V

Stephanie entró en la Domkirke. El hombre de la subasta le había dicho que el edificio era fácil de encontrar, y tenía razón. El monstruoso edificio de ladrillo, demasiado grande para la ciudad que lo rodeaba, dominaba el cielo nocturno.

Dentro de la grandiosa catedral descubrió grandes espacios, capillas y pórticos, todo ello rematado por un alto techo abovedado y elevadas vidrieras que prestaban a las antiguas paredes un aspecto celestial. Pudo deducir que la catedral ya no era católica —luterana a juzgar por la decoración, si no se equivocaba—, con una arquitectura que le daba un característico aire francés.

Le había producido irritación perder el libro. Había pensado que lo compraría por un máximo de trescientas coronas, cincuenta dólares más o menos. En vez de ello, algún anónimo comprador había pagado más de ocho mil dólares por un inocuo relato de la Francia meridional escrito unos cien años antes.

De nuevo, alguien estaba al tanto de su propósito.

¿Quizás era la persona que la esperaba? Los dos hombres que la habían abordado después de la subasta le habían dicho que todo se explicaría si simplemente se dirigía a la catedral y encontraba la capilla de Christian IV. Le pareció estúpido, pero ¿qué otra elección tenía? Disponía de un tiempo limitado para cerrar un buen trato.

Siguió las instrucciones que le habían dado y dio la vuelta al vestíbulo. Se estaba celebrando un servicio religioso en la nave a su derecha, ante el altar principal. Habría unas cincuenta personas arrodilladas en los bancos. La música de un órgano retumbaba en su interior con una vibración metálica. Encontró la capilla de Christian IV y cruzó una elaborada reja de hierro.

Aguardándola, se encontraba un hombre bajo con un fino cabello gris que se extendía sobre su cabeza como un gorro. Su cara era rugosa, iba bien afeitado, y vestía unos pantalones de algodón de brillantes colores y una camisa con el cuello abierto. Una chaqueta de piel cubría su grueso pecho, y al acercarse, Stephanie observó que sus oscuros ojos proyectaban una mirada que ella inmediatamente consideró fría y sospechosa. Quizás el hombre sintió su aprensión porque su expresión se suavizó y le brindó una cautivadora sonrisa.

—Señora Nelle, me alegro de conocerla.

—¿Cómo sabe usted quién soy?

—Estaba al corriente del trabajo de su marido. Él era un gran erudito sobre varios temas que me interesan.

—¿Cuáles? Mi marido trataba muchos temas.

—Rennes-le-Château constituye mi principal interés. Su trabajo sobre el supuesto gran secreto de esa población y la tierra que la rodea.

—¿Es usted la persona que me ha derrotado en la subasta?

Él levantó las manos en un burlón gesto de rendición.

—No, no fui yo; por eso le pedí que viniera a hablar conmigo. Tenía un representante en la subasta, pero (al igual que usted, estoy seguro de ello) quedé escandalizado ante el precio final.

Como necesitaba un momento para pensar, Stephanie se paseó alrededor del panteón real. Monstruosas pinturas del tamaño de una pared, enmarcadas con elaborados trompe l’oeil, cubrían los deslumbrantes muros de mármol. Cinco embellecidos sarcófagos llenaban el centro bajo un enorme techo arqueado.

El hombre hizo un gesto señalando los sarcófagos.

—Se tiene a Christian IV por el más grande monarca de Dinamarca. Al igual que Enrique VIII de Inglaterra, Francisco I de Francia y Pedro el Grande de Rusia, cambió este país de una manera fundamental. Su huella aparece por todas partes.

Stephanie no estaba interesada en una lección de historia.

—¿Qué quiere usted?

—Deje que le muestre algo.

Avanzó hacia la verja de metal de la entrada de la capilla. Ella le siguió.

—La leyenda dice que el propio diablo diseñó estos forjados de hierro. La ejecución es extraordinaria. Contiene los monogramas del rey y la reina, así como una multitud de criaturas fabulosas. Pero mire detenidamente el pie.

La mujer pudo ver unas palabras grabadas en el metal decorativo.

—Aquí dice —dijo el hombre—: «Caspar Fincke bin ich genannt, dieser Arbeit binn ich bekannt». «Caspar Fincke es mi nombre, a este trabajo debo mi fama».

Stephanie se volvió hacia él.

—¿Qué quiere usted decir?

—En lo alto de la Torre Redonda de Copenhague, alrededor de su borde, hay otra verja de hierro. Fincke la diseñó también. La modeló baja para permitir apreciar los tejados de la ciudad, pero también permite un salto fácil.

Ella captó el mensaje.

—¿El hombre que saltó hoy trabajaba para usted?

El hombre asintió.

—¿Por qué murió?

—Los soldados de Cristo libran ferozmente las batallas del Señor, sin temor a pecar al matar al enemigo, y sin sentir ningún miedo ante la propia muerte.

—Se suicidó.

—Cuando la muerte ha de ser dada, o recibida, no hay crimen en ello, sino gloria.

—No sabe usted responder a una pregunta.

Él sonrió.

—Estaba meramente citando a un gran teólogo, que escribió estas palabras hace ochocientos años. San Bernardo de Clairvaux[1].

—¿Quién es usted?

—¿Por qué no me llama Bernardo?

—¿Qué desea?

—Dos cosas. Primera, el libro que ambos perdimos en la subasta. Pero reconozco que no puede usted proporcionármelo. La segunda, sí la tiene usted. Se la enviaron hace un mes.

Ella se mantuvo inexpresiva. Realmente el hombre estaba al corriente de su propósito.

—¿Y eso qué es?

—Ah, se trata de una prueba. Una manera de que usted juzgue mi credibilidad. De acuerdo. El paquete que le enviaron a usted contenía el diario que una vez perteneció a su marido… el mismo que él llevó hasta su prematura muerte. ¿Sorprendida?

Ella no dijo nada.

—Quiero ese diario.

—¿Por qué es tan importante?

—Muchos consideraban extraño a su marido. New age. Poco convencional. La comunidad académica se burlaba de él, y la prensa lo ridiculizaba. Pero yo lo consideraba brillante. Podía ver cosas que otros ni siquiera advertían. Mire lo que realizó. Fue la causa de todo el atractivo actual de Rennes-le-Château. Su libro fue el primero en volver a alertar al mundo de las maravillas locales. Se vendieron cinco millones de ejemplares en todo el planeta. Un auténtico logro.

—Mi marido publicó muchos libros.

—Catorce, si no me equivoco, pero ninguno de la magnitud del primero, El tesoro de Rennes-le-Château. Gracias a él, hay ahora centenares de volúmenes publicados sobre este tema.

—¿Qué le hace pensar que tengo el diario de mi marido?

—Ambos sabemos que yo lo tendría ahora, de no ser por la interferencia de un hombre llamado Cotton Malone. Creo que en el pasado ese hombre trabajó para usted.

—¿Haciendo qué?

Él parecía comprender su continuado desafío.

—Es usted una funcionaria de carrera en el departamento de Justicia de Estados Unidos, y dirige una unidad conocida como el Magellan Billet. Doce abogados, cada uno de ellos elegido especialmente por usted, que trabajan bajo su única dirección y manejan, digamos, asuntos sensibles. Cotton Malone trabajó varios años para usted. Pero se retiró a comienzos del año pasado y ahora es dueño de una librería en Copenhague. De no ser por las desgraciadas acciones de mi acólito, habría usted disfrutado de un almuerzo ligero con el señor Malone, despidiéndose luego de él, para dirigirse aquí a la subasta, que era su verdadero propósito al venir a Dinamarca.

El tiempo del fingimiento se había acabado.

—¿Para quién trabaja usted?

—Para mí mismo.

—Lo dudo.

—¿Y por qué?

—Años de práctica.

Él volvió a sonreír, cosa que la irritó.

—El diario, por favor.

—Yo no lo tengo. Después de lo de hoy, pensé que necesitaba estar a buen recaudo.

—¿Lo tiene Peter Hansen?

Ella no dijo nada.

—No. Supongo que usted no va a admitir nada.

—Creo que esta conversación se ha terminado.

Stephanie se dio la vuelta y, dirigiéndose a la abierta puerta, la cruzó rápidamente. A su derecha, hacia atrás, divisó a otros dos hombres de pelo corto —que no eran los mismos de la casa de subastas—, pero ella supo instantáneamente quién les daba las órdenes.

Volvió a mirar al hombre que se hacía llamar Bernardo.

—Como le pasó a mi asociado hoy en la Torre Redonda, no hay ningún lugar al que pueda usted ir —dijo éste.

—Que le jodan.

Giró en redondo hacia la izquierda y se adentró apresuradamente en el cuerpo central de la catedral.