Y fue en el momento en que nuestros ojos toparon con la ciudad de México en medio de aquel valle cuando se nos reveló su grandeza. Que no sólo es más extensa que tres veces Sevilla, que hasta ese punto húbome parecido la ciudad más espaciosa que imperaba en la capa de la tierra, sino que se encuentra rodeada de agua por todas sus vertientes. Una calzada larga y amplia con ornadas barandillas de madera noble nos encaminó desde la tierra firme hasta la isla, y cuando tuve a bien señalar la magnificencia de aquel lugar, el médico nativo que nos acompaña y que destaca por sus amplios conocimientos, narró que aún fue más hermosa en el pasado, que no había parangón en ningún otro lugar de la tierra y que los antiguos pobladores de la zona la llamaban Capital del Único Mundo. Díjome que en otros tiempos, por debajo de aquella calzada, se extendía una gran cantidad de agua, que por zonas era dulce y por otras salada, y que las gentes lo mismo habían de caminar que de navegar para ir de un lado a otro de la ciudad. Habló de la existencia de muchos árboles de distintas variedades, de senderos plenos de flores muy olorosas y de que eran de maravillar los antiguos templos y palacios. Otrora parecían los edificios estar hechos de oro y piedras preciosas de como brillaba todo, y existían pájaros que nada habían de temer de los hombres y que acudían prestos a los estanques […]. Es de lamentar que nada quede ya de todas aquellas excelencias, que para lograr la conquista hubiéronse de derribar los primeros edificios. Las construcciones son nuevas, a la usanza de España. El lago perdió su esplendor de antaño y al presente todo lo que se halla en él es légamo, juncales, sapillos y un extraño ser al que llaman axolote, mezcla de pez, lagarto y rana.
—¡Volvemos a casa!
Miguel lanzó la frase mientras traspasaba el umbral de la puerta y la cara de la tícitl adoptó una expresión de niña traviesa. La mujer pareció salir de golpe del fondo de su modorra habitual y comenzó a esponjarse como una flor en primavera. Había pasado los últimos meses ensimismada, latente dentro de su propio cuerpo, invocando a todos sus dioses para que Miguel recuperase el juicio o sintiese añoranza, y deseara tanto como ella regresar al hogar. Por fin parecía que sus ofrendas y rezos habían sido escuchados, y sin perder un instante, antes de que el joven pudiera arrepentirse, comenzó a recoger todos sus cachivaches de hechicera y los fue embalando en pequeños hatillos mientras Miguel, muerto de risa, se lanzó a explicarle que aún quedaban unos días para la partida. Cuando la tícitl se enteró de que no se trataba de un viaje planeado por Miguel por anhelos de la patria, sino que todo se debía a un cúmulo de circunstancias que les habían unido a aquellos españoles fastidiosos, puso el grito en el cielo. Se le enrojeció la cara de pura ira, las palabras se le agolpaban en la boca luchando unas con otras para salir y no sabía cómo hacerle ver a Miguel lo terriblemente ultrajada que se sentía. Lanzó un millón de improperios en náhuatl sobre ser cómplices de los caxtiltecas, que hasta ese momento lo único que habían hecho era destruir todo lo que ella había amado, y sobre que, por si fuera poco, les estaban ayudando a que su número se incrementara en unas tierras que no les pertenecían.
—No les llames caxtiltecas, sabes que a ellos no les gusta ese nombre —le dijo Miguel en tono conciliador.
Pero ella siguió con sus charlas internas y externas, lanzando gritos y murmullos incoherentes difíciles de entender hasta para el propio Miguel. Después de un buen rato de parloteo enredado que parecía no haber surtido en el joven médico el efecto pretendido, se lanzó a recordarle lo desdichados que podrían ser si se acercaban demasiado a los españoles.
—Piensa que, pocos días después de tu llegada al mundo, un adivino azteca que tu abuela hizo llamar, consultó en su calendario las perspectivas futuras de tu existencia —le dijo con un ojo medio cerrado mientras le señalaba con su dedo nudoso— y aseguró que por haber nacido en el día 1 Jaguar, tu destino te empujaba a ser un joven de gran fuerza, valor y sabiduría, pero que encontrarías un obstáculo en el camino que truncaría tu felicidad, arrancando el aliento de tu pecho en edad temprana.
—No creo que ese presagio se refiriera al hecho de acompañar a unos castellanos hasta Tenochtitlán.
—Nunca se sabe; cuanto más lejos de ellos, mejor.
—Si ese es mi destino —añadió Miguel—, no puedo hacer nada para cambiarlo, ¿no es así?
Pero la tícitl no tenía ganas de profundizar en querellas sobre las predestinaciones y las viabilidades de poder eludirlas. Murmuró algo sobre los malditos caxtiltecas, o españoles, o como quisiera que se llamasen, sobre lo que pensaría su abuelo Cuauhtémoc de aquello si levantara la cabeza, sobre esa diosa con aureola y bebé en los brazos que los usurpadores habían colocado por todas partes, que pese a su dulce apariencia les ayudaba en sus fechorías, y sobre desgracias que se aproximaban sin que una humilde tícitl pudiera hacer nada por evitarlo. En el fondo no era tener que acompañarles lo que más le dolía a la tícitl, a fin de cuentas llevaba más de la mitad de su vida haciendo de tripas corazón delante de los españoles; lo que realmente la atormentaba en lo más profundo de sus entrañas era su convicción de que ese viaje no era más que una excusa que Miguel había urdido para permanecer al lado de aquella joven de ojos peligrosamente verdes que a ella le daba tan mala espina. Sabía que la castellana era la verdadera razón de ese repentino viaje que dejaba inconclusos los trabajos con fray Diego de Landa, que hasta ese momento era lo que Miguel había considerado más importante y trascendental de todas las labores realizadas en su vida. La tícitl se daba cuenta de que, desde el mismo instante en el que atendieron la enfermedad de Mariana, las prioridades de Miguel habían cambiado. Esa joven lo tenía hechizado, y por mucho que ella intentaba deshacer la fascinación con ensalmos y fervientes plegarias dirigidas a los antiguos dioses, era incapaz de contrarrestar el hechizo. Las veces que le insinuó que aquella mujer lo tenía embaucado, él apartó los ojos y sin contestar cambió de conversación. Por ello, en vista de que sus charlas, protestas y malos pronósticos no sirvieron para que el joven cambiara de opinión, decidió como último y desesperado intento para defenderlo de los malos designios colocar, sin que él se diese cuenta, una piedra de color amarillento debajo de su lecho, que según los preceptos ancestrales ayudaría a combatir lo que ella llamó «su incontrolable destino».
A Miguel le dolía que su tícitl se hubiera tomado así la noticia. La quería con toda su alma y nunca se separaba de ella, lo había acompañado en todos sus viajes y estando a su lado, con su olor a humo y la textura de sus manos rugosas rozando su cara, la mayoría de las cosas le parecían mucho más fáciles y pausadas. Era relajante verla moverse tan despacio, con la tranquilidad de no tener prisa en llegar a ninguna parte. Aquella mujer vivía aislada en su propio interior, murmurando letanías entre las sombras y encendiendo sahumerios por los rincones de la casa. Ella era el puente entre su pasado lleno de historias mágicas y el presente que le había tocado vivir. Siempre había tenido en cuenta sus consejos y confiaba en sus presentimientos porque ella, a pesar de dar la impresión de que su espíritu sobrevolaba cuatro palmos por encima de su cuerpo, parecía intuir con mucha más claridad que el resto de los mortales las cosas que rodeaban los asuntos trascendentes. Pero en esa ocasión no podía escucharla. No quería separarse de la comitiva de castellanos por muchos pronósticos funestos que señalara sobre ellos, y en concreto sobre la joven. Desoyó por primera vez las advertencias de la tícitl para hacer lo que le marcaban sus propias emociones. Tenía la impresión de que si dejaba marchar sin más a Mariana, ella se convertiría en un fantasma idealizado que le perseguiría por el resto de su vida, transformando a las demás mujeres en seres insustanciales cuando las comparara con ella. Pensaba que pasar más tiempo a su lado le ayudaría a ver sus defectos, a descubrir en ella torpeza, estupidez o la cualidad de considerarse prócer que la tícitl aseguraba innata en todos los españoles. Verla diariamente quizá sirviera para lograr familiarizarse con su belleza candorosa hasta que llegara el momento en el que su rostro y su cuerpo se desdibujaran poco a poco frente a él, para así lograr verla como alguien ordinario. Miguel pensaba que acostumbrarse a ella le ayudaría a recobrar la calma y la seguridad que siempre habían sido la marca distintiva de su carácter, y que ahora apenas podía fingir cuando ella se encontraba presente.
Los hermanos de Mariana se encargaron de ultimar los preparativos del viaje. Mientras tanto, la joven pasaba las tardes con Beatriz, Miguel y fray Lorenzo, paseando por las cercanías del pueblo, visitando lugares ancestrales y conociendo las historias que Miguel les contaba sobre los dioses y diosas que habían creado aquella tierra.
—¿Cree vuesa merced que los indios están agradecidos a los españoles por haberles mostrado al verdadero Dios? —le preguntó Mariana una de las tardes.
—Bueno —dijo Miguel buscando la manera de expresar con claridad lo que pensaba—, no creo que tuviesen otras opciones más que aceptar y mostrarse agradecidos. Imagine que, un día cualquiera, vuesa merced se encontrara en su casa, que un grupo de hombres armados entrara en ella por la fuerza, que atacase a su familia, que entrase en su templo y destruyese sus imágenes sagradas, que hiciese una pira con todos sus ejemplares de la Biblia y que enviaran a la hoguera a todo aquel que intentara rebelarse.
Se quedaron en silencio. Miguel se arrepintió de haber mencionado el castigo del fuego al ver los ojos de Beatriz y le pidió disculpas por traer a su memoria aquella imagen tormentosa.
—No… no se preocupe. Descuide —dijo Beatriz recuperándose del recuerdo de su familia—. A lo largo de estos años he tenido mucho tiempo para pensar en ello y sepa que estoy de acuerdo con vuesa merced. La fuerza no es el método adecuado para convencer de la magnanimidad de Dios. Nunca sabremos si los habitantes de estas tierras aceptaron la religión cristiana por convencimiento propio o por miedo a las represalias. A veces me pregunto si el Señor está conforme con conseguir fieles por este método.
—¡Pues claro que no lo está, estimada Beatriz! —añadió fray Lorenzo con énfasis—. Él proclamaba otros preceptos: el amor, la paz, el considerar al prójimo como a uno mismo, sin embargo… ¡Hace falta un cambio de actitudes! El problema no es Dios, ¡qué va!, el problema son sus intérpretes, los intereses que los mueven y su inabarcable poder.
Las conversaciones fueron aumentando en grado de complicidad según iban transcurriendo los días. Habían formado un grupo realmente pintoresco: el dominico utópico, la joven y bella española, la mujer melancólica de cabellos dorados y el médico indio que, en algunas ocasiones, traía con él a la vieja y desconfiada tícitl, convencido de que el roce hace el cariño y de que a fuerza de ese contacto conseguiría que ella al menos les aceptase.
A veces, las palabras se solapaban, se dejaban intuir más que entender y todo el mundo parecía estar hablando de lo mismo pero con diferentes palabras. Mariana sentía que poco a poco iban adentrándose en terrenos complejos, donde las conversaciones se quedaban en un lugar impreciso entre lo lícito y lo censurado, y era entonces cuando se sentía partícipe de un secreto que había permanecido allí durante todos esos años, frente a sus ojos, pero ligeramente oculto tras una densa niebla que aquellas personas estaban ayudando a despejar. Los escuchaba atentamente, sintiéndose torpe por no haber llegado por ella misma a esas lúcidas conclusiones tan razonables. Recordó su primer contacto con aquellos pensamientos, cuando Alfonso le escribía para confesarle sus dudas espirituales: en aquel momento ni siquiera pudo percibir una mínima parte de lo que intentaba transmitirle, y quedó todo en suspenso cuando él y su padre murieron. Se dio cuenta de que había borrado las razones de la muerte de Rafael y Alfonso señalándola sólo como el fin de su existencia terrena pero que, por el contrario, Beatriz le había dado sentido a su marcha añadiéndole valores de mártires al paso de ambos por esta tierra.
Un día, la confianza impulsó a fray Lorenzo a hablar de Erasmo, de sus ideas y de la poca consideración hacia éstas en España. Lo hacía tranquilo y pausado, con la seguridad de que todos conocían las tesis que estaba insinuando, y Mariana se dio cuenta de que no era la primera vez que Beatriz o Miguel escuchaban hablar de esa ideología a fray Lorenzo. Por un momento se sintió infravalorada, como si llevara mucho tiempo viviendo en una nebulosa rosada creada para ella por sus padres, sus hermanos y por Beatriz. Como si hasta ese momento la hubieran mantenido apartada de las realidades del mundo por no considerarla suficientemente adulta como para poder asimilar nuevas ideas. Se mantuvo callada escuchando la conversación, como un ladrón agazapado entre las sombras, con miedo a que de pronto se diesen cuenta de su presencia y volvieran a tamizarle las realidades con historias pueriles e insípidas. Escuchó a fray Lorenzo mientras ataba cabos, presuponiendo los conocimientos de todos, imaginando anteriores conversaciones en las que ella no había estado presente. Cuando llegaron al convento se plantó frente a Beatriz.
—Hace mucho que ya no soy una niña —dijo, visiblemente molesta—. Ya no tienes que protegerme, sé hacerlo yo misma.
—No quiero que nadie te haga daño.
—Mantenerme en una burbuja de cristal no me hará feliz. He de conocer el mundo que me rodea. O al menos intentar conocerlo. ¿No me crees capaz de aceptarlo? Para ti siempre seré una niña, ¿verdad?
—No, no es eso, pero tienes razón. Voy a contarte algo —le dijo mientras le tomaba de las manos—, vas a enterarte antes o después, así que… —Lanzó un suspiro y continuó—: Rafael y Alfonso murieron sin confesar que poseían unos libros prohibidos. Los guardaban en el granero, pero cuando los detuvieron no me quedó más remedio que sacarlos de allí, ¿comprendes? —Suspiró con dificultad—. Quiero que sepas que nunca tuve intención de poneros en peligro, ni a tu familia ni mucho menos a ti… Yo sabía cuál era el lugar más seguro donde los podía esconder, sabía que allí no los buscarían, ¿comprendes? ¡Ay! Mi niña, me da tanta vergüenza contarte esto…
—Por favor, ¡sigue! —Mariana comenzó a impacientarse.
—Durante años han permanecido escondidos en tu casa, en el palacio de tu padre, debajo de mi cama. —Se quedó mirando al suelo abatida—. Si tu pobre padre lo supiera… Ahora los tengo aquí —señaló el equipaje que descansaba en una esquina de la alcoba—, vinieron escondidos bajo la tapa del virginal. Quiero entregárselos a fray Lorenzo. Él sabrá hacer buen uso de ellos. Yo creo que con esto ya he cumplido la promesa que le hice a Rafael.
—¿El virginal? —Mariana se había quedado atónita—. Pero…
—Imagina el susto que pasé cuando supe que antes del embarque en Sevilla habría una inspección de los equipajes. Aunque yo creo que los hombres que nos registraron no tenían ni idea de que el virginal podía abrirse —dijo sonriendo—, seguro que no sabían ni para qué servía. Además, ¿quién iba a desconfiar de dos mujeres como nosotras, verdad? —añadió poniendo cara angelical.
Mariana permanecía petrificada. Estaba descubriendo a una nueva Beatriz que hasta ese momento había permanecido oculta bajo su perenne apariencia de dulzura y que los había tenido engañados a todos incluida a ella misma durante todo ese tiempo. No recordaba la cantidad de años en los que la había imaginado débil, quebradiza. En alguna ocasión, en el transcurso de ese viaje, se había sentido culpable de arrastrar a un ser tan delicado y sensible como ella por caminos de mar y tierra que podrían desequilibrar su estabilidad emotiva. Pero comprendió que los reveses de la vida, en lugar de derrotarla, la habían vuelto más astuta. Ahora podía percibir su lucha silente, su fortaleza escondida bajo la capa sutil de la inocencia, y la admiró por ello.
—No sabía que el virginal tuviera tantas posibilidades —dijo Mariana mientras miraba al suelo—. Creo que carezco de imaginación y que debo aprender mucho de ti. —Ambas se rieron—. Quiero que sepas que estoy enfadada. —Mostró un mohín desilusionado—. Debiste decírmelo. Me hubiera gustado saber que escondíamos algo. Seguro que fue un momento muy emocionante.
—Pasé miedo por las dos.
—Pero seguro que fue muy emocionante —añadió Mariana con ojos de ensueño.
Beatriz aseguraba que la vida la había empujado a conocer a fray Lorenzo para que él fuese el encargado de continuar, en la medida que estuviese en su mano, la labor de su marido y de su hijo. Así, en cierta forma, sentía que su muerte no había resultado en vano. Antes de partir de Izamal, entregó a fray Lorenzo los libros que había traído escondidos desde España. Las mujeres se despidieron de él con la firme promesa de no perder el contacto y de escribirse al menos una vez por semana.
Ultimar el viaje a la capital de Nueva España entretuvo a la comitiva durante unos cuantos días más, para desazón de Rodrigo. Al hermano de Mariana no le pasaba por alto la, a su entender, cordialísima relación que las mujeres mantenían con fray Lorenzo, pero aún le molestaba más ver cómo tarde tras tarde ambas salían a pasear con el dominico y aquel indio impertinente al que todo el mundo trataba como si fuese un marqués. Se hartó de desacreditarlo frente a Luis con la esperanza de que él pusiese coto a aquellos encuentros, pero su hermano se hallaba demasiado ocupado en otros menesteres y le importaba bien poco en qué se entretuviese Mariana siempre y cuando no interrumpiera sus preparativos para el viaje. Ante eso, lo único que pudo hacer Rodrigo fue acelerar tanto como pudo la partida y prometer una recompensa al capitán del barco que los llevaría hasta la Villa Rica de la Veracruz si lograban arribar antes del plazo previsto. No obstante, tuvo que tragarse la presencia de Miguel en los almuerzos, las cenas y las conversaciones durante toda la travesía y, aún peor, tuvo que verlo reflejado en la mirada risueña de Mariana mucho más de lo que le hubiera apetecido.
Por el contrario, Mariana deseaba que aquel viaje hasta la capital de Nueva España se hubiese alargado por siempre. La compañía de Miguel y sus palabras le abrían los ojos a un mundo nuevo que parecía haber estado todo el tiempo delante de sus narices pero que ella había sido incapaz de percibir hasta ese momento. Era como si le estuviesen dando la libertad de tomar sus propias decisiones, de creer y de ser libre al menos dentro de su mente. Se sentía mucho más feliz de lo que se había sentido nunca. Parecía que el aire era más fragante, que los pájaros cantaban mejor, que el sol salía única y exclusivamente por y para ella. En muchas ocasiones, se descubría sonriendo cuando se hallaba sola y tarareando melodías que no conocía. Si intuía que Miguel se encontraba cerca, sentía un estremecimiento placentero en el fondo del estómago y una oleada de alegría le sacudía los sentidos. Por eso Mariana no deseaba llegar a la casa del virrey; no estaba segura de encontrarse dispuesta a aceptar los designios de su familia. No se atrevía a decirle nada a Beatriz para no preocuparla, pero aquella mujer que la conocía desde niña se daba cuenta de que la joven había cambiado y reconocía la razón porque ella ya pasó en su juventud por un estado de plenitud espiritual parecido. Lo que Mariana sentía por el médico se intuía cuando se estaba cerca de los dos. Al final del viaje, los cruces de miradas, las sonrisas a escondidas y la complicidad entre ambos resultaban tan perceptibles a los ojos escrutadores de Rodrigo que apuró el último día con un frenesí que no se molestó en disimular y que dejó agotada a toda la comitiva. Sólo se tranquilizó cuando divisó el contorno del palacio virreinal y Miguel comenzó a despedirse de todos indicándoles que podrían encontrarle en Tlatelolco, en casa de su padre.
El palacio virreinal era la copia exacta de cualquier otro palacio castellano, aunque de cuando en cuando, como ocurría en el convento de Izamal, algún muro, columna o adorno se salía del cauce español para recordar el lugar en el que se encontraban, «y de alguna de las esquinas del edificio, asoman a la corredera enormes cabezas de un animal quimérico, en medianía entre el dragón y la serpiente y labradas en piedra, que muestran sus dientes blancos y terribles. Diríase que surgen las testas de lo profundo del palacio para, en venganza por su cruel destino, morder al primer español que osara acercarse». Las paredes eran de piedra blanca y en el interior había un patio central en el que crecían unas plantas enormes, con hojas que trepaban por los arcos y columnas que lo rodeaban y que llegaban hasta los pisos superiores.
El virrey en persona salió a recibirles. Era un hombre delgado de cabello castaño y ondulado, parecía amable, deseoso de agradar. Era reconocido en toda Nueva España como un gobernante justo y honrado que defendía a los indios de posibles abusos, pero los encomenderos no se mostraban muy de acuerdo con esas maneras que les perjudicaban económicamente. En los últimos tiempos el malestar podía respirarse y un ambiente denso dividía la opinión entre los que estaban a favor de utilizar a los indios como si del ganado de sus haciendas se tratase, y los que mantenían una postura cercana a la de la Corona, que en algunos casos se preocupaba por el tratamiento cristiano a los indios más por apariencia que por razones misericordiosas. Aquel hombre de buenas maneras y costumbres relajadas parecía encantado con la presencia de los castellanos. No sólo estaba atendiendo a Luis como visitador del rey, sino que además estaba conociendo a su futura nuera. Mariana se sintió observada y la mirada empalagosamente amable del virrey le produjo más incomodidad que confianza. Pero peor aún fue cuando apareció su hijo y todas las esperanzas que había puesto en torno a ese instante se esfumaron. Durante la última parte del viaje fantaseó con la idea de que, en el momento en que se encontrara frente a frente con su futuro esposo, percibiría una especie de señal, una certeza, como una intuición que la envolvería de tranquilidad y sosiego. Esperaba que al conocerlo desaparecerían las sensaciones que Miguel provocaba en su piel, en la sangre de sus venas que hervía cuando él estaba cerca, en las lágrimas sin razones que derramaba por las noches, antes de dormirse, pensando en el médico. Creyó que al conocer al hijo del virrey descubriría de un soplido todo lo que Beatriz decía que era el amor y por fin podría asegurar que no era eso lo que sentía por Miguel, porque desde que lo conocía había estado intentando no ponerle nombre a lo que el médico provocaba en su estado de ánimo. Pero la cercanía de su futuro esposo no ocasionó señal alguna de enamoramiento. El tiempo no se paró en el instante en que se vieron por primera vez, ninguna mariposa voló arrebatada dentro de su estómago y al mirar en sus ojos no sintió que todo en la vida la había empujado a conocerlo. Nada. Aquel tipo parecía tan ajeno a ella que apenas podía creer que era él con quien debía compartir su destino. El hijo del virrey era un muchacho ambiguo y, por mucho interés que puso Mariana en intentar encasillarlo para poder ordenar sus ideas, no fue capaz de describirlo de una manera clara. Le pareció impreciso, volátil, ni demasiado alto ni demasiado bajo, ni rubio ni moreno, con los ojos de un color indefinido entre el verde y el pardo, y con la piel tan extremadamente blanquecina que podía distinguírsele a la perfección los entramados de las venas y los músculos. Apenas reparó en Mariana. Sus delicadas manos rozaron dulcemente las de ella cuando las tomó para besarlas en el momento de las presentaciones, y sin hacer ni un solo comentario, sus ojos de rizadas pestañas comenzaron a pulular por todos los rincones de la habitación mientras los demás se entretenían en una conversación de cortesía. El joven parecía poco interesado en el mundo en general y en Mariana en particular. Ella supuso que Rodrigo había elegido a aquel hombre como su esposo para mortificarla. Era otra de las interminables venganzas que su hermano reservaba para impedir el olvido de sus inexpiables ofensas.
El virrey dispuso para la noche siguiente una opulenta cena de gala a la que asistiría lo más destacado de la sociedad en Nueva España. A la cena acudieron muchas personas distinguidas «a las que llaman gachupines. Dijéronme que una servidora de V. M. también era una de ellos, pues así han de llamar a los nacidos en España, y que nos han de apodar así para diferenciarnos de los criollos, que son los hijos de españoles nacidos en el Nuevo Mundo. Llegué a pensar que en este lugar cualquier cosa ha de servir para hacer diferencias sociales, y que no sólo la sangre marca distancias, también sirve el cielo que nos vio nacer».
Cualquier excusa era buena para justificar una reunión que les hiciera sentirse a todos en familia. En este caso, la ocasión para conocer a la joven que al parecer iba a convertirse en la futura esposa del hijo del virrey merecía una fiesta. También invitaron a Miguel en agradecimiento por su inestimable ayuda durante el viaje, y él aceptó encantado, y no precisamente porque le agradaran ese tipo de reuniones. A la cena acudieron los más destacados personajes de la ciudad, y de forma casi ineludible se comenzó a hablar de política, de avances técnicos y de las novedades náuticas de la llamada Carrera de Indias.
—Así que a partir de ahora será más difícil que esos demonios ingleses y holandeses consigan robar nuestros navíos, según he podido saber —dijo uno de los hombres durante la cena dirigiéndose a Luis—. A pesar de eso, es importante que Su Majestad sepa que, en algunas ocasiones, consiguen entrar hasta el puerto de Veracruz y robar allí con total impunidad. El baluarte que protege la puerta por la que Hernán Cortés y sus hombres entraron y que fue nuestro primer puerto en Nueva España está defendido por la muralla más endeble jamás construida a este o al otro lado del océano. Para esos piratas es más cómodo saquear de esa manera que arriesgarse a un altercado en alta mar.
—El rey está informado de ello y reforzará la seguridad en aquella zona —aseguró Luis.
Pareció que se quedaban conformes con la respuesta, pero otro de los hombres cambió de tema y lanzó el comentario que en los últimos meses circulaba en todas las reuniones.
—Parece que el mestizo que Hernán Cortés tuvo con aquella intérprete india está llamando a la rebelión. Anda movilizando a otros hijos de conquistadores e incluso se habla de la posibilidad de que su medio hermano Martín venga desde España para ayudarle.
—Es cierto que esos comentarios han llegado hasta la corte —dijo Luis secamente—, lo que me gustaría saber son sus razones. Martín Cortés estuvo luchando en las guerras de Argel y de Alemania, incluso acompañó al monarca en la campaña de Flandes. Siempre ha mostrado mucho respeto a la Corona. De momento son sólo conjeturas, pero se habla de intentos de independencia.
—Ese Martín Cortés… Está claro que la sangre de salvajes corre por sus venas —Rodrigo se había mantenido al acecho de una oportunidad para ser desagradable, y dejó que las palabras flotaran en el ambiente y que cortaran el aire, de forma que los ojos de la gran mayoría de los presentes se posaron en Miguel—. No entiendo qué es lo que pretende hacer. Los indios no destacan por su inteligencia. Hernán Cortés, con seiscientos de sus hombres, fue capaz de conquistar una ciudad que contaba con diez mil guerreros. Si eso no demuestra la superioridad de los españoles respecto a los indios…
—No creo que se pueda acusar a los mexicas de malos guerreros —dijo Miguel de forma pausada—. Creo que simplemente se vieron sorprendidos por nuevas técnicas de lucha. Tenga en cuenta vuesa merced que, por ejemplo, para los mexicas el caballo era un ser desconocido. En un principio los nativos creían que eran atacados por seres gigantes que caminaban a cuatro patas. No diferenciaban dónde comenzaba el hombre y dónde acababa el caballo porque ambos individuos tenían la misma actitud irracional.
—¿Me habla de actitud irracional? —Rodrigo se levantó de su silla con gesto desafiante—. ¿Actitud irracional los españoles? —Y miró al resto de los comensales buscando el apoyo en sus ojos—. Esos salvajes —rugió colérico mientras señalaba a Miguel— eran caníbales, se comían entre ellos y cuando podían se comían también a los españoles que lograban atrapar.
—Es cierto —respondió Miguel sin perder la calma—. De hecho, cuando vuesas mercedes trajeron al cerdo, que en estas latitudes también era un animal desconocido, muchos de los nativos pensaron que era de la misma familia que los españoles porque su carne era igual de sabrosa que la de ellos.
A Rodrigo hubo que sujetarle porque pareció que intentaba saltar por encima de los platos para lanzarse directamente al cuello de Miguel, que seguía sentado e indiferente como si la cosa no fuese con él. La reunión se desmandó, se pusieron a hablar todos a la vez y algunos españoles se sintieron ofendidos, se levantaron e hicieron ademán de abandonar la mesa.
—Por favor, por favor… señores… —La voz del virrey resonó por encima del murmullo de la sala mientras golpeaba una copa con el cuchillo, intentando llamar la atención con el tintineo—. Señores, no estropeemos esta maravillosa velada. Estoy seguro de que nuestro querido invitado no ha pretendido molestar a nadie, ¿verdad? —dijo mirando a Miguel—. Hablemos de otras cosas, hoy es un hermoso día para mí. Propongo un brindis: ¡Por la gloria de este hermoso país!
El comienzo del baile suavizó la velada. El hijo del virrey bullía por la fiesta como si tal cosa, hablando con unos y otros con atolondrada sonrisa y sospechosa dulzura. Mariana no sabía muy bien qué pensar, aunque en realidad no le apetecía en absoluto intimar con aquel hombre y en el fondo se sentía aliviada por no tener que permanecer a su lado y fingir interés por él. Llevaba ya mucho tiempo con una única persona metida en su cabeza y era tal la admiración que despertaba en ella que hasta el sonido de su nombre evocaba sensaciones deliciosamente angustiosas que desequilibraban su serenidad, y a veces se descubría pronunciándolo en voz baja, dejando que el sonido la acariciara por dentro. Lo buscó con la mirada: Miguel estaba en una esquina del salón, asintiendo a una conversación a todas luces nada interesante con su habitual gesto acogedor. De vez en cuando desviaba la mirada para encontrarse con los ojos de Mariana y sonreír; entonces ella era feliz. Salió de su ensimismamiento cuando Rodrigo tomó su brazo de forma repentina para sacarla a bailar. No quería bailar con Rodrigo, no quería que estuviera allí, y ni siquiera quería tener que considerarlo su hermano, pero las normas de educación le impedían mostrar todo el desprecio que sentía por él. Le asqueó el contacto de su mano, su olor de animal montuno, que le recordaba los momentos de persecución por el palacio en los tiernos años de su infancia, y de pronto volvió a experimentar la misma repugnancia que sintió la tarde en la que él la apretaba contra su cuerpo. Por más que lo intentaba, no podía olvidar el odio del pasado y no podía ni quería olvidar lo que Rodrigo les había hecho a Alfonso y Rafael.
—Hace mucho que me debías un baile —susurró Rodrigo cerca de su oído en uno de los cruces—. Veo que no has cambiado nada a lo largo de estos años. Sigues ofreciéndole tus encantos a cualquiera —dijo señalando al médico con la mirada.
Mariana no le contestó. Se zafó en cuanto pudo de su hermano y se dejó llevar por el salón intentando no leer demasiado en su mente para no tener que admitir que andaba buscando a Miguel. Salió al patio del palacio, repleto de plantas exóticas de fuertes olores, y allí estaba aquel hombre que le provocaba una extraña sensación de paz y que parecía saberlo todo sobre el mundo pero, más que nada, parecía saberlo todo sobre ella.
—Huele de una forma extraña —dijo Mariana.
—¿Ve esas figuras de los rincones? Las hacen en Papantla, cerca de Veracruz, con una planta llamada vainilla, que tiene ese olor característico.
Ambos se quedaron en silencio durante un buen rato.
—¿Siente rencor por lo ocurrido durante la conquista? —Mariana preguntó sin mirarle a los ojos.
—No. No siento rencor. Es el pasado… es la historia del pasado de mi pueblo y sentir rencor no hará que cambie, sólo creará dolor en mi pecho, así que no. —Miró a Mariana y relajando el tono añadió—: Además, de no haber ocurrido así, jamás hubiera visto unos ojos como los suyos, ¿no cree?
Mariana se sintió avergonzada y a la vez un cosquilleo placentero recorrió su cuerpo. Quería decir algo rápidamente, antes de que él pudiese darse cuenta del rubor que teñía sus mejillas.
—Todo aquí es tan diferente a lo que yo había visto hasta ahora. El olor del aire, las personas, la tierra, las plantas, los pájaros… Hay tantas cosas que quisiera conocer…
—Sé de un lugar extraordinario que me gustaría enseñarle. Disfrutaría mucho, aunque se halla un poco lejos y no encuentro la manera de poder llevarla. No creo que su hermano le dé permiso para una excursión conmigo —dijo Miguel irónicamente.
—Puedo salir a escondidas si volvemos antes del atardecer.
Mariana se sorprendió ante sus propias palabras. Las había escuchado como si hubiese sido otra persona quien las había pronunciado. Sabía que podría salir sin que la vieran y que encontraría una excusa para desaparecer durante un día, pero desconocía que ella tuviera el suficiente valor como para tomar una decisión como ésa con tanta precipitación, porque jamás, en ninguna otra circunstancia de su vida, había sido osada. Pensó que la valentía se la había dado la copa de licor que estuvo blandiendo toda la noche o que quizá esa sorprendente intrepidez era consecuencia de algún hechizo de la tícitl, aunque a esas alturas a Mariana ya no le preocupaba en absoluto esa posibilidad.