13

Encomiable pero harto complicada es la labor que fray Diego de Landa intenta realizar en estas tierras, y le está resultando difícil conocer el alfabeto que empleaban en el pasado estas gentes del Yucatán. Uno de sus ayudantes, un médico llamado Miguel, tuvo a bien explicarme que la traducción es complicada porque para ellos no era lo mismo representar los sonidos del idioma español que los significados que forman al unirse. Y cierto es lo que me contó, que estando yo presente vi cómo uno de los indios instruidos que ayuda al fraile, tras mucho rato intentando comprender el método que usaba el franciscano para la traducción y pidiéndole éste que apuntase una frase cualquiera, escribió «ma in kat», que en su lengua significa «no quiero» […]. Los libros de estos hombres se escriben en una larga hoja, que se dobla en muchos pliegues formando un biombo y se encierra entre dos tablas que estas gentes hacen muy galanas utilizando maderas nobles. Escriben en columnas que me dijeron han de leerse de izquierda a derecha. El papel se hace del metí o maguey, una planta prodigiosa de la que hablaré más adelante, aunque también es cierto que en otras ocasiones se escribe en el pellejo de algún venado y, una vez formado el pliego, que es tan grande como dos pliegos nuestros, le dan un lustre blanco para poder escribir bien en él […]. En la planta del maguey, a la altura de la raíz, se crían unos gusanos blancos como de medio dedo meñique de largos que los indios y algunos españoles tuestan con sal, como hacemos en Castilla con las pipas de las calabazas, y que dicen son buenos de comer. No sabría decir cuál es su sabor. Sé que prometí que a través de mis descripciones V. M. sentiría como si en verdad estuviese aquí; ruego me dispense del cumplimiento en este caso, pues no los he probado y no creo que lo haga.

No hizo falta que Mariana tuviera que pasar por el trance de ver a Miguel de nuevo en su alcoba. Sorprendentemente, tras la ingestión periódica del jarabe anaranjado, los vahos de AToch-Ietl y las esmeradas friegas que Beatriz le impartía todas las noches con la emulsión mentolada, en un par de semanas la enferma se encontraba con las suficientes fuerzas como para atreverse a saltar de la cama para dar un paseo por el interior del convento. Estaba asqueada de tanto encierro y, a pesar de que Beatriz la acompañaba la mayor parte del tiempo, en las pocas ocasiones en las que se quedaba sola, se embarraba con sus propios pensamientos. La inactividad la sacaba de quicio. Se le quedó oído de tísica de tanto esforzarse por escuchar lo que pasaba fuera de su cuarto, y cada vez que percibía pasos desconocidos avanzando por el pasillo, imaginaba que eran los pies del desfachatado médico que venía de nuevo a visitarla como había prometido y se le quedaba el corazón arrugado como una pasa durante un buen rato, hasta que se aseguraba de que no era él.

Beatriz estaba entusiasmada y no dejaba de parlotear acerca de las virtudes curativas de las hierbas indianas que habían dejado a la joven como nueva, pero Mariana fruncía el ceño cada vez que la oía. Tuvo bastante tiempo esos días para llegar a la conclusión de que su milagroso restablecimiento podría no limitarse únicamente a las cualidades de las plantas. Quizá fueran los cachivaches y oraciones de la vieja india los que habían influido en ello. Si sus sospechas eran ciertas y el remedio de los caracoles, las madejitas de cabellos, las plumas y los ensalmos lanzados en lengua pagana habían conseguido aminorar su convalecencia y aquello era juzgado como brujería por la Iglesia, podría ser que su prodigiosa curación la convirtiera a ella en una pecadora de segunda línea o en algo mucho peor. Quizá, a través del bebedizo, esos dos personajes excéntricos habían logrado introducir en el interior de su cuerpo a alguno de los demonios de los que oyó hablar en el barco. Mariana no quería ni pensar en esa posibilidad.

Beatriz la ayudó a levantarse de la cama y el simple hecho de mantenerse en pie mientras la sujetaba por la cintura hizo que se sintiera como si estuviese estrenando las piernas. Toda la sangre le bajó de golpe a los pies para subir rápidamente a la cabeza y un ligero mareo la dejó paralizada y con los ojos cerrados durante unos segundos. Beatriz la miró preocupada.

—¿No sería mejor que esperáramos a que el médico le diera el visto bueno a esta salida?

Pero Mariana ya estaba harta. No soportaba más el color tostado de las paredes, las ventanas cerradas a cal y canto y esa atmósfera densa y mentolada en la que se había convertido la alcoba por falta de ventilación. Estaba segura de que el mareo se debía a haber pasado demasiados días en posición horizontal. Se sentiría mejor una vez pudiera respirar el aire del exterior.

—Prometo solemnemente regresar a la cama si me siento fatigada —dijo levantando su mano derecha, y murmuró para sus adentros—: Esperar al médico… Sí, sí, claro…

El sol se había decidido a hacer acto de presencia después de los lluviosos días que habían velado su enfermedad y cuando Mariana cruzó el umbral de la puerta tuvo que entrecerrar los párpados unos instantes porque sus ojos no estaban acostumbrados a la luz, y el reflejo del sol en las paredes amarillentas resultaba demasiado intenso. Una vez se hubo habituado, pudo observar toda la grandiosidad que no apreció el primer día por culpa de la fiebre. Contempló asombrada el lugar y dudó mucho que hubiese en el mundo conocido algún otro convento que dispusiera de un atrio tan grande como aquél. Beatriz realizó las labores de cicerone y le iba contando la historia de cada rincón, dándole explicaciones de cada detalle, cada columna o cada fresco representado en las paredes.

Un techo abovedado comunica el atrio con el claustro y unas pinturas adornan los laterales de la puerta principal, donde se puede apreciar el escudo de Castilla y León sobre el toisón de oro. Fray Diego encargó tallar para la iglesia un retablo labrado en madera de cedro en el que destaca la hermosa imagen de la Virgen María. Sabed que todo está cuidado al mínimo detalle y en nada ha de envidiar a las iglesias sitas en España, y si uno es un poco avezado puede percatarse de que el franciscano esmerose en su ornato y que este lugar es toda su vida.

—El joven médico que te atendió fue quien nos guió estos días por el convento a fray Lorenzo y a mí. Fray Diego está siempre tan ocupado… —le dijo Beatriz haciendo una pausa en el discurso, y añadió—: Es un muchacho encantador.

La frase atravesó el pecho de Mariana. Acababa de darse cuenta de que, entre aquellos muros, en cualquier momento podía encontrarse con Miguel, y ante esa simple posibilidad su estómago comenzó a burbujear y se le aceleró la respiración. Sintió unos irreprimibles deseos de echar a correr, y también sintió deseos de verlo y a la vez de no verlo, o de verlo sin que él la viese, o quizá sí quería que la viese, aunque no estaba segura. Escuchaba la voz de Beatriz ronroneándole por debajo de sus contradictorios pensamientos, hablando de lo bien que se encontraba allí y de que ojalá hubiera sido ése su destino final, porque la paz y la serenidad podían masticarse en Izamal y, según creía, era lo que ellas necesitaban. Continuaron andando sin rumbo fijo por la huerta de árboles importados de Europa que Diego de Landa había ordenado traer, cuando vieron que fray Lorenzo se les acercaba sonriente.

—Querida Mariana, no sabe cuánto me alegro de verla tan recuperada.

—Gracias, padre.

—Ahora que se encuentra mejor podrá descubrir las maravillas de este lugar y verá cómo va a lanzarse a escribir a Su Majestad acerca del paraíso en el que estamos. Vengan, quiero enseñarles algo.

Ambas mujeres siguieron los pasos del dominico hasta una de las estancias que daban al claustro. Era una sala alegre y diáfana, con grandes ventanales y una mesa rectangular de madera maciza alrededor de la cual cinco hombres trabajaban sobre unas largas hojas de papel. Un penetrante olor aceitoso flotaba en la habitación. Fray Lorenzo les explicó que se trataba de los componentes vegetales de los pigmentos utilizados para pintar los glifos.

—Esos son los códices anteriores a la llegada de los españoles —añadió señalando uno de los documentos que tenía la apariencia de ser bastante antiguo—. Fray Diego de Landa dice que por culpa del paso del tiempo y de la humedad ambiental se están deteriorando, y los reproducen por mandato suyo para que no se pierdan.

Con unos finos pinceles y gesto sereno, los hombres marcaban la historia de sus vidas antes y después de la llegada de los conquistadores, para conservar por siempre ese recuerdo en la memoria de las siguientes generaciones. Fray Diego, les proporcionaba la oportunidad de sobrevivir al olvido. Gran parte de la cultura maya había desaparecido por una u otra causa y nadie excepto fray Diego de Landa parecía interesado en conservar, al menos, lo que aún quedaba del pasado de aquella civilización. Era una ocasión única para que sus recuerdos perdurasen y los pocos indios ilustrados que conservaban en su memoria el pasado se involucraron en el proyecto de De Landa con auténtica pasión. Eso era lo que le había ocurrido a Miguel.

—Veo que se encuentra mucho mejor y que no ha esperado a que su médico hiciera el reconocimiento oportuno antes de levantarse.

La voz de Miguel irrumpió de pronto en la conversación. Había entrado en la sala sin que ninguno se hubiera percatado de ello. El joven médico mostraba gesto de fingido disgusto y su sonrisa se clavaba directamente en el cerebro de Mariana quien, justo en ese momento, comenzaba a sentirse relajada, e incluso había llegado a pensar que no iba a encontrarse con él aquella mañana. Un calor intenso le asaltó las mejillas. Le dio miedo que el golpeteo de su corazón resonara en forma de eco por las paredes del convento, porque ella lo notaba firme y enérgico dentro del pecho, y las rodillas se le volvieron flojas, como si estuviesen hechas de algodón. Se sintió terriblemente vulnerable. Hubiera deseado que la tierra se la tragase en ese mismo instante. Por el contrario, él parecía muy seguro, como si hubiera olvidado la última escena que había vivido con ella, o peor aún, como si no le diera ninguna importancia. A pesar de que Mariana consideraba que era mucho mejor que él reaccionara como si nada hubiese pasado, le hería pensar en la posibilidad de que Miguel se mostrara indiferente respecto a algo que a ella no le había dejado de rondar la cabeza. Quizá ese hombre tomaba la mano de todos sus pacientes cada vez que los atendía y la deslizaba dentro de su camisa como una parte más de la interacción médica. Quizá era costumbre en esas tierras que uno fuese acariciando el vientre de los demás para tomar confianza, pero a ella todo eso le parecía indecente. Además, en ese instante no sabía muy bien si por la cercanía de Miguel, o por el aroma a madera que desprendía, o por alguno de los hechizos que estaba segura le había practicado, percibía en la yema de sus dedos el tacto de la piel del médico como si la escena de su alcoba acabara de ocurrir. Él parecía estar adivinando sus pensamientos, y sonreía de la forma menos decente que un hombre considerado pudiera permitirse, aunque por lo visto nadie se daba cuenta. Sentía que todo la delataba. Cuanto más le siguiera mirando, más poder tendría sobre ella, pero no podía evitarlo.

Lo observaba de soslayo mientras los demás hablaban. Los ojos del médico parecían hechos de sal, tan negros y penetrantes; en cambio tenía la sonrisa blanca, franca y dulce, como de azúcar. Su rostro lucía el gesto de las personas que no pierden jamás los estribos. Intentó imaginarlo con el ceño fruncido, dando gritos o peleando, pero no lo conseguía. Se fijó en su pelo negro y lacio, demasiado largo, aunque en él no desentonaba. La tela clara de la camisa resplandecía contra el tono tostado de su piel, y al verla de nuevo se le hizo un nudo en la garganta.

—Ya está muy recuperada, gracias a sus cuidados —dijo Beatriz al ver que Mariana se había quedado totalmente muda—. No sé lo que hubiéramos hecho si no llega a estar vuesa merced aquí.

—Estoy seguro de que la constitución fuerte de la joven también ha influido en su mejoría —añadió Miguel.

Fray Lorenzo recuperó el ritmo de la conversación y siguió hablando de lo interesante que le parecía la tarea que se llevaba a cabo en el monasterio de fray Diego. En su opinión, muy pocas personas del viejo mundo podían imaginar la grandeza de la cultura que subyacía en esos parajes y añadió que lo que hasta ahora habían visto era sólo una pequeña parte de lo que aún quedaba por descubrir. Insinuó que Mariana y él deberían ponerse de acuerdo para narrarle al monarca las cosas que estaban descubriendo porque, de otra forma, sus cartas dirían lo mismo pero con diferentes palabras, y le propuso repartirse los temas que cada uno trataría, opinando que ella debería hablar de las cuestiones más cotidianas y que él se encargaría de las religiosas y técnicas. Alabó el trabajo y la inteligencia de Miguel, conocedor de las antiguas lenguas como el nauhátl y el maya, médico y estudioso de la cultura prehispánica, asemejándole a los mejores humanistas de Europa. Pero todas aquellas alabanzas sonaban lejanas para Miguel, que escudriñaba en los ojos verdes de Mariana, intentando adivinar qué era lo que estaba pensado.

—¿Qué le parece todo esto? —le preguntó para romper la catarata de halagos de fray Lorenzo.

—Yo nunca había visto unas pinturas semejantes.

—Las representaciones mayas y aztecas, no son dibujos ni letras. Cada uno de estos glifos representa una sílaba o una palabra. No se trata de letras, como en el caso del español. Es por eso que nos está resultando tan complicado realizar un diccionario.

—¿Eso son palabras? —Mariana señaló la imagen que uno de los nativos estaba esbozando con meticulosidad y que representaba a un hombre que perdía sangre por la lengua.

—Bueno, eso sí es un dibujo. El hombre sangrante es un monarca maya. Se pensaba que él era el mismo dios encarnado en la tierra. Como impuestos, los mayas debían hacer una ofrenda de sangre a su dios, algo parecido al quinto real en la actualidad, pero un poco más doloroso —fray Lorenzo y Beatriz rieron, aunque Mariana esperaba con ansiedad la continuación de la historia—. La sangre del monarca, gracias a su origen divino, tenía mucho más valor que la de cualquier otro hombre. Por eso, para conseguir que las lluvias llegaran y que las cosechas fuesen abundantes, el soberano maya pinchaba su lengua y sus… —dudó un momento en decir la palabra ante la presencia femenina, pero continuó— sus partes íntimas con una espina de maguey y dejaba que su sangre brotara hasta impregnar un papel que luego era quemado en una ceremonia ritual. La superioridad del soberano maya se basaba en el valor de su sangre única.

Miguel les explicó que, pese al trauma que supuso para aquellas personas la llegada de los españoles por la obligación de cambiar sus costumbres y religión, la idea de aceptar al nuevo dios no fue muy difícil porque aquel que los españoles proclamaban como el Único y Verdadero Dios y Creador había derramado su sangre para salvar al mundo, lo que en cierto sentido tenía muchas similitudes con lo que en su cultura siempre se había pensado.

—Es tan… —Mariana buscó las palabras exactas, pero no pudo encontrarlas—. Es asombroso… Me refiero a la casualidad, o no sé…

Mariana se había quedado atrapada en las imágenes sangrientas del códice. Recordó las veces que se había estremecido de niña viendo las representaciones de Jesucristo Eccehomo lleno de llagas, lastimado y sangrante con su corona de espinas. Sus pensamientos se entrecruzaron. Imaginó los sacrificios de sangre maya descritos por Miguel, mezclados con las imágenes de los santos lacerados de la iglesia de San Francisco. Recordaba el enfado del padre Bernardo cuando, antes de darle la comunión, el día que se confesó por primera vez, ella le aseguró con voz aterrorizada que no recordaba haber cometido ningún pecado. Él proclamó que todos y cada uno de los seres humanos cometían faltas, y decir que no las recordaba era una ofensa al Señor.

—Y si por alguna razón vuesa merced muere esta misma noche sin haber sido absuelta de sus pecados —le dijo señalándola con su dedo inquisidor—, irá derechita al infierno, a pasar la eternidad entre las llamas de Pedro Botero. Olvídese del purgatorio, porque no hay lugar en él para una niña tan desmandada.

El padre Bernardo, al ver que su parrafada no provocaba ni el menor asomo de confesión pecaminosa y que sólo había conseguido dejar a Mariana con cara de espanto, sufrió un ataque de cólera divina. Dijo que tendría que castigar su cuerpo con la ayuda de cilicios para purgar los pecados que hubiera podido cometer, aunque no los recordara, y para mejorar la mala memoria de la niña, enrolló firmemente a sus muñecas unas cuerdas de esparto que le harían purgar sus culpas.

—Como la jovencita no ha confesado sus pecados —añadió con retintín—, no he podido imponerle la penitencia necesaria para que los limpiara —dijo mientras le hacía un doble nudo en las pulseritas—. Pero mi conciencia no quedará intranquila, ¡no señor! De alguna manera ha de purgar sus inconveniencias, señorita Enríquez.

Las cuerdas de esparto le irritaron la piel provocándole un prurito tan intenso que la obligaba a rascarse frotándose una muñeca contra la otra, pero lo único que conseguía con ello era que la comezón se hiciese más ardiente y dolorosa, y en algunos puntos comenzaron a salirle llagas. Su padre fue a hablar con el sacerdote e intentó hacerle ver que una niña de la edad de Mariana seguramente no había cometido pecados tan enormes como para llevar aquellos cáñamos enrollados a sus muñecas.

—Como vuesa merced desee, Almirante, pero le recuerdo que Nuestro Señor perdió mucha sangre para poder expiar nuestros pecados. Piense que nunca es demasiado pronto para erradicar el mal. El demonio tiene múltiples apariencias. Hasta una tierna niña puede albergar en su interior la semilla del mal.

Don Luis estaba convencido de que en el interior de Mariana no se escondía ninguna semilla maligna ni nada por el estilo: quizá era un poco revoltosa, pero nada preocupante. Rodrigo siempre fue mucho más bullicioso y nunca se vio en la obligación de llevar enrolladas cuerdas de esparto en ninguna parte de su cuerpo. El Almirante no quedó muy satisfecho con la explicación del padre Bernardo, pero la imagen de píos de todos los componentes de su noble familia no podía verse desmontada por la cabezonería de quitarle a la niña las pulseritas de las muñecas. Eso no iba a matarla, incluso podría fortalecer su naturaleza. Por eso, y por si existiese la posibilidad de que el padre Bernardo tuviera razón, dejó a la niña con su particular cilicio puesto incluso cuando dormía. La pobre Mariana sólo se libraba de él cuando se quedaba a solas con Beatriz.

—Mi padre me ha dicho que no me las quite.

—No se lo digas a nadie, pero fui a hablar con el padre Bernardo y me dijo que mientras yo esté delante, no tienes por qué llevarlas —mentía la mujer, que sentía una enorme pena viendo cómo sangraba la piel de la niña.

Mariana sentía tanto dolor que intentó buscar una solución para que de su próxima confesión con el sacerdote surgiese una penitencia más débil. Decidió inventarse algún pecado sustancioso con el que resultar lo suficientemente miserable ante los ojos del cura como para que no la castigara con las pulseritas de esparto, y que sólo se le exigiera una penitencia de rezos como al resto de los feligreses. Más tarde su conciencia comenzó a jugarle malas pasadas, y le susurró al oído que engañar al padre Bernardo con esa estratagema era un pecado muy grave, y no contarle sus maquinaciones inventivas para librarse del esparto también lo era. Así estuvo un día entero, entre trastornos y remordimientos que resultaron aún peores que las pulseras castigadoras: las prefería antes que los ojos acusadores del cura.

Con el paso del tiempo llegó a identificar el fluir de la sangre con la purgación de los pecados, y a veces no quedaba del todo convencida de que las simples oraciones que el sacerdote le imponía como penitencia sirviesen para limpiar sus culpas. Por eso le parecía tan sorprendente que en el otro extremo del mundo, en una cultura diferente, la sangre fuese del mismo modo un elemento ritual relacionado con la religión.

—Tengo entendido que la señorita Enríquez también es de las que guarda recuerdos. —La voz de Miguel la sacó de golpe de sus pensamientos infantiles y la devolvió a la realidad del Nuevo Mundo.

—¿Disculpe?

Mariana sintió de nuevo el calor en sus mejillas, como si el médico acabara de descubrir lo que estaba pensando. Le daba la impresión de que sus ojos llenos de perspicacia tenían el poder de atravesar su mente, y volvió a preguntarse si la hechicera que le acompañaba no habría utilizado algún conjuro para que él pudiera adivinar sus reflexiones con solo mirarla.

—Me han comentado que a vuesa merced le gusta escribir para llevar un pequeño orden de los recuerdos. Tengo entendido que mantiene una correspondencia con el monarca y que le informa de cuanto ve por aquí.

—Bueno, de momento no he visto mucho.

—No lo crea. Hay cosas que se ven aun sin saberlo.

Mariana intentó analizar las palabras del médico. Estaba segura de que escondían algún mensaje profundo al que ella debería responder con una frase igualmente inteligente, pero no tuvo demasiado tiempo para hacerlo, porque uno de los hombres del taller que no había dejado de mirarles y de garabatear en un papel, se acercó hasta ellos y le entregó un dibujo a Miguel. En él aparecía representada la imagen de una joven esbelta, con el cabello suelto y ondulado, con un ramillete en las manos, rodeada de mariposas multicolores que iban desde el rojo escarlata pasando por el añil y el amarillo. La mujer aparecía sonriente, y llevaba un vestido blanco, recto, parecido a una camisa de dormir, que dejaba ver sus pies desnudos, y su frente estaba adornada con una corona de flores. Tenía los ojos extremadamente verdes.

—He dibujado al tallo florido de maíz de ojos de jade —susurró a Miguel como si fuese una confidencia. El médico sonrió.

—Tenga —tendió el dibujo a Mariana—, la ha dibujado a usted. —Ella le miró sin comprender—. La lengua maya estaba repleta de metáforas y ha intentado adaptarlas al castellano. Ha querido decir que vuesa merced es una joven en edad casadera y… bueno, tiene razón, sus ojos son del color del jade.

Mariana cogió el dibujo con cuidado, mirándolo encantada. Poco antes de partir hacia Nueva España, un cotizado pintor la había retratado por encargo de su padre. El Almirante, desde que tomó la decisión de que su hija se desposara al otro lado del mundo, comenzó a sentir angustia. Aseguró que con el paso del tiempo se le borraría de la mente la cara de sus vástagos porque ya apenas podía fijar con claridad la imagen de Rodrigo y dijo que necesitaba una prueba palpable de que seguía teniendo una hija aunque no estuviera allí físicamente. La única manera que halló para conseguirlo fue a través de un retrato que —aseguró— presidiría el salón. Pidió referencias y le recomendaron la profesionalidad de un pintor italiano, que se instaló en el palacio con su caballete, su paleta, sus pinturas y su lienzo, y que la obligó a pasar horas y horas posando. A ella se le pusieron los nervios de punta porque le molestaba perder tanto tiempo quedándose estática con la de preparativos que restaban por hacer. El retratista exigía una rigidez extrema para poder captar su esencia y tanta inmovilidad requería la pintura que, al final de las sesiones, Mariana sentía hormigueo en las piernas y los brazos, y acudía a la mañana siguiente a la cita con el pintor poco entusiasmada y con cara de suplicio. A pesar de que una vez terminado el Almirante aseguró que era un fiel reflejo del original, Mariana no quedó tan impresionada como con ese pequeño dibujo.

—Gracias —murmuró sin apartar los ojos del papel.

Alguien vino a avisarles de que una comitiva estaba acercándose al convento de San Antonio de Padua. Su hermano Luis regresaba para acompañarla a su destino y eso sacó a Mariana de golpe de su ensimismamiento. Recordó que había llegado el temido momento de enfrentarse a Rodrigo. Era la primera vez que lo vería después de lo sucedido con Rafael y Alfonso, y sintió que todo el tiempo que había pasado convenciéndose de que su hermano le era indiferente no le había servido para nada. El rencor se le escapaba por los ojos, por la yema de los dedos y podía incluso hasta masticarlo.

Mariana lo distinguió rápidamente entre todos los hombres de la comitiva: los años no lo habían cambiado por dentro. Seguía destacando entre los demás porque reía a carcajadas, mostrando todos los dientes, y hablaba alto para que todo el mundo lo oyera, tan pagado de sí mismo. Era la versión madura de lo que recordaba de su niñez, aunque lo encontró más gordo, como abotargado por los excesos. Mariana esperaba con desagrado en el centro del convento a que los hombres desmontaran de sus cabalgaduras, asqueada por ser tan diplomática, por haber recibido una educación tan estricta que la obligaba a tener que saludar a alguien como Rodrigo. Deseaba pasar aquel mal trago lo antes posible.

Rodrigo, en cambio, parecía dichoso. Había esperado durante años aquel encuentro con su hermana, y si hubiera tenido que juzgar cuál era el momento más ansiado de su vida, habría elegido sin duda alguna ése. Sentía que todo ese tiempo había transcurrido sólo para prepararles a ambos para esa circunstancia, por eso estaba inquieto. Cuando vio a Mariana hecha ya toda una mujer, se quedó perplejo. Durante los años en los que dejó de verla, había guardado en su mente una imagen infantil de ella que de forma dulcemente perversa lo atormentaba por las noches. La recordaba pequeña, suave y tierna, oliendo a flores azules. Recordaba sus sollozos húmedos y aquella lengüita infantil que por un momento creyó haber atrapado entre sus labios el día que forcejearon juntos, tendidos en el suelo de su habitación. La evocación era a veces tan palpitante que tenía que levantarse en plena noche y colarse a oscuras en la habitación de alguna de las chiquillas indias del servicio para saciar sus ansias infantiles. Entonces cerraba con fuerza sus ojos imaginando que la breve cintura que él acariciaba era la de Mariana, que esos pequeños pechos incipientes eran los de ella, que era su hermana a quien él poseía. Cuando el ardor aflojaba y tomaba conciencia de la realidad, veía el espanto reflejado en el rostro de la niña de turno, y entonces se sentía avergonzado y la abofeteaba hasta que los golpes le borraban la ruindad, y regresaba a su cuarto perdonándose a sí mismo, convenciéndose de que ésa sería la última vez que actuaría de esa forma. Pero su perturbación, en lugar de mejorar, se fue complicando. Llegó un momento en el que las mujeres ya formadas dejaron de resultarle excitantes, y sólo encontraba la plenitud con un cuerpo impúber; fue entonces cuando tuvo la certeza de que Mariana era la única hembra que podría curarle esa impaciencia enfermiza que no reconocía ante nadie, y por ello buscó mil artimañas para atraerla hasta el Nuevo Mundo, junto a él.

Rodrigo había puesto muchas expectativas en el reencuentro después de su travesura vengativa y hubiera deseado verla débil, indefensa, trémula ante sus ojos. Al menos esperaba una gran demostración de odio, un gesto fruncido, un ataque de rabia que la hubiese obligado a salir corriendo hasta su aposento cuando lo viera, pero no había pasado eso. El encuentro con su hermana resultó frío, comedido y muy decepcionante.

Aquella noche se preparó una cena especial en el convento para homenajear a los recién llegados de la madre patria, como dijo fray Diego, y para festejar la recuperación tan pronta de Mariana, como añadió fray Lorenzo. La conversación tras la cena se fijó en torno a los planes para el viaje que los llevaría hasta la capital de Nueva España y que a todas luces debía plantearse con sumo cuidado. Decidieron casi por unanimidad que las dificultades del camino por tierra recomendaban volver a navegar, ante la mirada de estupor de Luis que, después de su mareante experiencia, aborrecía los barcos. La travesía oceánica lo convenció definitivamente de que el haberse criado en lo profundo de Castilla lo había convertido en un ser arraigado al suelo e incompatible con los desplazamientos acuáticos. Pero sopesando aquello con los inconvenientes y peligros de un traslado por tierra, Luis tuvo que claudicar, si bien con gesto apesadumbrado. La discusión sobre el momento oportuno para la partida, el equipamiento y los posibles inconvenientes que pudieran encontrarse en el puerto de Mérida ocuparon gran parte de la velada. Se decidió que lo mejor sería disponer de la experiencia de algún nativo que los acompañara. De pronto, la voz de Miguel rasgó el aire.

—Iré con ustedes. Tengo asuntos que resolver en Nueva España.

Fray Diego se llevó las manos a la cabeza al oír el ofrecimiento de Miguel. Aseguró en tono melodramático que eso era un abandono de la responsabilidad en toda regla, y que sin la ayuda del joven no podría continuar con la labor lingüística que intentaba llevar a cabo. Primero se hizo el ofendido, después el desdichado y más tarde incluso dio la impresión de que se había enfadado, pero Miguel no parecía dispuesto a aceptar ningún tipo de chantaje moral que le hiciese desistir de la decisión que acababa de tomar. Para confortarle y para mitigar el tono rojizo de sus mejillas, Miguel aseguró que no habría ningún problema si él se alejaba durante una temporada, porque los hombres que trabajaban en el taller podían continuar con su labor sin su presencia. Dijo que algunos de ellos eran auténticos expertos en la materia y que, si le servía de consuelo, se aseguraría de dejar todos los cabos atados para que el trabajo se realizara de forma normal, y que él mismo continuaría con su tarea durante el viaje. Luego añadió un enrevesado alegato, sin borrar del rostro su habitual sonrisa, en el que afirmó que jamás abandonaría una labor que, según sus propias palabras, era encomiable y que, a pesar de que no estaría físicamente allí, era como si lo estuviese, porque seguiría trabajando en aquel proyecto con independencia del lugar del país en el que se encontrara.

Después de aquello, fray Diego no tuvo mucho que reclamarle. Miguel vivía allí desde hacía unos meses por iniciativa propia, ayudando desinteresadamente; no era de extrañar que tuviera ganas de visitar a su padre y de respirar el aire de la tierra que le vio nacer. Era importante para Miguel acercarse al colegio de Santa Cruz de Tlaltelolco, visitar a sus antiguos profesores y repasar las novedades médicas que pudieran interesar a su labor. En el fondo al franciscano también le convenía que Miguel mejorara sus técnicas médicas, ya que era el único galeno de aquella zona. Fray Diego no tuvo otra opción que conformarse, desearle un buen viaje y añadir un estudiado gesto de consternación cuando le suplicó un pronto regreso.

Los apabullantes razonamientos que Miguel había expuesto para justificar su repentino interés en viajar con ellos no convencieron demasiado al desconfiado Rodrigo, que ya de por sí encontraba harto desagradable haberse tenido que sentar a la mesa con un indio, por muy noble y culto que todos aseguraran que fuese. Todo en él le pareció empalagoso: su manera de hablar, sus ojos despiertos, su perenne sonrisa… y le enervó la manera tolerante con que respondió durante toda la velada a sus groseras preguntas. Pocas actitudes escapaban a la percepción desconfiada de Rodrigo, y tuvo la impresión de que aquel indio le estaba robando el protagonismo que necesitaba en un momento tan anhelado. Estaba irritado porque Mariana no le había dedicado ni una sola mirada en toda la noche y, lo que era peor, no era por demostrarle su desprecio, algo que en el fondo le hubiera hecho sentirse importante, sino porque los ojos de su hermana estaban demasiado ocupados captando las palabras, expresiones y razonamientos del médico indio sentado a la mesa. Incluso en algún momento de la velada, le dio la impresión de que la mirada de ambos había coincidido y de que hubo un cruce de sonrisas.

Si todos los presentes se vieron sorprendidos ante la iniciativa de Miguel de incluirse en la partida, más aún Mariana, que se sobresaltó y sintió un pequeño regocijo en su interior al saber que la presencia del médico se alargaría un poco más en el tiempo. Sospechó que ese cascabeleo interno no se debía al agradecimiento por la recuperación de su enfermedad en el mismo momento en que escuchó la voz fuerte y clara de Miguel pregonando su marcha con ellos, y sintió una increíble sensación de placidez y nerviosismo. No quería pensar demasiado en por qué la halagaba tanto que él dijese que los acompañaba. Suponer que lo hacía por ella era ciertamente inmodesto. Sabía, sin lugar a dudas, que no tenía derecho a experimentar semejante emoción, pero no pudo evitarlo. Un hormigueo en el estómago perturbó sus sentidos. Intentó que no se notara poniendo tierra por medio, aunque toda la tierra de la que disponía en ese momento era la que mediaba entre el comedor y su alcoba. Una vez allí, se tumbó en la cama y cerrando los ojos rebuscó entre todos sus recuerdos alguno que le resultara más placentero que aquél, pero no encontró ningún otro tan dolorosamente agradable.