—¿Dónde está el diario de Lars Nelle? —preguntó De Roquefort.
Todavía en manos de los dos hombres, Peter Hansen levantó la mirada hacia él. De Roquefort sabía que Hansen había estado antaño asociado con Lars Nelle. Cuando descubrió que Stephanie Nelle iba a venir a Dinamarca para asistir a la subasta de Roskilde, supuso que la mujer podría establecer contacto con Peter Hansen. Por eso había abordado primero al tratante de libros.
—Seguramente Stephanie Nelle mencionó lo del libro de su marido, ¿no?
Hansen movió la cabeza en un gesto negativo.
—No dijo nada. Nada en absoluto.
—Cuando Lars Nelle estaba vivo, ¿hizo mención de que llevaba un diario?
—Nunca.
—¿Entiende usted su situación? Nada de lo que yo quería se ha producido, y, algo peor aún, me ha decepcionado usted.
—Sé que Lars tomaba notas meticulosamente. —Había resignación en la voz de Hansen.
—Dígame más.
Hansen pareció fortalecerse.
—Cuando me suelten.
De Roquefort le permitió al estúpido una victoria. Hizo un gesto, y sus hombres soltaron la presa. Hansen rápidamente ingirió un profundo trago de cerveza y luego dejó la jarra sobre la mesa.
—Lars escribió montones de libros sobre Rennes-le-Château.
Todo ese material sobre pergaminos perdidos, geometría oculta y rompecabezas contribuyen a grandes ventas. —Hansen parecía recobrar el dominio de sí mismo—. Aludía a todos los tesoros que podía imaginar. Oro visigodo, riqueza templaría, botín cátaro. «Coge una hebra y teje una manta», solía decir.
De Roquefort sabía todo lo referente a Rennes-le-Château, una aldea del sur de Francia que había existido desde la época romana. Un sacerdote, durante la última parte del siglo XIX, había gastado enormes sumas remodelando la iglesia local. Decenios más tarde, se iniciaron unos rumores sobre que el cura había financiado la decoración con un gran tesoro que había hallado. Lars Nelle supo del intrigante lugar treinta años antes, y escribió un libro sobre esa leyenda, que se convirtió en un éxito de ventas internacional.
—Así que hábleme de lo que estaba escrito en la libreta de notas —quiso saber—. ¿Una información diferente del material publicado de Lars Nelle?
—Se lo he dicho. No sé nada de una libreta de notas. —Hansen agarró la jarra y saboreó otro trago—. Pero conociendo a Lars, dudo de que dijera nada al mundo en aquellos libros.
—¿Y qué es lo que ocultaba?
Una astuta sonrisa asomó a los labios del danés.
—Como si usted no lo supiera. Pero, se lo aseguro, no tengo ni idea. Sólo sé lo que leí en los libros de Lars.
—Yo de usted no daría nada por supuesto.
Hansen no parecía afectado.
—Así que dígame, ¿qué es lo importante de ese libro? Ni siquiera trata de Rennes-le-Château.
—Es la clave de todo.
—¿Cómo puede, un librito de nada, de más de ciento cincuenta años de antigüedad, ser la clave de algo?
—Muchas veces las cosas más sencillas son las más importantes.
Hansen alargó la mano en busca de un cigarrillo.
—Lars era un hombre extraño. Jamás logré entenderle. Estaba obsesionado con todo lo de Rennes. Adoraba ese lugar. Incluso se compró una casa allí. Yo fui una vez. Aburrido.
—¿Dijo Lars si encontró algo allí?
Hansen lo valoró nuevamente con una mirada de sospecha.
—¿Como qué?
—No sea evasivo. No estoy de humor.
—Usted debe de saber algo o no estaría aquí.
Hansen se inclinó hacia delante para dejar en equilibrio nuevamente el cigarrillo en el cenicero. Pero su mano se detuvo dirigiéndose a un cajón abierto de la mesilla lateral, y apareció un arma. Uno de los hombres de Roquefort golpeó la mano del librero para hacer caer la pistola.
—Eso ha sido una estupidez —dijo De Roquefort.
—Que le jodan —escupió Hansen, frotándose la mano.
La radio sujeta a la cintura de De Roquefort crujió en su oído, y una voz dijo: «Un hombre se está acercando». Una pausa. «Es Malone. Va directamente hacia la tienda».
No era nada inesperado, pero quizás ya era hora de mandar un mensaje claro a Malone de que aquél no era asunto suyo. Hizo una seña a sus dos subordinados. Éstos avanzaron y de nuevo cogieron a Peter Hansen por los brazos.
—El engaño tiene un precio —dijo De Roquefort.
—¿Quién demonios es usted?
—Alguien con quien no debería haber jugado. —De Roquefort hizo la señal de la cruz—. Que el Señor esté contigo.
Malone vio luces en las ventanas del segundo piso. La calle frente a la tienda de Hansen estaba vacía. Sólo había unos pocos coches aparcados sobre los oscuros adoquines, que él sabía que desaparecerían por la mañana, cuando los compradores, una vez más, invadieran esa parte del peatonal Ströget.
¿Qué había dicho Stephanie antes, cuando estaba en la tienda de Hansen? «Mi marido me dijo que era usted un hombre que podía encontrar lo inencontrable». De manera que Peter Hansen estaba aparentemente relacionado con Lars Nelle, y esta antigua asociación explicaría por qué Stephanie había buscado a Hansen en vez de acudir a él. Pero no contestaba a la multitud de preguntas que Malone aún tenía en su cabeza.
Malone no había conocido a Lars Nelle. Éste murió un año después de que Malone ingresara en el Magellan Billet, en una época en que él y Stephanie estaban sólo empezando a conocerse. Pero posteriormente leyó todos los libros de Nelle, que eran una mezcla de historia, hechos, conjeturas y grandes coincidencias. Lars era un conspirador internacional, que pensaba que la región del sur de Francia conocida como el Languedoc albergaba una especie de gran tesoro. Lo cual era en parte comprensible. Aquella zona había sido durante mucho tiempo la tierra de los trovadores, un lugar de castillos y cruzadas, donde había nacido la leyenda del Santo Grial. Desgraciadamente, el trabajo de Lars Nelle no había generado ninguna erudición. En vez de ello, sus teorías sólo despertaron el interés de escritores New Age y cineastas independientes que desarrollaron su premisa original, acabando por proponer teorías que iban desde los extraterrestres al saqueo romano y a la esencia oculta de la Cristiandad. Nada, por supuesto, se había probado o hallado. Pero Malone estaba seguro de que a la industria turística francesa le encantaba todo aquella especulación.
El libro que Stephanie había tratado de comprar en la subasta de Roskilde se titulaba Pierres Gravées du Languedoc. «Piedras grabadas del Languedoc». Un extraño título sobre un tema aún más extraño. ¿Qué importancia podía tener? Sabía que Stephanie nunca había quedado impresionada por el trabajo de su marido. Esa disputa había sido el problema número uno de su matrimonio y finalmente condujo a una separación… Lars viviendo en Francia, y ella en América. De manera que, ¿qué estaba haciendo ella en Dinamarca once años después de la muerte de Lars? ¿Y por qué estaban otras personas tratando de meterse con ella… incluso hasta el punto de querer su muerte?
Siguió andando mientras intentaba ordenar sus pensamientos. Sabía que Peter Hansen no se alegraría de verlo, de modo que se dijo que debía elegir sus palabras cuidadosamente. Necesitaba apaciguar al idiota y enterarse de lo que pudiera. Incluso pagaría si tenía que hacerlo.
Algo rompió una de las ventanas del piso superior del edificio de Hansen.
Malone levantó la mirada cuando un cuerpo salía lanzado, con la cabeza por delante, daba la vuelta en el aire e iba a estrellarse contra el capó de un coche aparcado.
Corrió hacia allí y vio que se trataba de Peter Hansen. Le buscó el pulso. Estaba débil.
Sorprendentemente, Hansen abrió los ojos.
—¿Puede usted oírme? —le preguntó a Hansen.
No hubo respuesta.
Algo zumbó cerca de su cabeza y el pecho de Hansen dio una sacudida hacia arriba. Otro silbido y el cráneo fue hecho pedazos, sangre y nervios manchándole la chaqueta.
Giró en redondo.
En la destrozada ventana, tres plantas más arriba, se encontraba un hombre con un fusil. El mismo hombre de la chaqueta de cuero que había iniciado el tiroteo en la catedral, el que intentó atacar a Stephanie. En el instante que le llevó al tirador volver a apuntar, Malone saltó detrás del coche.
Llovieron más balas.
El ruido de cada disparo era ahogado, como el de unas manos aplaudiendo. Un arma con silenciador. Una bala rebotó en la capota cerca de Hansen. Otra se estrelló contra el parabrisas, destrozándolo.
—Señor Malone, este asunto no le concierne —dijo el hombre desde arriba.
—Me concierne ahora.
No iba a quedarse para discutir la cuestión. Se agachó y utilizó como escudo los coches aparcados mientras se abría camino calle abajo.
Más disparos, como cojines esponjándose, tratando de encontrar un camino a través del metal y el vidrio.
Se encontraba casi a veinte metros de distancia cuando miró hacia atrás. La cara había desaparecido de la ventana. Se puso de pie y dobló a la carrera la primera esquina. Dio la vuelta a otra, tratando de servirse del laberinto de calles, colocando edificios entre él y sus perseguidores. Sintió el golpeteo de la sangre en las sienes, y los fuertes latidos de su corazón. Estaba nuevamente en el juego.
Se detuvo un momento y engulló una bocanada de frío aire.
Pasos apresurados se acercaban desde detrás. Se preguntó si sus perseguidores conocían el camino que rodeaba el Ströget. Tenía que suponer que sí. Dobló otra esquina y se encontró con más tiendas oscuras que le encajonaban. La tensión iba creciendo en su estómago. Se estaba quedando sin opciones. Por delante, una de las múltiples plazas abiertas del barrio, con una fuente que se agitaba en su centro. Todos los cafés que bordeaban su perímetro estaban cerrados por la noche. No había nadie a la vista. No habría muchos lugares para ocultarse. Al otro lado de la vacía extensión se levantaba una iglesia, a través de cuyas vidrieras se filtraba un débil resplandor. En verano, las iglesias de Copenhague estaban abiertas hasta la medianoche. Necesitaba un lugar para esconderse, al menos por un tiempo. De manera que corrió hacia su pórtico de mármol.
La cerradura se abrió con un ruidito.
Empujó la pesada puerta hacia dentro, luego la cerró suavemente, confiando en que sus perseguidores no lo advirtieran.
Luminarias distribuidas por toda la nave iluminaban el vacío interior. Un impresionante altar y estatuas esculpidas proyectaban imágenes fantasmales a través del tétrico aire. Trató de penetrar la oscuridad en dirección al altar y descubrió una escalera y un pálido brillo que llegaba de abajo. Se dirigió hacia allí y bajó, sintiendo que le envolvía una fría nube de preocupación.
Una puerta de hierro en el fondo se abría a un amplio espacio de tres naves con un bajo techo abovedado. Dos sarcófagos de piedra rematados con inmensas losas de granito esculpido se alzaban en el centro. La única luz que quebraba la oscuridad procedía de una lamparita ambarina situada junto a un pequeño altar. Aquél parecía un buen lugar para quedarse un rato. No podía regresar a su tienda. Con toda seguridad sabían dónde vivía. Se dijo a sí mismo que debía calmarse, pero su momentáneo alivio se quebró a causa de una puerta que oyó abrirse arriba. Su mirada se dirigió precipitadamente al techo de la bóveda, situado a menos de un metro de su coronilla.
Se oían los pasos de dos personas corriendo por el piso de arriba.
Se movió más deprisa en las sombras. Sintió un pánico familiar, que sofocó con una oleada de autocontrol. Necesitaba algo para defenderse, de manera que buscó en la oscuridad. En un ábside, a seis metros de distancia, descubrió un candelabro de hierro.
Se fue hasta allí.
El ornamento tendría un metro y medio de altura, con un solitario cirio de cera, de unos diez centímetros de grosor, alzándose en su centro. Quitó el cirio, y sopesó el metal. Era pesado. Con el candelabro en la mano, anduvo de puntillas a través de la cripta y ocupó una posición detrás de otra columna.
Alguien empezaba a bajar por los escalones.
Atisbo más allá de las tumbas, a través de la oscuridad, su cuerpo lleno de una energía que siempre, en el pasado, había clarificado sus pensamientos.
En la base de la escalera apareció la silueta de un hombre. Llevaba un arma, con un silenciador en el extremo del cañón claramente visible incluso en las sombras. Malone aferró el vástago de hierro y levantó el brazo. El hombre se estaba acercando a él. Sus músculos se tensaron. Silenciosamente contó hasta cinco, apretó los dientes, luego balanceó el candelabro y golpeó al hombre directamente en el pecho, lanzando la sombra hacia atrás contra una de las tumbas.
Arrojó a un lado el hierro y soltó su puño contra la mandíbula del hombre. La pistola voló por los aires e hizo un ruido metálico al caer al suelo.
Su atacante se desplomó.
Malone buscó el arma mientras otra serie de pasos sonaba en la cripta. Encontró la pistola y cerró su mano sobre la culata.
Dos disparos llegaron a donde estaba.
Llovió polvo del techo cuando las balas encontraron la piedra. Cotton se lanzó tras la columna más próxima y disparó. Una ahogada réplica envió un disparo a través de la oscuridad, rebotando en la pared del otro lado.
El segundo atacante detuvo su avance y se parapetó detrás de la tumba más alejada.
Ahora Malone estaba atrapado.
Entre él y la única salida había un hombre armado. El primer perseguidor estaba empezando a ponerse de pie, gimiendo a causa de los golpes. Malone estaba armado, pero las probabilidades estaban en contra suya.
Miró fijamente a través de la débilmente iluminada cámara y se preparó.
El hombre que se levantaba del suelo se derrumbó de repente.
Transcurrieron unos pocos segundos.
Silencio.
Una serie de pasos resonaron arriba. Luego se abrió la puerta de la iglesia y se cerró. Malone no hizo ningún movimiento. El silencio era enervante. Su mirada taladraba la oscuridad. No se producía movimiento alguno en la cámara.
Decidió arriesgarse y se arrastró hacia delante.
El primer asaltante yacía tendido sobre el suelo. El otro hombre estaba igualmente boca abajo e inmóvil. Comprobó el pulso de ambos individuos. Latía, aunque débilmente. Entonces descubrió algo en el cogote de uno de ellos. Se inclinó para examinarlo más detenidamente y sacó un pequeño dardo, la punta de una aguja de media pulgada.
Su salvador poseía algún sofisticado equipo.
Los dos hombres que yacían en el suelo eran los mismos que estaban frente al edificio de la subasta de Roskilde. Pero ¿quién los había abatido? Volvió a inclinarse y recogió las dos armas, luego registró los cuerpos. Ninguna identificación. Uno de los hombres llevaba una radio bajo la chaqueta. Cogió la unidad junto con el auricular y el micrófono.
—¿Hay alguien ahí? —dijo por el micro.
—¿Y quién es usted?
—¿Es usted el mismo hombre de la catedral? ¿El que mató a Peter Hansen?
—Correcto a medias.
Malone comprendió que nadie iba a decir mucho a través de un canal abierto. Pero el mensaje era claro.
—Sus hombres están fuera de combate.
—¿Obra suya?
—Me gustaría atribuirme este mérito. ¿Quién es usted?
—Eso no tiene relación con nuestra discusión.
—¿Cómo es que Peter Hansen se convirtió en un problema para usted?
—Detesto a los que me engañan.
—Evidentemente. Pero alguien pilló a sus dos chicos por sorpresa. Yo no sé quién, pero la idea me gusta.
Ninguna respuesta. Esperó un momento más, y se disponía a hablar cuando la radio crujió.
—Confío en que se aprovechará usted de su buena fortuna y se dedicará nuevamente a vender libros.
La otra radio se cerró con un clic.