y yo a Francia y veamos lo que hay en la casa de Lars. Hace algún tiempo que no voy por allí. Hay también algunas personas en Rennes-le-Château con las que podemos hablar. Personas que trabajaban con Lars. Entonces podremos decidir qué hacer.

—Sus sombras podrían venir también —dijo él.

Ella sonrió.

—Es una suerte para mí tenerlo a usted.

—Me gustaría ir —dijo Thorvaldsen.

Malone se quedó sorprendido. Henrik raras veces viajaba fuera de Dinamarca.

—¿Y cuál es el propósito de que usted nos honre con su compañía?

—Sé algo de lo que Lars buscaba. Ese conocimiento puede resultar útil.

Malone se encogió de hombros.

—Por mí no hay inconveniente.

—Conforme, Henrik —dijo Stephanie—. Eso nos dará tiempo de llegar a conocernos. Aparentemente, como dice usted, tengo algunas cosas que aprender.

—Como todos nosotros, Stephanie. Como todos nosotros.

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De Roquefort luchó por dominarse. Sus sospechas ahora se confirmaban. Stephanie Nelle se hallaba en el camino que su marido había marcado. Era también la custodia del diario de su marido, juntamente con un ejemplar de Pierres Gravées du Languedoc, quizás la única copia que quedaba. Eso era lo excepcional de Lars Nelle. Había sido bueno. Demasiado bueno. Y ahora su viuda poseía sus pistas. Él había cometido un error confiando en Peter Hansen. Pero, en aquella época, parecía un enfoque correcto. No volvería a cometer ese error. Demasiadas cosas dependían del resultado para confiar cualquier aspecto del asunto a otro desconocido.

Continuó escuchando mientras acababa de decidir qué hacer una vez que estuviera en Rennes-le-Château. Malone y Stephanie viajarían allí al día siguiente. Thorvaldsen iría al cabo de unos días. Cuando hubo oído bastante, De Roquefort quitó el micrófono de la ventana y se retiró con sus dos colaboradores a la seguridad de un espeso grupo de árboles.

No habría más matanzas esa noche.

«Faltan páginas».

Necesitaría esa información extraviada del diario de Lars Nelle. El remitente del cuaderno de notas había sido inteligente. Dividir el botín impedía actos precipitados. Evidentemente, había más cosas en aquel intrincado rompecabezas de las que él conocía… y él estaba tratando de ponerse al día.

Pero no importaba. Una vez que todos los actores estuvieran en Francia, podría fácilmente tratar con ellos.