… nuevas que llegaron hace unos días desde el Yucatán, donde fray Diego de Landa sirve a V. M. como provincial. Dicen que el franciscano anda acosando a los indios para que se declaren culpables de idolatría. No sé decirle a V. M. cuáles son las razones de la actitud de fray Diego. Las semanas que tuve el privilegio de disfrutar de la hospitalidad de su convento se mostró paternal y amable con los indios, pero en las postrimerías lleva con gran rigurosidad su labor de búsqueda de objetos tenidos por los nativos como sagrados en los tiempos anteriores a la conquista. Cuentan que se tomó la justicia por su mano, como si de un juez de la Santa Inquisición se hubiese de tratar y, si me permite el atrevimiento, he de decirle que no tengo el conocimiento de que un provincial pueda ejercer dichas labores. Declaran que ha impuesto a los indios grandes tormentos de cordeles y agua utilizando con rigor el método de la garrucha, y para que el castigo fuere mayor, les atan a los tobillos piedras de dos y tres arrobas, que imagino que el método de la garrucha infligido de esta manera ha de ser muy doloroso. Sé también que allí colgados diéronles copiosos azotes hasta que corríales la sangre por la espalda y piernas hasta el suelo, y que derritieron sobre sus carnes la cera caliente de las candelas. Tanto tormento es para que confiesen dónde escondieron sus ídolos. Dicen que De Landa ha reunido a un grupo de religiosos e incluso civiles para que le ayuden en la labor, y como algunos indios temían el rigor de estos hombres, se iban a ahorcar a los montes, y éstos que se hubieron de quitar la vida fueron hasta seis, y dos de ellos se dieron con piedras en la garganta.
Una jauría sacudió la modorra a los habitantes del palacio a primera hora de la mañana. Mariana, que se había sumido en el más completo atolondramiento a causa de su encuentro amoroso con Miguel, olvidó que el virrey había organizado para ese día una jornada de caza. Don Luis de Velasco quería que el visitador admirara cómo había llegado a convertir aquel lugar alejado de la metrópoli en una réplica de España con ligeras variaciones tras haber incorporado elementos propios de la tierra. Velasco era un hombre amante de galanterías y lujos. Rebuscaba en cada rincón de la ciudad intentando encontrar una semejanza, una evocación de su país en las esquinas, en una plaza, en la orilla del lago o en el frontal de una casa para no sentirse tan alejado de la patria. Desde que juró su cargo como segundo virrey de Nueva España, había tenido que enfrentarse a una terrible inundación, a una peste, y ahora que se había propuesto abolir la esclavitud, tenía que lidiar incluso con las gentes de su propio país, aunque a él esos contratiempos no le importunaban. Seguía disfrutando de la vida y no estaba dispuesto a dejar que una simpleza tan absurda como la distancia física de España le impidiera dejar atrás sus costumbres. Llevaba varios días llenándose de gozo con los preparativos de la jornada de caza en un lugar llamado Chapultepec, «que quiere decir Colina de los Saltamontes. Otrora era un lugar sagrado y en la cima se erigía un templo en honor de Huitzilopochtli, que ellos creían dios de la guerra. El soberano Moctezuma hizo construir allí un acueducto con tan buen acierto que en la actualidad los manantiales de Chapultepec abastecen la capital de Nueva España. En tiempos precolombinos, en la parte frontal del risco, un artista esculpió rostros venerados por los mexicas, pero cuando llegaron hasta el lugar los hombres de Cortés, emplazaron sus cañones y dispararon contra ellos. Ahora sólo queda el risco, ya sin rostros labrados».
—Prepárense para derribar más piezas de las que hayan obtenido en ningún otro lugar. Allí se encuentra la mayor cantidad de venados y puercos monteses que se puedan hallar en el planeta, y al que me lo niegue le reto a que lo demuestre —fanfarroneó Velasco justo antes de partir.
Partieron excitados, con la sangre revuelta con solo pensar en la sangre ajena. Por si sus armas y sus indiscutibles técnicas de captura no resultaban suficientemente efectivas, se llevaron consigo a dos mil indios que Velasco reunía para ese tipo de menesteres armados con flechas, arcos, macanas y varas tostadas que, llegados a la colina, tenían la misión de cercarla con cautela. Acto seguido, se iban introduciendo por la ladera del monte dando voces y moviendo los matorrales, mientras los españoles marchaban detrás a caballo, con sus lanzas y arcabuces bien dispuestos. Algunos indios incluso llevaban sobre sus hombros la piel de un venado y en sus manos la cabeza del animal porque, al parecer, cuando llegaban al lugar señalado por Velasco, debían colocársela y comportarse exactamente igual a como lo haría la propia bestia, de tal modo que hasta sus congéneres llegaran a confundirse. Se trataba de un antiguo sistema utilizado por los nativos desde tiempos inmemoriales que daba muy buenos resultados. Disfrazados de aquella manera, se podían acercar lo suficiente a las presas como para no fallar.
Mariana respiró aliviada cuando les vio partir. No es que se sintiera especialmente feliz con la idea de imaginarles acosando a alguna pobre criatura hasta quitarle la vida por el simple placer de hacerlo. Desde siempre la parafernalia que rodeaba la caza le resultaba desagradable. No soportaba los preparativos entusiastas, las apuestas de quién conseguiría más piezas, los gritos agitados de trae esto aquí o ponme aquello allá, el cotorreo tras la cacería, y ante todo le repugnaba aquel nauseabundo olor a sangre y a muerte que desprendían las ropas de los hombres a su regreso, pero estaba segura de que su opinión sobre las monterías no iba a influir en lo más mínimo para que dejaran de celebrarlas, así que decidió ignorarlos y aprovechar aquella circunstancia. Si algo bueno tenía, era que en el palacio virreinal no quedaría absolutamente nadie más que Beatriz, el servicio y ella misma. Podría hacer lo que más le apeteciera sin temor a ser observada. Se dio cuenta de que la lejanía física de los hombres de su familia la sumía en un estado de placidez suprema. Miró por la ventana para cerciorarse de que habían desaparecido en el horizonte y se lanzó a la escribanía para garabatear unas palabras con las que emplazar a Miguel. Una vez le entregó el papel al mensajero, se dispuso a esperar la llegada del joven agazapada entre las cortinas de la cristalera. Lo ocurrido en el valle de las mariposas le había hecho conocer una parte de ella misma que ni siquiera sabía que existiese. Pensando en ello había llegado a la conclusión de que el padre Bernardo tenía razón cuando desconfiaba de ella; sin lugar a dudas el demonio podía habitar en los lugares más insospechados, incluida su persona. ¿Quién iba a imaginar que esa dulce e inocente jovencita era una recalcitrante pecadora carente de la necesaria capacidad para el arrepentimiento? No encontraba en su interior aquellas sombras de remordimientos que en tantas ocasiones a lo largo de su vida la habían atenazado y que tan bien sabía reconocer, y comenzó a aceptar con más firmeza la idea de que se había convertido en una irreverente sin remedio. En los momentos íntimos en que deseaba arrepentirse de corazón por lo que había pasado en el valle de las mariposas, volvía a recordar las suaves palabras susurradas en su oído, la respiración de Miguel entrando en su boca, recordaba el roce de sus manos acariciándola en lugares que había creído vedados a las manos ajenas, y entonces sentía un pellizco dentro de su vientre y se desvanecía todo propósito de contrición.
Ni siquiera se había atrevido a contarle a Beatriz lo ocurrido, y la mujer la observaba desde la distancia sin hacer preguntas. La veía más bonita que nunca, con las mejillas sonrosadas, con los ojos brillantes, con la plenitud de mujer satisfecha que sólo la consumación del amor puede otorgar, y era entonces cuando deseaba que sus percepciones estuvieran equivocadas porque, de ser cierto lo que estaba imaginando, se les vendrían encima momentos difíciles. Lo que más le preocupaba era pensar en Rodrigo y en cómo se lo tomaría. No destacaba por su complacencia con los nativos, más bien se pasaba las horas demostrándoles desprecio, y su carácter se volvía mucho más ácido ante la presencia de Miguel. Beatriz estaba segura de que esa reacción la provocaba la creciente complicidad surgida entre el médico y Mariana. Rodrigo, desde muy niño, había acosado de forma pertinaz a su hermana, la perseguía por los pasillos, le daba patadas por debajo de la mesa a la hora de la comida, le escondía los juguetes… Había extendido sobre ella un manto invisible de presión, para conseguir que en todos los sucesos trascendentales de su vida él cumpliera un papel importante. Incluso había sido él mismo quien concertó su matrimonio, actuando con ella como lo haría un padre, como si la muchacha fuera única y exclusivamente de su propiedad. Beatriz estaba convencida de que ese insano amor-odio de Rodrigo les acarrearía graves consecuencias.
Mientras Mariana esperaba apostada en la ventana, vio llegar a un hombre al galope. Se trataba del correo. Ambas mujeres bajaron rápidamente las escaleras, le arrebataron los sobres a la muchacha del servicio y Beatriz se dispuso a separar afanosamente las cartas dirigidas a los Enríquez de las dirigidas al virrey. En una de ellas aparecía el sello de la familia con la letra redondeada y pulida del Almirante. Mariana sintió unos irreprimibles deseos de abrirla, pero en el sobre figuraba el nombre de su hermano Luis y se limitó a apartarla de las demás para colocarla sobre la mesa con gesto decepcionado. Siguió observando el resto de las misivas; había una escrita por fray Lorenzo y la abrieron con emoción porque desde que llegaron a la capital no habían vuelto a saber nada de él. Comenzaba informando de la creación de un nuevo convento de dominicos en Maní, pero añadía que no todo lo que se reflejaba en aquella misiva eran buenas nuevas y suplicaba que si les era posible le hicieran sabedor a Miguel de esa carta para ponerle en antecedentes.
Miguel llegó al poco rato como si hubiese percibido la necesidad de fray Lorenzo de comunicarse con él y los tres se dispusieron a leer las noticias que venían desde el Yucatán. Según contaba, desde que Miguel dejó Izamal De Landa había perdido la cordura y se comportaba de una manera totalmente contraria a su actitud beatífica de antaño. Semanas antes descubrieron que unos indígenas habían crucificado a un niño en un ritual extraño, mezcla de antiguo sacrificio y crucifixión romana. Los encomenderos vieron en ello la oportunidad de desprestigiar la labor evangelizadora de los franciscanos y fray Diego se vio en la obligación de intentar contener sus embestidas justificando el hecho como una lamentable consecuencia provocada por el sincretismo de las prácticas religiosas, algo habitual en las sociedades recién cristianizadas.
De Landa consiguió que la crucifixión del niño quedara impune, pero a partir de ese momento empezó a caminar con pies de plomo. Días más tarde, el portero del convento franciscano de Maní, un tal Pedro Che que tenía la costumbre de salir de caza por los alrededores del pueblo en compañía de su perro, hizo un descubrimiento. Pedro Che contó que el chucho se había mostrado inquieto toda la tarde, correteaba de un lado a otro olisqueando el suelo y removiendo el aire con la cola indecisa entre el movimiento alegre y la quietud expectante, y pensó que eso no presagiaba nada bueno. Al parecer, en un determinado momento, adquirió una rigidez pétrea, con la pata levantada y la cola tiesa, se quedó unos segundos mirando con intensidad hacia unas colinas señalándolas con su hocico, y de pronto echó a correr como alma que lleva el diablo. El chucho trepaba sin mirar atrás y sin atender a las llamadas, subiendo por los riscos hasta que desapareció en el interior de una pequeña cueva escondida en la pared escarpada. Pedro Che lo siguió hasta allí y, cuando logró habituarse al cambio de luz de la caverna, aún tuvo que frotarse los ojos durante unos instantes para cerciorarse de que lo que estaba viendo era cierto. Un pequeño ciervo yacía despanzurrado en el fondo, degollado sobre un altar a los pies de unos dioses sonrientes que mostraban satisfechos sus caras cubiertas por los restos de corazón del inocente animalito. Las paredes de la cueva estaban tapizadas por una gruesa costra de sangre coagulada y, según narró más tarde Pedro Che, eso indicaba sin lugar a dudas que no se trataba de un hecho aislado y que era posible que, sin quererlo, su perro hubiera puesto a los frailes en la pista de una red de apóstatas. La noticia no tardó en llegar a oídos de De Landa, que al comienzo dudó de lo que le estaban contando. No podía ser que todos sus esfuerzos denodados, sus rezos apasionados y sus vehementes discursos cayeran en saco roto. No podía creerlo porque recordaba a la perfección las caras de cada uno de sus feligreses, sus gestos serenos y convencidos dejándose bautizar, tomando el cuerpo de Cristo, asimilando la religión que él se había encargado de señalar como única y que ellos habían aceptado como tal, persuadidos de que sólo había un dios verdadero y que ése era Jesucristo, Nuestro Señor. No era posible que apostataran en secreto; él confiaba en ellos. La semilla de la duda le mordía las entrañas y organizó un viaje relámpago a Maní para ver con sus propios ojos lo descrito por Pedro Che. Fray Lorenzo se encargó de recibirle y decidió acompañarle hasta la cueva. El gesto de fray Diego cambió cuando puso los pies en aquel lugar. Salió tambaleante, dando cambaladas de ebrio, y vomitó a la entrada de la caverna, más por nerviosismo que por repugnancia. Cuando se hubo recuperado, se lanzó en un soliloquio resentido.
—¡Un diluvio! ¡Debería caer un diluvio sobre el Yucatán! —gritó con lágrimas de delirio en sus ojos—. Pero no uno que dure cuarenta días y cuarenta noches, no. Para una circunstancia como ésta es necesario que el castigo alcance sesenta días y sesenta noches, o incluso más. Si esto llega a oídos inapropiados, todo mi trabajo habrá resultado en vano.
—No diga eso, ya verá —arguyó fray Lorenzo intentando tranquilizarle, pero fray Diego continuó como si no se diese cuenta de la presencia del dominico.
—Quedaré como un fracaso frente a la comunidad franciscana española y ante el obispo Toral, con el que bastantes desacuerdos tengo ya. ¡Oh, Dios! —Levantó las manos hacia el cielo, como dando una explicación—. ¿Lo has visto, Señor? Son unos salvajes, no hacen caso de nada… con todo lo que he hecho por ellos. En lugar de avanzar estamos retrocediendo, quedaré en ridículo…
En el camino de regreso al convento, fray Lorenzo intentó hallar una explicación a lo que habían visto, le indicó la posibilidad de que se tratase de un caso aislado, que quizá estaban sacando las cosas de quicio y sólo se trataba de dos o tres renegados. Al franciscano le pareció razonable. La mayoría de los indios del lugar se mostraban como fervorosos creyentes, y fray Diego se había vanagloriado en ocasiones de que muchos de ellos se dejarían matar antes que traicionar su fe cristiana. Había visto ejemplos de ello, incluso en los niños. Lo único que tenía que hacer era encontrar al grupo de infieles responsable de semejante salvajada y tomar cartas en el asunto antes de que se corriese la voz y aquella infección cayera sobre el pueblo como un chaparrón de verano. Fray Diego se convenció de que lo mejor para descubrir a los infieles era realizar una inspección general sin previo aviso en las posesiones de los indios de la zona, y fray Lorenzo, sin estar del todo de acuerdo con ello, le acompañó.
Se acercaron pues a una de las casas, y De Landa acercó su oreja a la cortina que cubría la puerta. Dentro no hablaban en castellano, parecía más bien que las palabras siguieran un melódico ritmo, casi como una poesía. Apartaron la cortina con sumo cuidado para observar lo que ocurría en el interior. La casa aparecía apenas iluminada por un pequeño brasero situado en el centro de la habitación que daba al ambiente un aspecto brumoso. Alrededor de él se encontraban dos niños, un hombre de mediana edad, una mujer joven y el anciano dueño de la voz recitadora, que con la mano sujetaba por las patas a una gallina que colgaba pico abajo por encima del brasero. Con un rápido movimiento apenas perceptible por fray Diego, el anciano de pequeños ojos tomó el pescuezo de la gallina con la mano que le quedaba libre y lo segó de manera tan rápida y certera que el animal no se percató de que ya no estaba vivo y continuó moviéndose durante un rato mientras su sangre salpicaba la lumbre entre chisporroteos y olor a pluma quemada. Todo el sacrificio se ofrecía a un dios con aspecto de pocos amigos que pendía de la pared, acompañado a su derecha por la imagen de Jesucristo crucificado. Según contaba el dominico en su carta, fray Diego creyó morir en ese preciso instante.
—¡Salvajes! ¡Idólatras! ¡Herejes! —Apagó el brasero a base de patadas mientras los indios se arrinconaban asustados en el fondo de la estancia—. Da igual el esfuerzo invertido en intentar hacerles comprender. De nada han servido las horas que he dedicado a proclamar la palabra del Señor inventando glifos que representen a la Virgen, a los Santos, la pasión de Jesús… para que lo entendieran. ¡Todo ha sido inútil! Mi nombre… mi intachable nombre manchado con la sangre de esa asquerosa gallina. Mi labor desprestigiada ante los ojos del monarca después de tanto sacrificio. Todo perdido por culpa de unos estúpidos infieles, asesinos de gallinas…
Al parecer, el odio que sentía por dentro creció tanto que sacó fuerzas de flaqueza para visitar una a una las casas de todos los vecinos esa misma tarde. Como un reguero de pólvora, los indios corrieron la voz de que el franciscano había enloquecido y los nativos se apresuraban a enterrar y a esconder cuanto pudiera disgustar a fray Diego. A pesar de las precauciones y del interés que pusieron en hacer desaparecer los vestigios del pasado, en el registro realizado por el franciscano se encontraron piedras labradas con símbolos sospechosos, vasijas de dudosa utilidad y cientos de dibujos de personajes oscuros. El amargor por el ego herido le recorría la sangre, volviéndosele bilis en la boca. Deseó destruir la ciudad, masacrarla con aquellas personas dentro mientras él les hablaba de Sodoma y Gomorra, del castigo divino que merecían por su ofensa; por su ofensa a él mismo que tanto se había sacrificado y no por su ofensa al Señor, porque el Señor bien sabía que no se podía hacer nada con esos infieles. En esos momentos se consideró el máximo representante de la cristiandad en el Nuevo Mundo. Se miró en el espejo del viejo continente y decidió que la solución para aniquilar de raíz la semilla diabólica, arraigada en los corazones de aquellas almas impías, era realizar un auto de fe de la misma categoría de los que se hacían en Castilla.
Quería mostrarles a todos el poder de la Iglesia y la manera que el Señor tenía de castigar a los que adoraban al demonio. Se dispuso a hacer minuciosas averiguaciones para encontrar a todos los infractores. Despachó a decenas de frailes hacia los pueblos de los alrededores para indagar la extensión verdadera de la idolatría, castigar a los transgresores menores y llevar hasta Maní a los que fuesen considerados culpables de crímenes importantes. El alcalde mayor Quijada decidió que el asunto tenía la suficiente repercusión como para que el provincial recibiera también el apoyo de la autoridad civil, y nombró alguacil a Bartolomé de Bohórquez con la misión de asistir a De Landa, ejecutar sus órdenes, prender a los indios y cumplir con sus autos y sentencias. Cuando De Landa se encontró frente a frente con Bohórquez, crecido como estaba por el interés que aquel caso había despertado, amenazó con excomulgarlo si no aceptaba el cargo de alguacil mayor de la Inquisición ordinaria que estaba instaurando, y a Bohórquez no le quedó otra que aceptar porque era un ferviente católico, y le dio miedo que el franciscano tuviese razón y que el Señor le castigara si no colaboraba en su obra.
En el tiempo en que fray Lorenzo había redactado la carta, el juicio se estaba convirtiendo en un asunto civil y eclesiástico que repercutía en la vida de toda la zona. Nadie se libró de despertar sospechas. Fray Diego había borrado de su rostro el gesto paternal del que siempre hacía gala, para convertirse en un intolerante avasallador apenas reconocible por sus adeptos. De Landa acababa de apresar a treinta indígenas destacados, a los caciques y gobernadores de Pencuyut, Tekit, Tikunché, Hunacté, a Francisco de Montejo Xiu, gobernador de Maní, Diego Uz, señor de Tekax, Francisco Pacab, jefe de Oxkutzcab, y Juan Pech, principal de Mama.
—Sé que él no es así. Le conozco —dijo Miguel aún conmocionado por las noticias—. Él siempre quiso que a los indígenas les quedara claro que los españoles también eran cristianos, y estaba convencido de que el único método para lograrlo era a través de la demostración de su propia bondad. Pero este asunto se le ha escapado de las manos y ahora tiene demasiados detenidos y demasiados ojos puestos en él. Estoy seguro de que ya está arrepentido de lo desmesurado de la situación.
Miguel tenía razón. En mitad de la noche, fray Diego sufría terribles pesadillas en las que el joven médico se le aparecía hablando despacio y suave, con su habitual sonrisa, recordándole que era un buen hombre, comprensivo y tolerante, que como representante de un dios misericordioso debía definirse por su carisma y no dejar que la ira le dominara. De pronto, la imagen de Miguel desaparecía y se veía a sí mismo juzgado en el reino de los cielos por no saber tomar las decisiones correctas en los momentos adversos. Aquellos sueños lo despertaban de golpe envuelto en sudor y hacían que recapacitase. En medio de la oscuridad de la noche, en la soledad de su cuarto, abría con fuerza los ojos y los oídos para captar algún mensaje divino que le mostrara el camino que debía seguir, que le señalara cómo tenía que actuar. Pero nada, no escuchaba nada. El Señor quería que fuese él mismo quien decidiese sobre ese tema. Los sofocos nocturnos lo trastornaban, le hacían pensar que lo que estaba haciendo no era acertado, y entonces tomaba la decisión de parar aquello al día siguiente. Soltaría uno de sus habituales sermones en los que hablaría del bien y del mal, de cómo el diablo se servía de esos ídolos paganos para confundirlos haciéndoles creer que se trataba de dioses. Lo dejaría todo claro… Ellos lo comprenderían. Los liberaría dándoles la absolución e imponiendo alguna penitencia liviana.
Pero cuando se hacía de día, la luz de la mañana trastocaba sus resoluciones, renacía la cólera y la soberbia y se sentía incapaz de desacreditarse a sí mismo porque, después de todo lo que había movilizado, echarse atrás le parecía ridículo. Perdería la credibilidad delante de sus asistentes e incluso le dio miedo que su actitud se pudiera calificar como permisiva, y que los indios llegaran a considerar el cristianismo carente de fuerza para dominar a los mortales. Aquellos hombres estaban acostumbrados a lidiar con dioses que exigían sus corazones e incluso los de sus hijos pequeños para que el mundo siguiera como estaba. Fray Diego pensó que si él no castigaba de forma ejemplar a los detenidos, el nuevo dios de los blancos pasaría de bueno a pusilánime en un abrir y cerrar de ojos. ¿Cómo podría hablarles después de la ira de Dios si con un par de padrenuestros y un avemaría se perdonaba cualquier tipo de ofensa? Por las mañanas, el convencimiento de estar actuando de la manera adecuada se volvía a instalar en su cabeza, lo veía todo claro y acuciaba a sus ayudantes para que el auto de fe se celebrara lo antes posible, por el propio bien de los indios, para evitar males mayores.
Las noticias conmocionaron a Miguel. Él sabía que los habitantes del Yucatán continuaban manteniendo algunas de sus costumbres ancestrales. En ocasiones creyó que hasta el mismo Diego de Landa tenía conocimiento de ello, pero que prefería hacer la vista gorda al comprender que no se pueden cambiar las conductas de un pueblo de la noche a la mañana, por mucha aspersión de agua bendita y mucho bautismo a diestro y siniestro que se llevase a cabo. Miguel pensaba que el franciscano se hacía cargo de que no era fácil para ellos asimilar la historia del Único Dios Verdadero, con el enrevesado concepto de ser una y tres personas a la vez. Les costaba aceptar como propios la larga lista de dioses menores que los españoles se empeñaban en no llamar dioses sino santos, y que estaban encargados de diferentes aspectos de la vida diaria. Les hablaron de una comitiva de subalternos del dios principal que tutelaban aspectos concretos como la música, la agricultura o los animales, y a los que no se podía llamar dioses, ni siquiera dioses menores, bajo pena de ser acusado de herejía, una cosa terrible que podía llevar al más pintado directamente a la hoguera. Cuando lograron entender la importancia de que no se confundiese el dios sustancial con los santos, se dieron cuenta de que uno se podía encomendar al santo que más beneficios le ofreciese, colocándolo en un altar e incluso realizando pequeñas ofrendas en su honor. Más o menos como hacían antes. Siguieron abundando en esa idea y algunos de ellos pensaron que si había tantos santos como días en el calendario, no resultaría tan gravoso hacer un pequeño hueco y mezclar sus antiguos dioses con los santos nuevos. Eso no parecía que pudiera molestar a nadie. Ninguna de sus anteriores deidades se ofendió jamás por la existencia de otra, cada una ocupaba su lugar y así lo aceptaban. Los indios se sentían más protegidos si confiaban en la diosa Ixchel a la hora de dar a luz, si le pedían a Chac más lluvia para sus campos, si demandaban a Ah Mun una buena cosecha de maíz o si suplicaban a Ah Muzenkab que las abejas produjesen más miel ese año, prácticas que no disminuían en ningún momento su fervor cristiano. Eran costumbres totalmente inocentes, pero ahora que todo se había descubierto, Miguel se sentía ligeramente responsable por no haberle dado importancia; no había imaginado siquiera que aquello pudiera despertar las iras de De Landa. Fray Diego era un hombre con múltiples valores. Había adquirido fama de ejemplar y juicioso y era admirado tanto por los españoles como por los indios. Es cierto que a veces sufría ataques de soberbia y que se descubría a sí mismo de pronto sonriendo para sus adentros, satisfecho de lo que había conseguido, pero rápidamente se avergonzaba de su envanecimiento y era entonces cuando se tumbaba en el pasillo de la iglesia boca abajo, con el semblante pegado al suelo y los brazos en cruz, en actitud sumisa frente a la imagen de la Inmaculada Concepción. Allí permanecía mucho tiempo, hasta que notaba desaparecer de su pecho el enorme peso de la inmodestia y con la humildad recuperada regresaba a sus quehaceres diarios. Paseaba por los alrededores del convento sintiéndose un padre protector, el encargado de encaminar esas pobres almas que sin su ayuda se condenarían. Estaba orgulloso de su labor misionera, de lo bien que servía a la Corona española y, lo más importante, de cómo servía al Señor.
—Tenemos que regresar antes de que fray Diego cometa una equivocación —dijo Miguel mirando a los ojos de Mariana—. Hablaré hoy mismo con tu hermano. —Ella asintió sonriendo.
A Beatriz no le hizo falta escuchar nada más. Aquellas palabras le confirmaron lo que llevaba semanas intuyendo. Ahora que todo le quedaba claro, sólo restaba encomendarse a todos los santos y rezar para que esa conversación con Luis no causara una catástrofe.
Mariana posó sus ojos en la mesa. Allí continuaba la carta escrita por su padre. Los hombres aún no llegaban de la cacería y a ella le quemaba ver aquel rectángulo de papel en el que se encerraban noticias de su familia. No se atrevía a abrirlo, pero estaba ansiosa por saber de sus padres, por conocer cómo se las apañaba Brígida sin Beatriz y sin ella. Mariana tomó el sobre, lo acarició despacio con la punta de los dedos, olisqueó el papel buscando el perfume del espliego de su madre, pero era apenas perceptible. Imaginó que el largo viaje ultramarino le habría robado el aroma. Se quedó mirando la carta de nuevo, con la esperanza de que su nombre apareciera como destinatario, pero no, estaba claro que ponía Luis Enríquez, si bien Luis no estaba allí. Incluso era posible que Luis tardase aún horas en llegar. No podía soportar tantos anhelos de noticias familiares. Seguramente su padre había puesto el nombre de su hermano en el sobre por ser el mayor, como representante de la familia, pero estaba segura de que se trataba de una carta para todos sus hijos.
—¿Crees que mi hermano se enojaría si la abriera? —preguntó a Beatriz.
—Bueno, creo que tu hermano no tiene por qué enfadarse. También es tu padre.
Como si hubiera sido el mismo Luis el que desde la distancia le hubiera dado el visto bueno, Mariana se apresuró a romper el lacre y a sacar de su sobre el papel. Comenzó a leerlo con avidez, con los ojos abiertos y brillantes, pero de pronto la luz se apagó en ellos y la carta cayó de sus manos. Se quedó quieta mirando al vacío sin responder a las llamadas de Beatriz.
Los hombres llegaron ya entrada la tarde, envueltos en una algarabía de engreimiento masculino y narrando a voz en grito lo que hizo aquel o lo que consiguió aquel otro. Estaban satisfechos, pagados de sí mismos y de sus múltiples aptitudes para la caza, fanfarroneando del poder humano frente a la bestia. El día de caza se había saldado con más de trescientos venados aniquilados que tendrían que darse prisa en ahumar o salar si no querían que toda esa carne acabara descomponiéndose. Con todo el bullicio sacudiendo los pasillos del palacio, aún tardaron un rato en percatarse de la situación. Beatriz estaba sentada en uno de los sillones del salón, pálida, zozobrando en un mar de lágrimas. A su lado se encontraba Miguel intentando dominar el ataque incontrolado de angustia de la mujer de la mejor manera que sabía. Mariana estaba de pie junto a ambos, seria y serena; parecía haber envejecido diez años desde que se despidieron de ella esa misma mañana. Luis la vio acercarse con un papel en las manos. Se lo tendió.
—Mamá ha muerto —dijo sin una lágrima en los ojos.