I

Copenhague, Dinamarca.

Jueves, 22 de junio, en la actualidad.

2:50 pm.

Cotton Malone descubrió el cuchillo al mismo tiempo que veía a Stephanie Nelle. Se encontraba sentado a una mesa en la terraza del Café Nikolaj, muy cómodo en su silla de rejilla blanca. La soleada tarde era agradable, y Höjbro Plads, la popular plaza danesa que se extendía ante él, hervía de gente. El café estaba en plena actividad, como de costumbre —una actividad frenética—, y durante la última media hora Cotton había estado esperando a Stephanie.

Ésta era una mujer chiquita, de sesenta y tantos años, aunque ella nunca revelaba su edad y los archivos de personal del departamento de Justicia que Malone viera una vez contenían sólo un desconcertante N/C (no consta) en el espacio reservado para la fecha de nacimiento. Su oscuro cabello estaba veteado de plata, y sus ojos castaños ofrecían tanto la compasiva mirada de una liberal como el fiero centelleo de una fiscal del Estado. Dos presidentes habían tratado de nombrarla secretaria de Justicia, pero ella había declinado ambas ofertas. Otro secretario de Justicia, en cambio, había ejercido dura presión para que la despidieran —especialmente después de que ella fuera reclutada por el FBI para investigarlo a él—, pero la Casa Blanca desestimó la idea, dado que, entre otras cosas, Stephanie Nelle era escrupulosamente honesta.

Por el contrario, el hombre del cuchillo era bajo y robusto, de rasgos duros y cabello cortado al cepillo. Algo atormentado destacaba en su rostro de la Europa Oriental —una expresión de desolación que preocupaba más a Malone que la resplandeciente hoja que vio—, e iba vestido informalmente con unos pantalones vaqueros y una cazadora color rojo sangre.

Malone se levantó de su silla pero mantuvo sus ojos fijos en Stephanie.

Pensó en lanzar un grito de advertencia, pero ella estaba demasiado lejos y había mucho ruido. Su visión de la mujer quedó momentáneamente bloqueada por una de las esculturas modernistas que salpicaban la Höjbro Plads… Una mujer obscenamente obesa, que yacía desnuda boca abajo, sus llamativas nalgas redondeadas como montañas barridas por el viento. Cuando Stephanie apareció desde el otro lado de la estatua de bronce, el hombre del cuchillo se había acercado y Malone observó cómo cortaba la correa que pasaba por encima del hombro izquierdo de la mujer, liberaba el bolso de piel y luego hacía caer al suelo a Stephanie.

Una mujer chilló y se produjo una conmoción a la vista de un ladrón de bolsos blandiendo un cuchillo.

«Cazadora Roja» se lanzó hacia delante, con el bolso de Stephanie en la mano, se abrió paso a empujones. Algunos le devolvieron esos empellones. El ladrón torció a la izquierda en ángulo recto, alrededor de otra de las esculturas de bronce, y finalmente echó a correr. Parecía dirigirse al Köbmagergade, un callejón peatonal que torcía hacia el norte, saliendo de la Höjbro Plads, y adentrándose en el barrio comercial de la ciudad.

Malone se levantó de un brinco de la silla, decidido a cortarle el paso al asaltante antes de que éste pudiera doblar la esquina, pero un enjambre de bicicletas se lo impidió. Rodeó las bicicletas y esprintó, girando parcialmente en torno de una fuente antes de placar a su presa.

Ambos cayeron con estrépito al suelo de dura piedra. Cazadora Roja recibió la mayor parte del impacto, y Malone advirtió inmediatamente que su oponente era musculoso. El ladrón, impávido ante el ataque, rodó por el suelo dando una vuelta más, y luego hincó la rodilla en el estómago de Malone.

Éste se quedó sin respiración y sus tripas se revolvieron.

Cazadora Roja se puso en pie de un salto y corrió hacia el Köbmagergade.

Malone se puso de pie también, pero instantáneamente se volvió a agachar e hizo un par de profundas inspiraciones.

Maldita sea. No estaba en forma.

Se recuperó y reanudó la persecución, aunque su presa le llevaba ahora una ventaja de unos quince metros. Malone no había visto el cuchillo durante la lucha, pero mientras se abría paso calle arriba entre las tiendas, sí vio que el hombre aún mantenía agarrado el bolso. El pecho le ardía, pero estaba reduciendo la distancia.

Cazadora Roja arrancó un carrito de flores a un desaseado viejo, uno de los muchos carritos que se alineaban tanto en la Höjbro Plads como en el Köbmagergade. Malone aborrecía a los vendedores ambulantes, que disfrutaban bloqueando la entrada de su librería, especialmente los sábados. Cazadora Roja empujó con fuerza el carrito en dirección a Malone. Éste no podía permitir que el carro corriera libremente —había demasiada gente en la calle, incluso niños—, de manera que salió disparado hacia él, lo sujetó con fuerza y lo detuvo.

Miró hacia atrás y vio a Stephanie doblar la esquina en dirección al Köbmagergade, junto con un policía. Se encontraban a una distancia equivalente a medio campo de fútbol, y él no tenía tiempo que perder.

Malone echó a correr, preguntándose adónde se dirigía el hombre. Quizás había dejado un vehículo, o le estaba esperando un conductor allí donde el Köbmagergade desembocaba en otra de las concurridas plazas de Copenhague, la Hause Plads. Confiaba en que no fuera así. Aquel lugar siempre estaba atestado de gente, más allá de la red de callejones peatonales que formaban la meca de los compradores conocida como Ströget. Los muslos le dolían tras aquella inesperada prueba; sus músculos apenas recordaban los tiempos de la Marina y el departamento de Justicia. Al cabo de un año de su retiro voluntario, su rutina de ejercicios no impresionaría a sus antiguos superiores.

Allá al frente se alzaba la Torre Redonda, arrimada contra la Iglesia de la Trinidad como un termo sujeto a una tartera. La robusta estructura cilíndrica se alzaba nueve pisos. El rey Christian IV de Dinamarca la había levantado en 1642, y el símbolo de su reino —un 4 dorado inscrito en una «C»— resplandecía en su sombrío edificio de ladrillo. Cinco eran las calles que confluían en el lugar donde se alzaba la Torre Redonda, y Cazadora Roja podía elegir cualquiera de ellas para escapar.

Aparecieron varios coches de la policía.

Uno de ellos frenó ruidosamente hasta detenerse en el costado sur de la Torre Redonda. Otro llegó por el Köbmagergade, bloqueando cualquier posible escape hacia el norte. Cazadora Roja estaba ahora acorralado en la plaza que rodeaba la Torre Redonda. La presa de Malone vaciló, pareciendo valorar la situación, luego se precipitó a la derecha y desapareció en la Torre Redonda.

¿Qué estaba haciendo aquel estúpido? Allí no había ninguna salida aparte de esa puerta. Pero quizás Cazadora Roja no lo sabía.

Malone corrió hacia la entrada. Conocía al hombre de la taquilla. El noruego se pasaba muchas horas en la librería de Malone debido a su pasión por la literatura inglesa.

—Arne, ¿dónde ha ido ese hombre?

—Ha entrado corriendo sin pagar.

—¿Hay alguien más ahí?

—Una pareja de ancianos subió hace un ratito.

No había ningún ascensor o escalera que condujera a la cúspide. Se subía a la cima por una rampa en espiral, instalada originalmente para que los voluminosos instrumentos astronómicos del siglo XVII pudieran ser subidos en carretillas. A los guías turísticos locales les gustaba contar que Pedro el Grande de Rusia había ascendido por allí a caballo, mientras su emperatriz le seguía en un carruaje.

Malone oyó las pisadas que resonaban en el entarimado del piso superior. Movió negativamente la cabeza ante lo que sabía que le aguardaba.

—Dígale a la policía que estamos allí arriba.

Y echó a correr.

A medio camino de la pendiente en espiral, pasó frente a una puerta que daba a la Gran Sala. La acristalada entrada estaba cerrada, y las luces apagadas. Unas dobles ventanas ornamentales se alineaban en las paredes exteriores de la torre, pero cada una de ellas estaba protegida por barrotes de hierro. Volvió a escuchar, y aún pudo oír a alguien corriendo arriba.

Continuó adelante, su respiración era cada vez más pesada y dificultosa. Aminoró el paso al cruzar por delante de un planetario medieval colocado en lo alto de la pared. Sabía que la salida a la terraza estaba sólo a unos metros de distancia, al otro lado de la curva final de la rampa.

Ya no oía pasos.

Siguió adelante y cruzó la arcada. Un observatorio octogonal —no de la época de Christian IV, sino una réplica más reciente— se alzaba en el centro, con una amplia terraza que lo circundaba.

A la izquierda de Malone, una verja de hierro forjado rodeaba el observatorio, su única entrada cerrada a cal y canto. A su derecha, una intrincada celosía, también de hierro forjado, perfilaba el borde exterior de la torre. Más allá de la baja barandilla se dibujaban los tejados de rojas tejas y verdes agujas de la ciudad.

Dio la vuelta a la plataforma y descubrió a un anciano tumbado en el suelo boca abajo. Detrás del cuerpo, Cazadora Roja se encontraba de pie, con el cuchillo contra la garganta de una anciana, y rodeándole el pecho con un brazo. La mujer parecía querer gritar, pero el miedo le ahogaba la voz.

—Tranquila —le dijo Malone en danés.

Estudió luego a Cazadora Roja. La mirada atormentada seguía allí, en aquellos oscuros, casi tristes ojos. Gotas de sudor brillaban bajo el resplandeciente sol. Todo indicaba que Malone no debía acercarse más. Las pisadas de abajo indicaban a su vez que la policía llegaría en cualquier momento.

—¿Qué le parece si nos calmamos? —preguntó, probando en inglés.

Vio que el hombre le comprendía, aunque el cuchillo seguía en su sitio. La mirada de Cazadora Roja se disparaba como una flecha hacia el cielo, y luego regresaba. Parecía inseguro, y eso preocupaba aún más a Malone. Las personas desesperadas siempre hacían cosas desesperadas.

—Suelte el cuchillo. La policía está al llegar. No hay escapatoria.

Cazadora Roja volvió a mirar el cielo, y después nuevamente a Malone. La indecisión se reflejó nuevamente en sus ojos. ¿Qué era esto? ¿Un ladrón de bolsos que huye hasta la cima de una torre de treinta metros de altura sin ningún lugar adónde ir?

Los pasos de abajo se hicieron más fuertes.

—La policía ya está aquí.

Cazadora Roja retrocedió acercándose a la barandilla de hierro, aunque ni por un momento soltó a la anciana. Malone sintió la dureza de un ultimátum que forzaba a una elección, de manera que quiso dejarlo claro otra vez:

—No hay escapatoria.

Cazadora Roja apretó con más fuerza el pecho de la mujer, luego siguió retrocediendo, ahora apretándose contra la barandilla exterior, que estaba a la altura de la cintura, sin nada más allá de él y su rehén que el aire.

De pronto sus ojos se liberaron del pánico, y una repentina calma envolvió al hombre. Empujó a la anciana hacia delante, y Malone la cogió antes de que perdiera el equilibrio. Cazadora Roja se santiguó y, con el bolso de Stephanie en la mano, se subió a la barandilla, gritó una sola palabra —«Beauseant»—, y después se cortó la garganta con el cuchillo mientras su cuerpo caía al vacío.

La mujer lanzó un alarido en el mismo momento en que la policía emergía de la puerta.

Malone la soltó y corrió hacia la barandilla.

Cazadora Roja yacía tendido sobre los adoquines treinta metros más abajo.

Malone se dio la vuelta y volvió a mirar al cielo, pero el asta de bandera situada en la cúspide del observatorio, la Dannebrog —una cruz blanca sobre un fondo rojo—, colgaba plácidamente en el tranquilo aire.

Miró hacia abajo y vio a Stephanie abriéndose camino a codazos entre la creciente multitud. Su bolso de piel yacía a un par de metros. Cotton vio que ella lo recogía de los adoquines, y luego se confundía entre los curiosos. La siguió con la mirada mientras ella se abría paso entre la gente y se escabullía por una de las calles que salía de la Torre Redonda, internándose en el bullicioso Ströget sin mirar atrás.

Malone movió la cabeza negativamente ante aquella apresurada huida y murmuró:

—¿Qué diablos?