… que fue tras una exaltada ceremonia cuando el propio fray Diego de Landa acercó una tea a la montaña de testimonios del pasado de estas gentes. Prendió fuego a los códices, ídolos y dibujos, y tal fue la vehemencia con que los frailes se consagraron a sus competencias que pocos legados de la cultura maya hubieron de preservarse esa noche. Me dijeron que los indios miraban la pira con los ojos llenos de lágrimas, que fray Diego perdió la habitual compostura y parecía fuera de sí, que no reconoció a sus propios ayudantes indios y sólo hablaba con españoles y criollos de confianza. Creo que algo se ha perdido en Maní, mas no hablo de la cultura maya, que me parece de por sí de gran importancia, también se perdió la confianza entre los pueblos […]. Después de aquel día, la comunidad hubo de dividirse en dos grupos, uno formado por frailes con el alcalde mayor y las gentes que les secundan, y otro por ciudadanos influyentes y ciertos clérigos que desaprueban la actuación de De Landa […]. Que con tanta hondura se meditó el auto de fe de Maní y tantas acusaciones se engendraron, que fray Diego se mostró decidido a apelar al virrey y a la Audiencia de la Nueva España, y recorrió las leguas que lo separaban de la capital para enfrentar los hechos. Cuando volví a encontrarme con fray Diego tuvo a bien relatarme, en relación con el tema del auto de fe, que en el momento de la búsqueda hallaron gran número de libros de las letras que usaban los mayas. Narró que no encontraron en ellos más que superstición y falsedades del demonio, que fue por eso que los quemaron todos. Dijo que los indios lo sentían sobremanera y que les daba pena verlos arder; cuando hubo de referirlo, pareció que al De Landa también le daba pena.
Fray Diego montó en cólera y parecía desconocido. Caminaba deprisa por las calles mirando a los transeúntes con cara de desconfianza y en cada gesto de ellos creía adivinar el indicio de un engaño. Le comentaba a fray Lorenzo sus percepciones, la seguridad con la que intuía los cuchicheos de los indios, los correteos nerviosos en los que estaba convencido andaban escondiendo irreligiosidades.
—Tengo que darme prisa o no lograremos encontrar la mitad de sus abominaciones —le decía con la mirada perdida.
Apremió tanto a los frailes que se encargaban de los registros que, cuando éstos entraban en las casas, acababan arrasándolo todo. Fray Diego les contó que antes de la llegada de los españoles era tradición que cada vez que naciera una criatura se fabricase un ídolo. Si el bebé lograba sobrevivir al primer año se confeccionaba otro, y a los cuatro años otro mayor, y así sucesivamente. Por eso los frailes contaban el número de niños de cada familia, hacían un cálculo con su edad y con la cantidad de objetos encontrados, y siempre llegaban a la conclusión de que el número de figuras halladas no se correspondía con sus previsiones. Era entonces cuando la ira divina se apoderaba de sus cuerpos, se ponían fuera de sí y se liaban a latigazos hasta que se cumplían sus expectativas. Algunos indígenas que no tenían nada que esconder, se apresuraron a confeccionar ídolos inventados con aspectos terribles y los colocaron en lugares estratégicos de las viviendas para que los religiosos se quedaran conformes y no llegaran a maltratarlos a ellos o alguno de sus familiares. Como resultado de aquella multitudinaria inspección se produjo un decomiso de cinco mil ídolos, trece grandes piedras que eran utilizadas como altares, veintidós piedras pequeñas labradas, veintisiete pergaminos de piel de venado con signos y jeroglíficos y ciento noventa y siete vasijas de diferentes tamaños y formas.
Fue difícil para los indios de Maní asimilar en qué consistía un auto de fe. Habían oído hablar de ellos, incluso en una ocasión vieron paseándose por las calles de la villa a un castellano reconciliado que portaba el sambenito. Pero no había sido juzgado en aquella tierra, sino en España, y el atuendo les pareció más pintoresco que infame. Como los indios no conocían lo estigmático de la prenda, afanados como estaban en copiar las maneras y costumbres de los españoles, cuando vieron a aquel hombre con el escapulario de benedictino en lana de color amarillo y con la cruz de San Andrés rodeada de llamas sobre el pecho, pensaron que se trataba de algún atavío al más puro estilo castellano. Uno de los mejores sastres indios de la zona, sin mediar palabra, se dispuso a copiar el modelo con todo detalle pensando que pronto se pondría de moda, y costó hacerles comprender que el atuendo, lejos de imitarse, debía eludirse porque denotaba ignominia y desprestigio. No se dieron cuenta de la exacta gravedad de la situación hasta que escucharon en boca de fray Diego aquella palabra: «herejía». Cuando la pronunciaba, entornaba los ojos, aumentaba su firme acento castellano y el aire parecía surgir del fondo mismo de sus entrañas y arrastrarse por su lengua hasta salir al exterior. Una vez fuera evocaba el eco del cuchillo rasgando la piel de un sacrificado. Fue entonces cuando comprendieron que las represalias no habían hecho más que empezar. Todo se iba encaminando hacia el 12 de julio, fecha prevista para la ejecución del auto de fe.
Días antes, fray Diego había dispuesto la presencia de varios pregoneros en las esquinas de la villa, anunciándolo para dejar constancia de que los niños no debían presenciarlo y de que no se podían llevar cuchillos, navajas, estiletes o cualquier otro objeto susceptible de ser utilizado como arma. Los habitantes de Maní no parecían esperar el auto de fe con demasiado interés y fray Diego no comprendía la razón. Él, que conocía bien el pasado religioso de aquel pueblo, supuso que los indios no encontrarían el auto de fe muy diferente de los festivales de sacrificios que realizaban antes de la llegada de los españoles. En ambos casos se adornaba a los elegidos, se les dirigía a un lugar destacado desde el que todos pudiesen verlos y se llevaba a cabo la ceremonia. Pero los indios no encontraban tantas similitudes entre ambos rituales, y se mostraban cabizbajos y asustados. Cuando ellos realizaban sus sacrificios, los hombres y mujeres elegidos cumplían una importante misión sirviendo a sus dioses, y el sacrificado lo consideraba un honor y estaba convencido de que tendría su recompensa en el otro mundo. En el caso del auto de fe que proponían los españoles, los hombres no eran elegidos, sino acusados, y aquello no les comportaría ninguna satisfacción en el más allá y menos aún en el más acá. Tendrían que marchar por las calles trasquilados, encorozados y ensambenitados, portando un atuendo ignominioso que los ridiculizaba, ofreciendo una lúgubre estampa de sí mismos que los dejaría en ridículo delante de sus vecinos. Durante generaciones sus descendientes serían incapaces de librarse del estigma humillante del sambenito.
A los indios aquello les provocaba pudor ajeno, y no querían verlo. Fray Diego empezó a sospechar que las gentes no iban a acudir al auto por voluntad propia. Forzó a los pregoneros a dejar de recitar letanías por las esquinas y les ordenó que subiesen a sus caballos para informar de la obligación de asistir al auto de fe bajo amenaza de fuegos infernales y castigos eternos. Gracias a ello consiguió que las calles se llenaran de gente aquella mañana.
Apenas aparecían las primeras luces del alba cuando los acusados comenzaron a caminar tras el estandarte de la Santa Inquisición. Una procesión de indios y españoles penitenciados marchaba por las calles al ritmo del salmo «Miserere mei, Deus» que se extendió como un lamento melancólico provocando las lágrimas en algunas mujeres y poniendo la piel de gallina a otros tantos hombres. Pensaron que aquello se parecía mucho a las celebraciones de Semana Santa que los españoles se habían encargado de organizar durante esos años, pero en esta ocasión faltaba la imagen de la Virgen y además era pleno mes de julio, y el calor pegajoso comenzó a hacerse notorio poco después de que despuntase la mañana. Fray Diego, que llevaba ya unos días percibiendo la animadversión que los indios mostraban a todo lo relacionado con el auto de fe, sabía que las manifestaciones no tendrían nada que ver con las que él había presenciado en España. Los vecinos no insultaban ni escupían a los reos, era como si no se alegrasen de que los idólatras fuesen castigados, y, pese a que reconocía en ese gesto la profunda caridad cristiana que él se había encargado de inculcar, en el fondo su actitud dejó al franciscano con un regusto decepcionante: se sentía mal por ser incapaz de sentirse bien.
Los hombres juzgados caminaban en fila, con la cabeza baja y las corozas medio torcidas, sumisos y apocados. Algunos habían logrado escaparse. El escarmiento provocaba tal desprestigio que huyeron a la selva y prefirieron ahorcarse antes que perder su dignidad y tener que confesar los lugares en los que habían escondido las imágenes que consideraban sagradas. Así los encontraron al cabo de los días, colgando de las ramas de los árboles, como frutos podridos. Tiempo después, las gentes de Maní comenzaron a narrarles a sus hijos historias que aseguraban que, en medio de la noche, del interior de las selvas cercanas se alzaban gritos desesperados que exigían una sustanciosa venganza por la infamia cometida en sus personas. Eso ayudó a crear una leyenda que se transmitió de boca en boca por medio de susurros inaudibles para los españoles, que aseguraba que los ahorcados habían logrado mantener el secreto de los lugares donde habían escondido a sus dioses y que debajo de cada casa de Nueva España estaban enterrados cientos de ídolos, altares, códices y vasijas votivas que lograron eludir la quema.
La penosa procesión llegó arrastrando los pasos hasta el convento. Ya estaba atardeciendo. Habían pasado todo el día recorriendo las calles para que su imagen escarmentara a los que aún tuviesen dudas sobre quién era el dios a quien debían pleitesía. Estaban cansados de la caminata, aplastados por el calor de julio y por la vergüenza pública, pero podían darse cuenta de que su escarmiento aún no había terminado. Sus objetos sagrados estaban allí reunidos, formando un montículo en el centro del atrio que superaba los dos metros de altura. Los frailes colocaron a los reos en círculo de frente al montón y fray Diego se situó junto a ellos para iniciar un sermón.
—Yo soy el representante del Único y Verdadero Dios. Él ha querido que os muestre el camino, y del mismo modo en que hube de premiaros en los momentos oportunos, he de castigaros para que aprendáis de los errores. Es necesario que busquéis el arrepentimiento porque en los últimos meses habéis escarnecido la infinita bondad de Jesucristo. Mi obligación como pastor del Señor es cuidar de mi rebaño y no dejar que caiga en las trampas que el diablo pone en su camino. Yo he de ayudaros a que alcancéis la salvación. Aunque en ese momento penséis que lo que hago es algo terrible, con el tiempo os daréis cuenta de que esta decisión es la única adecuada para salvar vuestras almas pecadoras.
Se arrodilló mientras le rogaba al Señor que le proporcionara la fuerza y la sabiduría suficiente para no desistir, para no dejarse vencer por el desánimo, para poder guiarles por el buen camino. Fue bajando el tono hasta que, con los párpados cerrados y las manos levantadas hacia el cielo, su voz se convirtió en un murmullo apenas perceptible. Movía los labios, parecía haber entrado en una conversación directa con Dios y por unos momentos dio la impresión de que su rostro se dulcificó, como si hubiera encontrado el consuelo. Los más optimistas pensaron que tras eso iba a despedir a los acusados con una palmadita en la espalda, haciéndoles alguna de sus habituales recomendaciones solemnes, como había hecho otras veces en el pasado.
Pero, de pronto, una lágrima se deslizó rauda por una de sus mejillas y el franciscano perdió el sosiego de ese letargo pacífico en el que parecía haber entrado. Se le demudó el gesto, abrió los ojos y se le llenaron de chispas, de rayos y centellas, y desapareció el dulce fray Diego de Landa, el amoroso y culto franciscano amante del pueblo maya. Un tono sanguíneo iluminó sus mejillas, los labios adoptaron un rictus de venganza y se levantó para encaminarse a los arcos del atrio. De un saco de esparto extrajo los códices que con tanto amor había estudiado a lo largo de esos años, tomó sus anotaciones y dibujos y los lanzó a la montaña. Buscó con avidez una antorcha y la acercó a la pila. La esencia de la cultura maya ardió con una facilidad sorprendente.
Los indios se arrodillaron, lloraban amargamente. Imaginaban que aquel sacrilegio sólo podría traer funestas consecuencias y temblaban de miedo ante la inminente venganza divina que se les avecinaba. Percibían la presencia iracunda de sus antiguos dioses lanzando chillidos de dolor mientras las llamas los arrancaban de sus moradas. Los veían flotar en el humo que se desprendía de la hoguera, sobrevolando por encima del patio, incitándolos a la venganza y al odio eterno. En el centro mismo del convento de Maní, ante los ojos aterrorizados de los indios que suplicaban clamando piedad, los recuerdos se convirtieron en cenizas. Las leyendas, la ciencia, la literatura, los nombres de los antiguos monarcas y la historia de su vida, las representaciones de los dioses, las figuras, los instrumentos de los mayas… todo desapareció bajo el poder purificador del fuego.
—¡De esta manera destruyo la semilla del diablo a la que estos hombres daban crédito! —dijo De Landa mirando al cielo, con la antorcha llameante aún en su mano—. Que no hay en ello más que supersticiones y falsedades del demonio.
El brillo rojizo de las llamas en la oscuridad del atardecer produjo un efecto hipnótico y fantasmal que atrapó al franciscano haciéndole entrar en una especie de trance. Escuchaba el sonido de su voz retumbando por las paredes del pórtico, creciendo y rebotando como la voz de la conciencia. Se multiplicó ante el espectáculo, se vanaglorió de su poder y se enorgulleció de sí mismo. El fuego tardó varias horas en arrancarle la sustancia a los objetos. Las piedras de los altares y las figuras que lograron soportar el calor de las llamas fueron destruidas por los franciscanos a golpe de martillo, y acabaron hechas añicos, esparcidas por el suelo del patio. Los indios se quedaron allí, en silencio, velando toda la noche en señal de duelo por la pérdida de su memoria. Al día siguiente, un montón negro y humeante señalaba el lugar donde se consumía una cultura.
En los días siguientes, algunos de los que habían sido acusados de idolatría por parte del tribunal de campaña que fray Diego había montado en el Yucatán, tomaron también la decisión de quitarse la vida, incapaces de soportar la vergüenza de que rapasen su pelo y les obligaran a llevar la coroza y el sambenito por la calle durante años. Tanta novedad les había dejado sin valor para enfrentarse al futuro. El recuerdo de ese día se volvió maldito y las gentes comenzaron a perder su habitual confianza, pasando a un estado de observación expectante. Para algunos indios quedó claro que el nuevo dios traído por lo españoles era muchísimo más sangriento y maltratador que sus antiguos dioses, que ante tanta cólera habían sido incapaces de defenderse.
Una vez superados los primeros momentos de delirio, fray Diego tuvo que reconocer que sus actos se habían vuelto contra él, pues la comunidad se dividió en dos: no faltaban los que le certificaban que su decisión había sido la más acertada y que seres como aquellos necesitaban mano dura para comprender, pero sabía que otras personas criticaban su conducta, personas influyentes que antes o después pondrían en conocimiento del monarca lo sucedido. Intentaba convencerse de que lo que había hecho estaba bien, que para hacer tortilla había que romper los huevos y que el fin justificaba los medios, pero cuando salía a pasear por las calles percibía que los nativos habían dejado de mirarle con adoración, que algunos daban rodeos para no encontrarse con él, y ahora sólo podía reconocer en sus ojos el miedo; un miedo pavoroso que él se había encargado de sembrar.
Para Luis Enríquez sus obligaciones en Nueva España se estaban convirtiendo en una pesadilla de la cual le parecía imposible escapar. Cada vez que creía haber superado la última de las responsabilidades que le separaba de su añorada partida, se le presentaba otra circunstancia aún más espinosa que la anterior. La muerte de su madre encontrándose ellos tan lejos de casa le pareció algo nefasto, pero la tormenta que sus hermanos habían desatado tras ello le había perturbado de forma severa. Después de la detención de Rodrigo, hasta él mismo había empezado a poner en duda sus capacidades analíticas. Siempre se había considerado un hombre inteligente, perspicaz, capaz de darse cuenta de las verdaderas cuestiones que se escondían tras los asuntos diplomáticos, por eso era la mano derecha de Felipe II; el monarca confiaba en él, en su agudeza. Pero había comenzado a creer que esas facultades sólo servían para la solución de grandes empresas, y se acusó a sí mismo de ineptitud para la observación de hechos más sutiles. Su responsabilidad como visitador le había colocado una venda delante de los ojos que le había impedido descifrar el significado del extraño comportamiento de Mariana y prever la reacción de Rodrigo, sabiendo que desde siempre sintió hacia ella una incomprensible manía. Ignoraba cómo iba a explicarle a su padre lo ocurrido y tampoco tenía claro cómo afrontar la mirada del virrey tras aquella terrible ofensa, y más cuando aún continuaban bajo su techo.
Suspiró angustiado. Deseaba escapar de aquella tierra que parecía disponer del poder de multiplicar las flaquezas humanas y que incluso estaba empezando a hacerle dudar de sus propias facultades. No quería que la desgracia los atrapara de nuevo, y para ello sólo encontraba dos posibles soluciones: que la tierra se los tragase a sus dos hermanos y a él con todas las consecuencias, o comenzar a proyectar el viaje de regreso de una forma tan taimada que ni siquiera pudiese percibirse su presencia en el palacio. Acababa de decidirse por la segunda opción, ante la inviabilidad de la primera, cuando el virrey reclamó su presencia en el despacho. Bajó las escaleras repasando las justificaciones y disculpas que tenía preparadas, respiró hondo, llamó a la puerta y empujó la hoja pidiendo permiso para entrar. El virrey estaba frente a la ventana, con las manos en la espalda, balanceando su cuerpo de la punta del pie a los talones y viceversa. Tenía el rostro afligido. Justo cuando Luis abrió la boca para exponer su alegato, Velasco abrió un cajón y le lanzó un turbión de cartas sobre la mesa del despacho.
—Lea cualquiera de ellas —espetó—, en todas se habla de lo mismo.
Confuso, Luis eligió una al azar. En el encabezamiento figuraba el nombre del obispo Toral. La carta empezaba con un breve saludo en el que le destacaba el carácter informativo y de denuncia de aquella misiva. Describía con pasión unos sucesos inauditos acontecidos en Maní que tenían como protagonista a fray Diego de Landa. Según manifestaba, el franciscano había sufrido un arrebato de orgullo y prepotencia impropio de la humildad que exigía su orden, se había tomado la justicia por su mano y había consumado, sin contar con nadie más que con él mismo, un auto de fe a todas luces inapropiado. Aseguraba que los indios, en lugar de doctrina, habían recibido tormento, y que fray Diego, en vez de darles a conocer a Dios, les había hecho desesperar.
—¿Un auto de fe? —Luis estaba sorprendido por la noticia—. ¿Fray Diego? Pero…
—Supongo que vuesa merced está al corriente de las disposiciones inquisitoriales que prohíben proceder contra los indios por ser neófitos en la fe. Además, el rey Fernando delegó en su tiempo en las figuras de los obispos las funciones de inquisidores apostólicos. —Era la primera vez que Luis veía tan serio al virrey—. Es lógico que el obispo Toral haya puesto el grito en el cielo. Fray Diego no tiene competencias para realizar un auto de fe por decisión propia. Por si fuera poco, fray Bartolomé de las Casas ha puesto en el punto de mira la manera en la que se está llevando a cabo la evangelización. Ha publicado un libro en el que se acusa a los colonizadores de portarse como criminales y de contravenir el mandamiento divino de cumplir con la misión apostólica, utilizándola como excusa para conseguir ruines propósitos. No sé si sabe que De las Casas está licenciado en derecho por la Universidad de Salamanca y que conoce perfectamente el sistema legal y jurídico. —El virrey se mantuvo a la expectativa, y cuando creyó apreciar una señal de asentimiento por parte de Luis, continuó—: Pues bien, fray Bartolomé habló con el monarca para manifestarle que no se puede considerar a los indios rebeldes si primeramente no han sido considerados súbditos. —Se encogió de hombros y prosiguió—: Es por eso que yo llevo mucho tiempo en la lucha por las igualdades de los indios. Si no disponen de los mismos derechos, no podemos exigirles los mismos deberes.
—¿Ha tomado alguna decisión al respecto? —En el fondo Luis se sintió aliviado de que el virrey estuviera más pendiente de ese asunto que de lo ocurrido con Mariana.
—Las noticias sobre lo sucedido ya habrán llegado a España y el monarca estará esperando algún tipo de actuación por mi parte. Hice llamar a fray Diego; llegará en unos días. Creo que es necesario que responda de sus actos frente al Consejo Real y Supremo de las Indias. Vuesa merced conoce perfectamente que se trata de la institución española más importante en la gobernación y administración de la zona. Los autos de fe de Maní han levantado ampollas. No nos interesa que el tema se nos escape de las manos. Hay que asegurarse de que todos sepan que hay unas leyes y unas normas que deben respetar. Lo mejor es que el franciscano sea juzgado antes de que otra persona se tome la revancha y lo apuñale por la espalda —dijo con cara de circunstancias—. El Consejo tomará la decisión por mayoría simple, y una vez transmitida al monarca, éste la hará ejecutiva por Real Orden.
—¿Me permite que lea todas las cartas para ponerme en antecedentes sobre el caso? —preguntó Luis haciendo amago de recoger los papeles que el virrey había esparcido por la mesa.
—Están a su entera disposición.
Fray Diego llegó al palacio del virrey dos días después con la cabeza alta. No parecía preocuparle lo que pudiera pasar, pero cuando tuvo que enfrentarse a la conversación con Velasco y Luis, perdió toda dignidad y comenzó a debilitarse. Decía haberse visto sobrepasado por los acontecimientos, que llevaba tiempo siendo el único encargado del adoctrinamiento de aquellas gentes y que nunca había recibido ayuda. Aseguró que estaba convencido de que el obispo Toral se hubiera demorado en tomar la resolución adecuada para solventar las incontroladas idolatrías que se venían sufriendo, y que si ese hecho quedaba impune se crearía en la mente de todos la imagen de que Maní y todo el Yucatán eran una región sin ley.
—Considero que hace mucho tiempo que se debería haber delegado en mí para tomar decisiones en asuntos tan importantes como éstos, porque el obispo Toral está demasiado lejos para enterarse de tan buena mano como yo de las cosas que ocurren aquí —dijo mirando de reojo a Luis y al virrey. Sin embargo, los gestos de sus interlocutores le llenaron de dudas, e intuyó que el monarca ya conocía los hechos: no parecía tan claro que el asunto se saldara de una forma satisfactoria para él—. Presiento que nada de lo que pueda decir va a convencer al tribunal de lo acertado de mis actuaciones —añadió fray Diego—. Las acusaciones de las que soy objeto tienen gato encerrado. Hay alguien interesado en desprestigiarme frente al monarca… frente a vuesas mercedes. Este juicio va a poner en entredicho mi labor.
Lo que en un principio pensó que sería una simple charla explicativa acerca del suceso, se estaba convirtiendo en un asunto peliagudo que podría poner en peligro su futuro eclesiástico. Empezó a convencerse de que la única manera de defender su inocencia frente al monarca era viajando él mismo hasta la corte para poder explicarle con lujo de detalles lo sucedido. Estaba seguro de que, cuando conociera sus razones, el rey le daría la razón y todo volvería a su cauce.
—Sé que vuesa merced está ejecutando las disposiciones para regresar con prontitud a España —le dijo a Luis— y que se mantiene aquí simplemente a la espera de mi juicio y el de su hermano. Verá… He decidido que se me juzgue en España. Creo que allí podré defenderme adecuadamente de mis acusaciones. ¿Podría acompañarles? Si no es molestia, por supuesto.
Luis pareció ver en ello la solución a sus problemas. Esperar hasta que se celebrara el juicio de Rodrigo y de fray Diego le parecía demasiado, más ahora que se sentía tan incómodo después de lo ocurrido con Mariana. Decidió hablar con el virrey con la intención de explicarle que, tal y como habían quedado las cosas, alargar más su estancia en el palacio y abusar de su hospitalidad le resultaba en extremo vergonzoso, y le encomendó encarecidamente el juicio de su hermano Rodrigo, asegurándole que él haría otro tanto con el de fray Diego al otro lado del mar. Una vez solucionada esa cuestión, se dio prisa en preparar la marcha. No quería que ninguna otra circunstancia imprevista retrasara otra vez su partida. Ni siquiera podía sentirse incomodado por tener que viajar de nuevo en barco; llegados a esas alturas, cualquier sacrificio que le permitiera alejarse del Nuevo Mundo lo tenía por bueno. Deseaba de todo corazón salir de allí. Por mucho que se empeñaran en asemejarlo con España, en disfrazarlo con mil artificios, él no encontraba similitudes; por el contrario, percibía esa tierra demasiado extravagante y agreste. No entendía las costumbres, toda esa cálida humedad lo sofocaba, y el olor de aquella ciudad lacustre lo asfixiaba. Quería volver a su país. Por primera vez desde que llegaron al Nuevo Mundo, Mariana lo vio feliz.