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Santificada Católica Majestad Felipe, Nuestro Señor Rey:

A la llegada de la presente hasta sus manos, es posible que ya me halle en la casa de mi señor padre, de nuevo en Medina de Rioseco. La vida que corre sobre las ligeras alas del tiempo y que me llevó presta a las tierras de Nueva España, ahora me devuelve a Castilla, donde he de sentirme dichosa de seguir honrando a Su Majestad, si es que vos así lo requerís. Podré contaros poco a poco lo que mi mente albergue, que imagino ha de surgir con el transcurso de los tiempos, pues ando convencida de que hay moralejas que uno guarda aun sin saber que las ha comprendido. Intentaré que lo que vieron mis ojos no muera conmigo, porque de que la muerte anda cerca y acechando me di cuenta en las bellas tierras del Nuevo Mundo. De las maravillas que encontré quedará recuerdo escrito, y me permitirá V. M. que reserve sólo algunas de ellas para mis íntimas nostalgias, pues describirlas sería una lanzada que me atravesaría el corazón. Hay remembranzas que han de cambiar mi vida y no he de mentir si digo que hallé al otro lado del mundo lo que siempre anduve buscando aun sin saberlo. Tan extraordinario fue lo encontrado que, al faltarme ahora, debo regresar, pues el olor del aire de esta tierra me daña el alma. He de irme antes de que me ahogue por dentro. Por ello pido disculpas a V. M. si no cumplí lo que de mí se esperaba. Regreso a Medina de Rioseco para acompañar a mi progenitor, que se quedó solo tras el fallecimiento de mi madre. Si V. M. lo desea, allí podrá encontrarme.

Nuestro Señor guarde muchos años la Católica y Real persona de Vuestra Majestad. Vuestra humilde y leal sierva,

M. ENRÍQUEZ

El peor momento para Mariana después de la muerte de Miguel no fue cuando aquellos hombres lúgubres lograron arrancar de sus brazos su cuerpo inerte. Mariana sabía que la esencia del médico ya no se encontraba entre ellos, que a esas alturas seguramente ya estaría disfrutando del viento dulce del valle de las mariposas, así que miró con los ojos vacíos cómo lo alzaban y lo llevaban, como si de cualquier otro objeto se tratase. Ni siquiera fue tan terrible cuando los oficiales del Consejo de Indias vinieron a apresar a su hermano. Acudieron a detener a Rodrigo con prontitud y, en contra de lo que él hubiera imaginado, la presencia de su hermano Luis no le fue beneficiosa, más bien todo lo contrario. El virrey se encargó del caso con personal interés para que el visitador del rey se diese cuenta de lo bien que se sofocaban ese tipo de abusos en Nueva España, y el joven Luis puso especial atención en que su hermano fuese tratado con la misma severidad que cualquier otro. No quería que se le otorgasen procedimientos ni tratamientos especiales, aunque la sangre que corriese por las venas del inculpado fuese la suya. Para él, el buen gobierno de un país comenzaba por la integridad de sus administradores. No podía colocar el nombre de su familia en entredicho por permitirse transgredir las normas del organismo que el monarca le había ordenado crear para defender a los indios. Nunca había pedido favores para él mismo, y menos aún iba a hacerlo para su hermano; era demasiado íntegro.

El virrey Velasco y Luis Enríquez se enfrascaron tanto en el procedimiento para que el monarca se sintiese satisfecho con sus resoluciones, que olvidaron que era Rodrigo, el amigo y el hermano respectivamente, el hombre al que estaban ordenando apresar. Mariana, por su parte, no creyó que el rigor de la justicia fuese suficientemente severo con él. La congoja que sentía aferrada a su pecho era tan lacerante que comprendió que ninguna sentencia podría conseguir que disminuyera. Ella no buscaba el castigo, no quería compensar el sufrimiento de Rodrigo con el suyo, lo que quería era que todo aquello no fuese real, que Miguel continuara vivo y a su lado. Por mucho que se castigara a su hermano, eso no iba a suceder. No podía disfrutar del regocijo de la venganza, ni siquiera tenía la esperanza cristiana de que Rodrigo se arrepintiera de sus pecados y recapacitara hasta el punto de convertirse en un buen hombre. Sabía que Rodrigo jamás lograría purificar su alma por mucho castigo que se le infligiese, simplemente porque él no necesitaba purificarla. Su hermano llevaba toda la vida justificando todos y cada uno de sus actos. Dentro de su cabeza se imaginaba a sí mismo como un guerrero vengador de la causa que más le importaba en el mundo: él mismo. Tal vez Rodrigo no llegaría jamás a aceptar su condición de asesino. Siempre lo había sido, incluso antes de clavar el puñal en la espalda de Miguel. Había asesinado a Rafael y a Alfonso, había destrozado la vida plena de Beatriz, las ilusiones recién creadas por ella misma, y Dios sabe cuántas otras perfidias que sin duda nunca iban a descubrirse. Que llegara a asimilar una cuestión tan profunda como ésa era difícil. A él lo movían los instintos básicos, y su sentido del bien y del mal se medía con un rasero diferente al del resto de los mortales.

Tampoco fue el frenesí encendido e hiriente de su hermano, maldiciéndola delante de todos, lo más tormentoso de aquella circunstancia. Cuando Mariana sintió con más fuerza ese dolor agudo y chillón por la muerte de Miguel que le atravesó las entrañas fue al despertar del siguiente día, segundos antes de abrir los ojos, cuando aún no estaba segura de hallarse dormida o despierta. En ese momento en el que a los fantasmas de la noche aún no les ha dado tiempo de asustarse con la luz del alba, cuando se duda de si el primero de los pensamientos que llega a la cabeza es una realidad o solamente un sueño, una terrible pesadilla. Ése fue el peor momento después de la muerte de Miguel. Mariana se había pasado la noche en vela. Se llevaron el cadáver del joven médico a la casa de su padre en Tlatelolco y ella se dispuso a acompañarlo, pero Luis no se lo permitió. Su hermano mayor tuvo que recordarle quién era y las circunstancias que rodearon la muerte del joven.

—¿Crees que presentarte allí les aportará consuelo alguno? —le dijo, y aquella realidad le hizo sentir una terrible vergüenza por ser la hermana de Rodrigo.

En el transcurso de esa noche llena de penumbras, odios, lamentaciones, penas, amarguras y lágrimas fue cuando Mariana se dio cuenta de que su vida estaba irremediablemente unida a la de Rodrigo. Por mucho que quisiera eludirlo, él tenía razón en lo que le gritó: ella sólo era capaz de provocar fatalidades. Si el día de su nacimiento alguien hubiese llamado a un sacerdote azteca para que señalara cuál sería el devenir de su futuro, éste le hubiera dicho que se quedaría sola porque todo aquel que se acercara a ella, todo aquel a quien amase, acabaría lastimado o muerto. Fue entonces cuando descubrió que no se podía engañar al destino. El destino había atrapado a Miguel y ahora ella conocía el suyo. Sabía que no podía cambiarlo, pero al menos podría evitar que más personas sufrieran por su culpa los desastres de aquel maleficio terrible que se cernía sobre ella, y decidió que nunca más amaría a nadie, ni dejaría que nadie la amara. Buscó consuelo en el regazo de Beatriz, en el abrazo tierno de otra de las damnificadas por quererla. Aspiró el aroma de limón que su piel desprendía, dejó que la atusara como se hace con los perrillos abandonados, meciéndola mientras le tarareaba las nanas que usaba para dormirla cuando era pequeña. Así se quedaron, en silencio a veces y otras veces sollozando. Las lágrimas corrían por sus mejillas sin que ellas apenas las notaran. Salían sin esfuerzo porque eran lágrimas que llevaban años luchando por salir. Lágrimas por Rafael y Alfonso, por la vida truncada de Beatriz, por doña Ana muerta en vida entre las paredes recubiertas de sábanas blancas, lágrimas por Miguel y por su maldito destino en el que estaba escrito que iba a enamorarse de ella. Y Mariana sintió pena de sí misma: era una especie de rey Midas; todo lo que tocaba acababa destruido. Lloró hasta que se le secaron los ojos, pero siguió gimiendo mucho tiempo más, con un lamento de ultratumba que desgarraba las entrañas.

Beatriz le lavó los párpados con manzanilla para bajar la hinchazón y le alivió el alma con palabras dulces, caricias y tila. No supo bien cuándo el agotamiento logró sumirla en el sopor, pero con las primeras luces del alba el corazón comenzó a golpearle con fuerza en el pecho. Mariana no quiso moverse, se quedó con los ojos cerrados, deseando que lo que su mente le gritaba hubiera sido un sueño. Tenía miedo de que al abrir los párpados todo ese pensamiento de muerte se convirtiera en realidad. Por un momento, fantaseó con la idea de que si no se movía podría borrarlo todo. No quería enfrentarse a ese nuevo día, no quería que llegase otra mañana, y otra, y otra, sin él… No se veía capaz de ponerse en pie después de lo que había ocurrido.

Recordó la última vez que había querido detener el tiempo, justo el día en que murieron Rafael y Alfonso, cuando deseó que su padre no saliera del palacio porque al regresar todo habría terminado. Ahora volvía a pensarlo, pero en esta ocasión lo que de verdad deseaba era volar hacia atrás en el tiempo y que la vida se detuviese justamente el día en que Miguel y ella visitaron juntos el valle de las mariposas. Pensó que no le hubiera importado morir en ese momento, abrazada a él, con el sabor de su piel en la boca. Pero eso no era posible: sabía que ninguna oración, sacrificio o deseo cambiaría las circunstancias. Sólo podía enfrentarse a la realidad, o no enfrentarla y dejarse morir, pero si hacía eso, también desaparecería con ella su memoria, el lugar en el que todavía estaba vivo Miguel. «Mantenernos en el recuerdo de las personas que nos quieren es lo que nos convierte en inmortales», le había dicho, y ella decidió mantenerlo vivo.

Los días siguientes los pasó en solitario, meditando sobre ella, sobre la existencia y sobre su propia existencia en adelante. Determinó que era absurdo quedarse en Nueva España. No iba a casarse, ni con el delicado hijo del virrey ni con nadie. El amor que sentía por Miguel lo abarcaba todo y estaba convencida de que así seguiría por el resto de sus días. No dejaría que ninguna otra imagen diluyese su esencia. Volvería al palacio, junto a su padre. En un momento de debilidad pensó que quizá nunca debió salir de allí, porque de esa manera Miguel continuaría vivo, pero se quitó la idea de la cabeza. El sino de Miguel estaba escrito desde su nacimiento; el año 1 Jaguar lo empujó a conocerla y amarla. Ahora sólo podía luchar para que ese encuentro señalado de antemano tuviese un sentido. Seguramente una poderosa razón les había llevado a juntar sus caminos, y en su cabeza comenzó a tomar forma la idea de que el destino les ayudó a unirse para que, a través de ella, Miguel pudiera cumplir la promesa hecha a su abuela. Ella haría lo posible por volcar en el papel la memoria de todas las historias que Miguel le había contado sobre el pasado de aquellas tierras. Podía hacer todo eso desde Medina de Rioseco, y allí además ayudaría a su padre a aceptar su propia realidad. Estaba convencida de que su hermano Luis jamás se dedicaría a la «muy noble y muy leal villa de Medina de Rioseco» porque sus obligaciones estaban en otros lugares, y porque no sabría cómo manejarla por mucho título de Almirante de Castilla que fuese a heredar. Ninguno de sus hermanos conocía tan bien como ella la administración del almirantazgo.

Una vez tomadas las decisiones, se armó de valor y concluyó que debía ir a visitar a la tícitl. Beatriz intentó convencerla de que no era una buena idea; nunca les había apreciado demasiado, cuanto menos ahora, después de lo sucedido. Pero ninguna de esas razones sirvió para convencer a Mariana, y ante la creciente cabezonería de la joven, no había nada que hacer. La mujer sólo pudo acatar sus deseos y acompañarla.

La tícitl parecía ese día mucho más vieja de lo que ya era. Se había empequeñecido y arrugado como una pasa, y traía la apariencia y la velocidad de una tortuga de tierra. En un primer momento Mariana pensó que no podría sostenerle la mirada, pero cuando la tuvo enfrente pudo apreciar que sus ojos no mostraban reproches, ni odio, ni siquiera dolor: parecían vacíos, como si se los hubiesen cambiado por dos bolas de cristal negro. A Mariana aquello le dolió más que si la tícitl hubiese estado llorando o la hubiera insultado en su idioma al verla llegar. Era como si la anciana ya se hubiese acostumbrado a la pérdida. Había visto morir a tantos de los suyos a manos de los barbudos blancos que lo había aceptado como aceptaba la salida del sol cada mañana. Como si la historia se repitiese para ella una y otra vez, y hubiese aprendido a soportarlo con resignación. Conocía de antemano las desgracias del joven médico y había tenido cerca de un cuarto de siglo para hacerse a la idea.

—He venido a verla porque sé que dispone de recursos que yo ni siquiera puedo imaginar —le dijo Mariana entre susurros, mirando al fondo de los ojos resecos de la tícitl—. Sé que utiliza la magia… que hace cosas prodigiosas. No espero milagros, claro, conozco las limitaciones de los hechizos, pero… ¿puede hacer algo para que vuelva Miguel? Sólo un instante, un suspiro, algo que guardar por siempre…

—¡Por favor, Mariana! —suplicó Beatriz, pensando que se estaba volviendo loca—. ¿Qué te pasa? ¿No te das cuenta de que esta mujer no entiende nuestro idioma?

—Sí que lo entiende, sí —le dijo a Beatriz más deseosa que segura de que eso fuese así. Volvió la cabeza y se dirigió a la tícitl despacio—. ¿Verdad que me entiende?

Miguel en alguna ocasión había insinuado que la anciana sabía más de lo que aparentaba, y algunas veces Mariana había creído percibir muecas cuando presenciaba alguna conversación en castellano. Siempre pensó que aquella anciana comprendía perfectamente el español pero que su orgullo le impedía hablarlo. Por eso tenía la esperanza de que ese día la mujer se sintiese dispuesta para la complicidad y la ayudase, pero la tícitl, sin mediar palabra, se dio la vuelta y salió de la estancia con su paso de reptil, como poniendo un punto final a la conversación.

—Vayámonos, mi niña.

Beatriz tomó a Mariana del brazo y la acompañó empujándola despacio hacia la puerta en aquel viaje de toma de conciencia de la realidad, pero algo las detuvo. La vieja tícitl les salió al paso. Entre sus brazos, envuelto en una tela de terciopelo rojo, traía el códice que Miguel había transportado consigo desde Izamal y en el que había estado trabajando en los últimos tiempos. La anciana sujetó los brazos de Mariana y se lo puso encima, colocó una mano en su corazón y con la otra acarició el rostro de la joven castellana mientras pronunciaba una extraña letanía en náhuatl. No hacía falta comprender todas y cada una de las palabras que decía porque el lenguaje había perdido el valor en un momento como ése. Mariana se sintió orgullosa, la tícitl le había dado su beneplácito, al fin se había hecho digna de su confianza, y como prueba de ello estaba poniendo en sus manos una parte del pasado de aquellas tierras. Mariana abrazó el códice y percibió en él la presencia de Miguel: eso era lo que había ido a buscar. Le dio las gracias a la tícitl en ese nuevo lenguaje que ambas habían inventado para la ocasión y se despidieron con la certeza de que no volverían a verse.

A Mariana se le hizo interminable el periodo de espera en casa del virrey desde que Luis dijo que saldrían en breve hasta que el barco comenzó a cortar las olas en el puerto de Veracruz. Su hermano tardó al menos dos semanas en negociar la partida porque la Armada de Nueva España se crecía tomando precauciones en el viaje hacia el oriente, para intentar evitar los robos de los piratas que estaban convencidos de que a la vuelta la flota navegaba con buena parte de la plata que se producía en el Nuevo Mundo. Cuando se escogió la fecha exacta, Luis la guardó entre sus papeles en un sobre cerrado con lacre y ni a la propia Mariana le adelantó el día preciso, contestando un «tenlo todo preparado» cuando le preguntaba. Luis nunca tuvo confidencias con su hermana, pero en los últimos tiempos había comenzado a mirarla con desconfianza, e incluso ella podía percibir un asomo de rencor. Lo ocurrido supuso un escándalo en la ciudad a pesar de que el hecho de que se tratara de un asunto relacionado con el virrey acalló gran parte de los murmullos. Pero Luis se sentía señalado. Mariana se daba cuenta de que su hermano la miraba con resentimiento, como si no le pudiera perdonar que les hubiese convertido en el centro de atención de la gente. La consideraba culpable de haberle obligado a quedarse allí durante más tiempo de lo que hubiese deseado, de que Rodrigo hubiera cometido una locura y de no haberle permitido cumplir con la misión que su padre le había confiado. Pero a ella ya no le perturbaban las opiniones de Luis: su valoración sobre lo que era o no trascendente también había cambiado. En última instancia lo único que le molestaba de la desconfianza de su hermano era que no quisiera darle a conocer la fecha exacta de partida, aunque comprendía que ésa era la mejor defensa contra los bucaneros que les esperaban en medio del mar. Si la flota hubiese tenido que defenderse de algún ataque con la inestabilidad de aquellos buques gigantescos o con los cañones carentes de movilidad por culpa de los tablazones que formaban las cámaras de los pasajeros en cubierta, hubieran estado perdidos. Incluso en el futuro, parte de los cañones y de los soldados serían puro decorado para cubrir los requisitos legales que exigían un determinado armamento. Era mucho mejor que no se vieran en la contingencia de verse atacados.

Cuando soltaron amarras, Mariana repitió el ritual del viaje anterior. Se quedó largo rato asomada por la borda, como hizo la primera vez que subió al San Jorge, sin perder ni por un instante el contacto visual con aquella tierra que, estaba convencida, no volvería a pisar. Respiró hondo y tuvo que expulsar el aire rápidamente porque se había vuelto cruel y en cada soplo de viento le llegaba el olor de la vainilla o del copal. El aroma se metía tan dentro de ella que le estrangulaba los pulmones, y comprendió que no estaba equivocada en su decisión: debía alejarse de esa tierra, huir antes de que llegara a asfixiarla. Su carga a la vuelta era mucho mayor. Regresaba con ella todo su ajuar, pero también arrastraba un enorme bagaje cuyo peso aún no sabía cómo iba a soportar. A Mariana el viaje de regreso a España le pareció mucho más corto que el de ida, «que supongo fue porque conocía lo que me esperaba, pues en realidad la travesía de retorno duró más jornadas».

Tuvo mucho tiempo para pensar y para compartir ideas con fray Diego de Landa. Se sentaban juntos durante horas para hablar sobre los mayas. El franciscano a veces se olvidaba del frenesí con el que se había entregado a borrar las manifestaciones artísticas de aquel pueblo y le mostraba su fascinación por sus costumbres, sus escrituras, sus dibujos… Se emocionaba mientras garabateaba glifos para explicarle su significado y la manera cómo había llegado a descifrarlo. Parecía haber olvidado que de ese trabajo ya sólo quedaban cenizas. A veces se sentaba solo en la cubierta del barco, dejando la mirada perdida, y se podía atisbar en sus ojos el chisporroteo de las llamas; entonces se volvía pequeño y giboso, y Mariana lo veía tan quebrado que pensaba que no podría soportar el peso de los remordimientos y la culpabilidad.

—¿Qué cree vuesa merced que hubiera pensado de todo esto Miguel? —le preguntó a Mariana en uno de esos momentos de melancolía profunda.

—Creo que diría que lamentarse no borrará el pasado y que ahora sólo se puede mejorar el futuro. Creo que él admiraba mucho su labor. No hay nadie que conozca tan bien como vuesa merced los entresijos de la cultura maya y que además tenga la oportunidad de darla a conocer.

—Tuve la oportunidad… —señaló cabizbajo—… en el pasado.

—Aún la tiene. Tiene sus recuerdos, eso no ha desaparecido.

Pero otras veces adoptaba una actitud digna, casi ofendido por verse en la obligación de tener que acudir a España para justificar frente al rey y la corte unos actos que había realizado para cumplir la promesa de evangelizar y hacer comprender a las gentes que habitaban el Nuevo Mundo que Jesucristo era el Único Dios Verdadero. Se irritaba y buscaba a Luis entre los marineros para ofrecerle su versión de lo ocurrido. Mariana lo escuchaba dando una y otra vez vueltas al asunto, razonándole las causas por las que el obispo Toral y sus secuaces le habían acusado. Iba preparando su defensa: aseguraba que conocía la existencia de unas breves papales según las cuales se permitía a los provinciales actuar como inquisidores en el Nuevo Mundo en el caso de que lo consideraran oportuno. Ése sería su alegato frente al monarca.

Mariana se dejó llevar por el barco tal y como le recomendó en el viaje anterior el capitán del San Jorge, «como montar a caballo». Dejó que el galeón cabalgara hacia su patria sin permitir que una sola de aquellas olas le robara el dolor que había sentido. No era por mortificación, ni por deseos de recrearse en sus odios, era algo así como un homenaje al recuerdo de Miguel. Rodrigo había dicho que ambos se condenarían juntos y lo había dicho porque la conocía bien, o al menos eso era lo que él había pensado siempre. Conocía la educación que había recibido, sabía de sus miedos, de sus inseguridades, de cómo cada uno de sus actos, incluso cada uno de sus pensamientos íntimos, era analizado críticamente por el filtro de la firme moralidad que le habían inculcado desde niña sus padres, el instructor, el padre Bernardo, incluso él mismo a base de tesón y esfuerzo. Se habían esmerado tanto en que cada cosa fuera para ella la prueba palpable de que el demonio tenía cuerpo de mujer —como decía a veces desde el púlpito el padre Bernardo— que Rodrigo llevaba tiempo imaginándola sintiéndose culpable por la muerte de Rafael y Alfonso, del mismo modo en que ahora se sentiría culpable por la muerte de Miguel. Se figuró que estaría atormentada por ser ella la instigadora de su comportamiento asesino, de que ahora tuviera que esperar un juicio encerrado en una celda ignominiosa e impropia para alguien de su linaje. Podía verla sufriendo, pasando noches en vela sólo pensando en él, odiándole con todo su corazón y con toda la fuerza de la que fuese capaz su breve cuerpo. Y en el fondo aquello llenaba a Rodrigo de una estimulante sensación de complacencia que le compensaba por tener que aceptar el castigo incomprensible por la muerte de aquel indio. Mariana sabía que su hermano pensaba todo eso, lo sabía porque ella, del mismo modo, lo conocía bien.

Por eso, antes de partir, quiso robarle a Rodrigo el único pensamiento que le hacía feliz dentro de su celda. Se tragó el inagotable desprecio que le provocaba y fue a visitarlo. El gesto de Rodrigo pasó de la sorpresa a la satisfacción cuando la vio parada al otro lado de la reja, frente a él, con su capa de terciopelo negro cubriendo su figura casi por completo. Por unos momentos se ilusionó con la posibilidad de que hubiera ido a visitarle por puro amor fraternal, y se dijo que quizá no estuviese tan desencaminado cuando pensó que su acercamiento al médico indio no era más que una treta para llamar su atención. Sonrió abiertamente buscando entre las sombras de la celda un hálito de luz que le permitiese definir el rostro de su hermana, pero apenas podía verlo, sólo distinguía aquellos ojos verdes familiares en los que él mismo podía reconocerse, aunque no pudo apreciar ninguna expresión en ellos. Mariana lo miraba tranquila, y cuando se dispuso a hablar, las palabras sonaron a arenga largamente ensayada y surgieron de sus labios como el agua que brota de una fuente.

—No soy la responsable de tus actos. No te guardo rencor. Te perdono. Yo no voy a condenarme.

Y se dio la vuelta despacio, sonriente, deleitándose con su pequeña venganza mientras escuchaba los bramidos de su hermano llamándola con mil improperios, infectando el ambiente con deseos difíciles de comprender y con rabia de años acumulada. Era como un animal ponzoñoso, lleno de veneno por dentro.

Mariana recordaba la escena mientras remontaba de nuevo las aguas del Guadalquivir. Sabía que no había sido sincera cuando habló con Rodrigo. No era cierto que no se sintiera culpable por despertar en su hermano esos sentimientos tormentosos que le obligaban a destruir a todo aquel que se acercase a ella, ni tampoco era cierto que no le guardase rencor, ni que le perdonara. El resquemor que sentía por su hermano estaba profundamente instalado en su alma, pero cada día se animaba a sí misma para conseguir evadirse de esa prisión invisible que era el odio, y si no lograba que desapareciera, quería al menos lograr que se transformara en fuerza para continuar viviendo. Por lo demás, tampoco estaba segura de no estar condenada. Había perdido la cuenta de los pecados que llevaba meses cosechando —incluso su despedida con Rodrigo no podía definirse más que como un acto de soberbia—, pero en ese momento ya poco le importaba. Ya no necesitaba la absolución de ningún sacerdote, sólo necesitaba otorgarse el perdón ella misma.

Cuando la imagen de la torre de la catedral de Sevilla se hizo visible recortándose en el cielo, recordó la última vez que la había visto, hacía más de un año. Se había despedido de aquella torre mestiza creyendo que sería la última imagen de España que perduraría en sus retinas, y que así se lo contaría a los hijos que iba a criar al otro lado del océano. En ese momento tenía miedo por todo lo nuevo a lo que tenía que enfrentarse, convencida de que aquel viaje dividiría en dos su existencia. Y no se había equivocado demasiado. Era cierto, ya nunca más volvería a ver las cosas como antes y esa forma de percibir la vida se mantendría por siempre dentro de ella, convirtiéndola en la única persona que quería ser. Siguió mirando la torre hasta que atracaron en el puerto de Mulas. Ella misma se encargó de desembarcar el virginal. Se agarró firmemente a él y no permitió que ni uno solo de los marineros lo tocase. Nadie sospechó. Debajo de la tapa viajó el códice maya en el que Miguel estaba trabajando y que ella salvaguardó a lo largo de toda su vida para preservarlo del olvido. En el interior del documento, protegido entre los múltiples pliegues del códice, estaba escondido el retrato maravilloso que tan buenos recuerdos traía a su memoria. Aquel que dibujó el indio que trabajaba con Miguel y en el que ella aparecía vestida de blanco, con una corona de flores, con los ojos despiertos, verdes y grandes, como si fuera un personaje recién sacado de las paredes de un templo maya.