Querida Beatriz:
En el momento de leer estas letras advertirás mi ausencia; no has de afligirte por ello y ante todo no me delates frente a mis hermanos. Me hallo tan rebosante de dicha que apenas puedo padecer angustias por la inquietud que estarás pasando; perdóname. Hoy observo que en el pasado fui aplazando mis anhelos, anteponiendo los deseos de los demás a los míos en la convicción de que más adelante llegaría la hora de alcanzar mis afanes, pero he entendido que aquellos pensamientos eran sólo una excusa para acallar mi propia cobardía. Después de conocer los arrojos y denuedos de tu dedicada existencia, hube de apreciar que se ha de ser valiente para afrontar la vida. Intuyo que es peor arrepentirse de lo que se dejó de hacer que de los males que provoquen las decisiones desatinadas […]. Eres la sola persona en la que he de confiar y bien has de saber que pese a todo no te pediría que mintieras por mí, sólo que no digas toda la verdad, que eso no ha de llamarse mentir. Regresaré al caer la tarde. Es posible que nadie me eche en falta y que en ese caso la situación sea menos gravosa, pero si han de preguntar por mi persona, puedes decir que me hallo en otros menesteres, que creo será suficiente. No has de temer nada, que yo afrontaré el castigo en el caso de ser descubierta, y por lo más sagrado te pido que no me reclames el acto, que es más fuerte que yo esta sensación que ínstame a cerrar los ojos. Acepto lo que el Señor haya decidido que sea de mí. Y has de saber que ya no soy la dueña de mí misma y que un extraño poder, al que sin duda sabrás poner nombre, oblígame a actuar como lo hago. De no hacerlo así, sería para mí peor que cometer el peor pecado. Por esta vez haré lo que pídeme el corazón y no lo que las normas obligan.
Te venera,
MARIANA ENRÍQUEZ
Aquella noche Mariana no pudo dormir tranquila. Se mantuvo en un sueño interrumpido y fatigoso que la estuvo molestando cada media hora y que la obligó a levantarse mucho antes de que saliera el sol para redactar la nota explicativa a Beatriz. Estaba segura de que escribir lo que le ocurría la ayudaría a poner un poco en orden el hervidero de ideas de su cabeza. Trazó cada una de las letras con delicada caligrafía, eligiendo las comas y los puntos con la parsimonia de un monje medieval, y por un instante hubiera deseado que una parte de sí misma se quedara impregnada en el papel para poder imbuir la fuerza de los gestos a cada palabra, y que a Beatriz no le quedara la más mínima duda acerca de lo acertado de su decisión. Después de firmar, dobló la hoja con cuidado y la colocó sobre el almohadón de su cama, alejándose y mirándola en perspectiva desde la puerta para cerciorarse de que Beatriz la vería antes de poner el grito en el cielo y despertar a todos los habitantes del palacio anunciando su desaparición. A continuación se dispuso a elegir escrupulosamente el atuendo para la ocasión y se vistió despacio. Sacó del fondo de uno de los baúles un esenciero con aroma de espliego y delicadamente se puso unas gotas en el cuello, en el nacimiento de los senos y en el envés de las muñecas, siguiendo los consejos aromáticos de Beatriz, que siempre decía que el perfume debía colocarse en los lugares donde el pulso del corazón pudiera multiplicar sus virtudes olorosas. Permaneció un largo rato aspirando esa fragancia que le traía recuerdos del palacio y de su madre. Después, se miró en el espejo del tocador para recogerse el cabello en un moño refinado del que dejó escapar dos mechones con los que adornar el óvalo de su cara. Se estaba deleitando con cada roce de la fina tela de sus enaguas, con el perfume floral que su cuerpo desprendía al moverse, con el cosquilleo sutil que las ondas de su cabello provocaban al rozar ligeramente el cuello. Era como si aquel día sus sentidos estuvieran más dispuestos que nunca a la percepción. Volvió a mirarse en el espejo y describió con la yema de los dedos el contorno de sus orejas, el firme hueso de su maxilar, llegó hasta la barbilla para descender por su cuello y avanzar en una caricia hasta la curva de sus hombros… Allí se detuvo conteniendo un suspiro. Miró fijamente a los ojos de su reflejo.
—Has perdido la razón —susurró.
Ya estaba lista, pero seguía siendo demasiado temprano, así que se alisó la falda con primor, se sentó en el borde de la cama y permaneció mirando hacia la ventana, con la espalda derecha como una vela, a la espera de que asomaran las primeras luces del día. El tiempo se le hizo eterno y en el sopor del palacio podía escuchar los sonidos del silencio, el apenas perceptible crujir de la madera, incluso el silbido de su propia respiración. Si el día hubiera tardado unos instantes más en presentarse, ella seguramente se hubiera arrepentido de salir.
Abrió con cautela la puerta de su alcoba y se asomó a observar si el servicio se había levantado; cuando se aseguró de que no había nadie, descendió despacio las escaleras con los pies descalzos y los botines en la mano para evitar los ruidos de las pisadas. Sentía unas náuseas incontrolables provocadas por los nervios y cada bocanada de aire le parecía un trago difícil de engullir. Llegó agitadísima hasta el patio, haciendo pequeñas paradas para esconderse entre las sombras de las puertas y las curvaturas de las columnas. Lo vio todo despejado y arrancó en una carrera que la llevó hasta la puerta principal, abrió con dificultad las pesadas hojas de madera tallada y cerró por fuera lanzando un suspiro. Aún estaba sorprendida de lo que pensaba hacer. Un sudor frío le recorría la espalda, sentía la garganta reseca y, cuando se sentó en el escalón para colocarse los botines, los temblores de sus manos sudorosas apenas le permitieron atarse los cordones. En tan sólo un momento había roto con todas las normas de buena conducta femenina que su familia le había inculcado durante años, pero pensar en ello no le ayudaba en nada porque ya no estaba en su mano evitarlo. Hacía mucho que se sentía revuelta por dentro, arrebatada por un desasosiego creciente que le provocaba placer y angustia al mismo tiempo. Había querido contarle a Beatriz lo que ocurría en su interior cuando Miguel estaba cerca, sobre todo cuando la mujer se ponía románticamente filosófica al asegurar que un matrimonio sólo concebiría hijos bellos si los padres se amaban de corazón.
—Si no es así —le decía—, no es de extrañar que sus descendientes les nazcan horribles, ya sea por fuera o por dentro.
Era entonces cuando Mariana adquiría confianza. Deseaba explicarle que si engendraba un ser cuyo padre fuera ese hombre ambiguo al que su familia la había prometido, no sería de extrañar que naciera ciertamente repelente, si es que se conseguía obtener fruto alguno de aquella unión. Sabía que Beatriz comprendería lo que le pasaba y que incluso podría secundarla para convencer a su familia de lo inconveniente de esa boda. Era posible que le ayudara a explicar a Luis que el hijo del virrey no le provocaba sensaciones angustiosas, ni desvelos nocturnos, ni esa serie de reacciones que sin lugar a dudas eran necesarias para la construcción de un matrimonio feliz y enamorado. Quizá si era Beatriz quien se encargaba de aclarárselo a su hermano, él lo comprendería, anularía su compromiso y la dejarían libre para elegir a la persona que sus sentimientos señalaran. Pero la primera vez que creyó haber encontrado la coyuntura necesaria para mantener esa importante charla, Rodrigo irrumpió en la sala donde estaban ellas y comenzó un monólogo gritón en el que criticaba la falta de cordura de uno de sus íntimos amigos, que había decidido contraer nupcias con una india.
—¡Será imbécil! ¿Acaso no se da cuenta de que puede disfrutar de sus favores sin necesidad de mezclar su sangre con la de ella? ¿Qué ganas puede tener un hombre respetable de contaminarse con sangre de indios?
—Quizá esté enamorado —sugirió Beatriz. Pero Rodrigo empezó a carcajearse a mandíbula batiente, se puso colorado y así se mantuvo durante un largo rato entre risotadas y golpes de tos hasta que fue relajándose y su cara volvió a mostrar gesto severo.
—Es una vergüenza para una familia respetable que uno de sus componentes se case con un indio. —Concluyó, y salió de la habitación dando un portazo.
Tal y como estaban las cosas, si le hubiese dicho de antemano a Beatriz que aquella mañana tenía la intención de ir a dar un paseo a solas con Miguel, no se lo hubiera permitido. Le habría dicho que salir como una ladrona del palacio de su futuro suegro para acompañar a un joven arruinaba su imagen de mujer pura, y que si Miguel realmente la respetaba y la quería con lealtad, no dejaría que su honra quedase en entredicho por un arrebato momentáneo. En definitiva, hubiera sacado a relucir un sinnúmero de razones que Mariana no hubiera podido ni querido comprender, porque ella llevaba un tiempo viviendo en la dulce nube de la ternura y estando allí le resultaba imposible asumir la sordidez del mundo. No tenía ganas de plantearse todos esos estúpidos razonamientos sobre lo que estaba bien o mal visto, sobre el qué dirán y el comportamiento intachable de los Enríquez, ya fuera en el interior de Castilla o al otro lado del mar. En las últimas semanas lo único que encontraba del todo razonable era pasar la mayor parte del día con Miguel. Él había abierto una puerta hacia un conocimiento que aún no llegaba a comprender y ella necesitaba estar a su lado para absorber sus esencias, esa percepción inabarcable de la cual era poseedor y de la que ella necesitaba beber.
Cuando logró atarse los botines, corrió hacia la esquina para encontrarse con Miguel, que estaba esperándola de pie, sujetando dos caballos por las riendas. Se miraron a los ojos y sin decirse nada sonrieron. Mariana se sintió más tranquila cuando se alejaron del centro de la ciudad, y sólo entonces la presión de su pecho cedió y dejó que el aire de la mañana se introdujera de lleno en sus pulmones, expulsando en cada expiración las inquietudes que le habían acompañado durante toda la noche. En ese instante se supo dueña de sí misma.
—¿No ha tenido nunca la sensación de que la luz del sol disipa los desasosiegos? —le preguntó, sonriente y feliz por la paz que sentía en aquel momento—. Es como si la noche nos acechara con malos designios y la fuerza del sol los derritiera.
—Es muy interesante lo que dice. Cerca de aquí existe un lugar llamado Teotihuacán. Los pueblos que antiguamente habitaban esa zona creían firmemente que allí nacieron los dioses. Allí hay una pirámide llamada del Sol y, según contaban en sus leyendas, en ella un dios se sacrificó a sí mismo para salvar a los hombres. Después renació y se elevó hacia el cielo hasta que se convirtió en el quinto sol que iluminaba y daba vida al mundo.
—Se sacrificó… renació… se elevó y dio vida al mundo —susurró Mariana.
Miguel escudriñó de reojo su expresión. Ella se mantenía callada, analizando las palabras, intentando razonar lo que aquel hombre quería que entendiese, porque pocas cosas de las que decía estaban lanzadas a la ligera. No utilizaba un lenguaje directo y nunca estaba segura de si había querido decir lo que ella creía, o si sólo aceptaba lo que sus enseñanzas le permitían entender. Desde que había puesto el pie por primera vez en aquellas tierras, Mariana se había dado cuenta de que los hombres que las habitaban habían mantenido su antigua capacidad lingüística de jugar con la música de las palabras, con los símiles y con la magia que se esconde en algunos significados, y los habían metamorfoseado para adaptarlos al castellano. A ellos no les acarreaba ningún problema porque eso formaba parte de la fantástica naturaleza de sus vidas, de sus mitos y de sus fábulas. Las fronteras entre lo perceptible a través de los sentidos y de la imaginación colectiva eran muy difusas, y no había razón para separarlos porque la unión de los dos era su vida. En muchas ocasiones, cuando los conquistadores buscaron respuestas claras a las preguntas curiosas que ese nuevo lugar planteaba, se encontraron con leyendas mezcladas con la realidad y realidades diluidas en leyendas, formando tal amalgama de certezas y fantasías que muchas creencias falsas impregnaban el orden político y social de los nuevos pobladores como si de hechos comprobables se tratase. Los españoles pronto se dieron cuenta de que las historias que los nativos relataban podían ser o no ciertas, pero la simple posibilidad de que una mina de oro existiera en lo profundo de un lago, aunque pudiese estar custodiada por un monstruo de tres cabezas, los empujaba a creer, por si acaso. Llegaron a tal confusión, que muchas de las maravillas que los indios narraban, por muy extraordinarias que pareciesen, se convirtieron en dogmas de fe, y más de un español murió internado en las selvas buscando tesoros que sólo se hallaban en las arcas de un soberano agreste inexistente. Nunca llegaron a diferenciar con claridad qué parte era real y qué parte fantasía en las jácaras que los nativos contaban.
En el caso de Miguel, Mariana hubiera asegurado que intentaba que las cosas se percibieran sin la intervención de nadie. Hacía que los demás entendieran sin ser concreto ni preciso, evocando más que señalando. Miguel era como un libro abierto que hacía recapacitar sin llegar a ser obvio.
—¿Piensa que se trata del mismo dios? —dijo Mariana con una voz apenas perceptible, como si tuviera miedo de que el ojo divino la castigara si le oía decir algo así.
—Simplemente creo que los pensamientos humanos recorren el mismo sendero en todas partes. Que todos tenemos necesidad de creer que existe alguien que nos protege, que vela por nosotros. Sentir que no estamos solos.
—¿Es allí adónde vamos, a Teotihuacán?
—No —dijo lacónicamente.
Llevaban una hora cabalgando y el ambiente se estaba volviendo cada vez más cálido y dulzón. Mariana empezaba a ponerse nerviosa. Era como si el calor húmedo estuviera avanzando por su cuerpo en pequeñas oleadas tibias. Cada vez le costaba más esfuerzo respirar, y a eso se unió la presencia de Miguel, que comenzaba a surtir el mismo efecto que una mano invisible apretando su cuello.
—Me gustaría saber adónde vamos —dijo Mariana casi en un suspiro.
—Ya lo verá. No sea impaciente.
El bosque comenzó a cerrarse. Las densas ramas se entrecruzaban las unas con las otras sin que apenas dejaran pasar la luz del sol, hasta que llegó un momento en el que tuvieron que desmontar para poder seguir avanzando, porque la frondosidad de los árboles les impedía continuar en los caballos. La certidumbre de que ellos eran las dos únicas personas que había a un par de leguas de distancia comenzó a avivar la inquietud en Mariana. Un cosquilleo se apoderó de su estómago y la volvió vulnerable. Por fortuna, el bosque se abrió de pronto, dejando que el sol entrara fuerte y brillante, y se encontró en medio de una explanada con hierba y flores, rodeada de árboles gigantescos de los que pendían unos extraños frutos.
—¿Las ve? —Miguel señalaba las ramas que colgaban rendidas a causa del peso desproporcionado de algo que parecían hojas de color naranja.
—¿El qué?
—¿Todavía no las ve?
Mariana abrió más los ojos. Estaba claro que había algo excepcional en esos árboles, pero ella era incapaz de distinguir lo que era. De pronto, las hojas comenzaron a moverse lentamente. Mariana no podía creer lo que estaba viendo. Lo que hacía que las ramas se arrastrasen por el suelo era el peso de miles de mariposas anaranjadas tan grandes como puños. Como si hubieran estado aguardando su presencia para iniciar el espectáculo, abrieron y cerraron sus alas llenando el cielo de innumerables puntos volátiles. Estaban por todas partes.
—Si no nos movemos bruscamente ni hacemos ruido —dijo Miguel en voz baja—, creerán que formamos parte del paisaje, de la naturaleza que las rodea, y no nos temerán.
Sacó de las alforjas un tarro de miel y puso un poco en los dedos de Mariana. Una de aquellas enormes mariposas bajó, se posó despacio en la mano de ella y se mantuvo allí, moviéndose muy despacio, equilibrándose delicadamente entre los dedos de la joven. Tenía el borde de las alas de color negro salpicado por unos puntos blancos que contrastaban con el fondo naranja. Era suave y delicada como una caricia. Mariana sentía el sutil cosquilleo de sus patas y apenas se atrevía a respirar para no asustarla. Cuando la mariposa se marchó, se llevó consigo las posibles dudas y la incertidumbre, y ya sólo quedó ella misma frente a Miguel.
—Es la época oportuna para visitarlas. Todos los años por estas fechas se marchan para volver a finales de otoño —dijo Miguel vigilando el vuelo de los insectos.
—Son preciosas. Parecen ángeles.
—Es posible que lo sean. Los antiguos aztecas las llamaban Alma de Muertos o Papalotl. Cuando se ofrecían voluntariamente al sacrificio y les arrancaban el corazón, pensaban que entraban en el Reino del Sol, donde sus almas se convertirían en mariposas. Los guerreros que morían luchando también esperaban pasar la eternidad convertidos en mariposa.
—Es bello pasar así la eternidad, volando tranquila en un lugar tan apacible como este. ¿Vuesa merced cree eso? ¿Cree que es aquí donde descansará su alma cuando muera? —Mariana se avergonzó de su pregunta, sintió que no tenía derecho a haberla pronunciado. Ya una vez había rebuscado en los pensamientos íntimos de Alfonso y eso les había costado la vida a él y a su padre. Desde aquel día se había prometido a sí misma no volver a entrometerse en las meditaciones profundas de alguien, pero de nuevo aquella manía suya de conocer por dentro a las personas le jugaba una mala pasada.
—Hace mucho que dejé de plantearme el destino de mi alma. He llegado a creer que basar las actuaciones de mi existencia en los posibles premios o castigos que pueda recibir en el más allá sólo me ocasionará desasosiegos en el devenir cotidiano, que de momento es mi única realidad tangible. Me basta con intentar ser dichoso sin atentar contra las certezas de los demás. —Y añadió mirándola a los ojos—: No sé adónde irá mi alma cuando muera, de lo único que estoy seguro es de dónde se encuentra en este instante, y le garantizo que ningún paraíso prometido puede ser mejor que este.
La voz de Miguel le retumbaba por dentro. Se hallaba lo suficientemente cerca como para producir en Mariana la más extraordinaria sensación que hubiera sentido nunca y a la vez lo bastante lejos como para no haber roto las reglas del decoro. En ese preciso instante ella pudo percibir que él sentía lo que ella sentía: era una mezcla de miedo y placer que los tenía atrapados en un punto sin regreso. El cielo estaba completamente azul y las alas de las mariposas habían diluido las imágenes de los árboles. Podía percibir la brisa provocada por su aleteo, el olor de la hierba, de las flores cercanas, se sentía partícipe de la naturaleza, como Miguel había dicho. Ahora ella era parte de los insectos que estaban volando, parte de Miguel, de sus ojos de sal y de su sonrisa de azúcar. Se quedaron frente a frente un largo rato. Percibieron el aroma de sus cuerpos, se reflejaron en las pupilas del otro, miraron, al fin sin reserva, las formas de sus labios durante tanto tiempo que los hubieran podido reconocer entre otros mil labios más. Miguel comprendió que todo lo que le había ocurrido en su vida le había llevado hasta ese momento. Todos los caminos recorridos, las cosas que había aprendido, las excusas, los pretextos… todo estaba escrito de antemano para poder llegar a ella y para que ella llegara a él.
—Hagamos una cosa —propuso—. Me mantendré lo suficientemente alejado como para no rozarnos. Si no nos tocamos, no haremos nada malo, ¿no cree?
Pero a Mariana no le dio tiempo siquiera de tomar en consideración tales palabras, porque antes de que pudiera reaccionar, Miguel se había aproximado tanto que percibió el aroma de su cuerpo. La pregunta de si eso estaba bien o mal navegaba en la cabeza de Mariana, pero la proximidad de Miguel le impedía razonar con clarividencia. En realidad, en ninguna de las lecciones de religión que había recibido a lo largo de su vida se hablaba de una circunstancia similar. No tenía demasiado claro si lo que él le decía era o no cierto. Comenzó a rodear su cuerpo. Mariana podía sentir la respiración de Miguel acariciando su cara, su cuello descubierto, agitando los mechones sueltos de su cabello, y por un momento deseó formar parte de aquel aire para introducirse en su pecho. Estaba tan cerca que le era imposible dominar ese inexplicable impulso de intromisión corporal. Aquel instante duró lo suficiente como para que Mariana se diera cuenta de que sólo con los pensamientos que circulaban en su mente ya se veía en la obligación de confesarse. Pensó que si tenía que pasar por la vergüenza de contar a un sacerdote aquella situación, poco importaba que se dejase llevar; más adelante ya solicitaría la absolución por todo lo que allí ocurriera. No quería darle más vueltas; haría acto de contrición en otro momento. Estaba segura de que, pese a la extraña especulación de Miguel, ella ya estaba pecando. Dejó que unos lienzos blancos cubrieran su mente y se olvidó de su difuso prometido, de su familia noble, de la pobre de Beatriz que respondía por ella, del padre Bernardo y de su dedo inquisidor, del infierno, de la llamas purificadoras, se olvidó de la deshonra, de los pecados mortales y de las sogas de esparto que aunque recubrieran durante meses su cuerpo de arriba abajo no servirían para purgar un pecado como ése. Se olvidó de todo aquello y en ese olvido descubrió el instinto ancestral de los que encuentran el placer en la cercanía del cuerpo amado.
Mariana estiró sus manos para desabrochar con calma la camisa de Miguel y ésta resbaló por sus hombros y cayó en la hierba. Se dio licencia para mirar su torso moreno y liso, la forma de aquel vientre cuyo recuerdo acariciaba a veces con la yema de sus dedos y un golpe de codicia la obligó a acercar de nuevo su mano hasta él sin tocarlo, manteniéndose en esa distancia que, según la propuesta del médico, podría librarla de cometer un pecado. Mantuvo su mano extendida, dibujando los contornos, percibiendo el estremecimiento de su cuerpo, distinguiendo cómo el aliento de canela y miel del médico se aceleraba con cada gesto de ella. Sin que le diera tiempo a meditarlo más, se dejó guiar por la fuerza de su propia resolución y desanudó el cordón del corpiño de su vestido granate, que fue cediendo hasta aflojarse, deslizándose despacio por la curva de sus hombros, por la placidez de su espalda, hasta anclarse en su cintura, quedando semidesnuda frente a Miguel. El muchacho imitó los gestos de ella, ahuecó las palmas de las manos y las acercó a sus pechos. Se mantuvo lo suficientemente alejado como para no rozarlos siquiera. Mariana sintió el calor de la mano, pero no la estaba tocando, ni siquiera la rozaba, y respiró profundamente, hinchando los pulmones, intentando que fuese su cuerpo el que acariciara las manos de Miguel, pero él las alejó. Acercaron tanto sus caras que comenzaron a robarse el aliento y ya no podían distinguir de quién era cada gemido. Mariana sintió que le faltaba el aire porque se le había formado un nudo de suspiros en la garganta imposible de deshacer y apenas quedaba espacio entre sus bocas. Se convenció de que ya estaba condenada; no creyó que esa sensación de plenitud pudiese quedar sin castigo. Seguramente aquello ya era el infierno porque un creciente fuego interno invadía sus entrañas y le nublaba la razón. Cerró los ojos y el instinto la obligó a acercar más sus labios a los de él, y ese primer contacto los dejó desarmados de buenos propósitos y vencidos por aquella sensación cálida y húmeda, repleta de un tácito «soy tuya y tú eres mío». Lamieron la comisura de sus labios, acariciaron sus lenguas, se rindieron ante la evidencia del deseo, y Miguel tuvo que contenerse para no dejar que un impulso le hiciera cometer una locura.
—Tenemos que parar —le dijo Miguel entre susurros, preocupado por Mariana.
—No… ya no podemos. Ya es demasiado tarde para nosotros.
Él posó despacio las manos en sus hombros, describió el contorno de su cuerpo, dibujó con los labios aquella geografía extranjera tan lejana y cercana a la vez, con sus valles y colinas, sus selvas y ríos. Se arrodilló frente a ella, derrotado y suplicante, y dejó que su rostro se aplastara contra el vientre de Mariana mientras ella hundía sus dedos entre los negros cabellos y susurraba promesas de amor eterno, de vidas complementarias y de deseos y sueños infinitos. Ella también se arrodilló y ambos quedaron juntos, abrazados con los ojos cerrados para que ninguna otra cosa pudiera distraerles de esa sensación. Mariana aspiró su aroma de madera sin reparos, sin fingimientos ni disimulos. Ahora podía hacerlo porque él era totalmente suyo y así sería para siempre. Besó su pecho moreno recorriendo los contornos. Lamió la sal de su piel para que el sabor de aquel momento no se le borrara nunca de los labios. Todo parecía un baile ya ensayado por ambos. Rodaron por la hierba plácida de aquel lugar de ensueño, arrancándose con devoción los deseos que ambos llevaban semanas provocándose. Cuando uno paraba, la otra continuaba, hasta que fueron entregándose el uno al otro en una conquista sin vencedores ni vencidos.
Sus cuerpos se quedaron paralizados por el cansancio del amor recién estrenado. Miguel no recordaba todas las dulzuras que se habían dicho durante el tiempo que duró el rito de las almas que se encuentran pese a las distancias. Era como si hubieran estado reteniendo todas esas palabras desde que se conocían para evitar romper las normas que la sociedad les marcaba. Lo que Miguel sí recordaba era que le había pedido que fuese su esposa y que Mariana había respondido que sí. Ahora ella parecía un ángel, con los ojos cerrados y la cabeza reposada suavemente en su pecho. Miguel sintió una ternura infinita y por primera vez deseó con vehemencia que los designios funestos lanzados en el momento de su nacimiento no se cumpliesen, porque de ser así no le alcanzaría la vida para amar a esa bella mujer hecha de mármol y aire.
La Mariana que regresó aquella noche al palacio era muy diferente de la joven que salió por la mañana, temerosa de ser descubierta. Por primera vez se sentía plena y dispuesta a todo. Era la dueña de sí misma y de sus actos, y experimentaba algo aún más sublime: la exaltación de sentirse amada y de amar a alguien. Mariana comprendió que ya nada sería igual y que su existencia pertenecía por completo a la de Miguel. No quiso plantearse cómo se lo diría a su hermano Luis, dejaría esa dilucidación para otro momento. En ese instante únicamente quería disfrutar de aquella conmoción, que sólo se vio deslucida cuando Beatriz intentó que posara sus pies en el suelo.
—¿Dónde has estado? Me tenías muy preocupada.
—¿Se han dado cuenta?
—No. Dije que no te encontrabas bien y que te quedarías en la cama. Pero ¿adónde has ido, Mariana? Yo me hice responsable de ti…
—¡Ay! Beatriz, no me riñas —dijo besándola entrañablemente en la mejilla—. Las he sentido… como tú dijiste. Las mariposas… No me riñas hoy, por favor. Hoy sólo puedo ser feliz…
El palacio del virrey esa noche se llenó de contrastes: mientras Mariana se sumergía en una placentera ensoñación recordando su encuentro con Miguel y añorando un futuro a su lado, su hermano Rodrigo se reconcomía por dentro, le temblaban las manos y deambulaba de un lado a otro de su alcoba, presa del odio y de los nervios. En un primer momento el joven Enríquez pensó en montar un escándalo e ir a hablar con su hermano Luis, pero el paso de los años le había vuelto más cauteloso y paciente. Recordó que la precipitación no siempre era buena consejera y que en ocasiones le había hecho actuar de manera desordenada. La información que acababa de interiorizar merecía ser digerida con sumo cuidado para luego poder actuar en consecuencia. De no haber sido por ese impuesto autocontrol, la rabia lo habría empujado escaleras abajo y habría cometido una locura.
De repente, desde la ventana de su habitación y por absoluta casualidad, había visto a aquel indio entrometido despidiéndose de su hermana supuestamente enferma. Entonces no le quedaron dudas de que habían pasado aquel día juntos, y de que Beatriz había sido encubridora de su escapada. Él era el único que lo sabía y dedujo que descubrir ese secreto podría servirle más adelante. Ese pensamiento y el afán de perfeccionismo que él ponía para que sus desquites resultaran cada vez más refinados, fueron los que impidieron que el arrebato de ira que estaba sintiendo lo empujase a abrir las puertas del palacio, a sacar su puñal del cinturón y a degollarlos como a dos perros sarnosos allí mismo. Días después, se arrepintió de no haberlo hecho.