III

Abadía des Fontaines.

Pirineos franceses.

5:00 pm.

El senescal se arrodilló al lado de la cama para confortar a su agonizante maestre. Durante semanas había rezado para que no llegara este momento. Pero pronto, después de dirigir la orden sabiamente durante veintiocho años, el anciano que yacía en el lecho alcanzaría su bien ganada paz y se uniría a sus predecesores en el Cielo. Desgraciadamente para el senescal, el tumulto del mundo continuaría, y él temía esa perspectiva.

La habitación era espaciosa. Sus viejas paredes de piedra y madera no mostraban decadencia alguna, y sólo las vigas de pino del techo aparecían ennegrecidas por el tiempo. Una solitaria ventana, como un ojo sombrío, rompía la continuidad de la pared exterior, y enmarcaba una hermosa cascada cuya belleza contrastaba con una desolada montaña gris en el fondo. El crepúsculo hacía más densa la oscuridad en los rincones de la habitación.

El senescal alargó la mano para coger la del anciano, que estaba fría y húmeda.

—¿Puede usted oírme, maestre? —preguntó en francés.

Los cansados ojos se abrieron.

—No me he ido todavía. Pero será pronto.

Había oído a otros en su hora final haciendo similares afirmaciones, y se preguntó si el cuerpo simplemente se agotaba, careciendo de la energía para obligar a los pulmones a respirar, o al corazón a latir, la muerte ganando finalmente la partida allí donde la vida había florecido. Agarró la mano con más fuerza.

—Le echaré de menos.

Una sonrisa afloró a los finos labios del enfermo.

—Me has servido bien, como supuse que harías. Por eso te elegí.

—Habrá muchos conflictos en los días que nos aguardan.

—Estás preparado. Yo he procurado que fuera así.

Él era el senescal, el segundo tras el maestre. Había ascendido rápidamente de categoría, demasiado rápidamente para algunos, y sólo el firme liderazgo del maestre había contenido el descontento. Pero pronto la muerte reclamaría a su protector, y él temía que pudiera seguirle una abierta rebelión.

—No hay ninguna garantía de que yo le suceda.

—Te subestimas.

—Respeto el poder de nuestros adversarios.

Un silencio se abatió sobre ellos, permitiendo que las alondras y los mirlos anunciaran su presencia más allá de la ventana. Bajó la mirada hacia su maestre. El anciano llevaba una bata azul celeste salpicada de estrellas doradas. Aunque sus rasgos faciales se habían afilado por la cercanía de la muerte, seguía notándose un vigor en las magras formas del anciano. Una barba gris larga y descuidada, manos y pies oprimidos por la artritis, pero unos ojos que continuaban brillando. Sabía que veintiocho años de jefatura habían enseñado muchas cosas al viejo guerrero. Quizás la lección más vital era cómo proyectar, incluso frente a la muerte, una máscara de cortesía.

El doctor había confirmado el cáncer unos meses atrás. Tal como exigía la regla, se había permitido que la enfermedad siguiera su curso, como la consecuencia natural de la acción de Dios aceptada. Millares de hermanos a través de los siglos habían soportado el mismo final, y resultaba inimaginable que el maestre faltara a la tradición.

—Me gustaría poder oler el agua —susurró el viejo.

El senescal miró hacia la ventana. Sus hojas de vidrio del siglo XVI estaban completamente abiertas, permitiendo que el dulce aroma de la piedra mojada y la verde hierba se filtrara hasta sus ventanillas nasales. La lejana agua rugía en su burbujeante curso.

—Su habitación ofrece el lugar perfecto.

—Una de las razones por las que quise ser maestre.

El senescal sonrió, sabiendo que el viejo estaba bromeando.

Había leído las Crónicas y sabía que su mentor había ascendido gracias a su capacidad para afrontar cada giro de la fortuna con la adaptabilidad de un genio. Su mandato había sido de paz, pero todo eso pronto cambiaría.

—Debería rezar por su alma —dijo el senescal.

—Ya habrá tiempo para eso. En vez de ello, debes prepararte.

—¿Para qué?

—Para el cónclave. Reúne tus votos. Prepárate. No permitas que tus enemigos tengan tiempo de aliarse. Recuerda todo lo que te enseñé.

La áspera voz se quebraba por la debilidad, pero seguía habiendo firmeza en el tono.

—No estoy seguro de que quiera ser maestre.

—Sí que quieres.

Su amigo le conocía bien. La modestia exigía que rehusara el manto, pero lo que más deseaba en el mundo era ser el siguiente maestre.

Sintió que la mano del viejo temblaba. Unas pocas inspiraciones superficiales fueron necesarias para que el viejo se calmara.

—He preparado el mensaje. Está ahí, en la mesa.

Sabía que el deber del próximo maestre sería estudiar ese testamento.

—El deber tiene que cumplirse —dijo el maestre—. Como se ha hecho desde el Inicio.

El senescal no quería oír hablar de deber. Estaba más preocupado por la emoción. Paseó su mirada por la habitación, que contenía solamente la cama, un reclinatorio situado delante de un crucifijo, un escritorio, y dos envejecidas estatuas de mármol metidas en nichos de la pared. Hubo una época en que la cámara había estado llena de cuero español, porcelana de Delft, muebles ingleses. Pero la ostentación había sido suprimida hacía mucho tiempo del carácter de la orden.

Al igual que del suyo.

El anciano jadeó en busca de aire.

El senescal bajó la mirada hacia el hombre que yacía en aquel inquieto sopor provocado por la enfermedad. El maestre cogió aire, parpadeó algunas veces y luego dijo:

—Aún no, viejo amigo. Pero será pronto.