El maestro Knorosov, el hombre que con sus investigaciones logró establecer las bases del desciframiento lingüístico de los jeroglíficos mayas, falleció la semana pasada en un hospital. Si he de ser sincera, no me cogió de sorpresa: llevaba días ardiendo en fiebre y por las noches tenía delirios en los que hablaba de fuegos mientras llamaba a gritos a esa mujer quimérica de la que no dejaba de hablar en los últimos tiempos. Nunca le había visto tan enfermo. El doctor dijo que se trataba de una pulmonía y que teniendo en cuenta su edad, el frío mes de marzo de San Petersburgo y las pocas comodidades de su vivienda, habría que prestar especial atención a su caso. Le prescribió completo reposo, pero por las mañanas la fiebre amainaba y era entonces cuando volvía a aparecer el firme Yuri Valentinovich Knorosov, que se levantaba como una exhalación para ponerse a trabajar haciendo caso omiso de mis advertencias, totalmente convencido de poder lidiar con el frío del apartamento con su gabán abrochado hasta el cuello y con la boina calada hasta las cejas, sus enormes cejas de oso polar…
—Esto no es frío —decía—, frío pasé de niño… Frío y hambre. Mi Ucrania natal estaba sitiada y mi familia logró salir adelante gracias a los pequeños huertos que los vecinos sembraban en lugares inimaginables. Se nos llenaban las manos de sabañones de tanto rebuscar entre los terrones algo que llevarnos a la boca. ¿Qué sabrá ese matasanos lo que es el frío?
En ese estado de porfía era difícil persuadirle de que seguramente, en los años de su infancia, la energía de la edad le ayudaba a sobrellevar las crudezas del invierno y que, a esas alturas de su vida, el cuerpo se le había vuelto más sensible ante los cambios de tiempo. Pero no había manera de hacerle entrar en razón: aseguraba sentirse fuerte como un roble y se burlaba de mis teorías jactándose de ser el hombre más anciano del mundo después de Matusalén. Decía haber celebrado más de ciento cuarenta cumpleaños por culpa de un error en la fecha de nacimiento que figuraba en su pasaporte y que él nunca quiso solventar. Le complacía que le felicitasen dos veces al año y aún no he logrado averiguar si nació el 31 de agosto o el 19 de noviembre de 1922, porque él jamás mostró predilección por ninguna de las dos fechas.
Y esa sólo era una pequeña muestra de la larga lista de contradicciones que jalonaban su vida. Toda su existencia fue un enigma. Era difícil que dejase claro su pasado y respondía con un «eso no tiene importancia» cuando algún periodista indagador preguntaba por las historias legendarias que sobre él se pregonaban en los círculos científicos, y que poco a poco consiguieron convertirle en un ser casi mitológico, épico, más cercano al héroe por accidente que al etnólogo lingüista que siempre fue. Sé con certeza que había comenzado muy joven su carrera científica en la Universidad de Moscú y que pasó más de la mitad de la vida intentando resolver los enigmas lingüísticos de culturas desaparecidas que nadie había logrado desentrañar. En un principio se centró en el Antiguo Egipto, en China y en la India, y en la mayoría de las ocasiones acababa encontrando un pequeño resquicio, un hilo por el que empezar a tirar, dejando atónitos a propios y extraños. Yo había oído hablar tantas maravillas del maestro Knorosov que cuando lo tuve por primera vez frente a frente fui incapaz de articular una frase razonable, y sólo pude balbucear: «Usted tiene un don». Y él se me quedó mirando muy serio, con sus penetrantes ojos de color zafiro.
—Cuando yo no era mayor de cinco años —me dijo—, mis hermanos me golpearon en la frente con una pelota de críquet. Perdí el sentido e incluso no respiraba. Mis hermanos manejaron bien la situación, pero yo me quedé temporalmente ciego. Recuperé la vista, aunque con dificultad. Al parecer, ésa fue para mi familia una lesión enigmática. Es posible que gracias a ese golpe mi mente se abriera a la percepción, ¿quién sabe? —Y continuó hablando, mirando por detrás de mí, como si no me prestara atención—. Deberían utilizar esa técnica con ustedes, los jóvenes estudiantes: ¡golpes contundentes en la frente con pelotas de críquet, a ver qué pasa! —Sonrió al comprobar que se me había quedado cara de susto y añadió para tranquilizarme—: Lo que una vez fue creado por una mente humana puede ser descifrado por otra; no existe mayor misterio. Eso es todo.
Pero yo siempre pensé que eso no era todo, y que poseía una cualidad especial para la empatía con otros seres. Lo mismo que era competente para percatarse del estado de ánimo de su sibilino gato, también era diestro percibiendo los efluvios invisibles que pudieran haber resistido al paso de los siglos y que se hubieran quedado impregnados en cerámicas votivas, en las paredes de una pirámide o en los trazos de un códice sin que nadie antes lo hubiera advertido. A veces me pareció que las civilizaciones antiguas le interesaban más que la época actual, incluso pensé que una parte de él mismo no residía en este tiempo, sino que vivía a caballo entre la sordidez de lo cotidiano y algún punto incierto del pasado. Pero si he de ser sincera, sólo empecé a preocuparme por su salud física y mental en los últimos tiempos, cuando aquellos códices mayas comenzaron a absorberlo de una forma extrema. Se pasaba las horas enclaustrado en ese apartamento de apenas veinte metros cuadrados en el que vivía, rodeado de un tropel de libros que cubrían las paredes del suelo al techo, a los cuales había logrado escatimar un hueco en el que instalar una pequeña mesa de despacho. A veces el sueño lo vencía, se quedaba abandonado, flojo sobre alguno de los códices, y empezaba a desvariar, balbuciendo mil palabras sin conexión, febril y delirante.
—¡Todo arde…! ¡Se quema! Va a quemarse… ¡No, no lo haga, por favor, no lo haga!
Y entonces yo suponía que recordaba esa antigua historia que de él se contaba, que decía que de joven fue uno de los soldados que participó en la toma de Berlín, y que allí, en pleno incendio de la Gran Biblioteca, encontró los dos libros que le marcaron el inicio de lo que en el futuro se convertiría en el gran descubrimiento de su vida.
Uno de los ejemplares era Relación de las cosas de Yucatán en la edición de Brasseur de Bourbourg, un libro escrito por un franciscano español del siglo XVI llamado fray Diego de Landa que llegó a ser obispo del Yucatán. En él se recoge gran cantidad de información sobre la vida de los mayas del siglo XVI. El franciscano, que desde que llegó al Nuevo Mundo se había entregado al estudio de aquella sociedad, inexplicablemente, en un determinado momento de su vida, ordenó la celebración de un auto de fe en el que quemó cientos de valiosísimos documentos mayas haciendo que su personalidad como hombre y sacerdote pasara a la historia suscitando múltiples controversias. Al parecer, tiempo después, fray Diego se arrepintió de lo que hizo e intentó perpetuar la memoria de aquel pueblo reuniendo en las páginas de aquel libro lo que su mente archivó a lo largo de sus años de estudio. En ellas hablaba de los antiguos pobladores del Yucatán, de la vida y las creencias de los mayas, de la organización de su calendario, de cómo sintieron la llegada de los conquistadores, de la escritura jeroglífica y de sus investigaciones sobre ella. La narración del fraile impresionó tanto al maestro Knorosov que se esforzó por conocer las razones que lo llevaron a actuar como lo hizo.
La leyenda de cómo el maestro salvó los libros del incendio de la biblioteca se convirtió en una especie de alegoría y muchos creyeron que no podía ser casualidad que fray Diego hubiera intentado destruir la cultura maya en una pira atroz y que, cuatro siglos más tarde, Knorosov hubiera salvado por segunda vez de las llamas el recuerdo que quedaba de esa civilización, así que la historia del soldado ruso en la toma de Berlín se estimó como real y por supuesto como mucho más apasionante que la que hablaba de que el maestro nunca salió de su despacho en la universidad y que allí se encontró con los libros que habían viajado desde Berlín tras el saqueo de los soldados rusos.
Knorosov le siguió los pasos al franciscano y descubrió que, tras el auto de fe, De Landa tuvo que presentarse en España para rendirle cuentas al rey. Desembarcó en Sevilla y de allí viajó hasta Barcelona para reunirse con el general de los franciscanos, que se comprometió a ayudarle entregándole una carta para el monarca. Felipe II remitió la causa de fray Diego al provincial de Castilla con el encargo de que hiciese justicia, pero éste cayó enfermo y no pudo formar parte del tribunal que quedó constituido para decidir el futuro de fray Diego. Tuvo suerte; al parecer, cuando no se hallaba aún establecida la jurisdicción ordinaria, los breves pontificios habían autorizado a los provinciales de América para desempeñar el cargo de inquisidores allí donde no hubiera obispos residentes. De Landa presentó en su defensa las bulas de Adriano IV, León X y Pablo III, que detallaban los poderes y privilegios de los prelados inferiores de las órdenes monásticas, y tales argumentos fueron decisivos. De Landa fue absuelto. Tras eso se marchó a Guadalajara y poco después a Toledo, donde fue nombrado maestro de novicios en San Juan de los Reyes. Estuvo diez años en España, pero durante ese periodo no dejó constancia clara acerca de sus ocupaciones. Al parecer, residió mucho tiempo en Cifuentes, su pueblo natal, y en ocasiones se trasladaba hasta Medina de Rioseco, donde era el invitado de honor en el palacio de los Almirantes de Castilla, donde pasó largas temporadas. Al hacer los cálculos, el maestro Knorosov llegó a la conclusión de que Relación de las cosas de Yucatán debió de ser redactada en su versión original en torno al año 1566, aproximadamente por aquella época. Tiempo después, hallándose De Landa en el monasterio de San Juan de Cabrera, recibió una Real Cédula que le comunicaba que había sido propuesto para ocupar la silla episcopal de la Mérida del Nuevo Mundo. En 1572 embarcó en Sevilla junto con treinta franciscanos más que llevaban como comisario a fray Pedro de Cardete, y es de suponer que el manuscrito de Relación de las cosas de Yucatán navegó con él a América y que fue depositado posteriormente en el convento franciscano de Mérida. En aquellos momentos De Landa era ya obispo del Yucatán porque Toral había muerto en México en abril de 1571.
El otro libro que Knorosov supuestamente liberó del fuego fue la edición que los hermanos Villacorta sacaron de los códices mayas. Ellos habían realizado un estudio minucioso de los únicos tres códices mayas de origen precolombino que llegaron sanos y salvos hasta nuestros días. Cada uno de ellos se designaba según el nombre de la ciudad donde fue encontrado: Dresde, París y Madrid. De los tres, los hermanos señalaban que el códice de Madrid era el de contenido más rico y variado. Según sus estudios era contemporáneo de la época de fray Diego y aseguraban que estaba envuelto en un halo misterioso, pues nadie podía certificar cómo había llegado hasta España. El Códice de Madrid trata temas mitológicos y diversos aspectos cotidianos, con escenas de la vida religiosa y civil de aquel pueblo: la agricultura, las plantas y sus usos, las plagas de langosta, la música, la caza, la cerámica, las ceremonias… El documento mide 670 centímetros y es el más largo de los manuscritos mayas conocidos. Sus 56 hojas están dobladas en zigzag, lo que conforma una pieza con 112 páginas de 12 centímetros de ancho y 24 centímetros de alto. Es también el códice mejor conservado. Se trata de un texto de adivinación que ayudaba a los sacerdotes a predecir la suerte. Tiene once secciones: la primera incluye ritos dedicados a los dioses Kukulcán e Itzamná; la segunda se refiere a las influencias malignas sobre los cultivos y a los ritos y ofrendas que debían realizarse para regularizar las lluvias; la tercera sección está dedicada a un periodo de cincuenta y dos años rituales, el tiempo que duraba un siglo maya; las ocho partes restantes aluden, entre otros temas, a la cacería y a las trampas, a los calendarios, a la muerte y a la purificación.
Aquellos libros marcaron para siempre la vida del maestro Knorosov. El franciscano De Landa se convirtió en su ayudante a través del tiempo. Él, cuatro siglos antes, había comenzado a empedrar el camino por el que más tarde se lanzaría a caminar el maestro. Yuri Valentinovich Knorosov aprendió a hablar español a miles de kilómetros de distancia de su objeto de estudio para poder manejar la lengua de fray Diego. La gente que conocía su creciente interés por aquella cultura, hacía llegar hasta sus manos publicaciones en las que se hablaba del enigma de los mayas. El deseo irrefrenable de resolver el jeroglífico que se escondía en los códices le bloqueaba durante días y noches enteras, y se pasaba las horas escrutando con su lupa los trazos coloristas de las reproducciones con las que tenía forradas las paredes de su apartamento. Se había propuesto encontrar la clave del lenguaje maya utilizando el Códice de Madrid para investigar y sirviéndose del texto de fray Diego de Landa como si de una particular piedra Rosetta se tratara. No paró hasta lograrlo. Halló nuevos paradigmas de la ciencia epigráfica yendo más allá del fonetismo al descubrir el sentido de la gramática maya. Tuvo claro que los pictogramas no corresponden a un alfabeto sino a un silabario, y que la escritura maya tiene una lectura fonética que se asemeja a la forma escrita de un lenguaje oral. Fue por eso que fray Diego de Landa tuvo tantos problemas para traducir aquel lenguaje de signos. En su cabeza no pudo concebir otro sistema de escritura que no fuese el alfabético, y los glifos mayas eran una mezcla entre sílabas y palabras.
Costó mucho que se tuviesen en cuenta las investigaciones de Knorosov. Su estudio creó polémica, algunos incluso lo descalificaron delante de la comunidad científica. El investigador Eric Thompson sepultó su hallazgo sólo por prejuicios y le llamó comunista. El maestro se rebelaba; no podía entender cómo un hombre de ciencia mezclaba la política con las investigaciones culturales. Por fin un grupo de jóvenes epigrafistas de Harvard le dio la razón, aunque Knorosov tampoco estuvo del todo conforme con ellos ni con sus interpretaciones de los glifos, ni tan siquiera por cortesía. Él consideraba que la escritura maya, como cualquier otra escritura en el mundo, tiene sus propias reglas, y ellos eran poco rigurosos, puesto que interpretaban los signos por separado en lugar de hacer lecturas de los textos mayas en su conjunto. Pero, al menos, gracias a ellos sus estudios lograron salir del ostracismo, atravesar el telón de acero y conseguir que el Grupo Xcaret y la Universidad de Quintana Roo se interesaran en publicar su obra.
El maestro Knorosov quiso entonces viajar hasta España para poder visitar la tumba de fray Diego de Landa y ver con sus propios ojos el Códice de Madrid, porque estaba convencido de que sólo con rozarlo con la yema de los dedos podría percibir mucho más que analizando su estampa impresa en un libro. En primer lugar, fue hasta la tumba del fraile franciscano en su Cifuentes natal para presentarle sus respetos y allí se encontró con un nicho apenas cubierto por una losilla de alabastro en la que podía leerse:
AQUÍ ESTÁN COLOCADOS LOS HUESOS DEL ILLMO. SR. D. FR. DIEGO DE LANDA CALDERÓN. OBISPO DEL YUCATÁN. MURIÓ EN EL AÑO 1572. FUE SEXTO NIETO DE D. IBAN DE QUIRÓS CALDERÓN QUE FUNDÓ ESTA CAPILLA, AÑO 1342, COMO CONSTA DE LA FUNDACIÓN.
Pero podía verse que en el interior de la tumba no había nada, y cuando le preguntó al párroco, éste le contó que la sepultura de De Landa fue saqueada durante la Guerra Civil española, allá por el año 1936, por gente que creyó que dentro hallarían algún tesoro precolombino que el obispo hubiera podido traer consigo.
Después Knorosov viajó hasta Madrid, y allí no sólo pudo ver el códice original, sino que consiguió que un pase especial de investigador le permitiera trabajar con el documento durante una semana, al cabo de la cual me llamó excitado para decirme que un increíble descubrimiento le obligaba a ampliar su estancia en España. Había dado con una clave histórica que tenía que contrastar.
—He descubierto quién trajo el códice a España y las razones por las que fray Diego pasaba esas largas temporadas en Medina de Rioseco, en el palacio de los Almirantes de Castilla. Voy a buscar datos con los que confirmar mis sospechas, que tú eres una descreída —me dijo riendo, y pude percibir a través de la línea telefónica una alegría casi infantil que hasta entonces yo no había conocido.
Pero regresó decepcionado. No había podido conseguir la constatación que buscaba porque el palacio de los Almirantes de Castilla había sido derruido muchos años antes y en su lugar sólo quedaba un plácido parque en el que apenas podía percibirse la presencia de sus antiguos moradores. Los datos archivados en el ayuntamiento de Medina de Rioseco sobre la saga de los Enríquez eran imprecisos y sólo pudo encontrar unas leves referencias acerca del sexto Almirante de Castilla, Luis Enríquez, y su hijo, del mismo nombre, que al parecer tuvo fama de caballero generoso y que acompañó a Felipe II cuando éste marchó a Inglaterra para desposarse con María Tudor. La falta de datos sobre el resto de los hijos de don Luis Enríquez dejó taciturno al maestro Knorosov, sin que yo pudiera comprender el porqué de ese empeño obstinado por conocer el árbol genealógico de los Almirantes de Castilla. Sólo después de mucho insistir me habló de su convicción acerca de la existencia de una joven extraordinaria que, según él, habría ayudado a fray Diego a trasladar el Códice de Madrid hasta Europa.
—Ella le ayudó, lo sé. En ocasiones puedo percibirla en las palabras escritas por fray Diego. —Pero cuando le inquiría para que me dijese por qué estaba tan seguro de su existencia, me decía—: No puedo demostrarlo… no sin delatarme a mí mismo.
Después de aquel viaje se volvió más enigmático. Se colocó en un lugar impreciso entre el pragmatismo científico y la espiritualidad que los códices desprendían. Comenzó a hablar de los recuerdos, de las memorias perdidas y recuperadas, de las obligaciones adquiridas con los que se habían encargado de guardar las reminiscencias de lo acontecido, pero sobre todo hablaba de aquella mujer invisible de la cual yo era incapaz de encontrar una sola referencia.
Y ahora, cuando entre sus papeles encontré este sobre que lo explica todo, no puedo dejar de preguntarme por qué no confió en mí, por qué no me contó la verdad de lo que descubrió en su viaje a España. Supongo que no lo hizo porque pensó que yo le recriminaría el acto. Tenía razón, es posible que lo hubiera hecho… pero eso me habría ayudado a comprenderle y a ayudarle en esa búsqueda implacable de los últimos tiempos en los que llegué a considerar que era presa de accesos de locura.
El sobre va dirigido a mí, está lacrado. A él le gustaba añadir a sus comunicaciones alguna reminiscencia del pasado. Dentro hay una carta escrita de su puño y letra en la que me explica que cuando lo dejaron a solas con el Códice de Madrid y desplegó los siete metros de papel que lo forman, un extraño pergamino que no pertenecía al códice pero que tenía los rasgos característicos de las representaciones mayas cayó al suelo. «No pude resistirme y me lo llevé. Es éste —decía—. Espero que ahora sí que me creas». Observé que en el fondo del sobre había un pergamino de aproximadamente un cuarto de folio, y lo cogí con cuidado. En él podía distinguirse la imagen de una mujer delgada y joven vestida de blanco, con el cabello castaño y suelto como mecido por el viento. Tenía los ojos extremadamente verdes, llevaba en las manos un ramillete y adornaba su frente una corona de flores. Estaba descalza. Bajo sus pies aparecía una frase escrita con elegante caligrafía:
Mi retrato en tiempos de Nueva España, cuando era un tallo florido de maíz de ojos de jade.
M. ENRÍQUEZ
* * *