… y él, que no pecaba de ignorancia y dominaba bien el funcionamiento íntimo del entendimiento humano, díjome en una ocasión que los fallecidos no llegan a morir del todo si quien los quiso en vida los ha de tener presente entre sus remembranzas. Es así como he decidido ganarle la partida a la hora suprema, que ni un solo día ceso de evocar a los seres que amo y que el Señor tuvo a bien llevarse consigo. En cierta forma, escribiendo a V. M., consigo reservar de igual forma el acontecer de mis pasos en esta hermosa tierra que no he de tener ya más remedio que exaltar por el resto de mis días […]. Por recomendación de don Luis de Velasco, hubimos de celebrar las exequias por la muerte de mi madre en la catedral de la ciudad, pero el edificio, si me permite la estimación, no está acorde con el boato que se intenta dar a la villa. Se trata de una especie de iglesia de campaña que al parecer Cortés levantó con las piedras sobrantes tras la destrucción del Gran Templo de Tenochtitlán sin cuidar las formas. Que al de Medellín hubo de perturbarle pensar que los indios no confiarían en Jesucristo Nuestro Señor si no disponía de hogar propio y en la actualidad el edificio luce desangelado por culpa de la premura con que fue erigido. Cuentan en susurros que algunos indios no han de visitar la catedral por fe católica, sino porque hállanse convencidos de que bajo la apariencia de templo cristiano aún sigue descansando la esencia de su antiguo templo sagrado y que, si se presta cuidado, se puede sentir la presencia de Huitzilopochtli y Tláloc, que aún no han abandonado las piedras. El virrey díjome que desean construir con prontitud otra catedral en armonía con la importancia de la ciudad y que para ello van a inspirarse en el templo de Valladolid.
Según rezaba la carta del Almirante, doña Ana había fallecido en gracia de Dios y recibiendo la extremaunción tras permanecer durante meses en un estado de penumbras que comenzó el día de la partida de Mariana y Beatriz hacia el Nuevo Mundo, y que se alargó hasta el instante de su muerte. La joven se preguntaba si su madre en los últimos momentos se habría dado cuenta de que se moría o si ya estaba muerta en vida desde mucho antes. Recordó sus largas y silenciosas jornadas en la cama, inmóvil y a oscuras, cuando iba a visitarla para cerciorarse de que tenía madre, con el caldo de gallina que Brígida preparaba exclusivamente para ella.
—¿Hoy no le duele la cabeza, madre?
—Sí, hija, sí que me duele.
—Como ya nunca lo dice…
Pero hacía mucho que su tormento había dejado de ser una novedad, y su manera de sufrirlo y manifestarlo se fue transformado con el paso de los años. En su juventud, los dolores aparecían de vez en cuando: se levantaba por la mañana con aquella sensación punzante que le provocaba vómitos y vértigos y que se alargaba durante dos días. Entonces lloraba por el dolor insufrible, por la impotencia de no encontrar la manera de librarse de él, pero las lágrimas le hinchaban los ojos y eso le acarreaba más padecimientos aún. En la madurez aprendió a dominar el llanto, pero en las ocasiones en las que la punzada se volvía más intensa, se desesperaba y se mesaba los cabellos para intentar trocar un dolor por el otro, aunque nunca llegaba a conseguirlo. Fue entonces cuando decidió mantener su sufrimiento en silencio, porque se dio cuenta de que no había trucos para engañar al dolor, ni protestas capaces de conmoverlo: era igual de agrio proclamarlo o no.
Mientras releía la carta de su padre, Mariana se acordaba de las visitas del doctor Mateos, que desde que ella tuvo uso de razón se había encargado de atender la enfermedad de su madre. Él siempre les decía que doña Ana no moriría por culpa de sus dolores de cabeza, pero que sus dolores de cabeza irían con ella hasta la tumba. Mariana pensó que eso no era del todo cierto. Su madre se había ido secando poco a poco por culpa de la constante amenaza del sufrimiento físico. Incluso en los días en los que se encontraba bien, se comportaba como una imposibilitada: tenía miedo de comer algo indigesto, de realizar algún movimiento brusco, de que le diera el sol directamente en la cabeza, de coser por si fijar demasiado la vista la perjudicaba, de tal forma que el dolor de cabeza la tenía oprimida, subyugada bajo su poder invisible. La posibilidad de que alguno de sus actos pudiera provocar una nueva crisis la esclavizaba. Las molestias fueron aumentando en frecuencia hasta que no hubo amanecer que no trajese consigo ese pinchazo agudo tras su ojo derecho. Cualquier otra dolencia le hubiera permitido seguir cosiendo, bajar a cenar con su marido, escribir cartas a sus hijos, pero la jaqueca la dejaba postrada en la cama, a oscuras, sola, en silencio, escuchando sus propias meditaciones, que habrían acabado por volverla loca si no hubiera logrado alcanzar la concentración necesaria para llegar a dominar la técnica de las sábanas blancas. Mariana comprendió que los últimos años de la vida de su madre fueron un ensayo de su muerte, para que fuera acostumbrándose a su ausencia.
El Almirante aseguraba que doña Ana estaba preciosa en el momento de abandonar este valle de lágrimas, que parecía un ángel tendido en su lecho, y que se había marchado con gesto sereno y un esbozo de sonrisa en la boca. Dedujo que su semblante tranquilo era el resultado de la presencia etérea del Señor, que ella pudo percibir cuando bajó para acompañarla hasta el cielo. Pero Mariana estaba convencida de que la placidez de su madre se debió a que instantes antes de dejar este mundo, en ese impreciso intervalo en el que se evaporan los sustentos que nos mantienen vivos, cuando desaparecen los latidos del corazón y los pulmones no requieren más aire, cuando la luz de los ojos se diluye, justo en ese preciso segundo, también se bloquearon los tormentos de su cabeza. Estaba segura de que su madre había sentido el reposo, la tranquilidad, la sensación deliciosa de no sentir ninguna clase de dolor físico y que así estaría por el resto de la eternidad, al fin libre de la pesada carga corporal.
Mariana podía entrever en la carta de su padre la soledad en la que estaba inmerso. No lo decía abiertamente, las palabras eran firmes y marcadas, impregnadas de vigor. Él siempre decía que había que fijar claramente en la cabeza la persona que se quería ser, y luego actuar como tal, y Mariana sabía que su padre siempre quiso dar la imagen de un hombre recio y noble, preparado para afrontar el devenir de los días, pero la esencia intangible impresa en cada curva de sus letras reflejaba miedo y desolación, algo de lo que solamente Mariana supo darse cuenta porque ninguno de sus otros hijos se halló nunca tan cerca de él. Estaba totalmente segura de que toda esa soledad no había surgido sin más a raíz de la muerte de su esposa, percibía que su padre llevaba mucho incubando dentro de su cuerpo la personalidad de un hombre abatido. Doña Ana y él apenas hablaban ya en los últimos tiempos, aunque él subiera todas las tardes hasta la alcoba de su esposa y allí se sentara durante horas. No le importaba demasiado que ella no advirtiese su presencia, al menos él sabía que su mujer permanecía allí, al menos podía sentir su aroma y ver sus cabellos ondulados extendidos en la almohada.
Ahora, su compañera, su mitad, se había ido, habían quedado separados por la muerte, como les anunció el cura el día de su matrimonio, aunque el Almirante en aquellos lejanos años jamás creyó en la posibilidad real de que la muerte pudiera alcanzarles. Todo parecía ajeno entonces. Ahora sus hijos se habían marchado y habitaban en un lugar desconocido para él. Lo único que le quedaba era el palacio y la compañía del servicio, que últimamente lo miraba como a un bicho raro, aunque era posible que siempre lo hubieran mirado así y que él no se hubiera dado cuenta. No tenía amigos en Medina de Rioseco, las gentes de la villa nunca mostraron un cariño especial hacia él, siempre tan empingorotado y despótico. Ahora, cuando alguna vez se decidía a salir a pasear por los alrededores del palacio buscando distracción, podía oír los murmullos de los vecinos a sus espaldas cuando pasaba por su lado. Por eso poco a poco fue aplazando sus salidas, aunque nunca imaginó que los cuchicheos de la gente pudieran hacer tanto daño. A veces se sentaba en el salón, frente a la chimenea, y sonreía recordando las tardes bulliciosas en las que los niños jugaban a su alrededor y su esposa y Beatriz charlaban mientras cosían. Si le hubiesen dicho en aquella época que añoraría a Beatriz y a su familia, no lo hubiese creído. Los fantasmas de Rafael y Alfonso fueron los únicos incapaces de dejarle solo. Le acompañaban a todas partes. En un primer instante se asustó, pensó que querían vengarse porque no había podido hacer nada para salvarlos de su cruel destino. Les gritaba enloquecido que no había podido hacer más de lo que hizo, que la culpa había sido de ellos por meterse con la Iglesia, les tiraba todo lo que tenía a mano pidiendo a gritos que le dejaran en paz. Pero pronto descubrió que no parecían agresivos; incluso sentía un apacible sosiego cuando los notaba cerca. Llegó un momento en el que dialogaba con ellos a escondidas de la servidumbre, comenzó a confiar en sus consejos, incluso les hablaba del estado de su alma. Ya no les tenía miedo. Hacía tiempo que los fantasmas y él se habían perdonado mutuamente.
Acudió mucha gente al funeral de doña Ana, la mayoría de ellos españoles y criollos amigos del virrey, que conocían el asunto que había llevado a la familia hasta el Nuevo Mundo y que asistieron por mero compromiso. Mariana se había mantenido durante esos días extrañamente tranquila, y hasta ella misma se sorprendió de su entereza. Intentaba cumplir la promesa que se hizo a sí misma de convertirse en el pilar que sujetase a Beatriz en los momentos difíciles, y comprendió que dejándose arrastrar por el llanto lo único que conseguiría sería que la mujer se encontrara aún peor, porque desde que supo de la muerte de la que fue su confidente y amiga, casi su hermana, pareció desprenderse un poco de este mundo. A Mariana le daba la impresión de que se iba difuminando a causa de la tristeza y, estando así las cosas, una de las dos debía mantener la calma para apoyar a la otra. Mariana la agarró fuerte del brazo, tenía miedo de que aquella multitud desconocida que había acudido al funeral la arrastrase y que llegara a perderla para siempre.
—Si no fuera porque estás tú… —le decía a Mariana con lágrimas en los ojos—. Se van todos. Hay más gente que quiero en el otro mundo que en éste.
Rodrigo se sentó junto a Mariana durante el oficio, de tal manera que ella no pudo concentrarse para encontrar el alivio necesario en las palabras del obispo de la ciudad, que proclamaban salvaciones y paraísos eternos. Se le fue la mente pensando en los antiguos dioses aztecas, en la posibilidad de que se encontraran presentes en la catedral, sobrevolando por encima de sus cabezas, como le había contado Miguel. Pensó en suplicarles a ellos también por el alma de su madre, por si podían considerar su lucha contra el dolor como una batalla que ella había librado a lo largo de toda su vida y que al fin había culminado en la muerte. Siendo así, quizá llegaran a permitir que su esencia pasara la eternidad revoloteando en el maravilloso valle de las mariposas. Supo que ese tipo de reflexiones eran del todo blasfemas y estaba segura de que en ese preciso instante se encontraba bajo la espada de un pecado mortal, y aun así seguía sin poder encontrar en su interior la cáustica manifestación de los remordimientos. Sabía que Miguel estaba sentado dos bancos por detrás de ella y podía percibir su presencia cercana como un punto de apoyo: se sentía tranquila con Miguel y Beatriz tan cerca. Tomó la mano rugosa y dulce de la mujer, la recordó acariciándola cuando era pequeña, cuando le cepillaba el cabello o le untaba aceite de limón en la piel para volvérsela más blanca. El olor del limón no había desaparecido todavía de aquellas manos. Percibió el contraste de tener a su derecha a una de las personas que más quería en el mundo y a su izquierda a Rodrigo, a quien despreciaba profundamente. Sintió el codo de su hermano rozando con su brazo izquierdo y pudo notar a través de la tela la vibración inestable de su alma. Le molestaba saber que ambos compartían la misma sangre y pensó que si el ojo divino podía ver en ese instante su interior, la estaría inscribiendo en su lista de pecadores más recalcitrantes, aunque eso ya apenas le importaba. Esos pensamientos ya no la torturaban.
Cuando la misa terminó, decenas de personas desconocidas se acercaron a los hermanos para darles el pésame. Era gente que no habían visto en su vida, que no conocían a su madre, pero pese a todo la mayoría de ellos aseguraron que lo sentían muchísimo, que había sido una misa preciosa y que había descrito a la perfección el carácter virtuoso de doña Ana. Incluso una mujer se acercó a Mariana y la abrazó calurosamente hipando y suspirando «no somos nadie» con exaltadas lágrimas en los ojos. Mariana se preguntó entonces cuántas cosas se hacían sólo por el hecho de dar el gusto a los demás, cuántas lágrimas falsas habría visto a lo largo de su vida sin darse cuenta de que eran fingidas, cuántas le quedarían aún por ver y cómo podría alcanzar la capacidad de distinguirlas de las reales. Estaba segura de que algo había aprendido en ese tiempo y que poco a poco podría llegar a diferenciar la diplomacia de los verdaderos sentimientos. Buscó a Miguel con la mirada; en ese momento lo necesitaba más que nunca, quería acomodarse en su sonrisa de azúcar y hubiera deseado abrazarlo y dejar que le traspasara su perenne sosiego con el contacto. Ya apenas podía recordar cómo era ella cuando no lo conocía. Él se había convertido en su hogar, en el único sitio en el que encontraba la paz. Nadó entre la borrosa marea humana hasta que lo alcanzó.
—Recuérdala siempre —dijo Miguel cuando la tuvo enfrente—. Mantenernos en el recuerdo de las personas que nos quieren es lo que nos convierte en inmortales. Piensa en ella, habla de ella, escribe sobre ella. Eres dueña de las palabras; gracias a ellas somos eternos.
Miguel parecía saberlo todo. Disponía de una sabiduría elevada y al mismo tiempo cercana que le ayudaba a comprender el mundo. Lo miró sin decir nada, porque no había nada más que decir, y supo que tenía razón, que la implacable muerte puede llevarse esa envoltura débil que es el cuerpo, pero que la esencia real, lo que se siembra a lo largo del tiempo que se permanece en este mundo, es lo único que la muerte no puede arrebatar. Se dio cuenta de que así podría mantener imborrable, no sólo a su madre, sino también a Rafael y a Alfonso, y al abuelo de Miguel porque, aunque no lo hubiera conocido en persona, su presencia monárquica había logrado sobrevivir a través del recuerdo de su nieto para que ella llegara a conocerlo. Podría convertir a Moctezuma en inmortal, perpetuar el espíritu del lluvioso dios Tláloc y del sabio Quetzalcoatl. Y al igual que escribiría sobre los hombres, podría hacerlo también sobre las cosas y retendría por siempre las esencias de los palacios arrasados, de los templos destruidos, de todo lo que había aprendido a lo largo de esos meses y que no iba a dejar que se perdiera en el olvido. Aún le quedaba mucho que rescatar, y Miguel iba a ayudarla.
El joven Luis ya había cumplido los compromisos que lo habían llevado al Nuevo Mundo, pero la muerte de su madre añadía un periodo de razonable luto para celebrar la boda de Mariana y él no se quería marchar de Nueva España sin que el matrimonio se hubiera celebrado. Parecía inquieto pensando en el tiempo que tendría que ampliar su estancia porque, pese a la hospitalidad y a los lujos del palacio del virrey, no llegaba a encontrarse cómodo en esa parte del mundo. Quería marcharse lo antes posible de allí y aprovechó la reunión informal tras el funeral para sacar a colación el tema de la boda, asegurando que no quería que se le considerase falto de sensibilidad al querer celebrar el matrimonio siendo la muerte de su madre tan reciente, pero estaba convencido de que eso era lo que ella hubiese deseado y de que unas circunstancias tan particulares como las suyas deberían ser consideradas. Se tomó el asunto como uno más de los trabajos que debía realizar en el Nuevo Mundo, eludiendo los sentimientos personales, seguro de que sus razonamientos habrían logrado persuadir a los presentes, incluida su hermana.
—No voy a casarme —sentenció Mariana con cara de suficiencia, y Rodrigo se atragantó con el vino que estaba bebiendo—. No tengo intención de hacerlo, por lo menos no con el hombre que vosotros pretendéis que lo haga. Si todo lo que se hace en la vida es recorrer el camino hacia la muerte, quiero llegar hasta ella de la mano de alguien a quien ame.
Luis trataba de digerir las palabras de Mariana de la manera más rápida que podía, porque su educación diplomática le había enseñado a dominar las primeras reacciones para mantener las ideas frías y tomar así decisiones acertadas. Antes de partir hacia el Nuevo Mundo había escrito una lista de contratiempos con los que se podría encontrar durante el viaje y en esa enumeración jamás figuró la posibilidad de que su hermana se pusiera impertinente y lo desacreditara en una reunión desobedeciendo los designios de su padre. Se mantuvo en silencio, poniendo en orden lo que acababa de escuchar y preguntándose hasta qué punto una joven como Mariana tenía potestad para tomar una decisión tan importante como ésa. El mutismo de su hermano preocupó a Rodrigo, y le dio la impresión de que cuanto más tiempo flotase en el aire la desfachatada frase de Mariana sin recibir una réplica contundente, más creería ella que se estaba saliendo con la suya. Sus instintos no solían fallarle, e intuyó que tanta osadía por parte de su hermana estaría respaldada por el médico. No lo soportaba. Ese hombre se había convertido en una sombra al acecho que surgía en los momentos menos oportunos.
—Esto es una discusión privada —le dijo Rodrigo al galeno sin mirarle a los ojos—. Me veo en la obligación de señalarle que esta conversación no es de su incumbencia, así que le agradeceríamos que se marchara.
—Lamento tener que contradecirle, pero esta conversación sí que me incumbe.
—¿Podría aclararnos esto, Miguel? —casi suplicó Luis, que intentaba entender lo que pasaba, ajeno como había estado desde siempre a todo aquello que involucrara a su hermana.
—Sé que no es el momento adecuado y también me consta que ésta no es la manera en la que vuesas mercedes llevan este tipo de situaciones, pero dadas las circunstancias y teniendo en cuenta su próxima marcha, quiero comunicarles que el deseo de su hermana y el mío es el de contraer nupcias lo antes posible. Ambos nos amamos y anhelamos estar juntos.
En la sala sólo se oía el melódico ritmo de la voz de Miguel, que prosiguió hablando de su desahogada fortuna, de tierras y posesiones; dijo que también contaba con su profesión, en la cual era muy considerado, y que por lo demás nada podría superar el cariño que mutuamente se profesaban. Añadió que era consciente del revuelo social que podía levantarse con esa unión, pero que el amor les haría fuertes ante los posibles ataques que sus distintos tonos de piel pudiesen provocar. Cuando Miguel dejó de hablar sólo se escuchó el silencio. Luis continuaba conmocionado sin entender nada y su aparente falta de reacción exasperó a Rodrigo. Él sabía que existía una amistad especial entre los dos, había advertido cómo se miraban, los había visto juntos, pero no se imaginó que ese indio pudiera influir en su hermana de tal manera que estuviese enfrentándose a la autoridad de su familia. Ella era pura, demasiado niña como para albergar en su interior la semilla de la rebeldía. A veces conjeturaba que todo el desprecio que ella le demostraba era sólo una táctica para llamar su atención. Fantaseaba con la posibilidad de que, como le ocurría a él, una llama de ardor inexplicable, ilícita a los ojos de los demás, le hubiera arrebatado el alma. Quería pensar que Mariana pasaba las horas junto a Miguel sólo para mortificarlo, para despertar sus celos y aumentar así su pasión. Nunca imaginó la eventualidad de que se enamorara. Entre los miles de pensamientos que a lo largo de su vida tuvo sobre su hermana, jamás había aparecido la posibilidad de que se enamorara de otro hombre, menos aún de uno como ése. No supuso que ella, una noble castellana educada para respetar a la familia y obedecer a su padre, pudiera enamorarse de un indio. Para él los indios eran simplemente una raza inferior que no servían más que para trabajar como el ganado o para satisfacer los bajos instintos, porque eso era lo que esperaba de los nativos de su encomienda. Las veces que se permitió imaginar a su hermana movida por la lascivia, era únicamente él quien la provocaba. Rodrigo había elegido al hijo del virrey convencido como estaba de que aquel joven enclenque de cabellos ensortijados jamás pondría una mano encima de Mariana, y que ella tarde o temprano se sentiría vulnerable, triste y buscaría el amor de su familia en aquel lugar del mundo tan alejado de Medina de Rioseco. Se imaginó a sí mismo abriendo sus brazos para acogerla, y ella se dejaría querer, murmurando en su oído que siempre le había deseado, que siempre había soñado con ese instante. Le haría un hueco entre las tibias sábanas de su lecho y le suplicaría jadeante que acariciase sus pechos blancos y sus muslos suaves. Ella le amaría mucho más de lo que ninguna mujer amó nunca a un hermano.
Sin embargo, la reciente declaración de Mariana destrozaba sus anhelados propósitos. Ella volvía a hacerlo: se le escapaba y volvía a tratarlo con desprecio, como aquella vez en el palacio de su padre, cuando bailaba feliz y radiante con Alfonso como jamás había bailado con él, y como jamás lo haría. Se sintió de nuevo humillado, ganado en la partida por un indio que le miraba con suficiencia, como si conociera a la perfección cuáles eran sus sentimientos más íntimos y se estuviese jactando por haberle vencido. Hervía de rabia observando la indiferencia de ambos. En ese momento su presencia no era importante. Una vez más, él no significaba nada en la vida de Mariana.
—¡Ramera! —bramó—. No voy a dejar que mezcles nuestra sangre con una saga de asquerosos indios: antes prefiero verte muerta que deshonrando a tu familia. ¡Muerta!, ¿me oyes? —Puso su dedo amenazante justo delante del rostro de Mariana, pero los ojos de ella se mantuvieron fijos en los de él con un gesto tan despectivo que le hizo sentirse ridículo. Cuanto más impasible se mostraba Mariana, más se irritaba Rodrigo, hasta que llegó un punto en el que le alzó la mano, pero Miguel se interpuso a tiempo entre ambos.
—Queremos que sepan que no les estamos pidiendo su consentimiento. Tanto Mariana como yo tenemos claro que vamos a casarnos, y es sólo por el cariño y el respeto que ella les tiene por lo que lo hemos puesto en su conocimiento. Pero teniendo en cuenta en lo que ha derivado la situación, no nos queda más remedio que marcharnos. No voy a permitir que le falte al respeto a Mariana.
Miguel hablaba y se comportaba con una serenidad inaudita teniendo en cuenta la violenta situación. Suavemente tomó la mano de la joven y el brazo de Beatriz y los tres salieron de la estancia ante la mirada desconcertada de los presentes, que dudaron sobre la forma más adecuada de actuar. Pero Rodrigo no podía dejar que se salieran con la suya y que sus propios planes se vinieran abajo. Se había esforzado demasiado para que su hermana estuviera justo en el lugar preciso, para que las cosas se fueran encaminado por la vereda que había señalado; no permitiría que un pequeño inconveniente lo destrozara todo. Dirigió los ojos a su hermano Luis buscando su apoyo, pero lo encontró derrotado, sin capacidad de reacción, y se dio cuenta de que sólo él podría arreglar aquel disparate. Bajó las escaleras del palacio virreinal de dos en dos y logró atraparlos en la salida. El carruaje de Miguel los esperaba y ellos ya estaban a punto de alcanzarlo cuando Rodrigo agarró con fuerza la muñeca de Mariana, tirando con tal energía que el rostro de la joven se desfiguró por un segundo y la violencia de la sacudida le hizo dar un traspié. Rodrigo se interpuso entre los dos amantes vomitando mil improperios, insultando a Miguel y a toda su saga con un lenguaje más propio de un patán que de un noble. Mariana iba de un lado a otro para evitar esquivarlo, pero su hermano le cortaba el paso, hasta que Miguel consiguió desestabilizarlo empujándolo con ambas manos a la altura de los hombros. Rodrigo perdió el equilibrio y cayó aparatosamente al suelo como un pelele. El golpe pareció haber anulado momentáneamente su cólera, así que Beatriz y Mariana aprovecharon para montar en el carruaje ayudadas por Miguel. Pero cuando las dos se encontraban dentro y el joven médico se disponía a subir, oyó un golpe seco y un grito ahogado, y el rostro de Miguel se demudó pasando de la expresión de sorpresa a una extraña mueca de dolor en apenas unos segundos. Se quedó quieto, aferrado al marco de la puerta del carruaje, y Mariana no comprendió lo que pasaba hasta que vio como caía despacio al suelo. Detrás de él estaba Rodrigo, con la cara desencajada: tenía los ojos vidriosos, la boca entreabierta y un ligero brillo acuoso en la comisura de sus labios, pero no emitía ningún sonido; se había quedado paralizado mirando la espalda de Miguel, en la que estaba clavado el puñal con empuñadura de plata que el Almirante le había regalado justo el día en que partió hacia las Indias.
—¿Qué has hecho? —El grito de Mariana sacudió a su hermano. Estaba sorprendido, como si acabara de despertar de un sueño y no tuviese claro por qué se encontraba allí—. ¡Miguel, no! Levántate, Miguel… ¡Levántate! —Mariana se había abrazado al cuerpo del joven. Intentaba tirar de él y arrastrarlo dentro del carruaje, quería sacarlo de allí cuanto antes, para que aquel ambiente no pudiera envenenarlo. Las lágrimas se le escapaban de los ojos mientras luchaba con esfuerzo para intentar incorporarlo—. Te pondrás bien, ya verás —le decía—. ¡Levántate, Miguel! Por favor, por favor… ¡Por favor! —los gritos y sollozos resonaron por los pórticos del patio y subieron trepando por el hueco de las escaleras hasta llegar al primer piso, alertando a todos los habitantes del palacio. A Mariana le importaba poco la presencia del virrey, de su hijo y de los sirvientes, que la miraban como si hubiese perdido el juicio. Parecía una madre abrazada a su bebé, acunándolo y meciéndolo con la mirada perdida. Los intentos por separarla del cuerpo de Miguel la convirtieron en un animal salvaje, lanzando manotazos a todo aquel que intentara acercarse—. ¡Avisa a la tícitl! —le pedía a gritos a Beatriz—. Ella puede salvarle. ¡Corre! ¡Ve a avisarla! —Mariana buscó la mirada de Rodrigo entre los presentes—. ¡Te odio! ¡Me das asco! Siempre me lo has dado. Me repugnas, maldigo el día en que nuestros padres te engendraron —clamó con todo el dolor del mundo atrapado en su pecho.
Mi hermano Luis le pondrá al corriente, que en este viaje sus labores de visitador se han extendido a varias esferas que él no planeó. Para vergüenza de nuestra familia, hubo que comprobar el buen funcionamiento del Consejo Real y Supremo de las Indias que V. M. ordenara instituir oficialmente en el antiguo Alcázar de Madrid con la idea de que los crímenes que atenten contra los indios en Nueva España no hayan de echarse en saco roto, sea de la alcurnia que sea la persona que cometería la tropelía.
Cuando los funcionarios del Consejo de Indias vinieron a detener a Rodrigo fue como si se intentara sacar a un perro rabioso del interior de su escondrijo. Estaba indignado, ofendido, llevaba años atropellando a la gente con tan buenos resultados que llegó a creerse inmune ante cualquier ley que pudiera juzgarle a él, el hijo del Almirante de Castilla, el hermano del visitador del monarca, el amigo personal del virrey. Pero por mucho que pataleó esgrimiendo mil pretextos sobre lo sucedido, nada pudo librarle de la detención. Mientras se lo llevaban con las manos atadas a la espalda por culpa de su terquedad, Rodrigo se revolvió dando cabezazos y patadas al suelo, lanzando pestes e improperios a quien se cruzaba en su camino. Al llegar a la altura de Mariana, la atravesó con una mirada furiosa de mil dardos envenenados.
—¿Has visto las fatalidades que provocas? ¡Cuídate de mí! Nos condenaremos juntos, querida hermana. —Y la voz siguió resonando como un eco por el patio del palacio aun cuando ya no podían verlo—. Ya lo verás Mariana… ¡Nos condenaremos juntos!