12

He de decirle a V. M. que mucho antes de la llegada de los españoles, las gentes del Yucatán regíanse por los astros del firmamento y que por ellos medían las cosechas y el tiempo. Era tanto y con tan buen acierto lo que estos hombres veían en el cielo, que tenían el conocimiento de que el año completo había de durar trescientos sesenta y cinco días y seis horas y que estaba dividido en dieciocho meses de veinte días; esas horas de más, uníanlas para crear cada cuatro años uno de trescientos sesenta y seis días. ¿No le parece a V. M. algo de maravillar? Los cinco días que sobraban, los hombres de esta tierra tachábanlos de fatídicos y malditos, y si una criatura nacía en ese tiempo, considerábanlo como de mal presagio […]. El demonio, que en esto como en otras muchas cosas engañaba, les hizo creer que el firmamento estaba sostenido, para que no cayese a la tierra aplastándonos a todos, por cuatro hermanos de gran fuerza llamados Bacab. Dicen que los Bacab escaparon cuando el Señor vertió el diluvio y que los mortales vivíamos bajo la bóveda que aquellos hombres sujetaban, cada cual su esquina, marcando las cuatro direcciones del mundo en lo que han de ser los puntos cardinales. Cuentan que a cada uno había de relacionársele con un color cósmico: el Bacab rojo era el del este, el blanco, el del norte, el Bacab negro, el del oeste, y el amarillo, el del sur. Los Bacab marcaban asimismo las desdichas y felicidades que habían de acontecer durante el año […]. El diablo dispuso los servicios u ofrendas que los habitantes del Yucatán debían cumplir para evitar las miserias y creían que, de no llevarlas a cabo, habían de tener ciertas enfermedades que ellos dicen padecer desde que la llegada de los españoles frenó sus exvotos.

Luis Enríquez superó la reticencia inicial, y dejó sus enseres y a su hermana bajo la responsabilidad de fray Diego de Landa, sin que al franciscano le quedara claro por cuál de los dos encargos mostraba mayor preocupación, porque al despedirse le dio instrucciones precisas sobre los valiosos contenidos de los baúles y la necesidad de mantenerlos a buen recaudo, mientras que a poco se olvida de despedirse de Mariana.

—Ella ni se percatará de mi marcha —le dijo a Beatriz—. Cuando despierte de su enfermedad yo ya habré regresado.

Una vez hubo asumido que iría solo al encuentro de Rodrigo, dejó de inquietarse por su hermana, la boda o su salud. Postergó momentáneamente ese cometido y repasó el resto de las actividades que aún le quedaban por atender. Llevaba una especie de inventario mental de las diligencias que se iban llevando a cabo y de las que no, así que colocó a Mariana en la lista de responsabilidades inconclusas y se encaminó hacia las tierras de los Enríquez sin perder tiempo. Cuanto antes finiquitara sus obligaciones, antes regresaría a la corte.

Partió temprano de Izamal y llegó al Valladolid del Nuevo Mundo con la única compañía de Pedro dirigiendo la marcha. Los días anteriores se tuvo que conformar con viajar a regañadientes dentro del vehículo para evitar la incómoda lluvia, intentado así que su cuerpo superara la fatiga provocada por tantos días de mareo marítimo, pero al fin había logrado vencer las incómodas consecuencias de su periplo transoceánico y se encontraba mucho más fuerte y seguro de sí mismo. Luis estaba de acuerdo con el monarca en que los transportes en carroza eran acomodamientos propios de las damas y, según aseguraban ambos con sapiencia erudita, un hombre estaba hecho para cabalgar y no para ir como una doncella impresionable dentro del compartimento del carruaje. Luis hubiera preferido presentarse en las tierras de la familia galopando a lomos de una bella yegua, pero a falta de cabalgadura, tuvo que conformarse con adoptar una actitud distinguida sentado junto a Pedro en el pescante. Al poco tiempo esa decisión le pareció desacertada. El hombre que su hermano había enviado para acompañarle, a pesar de que en un primer momento le había parecido un ser silencioso, con el paso de los días había ido tomado una incomprensible confianza que el joven Enríquez no le había otorgado y no dejaba de parlotear sobre cosas que a él le importaban bien poco. Para Luis el silencio era una virtud. Le gustaba concentrarse en sus pensamientos, decidir consigo mismo las cosas que haría, el orden en el que las llevaría a cabo y la ropa que luciría para cada ocasión. Le bastaba con su propia voz interior para encauzar un diálogo y opinaba que las palabras sólo debían pronunciarse en casos estrictamente necesarios. Pero a Pedro la mudez le daba sensación de vacío y se esforzaba con tesón en llenarlo pese al reiterado mutismo del castellano. Se alargaba en explicaciones que a Luis, lejos de parecerle interesantes, le resultaban molestas, y empezaba a imaginarse al indio como un enorme pozo negro del que salían palabras sin parar: «¿Ve aquello?… Mire eso… Vuesa merced conoce…». Poco le importaban a Luis las clases de flores, los nombres de los arroyos, montañas y valles o las descripciones de los animales. Le parecía de un mal gusto sublime que no dejara de hablar. ¿Acaso desconocía cuáles eran las normas básicas de la educación y el protocolo?

Había transcurrido un largo rato desde que informase de que ya estaban en tierras de su familia, pero todavía no alcanzaban a vislumbrar la casa, y cada vez que Luis preguntaba cuánto restaba para llegar, harto de tanto parloteo y de tanta geografía desconocida, Pedro contestaba con calma pasmosa: «Una pizquita, no más», y seguía con su monólogo cansino.

—Eso es el tamarindo… eso de las vainas alargadas, ¿lo ve? —Y aunque Luis no respondía, él continuaba como si nada—. Su madera es muy dura y puede usarse en ebanistería, produce unas flores bellas, amarillas… Y del fruto se pueden hacer refrescos con agua y azúcar, o con jugo de limón y chile piquín. —Y para reconfortarle, como si a Luis le hubiese preocupado la posibilidad de no poder habituarse a los sabores nuevos, añadía—: Ya se acostumbrará vuesa merced a ello, que en un principio parece fuerte pero luego gusta. —Y agregaba—: O también puede molerse el fruto y mezclarse con azúcar y hacer tortas muy buenas para los intestinos.

—¿Falta mucho?

—No, no… Una pizquita, no más. Eso es el amaranto, ¡eso! —decía emocionado mientras señalaba con el dedo—. Tiene de especial que aunque se arranque, la flor no muere y puede conservarse así durante años. Hay quien lo usa en la cocina, y si se sabe preparar bien, salen unos platos deliciosos. Espero que pueda disfrutar alguno.

—¿Me puede decir cuánto falta para llegar? —preguntaba Luis ansioso—. Dígame cuánto, pero en una medida que me sirva para hacerme una idea. Menos de la mitad, más de lo que hemos recorrido hasta ahora, un tercio… ¿Queda más de un tercio de lo que hemos recorrido?

—Una pizquita, no más.

Divisaron la hacienda regentada por su hermano Rodrigo justo cuando comenzaba a acabársele la paciencia. La casa de los Enríquez surgió de pronto entre las nubes rojizas y azuladas del atardecer con un marcado estilo español, con grandes arcadas y columnas que cubrían todo el frontal de la fachada. Cerca de ella pudo ver vacas y ovejas, y un corral repleto de gallinas que Luis supuso habían importado de España junto con las yeguas de pura sangre. La edificación era inmaculadamente blanca, tanto que parecía haber recogido toda la luz del día para guardarla como reserva a esa hora de la tarde y así poder mostrarles el camino de llegada.

Rodrigo salió a recibirle. Hacía varios años que los hermanos no se veían, aunque no se habían echado de menos porque su contacto de niños apenas fue significativo. Eran dos personas muy diferentes y lo sabían, pero ese reencuentro despertó en ellos sentimientos escondidos, una especie de morriña antigua de ancestros comunes totalmente inesperada que debía estar disimulada dentro de su sangre para ocasiones como aquella y que los pilló por sorpresa. Ambos se abrazaron con emoción al verse de nuevo, y Rodrigo zarandeó a su hermano dándole palmadas en la espalda con un cariño fraterno que la distancia de España había aumentado considerablemente, y que se desvaneció al poco del encuentro tan rápidamente como había surgido.

Los rasgos físicos y mentales característicos de cada uno de ellos parecían haberse acentuado con el paso de los años, y ambos se miraron de arriba abajo para reconocerlos. Luis estaba más alto, más esbelto y resultaba más distinguido de lo que Rodrigo recordaba. Mantenía la actitud elegante y notoria de la madre, parecía que el tiempo pasado en la corte había multiplicado su habitual gesto solemne y, pese a que en ese momento se le veía cansado del largo viaje, guardó su estudiado ritmo de protocolos y diplomacias como si estuviera en presencia del monarca, a pesar de la emoción del momento. El paso de los años le había pintado unas exquisitas canas en las sienes, había perdido un poco de pelo en la frente y físicamente comenzaba a parecerse más a su padre, que se estaba quedando calvo por culpa del aburrimiento.

Rodrigo, en cambio, seguía luciendo los bucles dorados y leoninos de toda la vida; se había ensanchado por todas partes y los múltiples excesos le habían arrebatado la línea estilizada heredada por parte materna, dando paso a una figura oronda, sobre todo en la zona del abdomen. Se había dejado crecer la barba por simple comodidad, para no tener que recortarla, y ésta crecía de forma descuidada, sin ningún indicio de coquetería masculina, una especie de toque salvaje en la tradición barbuda familiar. Así era más o menos como Rodrigo llevaba la mayoría de sus cosas. Aún podía distinguirse en su rostro la mirada verde salpicada de chispas castañas del niño que atormentaba a los pájaros en Medina de Rioseco, una mirada que intentaba asomarse bajo sus párpados gruesos y ligeramente arrugados, más por la mala vida que por la edad.

—¿Dónde está Mariana? —dijo mientras escudriñaba ansioso el interior del carruaje.

—Enfermó. Ha tenido que quedarse en el convento de Izamal con Beatriz. Fray Diego de Landa se hizo responsable de ellas.

—¡Ese chiflado! —Rodrigo resopló, miró al suelo y dio un puntapié a una piedra que fue dando botes hasta topar con la pata de uno de los caballos, que protestó con un relincho. A Luis la reacción de su hermano le pareció un gesto infantil, como una pequeña pataleta que se quedó en el intento. Parecía disgustado con la noticia. Se quedó un rato pensando con el ceño fruncido y añadió—: No debiste dejarla allí. Cuanto menos contacto tengamos con fray Diego de Landa, mejor. Ese hombre nos está trayendo muchos problemas. Te lo digo yo. —Siempre añadía esa coletilla a sus frases contundentes para imbuirles credibilidad.

Luis se dio cuenta de que las noticias que llegaban hasta España en relación con las desavenencias entre franciscanos y encomenderos eran del todo fundadas. Intuía que si quería conocer lo que ocurría allí en realidad, tendría que leer entre líneas, porque sabía de sobra que la información filtrada por la boca de su hermano resultaría muy parcial. De hecho, Rodrigo, después de aquello, se quedó un buen rato lanzando pestes acerca de los malditos frailes, sobre quién se habían creído que eran y sobre lo bien engañados que los tenían a todos con sus disfraces de cuervos, que dejaban entrever lo oscuro de sus acciones. A Luis el franciscano no le había parecido tan amenazante.

—Tengo que ponerte al día de los asuntos que se cuecen por aquí, si no estarás como perdido. —Rodrigo pareció recuperar por un momento la tranquilidad y sonrió de forma indulgente—. Cuando yo llegué la situación ya se había normalizado —le dijo mientras le acompañaba hasta la habitación que habían preparado para él en el piso superior—, pero tengo grandes amigos y me contaron lo que los primeros colonos tuvieron que pasar con estos salvajes. Estuvo bien la idea del emperador Carlos de otorgar encomiendas a sus personas de confianza, y ese bello paralelismo al decidir que nuestra familia debía poseer trozos de tierra vallisoletana a ambos lados del océano, pero no creas que todo fue llegar y besar el santo. Aquí nada ha sido un regalo.

Rodrigo comenzó a narrar la historia de la conquista de la ciudad como si de una novela de aventuras se tratase, con los ojos brillantes y las venas de la frente palpitándole. Según contaba, los primeros colonos lograron su fracción de terreno tras muchas disputas con los habitantes de la zona, porque para ellos la idea de ceder dócilmente y sin ninguna resistencia sus posesiones a unos desconocidos blancos no entraba dentro de sus propósitos. A los españoles no les sirvió de nada mostrarles las credenciales de propiedad de la zona firmadas por el emperador Carlos, porque los indios les hicieron una mueca burlona. Les aseguraron que bien poco les importaban los dichosos papeles, ya que ni siquiera entendían lo que estaba escrito, y que mucho menos iban ellos a obedecer a un rey del que no habían oído hablar jamás en su vida. Según su sentido de la jerarquía, ese monarca no tenía ningún tipo de potestad sobre sus tierras y mucho menos sobre sus personas. A los nativos la historia de países transoceánicos, civilizaciones superiores y el cuento ese del Único Dios Verdadero que estaba a favor de la conquista y que los castellanos proclamaban a los cuatro vientos, les sonaba a patraña. De todos los trucos que habían utilizado sus enemigos para usurpar sus tierras, ése les pareció el más rastrero.

—Seis años antes de mi llegada —continuó Rodrigo—, había estallado en el Yucatán la primera rebelión indígena. Los indios protagonizaron una revuelta intolerablemente salvaje y para demostrar la seriedad de sus propuestas se llevaron por delante a dieciséis encomenderos de la manera más brutal que puedas imaginar, y apalearon a otros tres, dejándolos medio muertos pero con vida para que pudieran contarlo. Valladolid quedó sitiada y a partir de ese momento se convirtió en el cuartel general de la rebelión indígena. Si yo hubiera estado aquí… —murmuró con los ojos inyectados en sangre—, se hubieran enterado esos montaraces.

Le dijo que, tras oponer mucha resistencia, algunos de los colonos que aún quedaban en la ciudad consiguieron hacer llegar un mensaje a Mérida, y un grupo de soldados españoles ayudados por indios aliados se encaminaron hacia el lugar cercado para librar a los oprimidos encomenderos de los nativos rebeldes. Fue tanta la tenacidad de los colonos, que los indios, diezmados, fatigados, hambrientos y muertos de sed, empezaron a abandonar Valladolid para dirigirse a sus respectivos pueblos, hartos de tanta lucha a cambio de tan poco resultado, y en ese mismo momento, los conquistadores consiguieron dominarlos y comenzó la pacificación de oriente y la construcción de la iglesia central. Rodrigo le contó que fue así como la Valladolid del Nuevo Mundo alcanzó la fama de ciudad heroica y se convirtió en un ejemplo más de villa colonial que se erguía orgullosa sobre las ruinas del mundo maya.

—Estas tierras son tremendamente ricas, hermano —le dijo Rodrigo—, y es poca la inversión que se ha de hacer para conseguir beneficios. —Luis lo miró inexpresivo—. Llevo días esperando tu llegada y te tengo preparada una cena de bienvenida. Ahora mismo enviaré para que avisen a mis amigos. Viven en las cercanías. Creo que su conversación puede resultarte interesante. Ellos podrán contarte todo de primera mano, para que no creas que tu hermano te engaña —dijo riéndose a carcajadas—. Reposa un par de horas.

Luis se quedó solo en la habitación. Se encontraba cansado pero no tenía ganas de tumbarse; estaba seguro que de hacerlo se quedaría dormido. La ventana de su alcoba daba al patio interior de la casa y desde allí podía verse la fuente central que representaba a San Miguel Arcángel con una espada alzada en la mano en señal de lucha, mientras pisaba la cabeza de un demonio con cara de pánico que se mostraba sumiso e indefenso ante tanta violencia. El agua brotaba alrededor de la evocadora figura haciendo un ruido acuoso que combinado con la vegetación daba al conjunto una imagen refrescante. Un grupo de nativos iba y venía de un lado a otro y, a pesar de que Luis reconocía en ellos a los sirvientes de la casa, poco tenían que ver con los hombres y mujeres que atendían el palacio de los Enríquez. Estas personas no sólo se diferenciaban en el tono de su piel o en los rasgos de sus caras: andaban rápido y con la mirada huidiza intentando pasar lo más desapercibidos posible. En ese instante Luis percibió un pequeño ahogo que le hizo suspirar. A veces le asaltaba esa sensación sin ninguna razón aparente, duraba apenas un segundo, un momento imperceptible, pero notaba una angustia vital tan dolorosa que no hubiera podido soportarla si se prolongase más tiempo. En cuanto comenzaba a advertirla, buscaba rápidamente en qué entretener su mente, para no dejarse vencer por el abatimiento; por eso decidió pensar en la cena propuesta por su hermano para esa noche. Desde que había salido de España, no había vuelto a disfrutar con la comida. Los placeres alimenticios del barco dejaban mucho que desear y los manjares en el convento de fray Diego podían considerarse un tanto frugales. La inminente reunión prometía ser interesante, al menos culinariamente hablando. Si había algo de lo que no se podía acusar a Rodrigo era de no saber disfrutar de los placeres de la vida.

Al poco tiempo comenzaron a llegar los invitados. Parecían satisfechos, unos grandes señores sentados en la cima del mundo, brillantes, orondos y con aspecto relajado. Rodrigo llevaba tiempo pensado que aquella cena sería una buena oportunidad para que tanto él como sus amigos pudiesen influir de alguna manera en los pensamientos del monarca, aprovechando que curiosamente el visitador era su hermano, pero no las tenía todas consigo. No estaba seguro de en qué medida eran recibidas las noticias en la corte. De la misma manera en que los encomenderos escribían al monarca para quejarse de los frailes, éstos hacían lo propio contándole su versión de los hechos. No sabía qué pensaba su hermano, ni cuáles eran sus obligaciones para este viaje. Ni siquiera podía asegurar que Luis se pondría de su parte pasara lo que pasase simplemente por fidelidad fraterna… Hacía tanto tiempo que no se veían… Además conocía de sobra su relación con el monarca y la devoción que sentía por él. Por eso se decidió a observarlo durante la cena.

La cocinera de la casa, que había sido importada de la metrópoli junto con los corderos, los cerdos y los pollos, a veces se dejaba tentar por las sugerencias gastronómicas de alguna de las indias y agregaba a los guisos salsas inventadas a las que añadía pequeños pimientos picantes, semillas de cacao, maíz y otras sutilezas desconocidas hasta entonces por los castellanos, pero esa noche tenía el encargo de cocinar al más puro estilo castellano para homenajear al recién llegado, así que se decidió a hornear un lechazo y sacó de la bodega el mejor vino de Serrada. Eso animó a Luis. Su paladar se llenó de recuerdos y por primera vez desde que empezó el viaje se sintió de nuevo en la patria a la que estaba deseando regresar, y eso suponía un pequeño triunfo para Rodrigo, que veía cómo a través del estómago estaba consiguiendo que su hermano estuviera un poco más feliz, lo cual, imaginó, podría predisponerle a su favor.

Después de la cena, se sentaron en el patio para charlar relajadamente en compañía de una de las botellas de vino añejo que Luis había traído como regalo de parte de su padre. Algunos hombres sacaron unos pequeños cilindros, prendieron fuego a uno de sus extremos y se dispusieron a llevárselos a la boca con cara de gozo, proclamándolos como una auténtica exquisitez.

—Has de probarlo, hermano —le dijo Rodrigo—, es tabaco de Cuba, el mejor del mundo. Dicen que el médico del monarca utiliza estas hojas para curar el asma.

Pero Luis aspiró profundamente uno de aquellos canutos y por poco se muere entre toses y espasmos, sin llegar a comprender qué era lo que tenía de placentero, dudando si echar humo por la boca no tendría algún tipo de connotación diabólica. Los hombres le incitaron a que siguiera fumando. Según decían, había que perseverar hasta que uno se acostumbraba y volvía a recuperar el ritmo normal de las respiraciones, algo del todo incomprensible para Luis porque él ya respiraba perfectamente sin cigarro. Además, tras la calada se le había quedado en la boca un sabor acre nada agradable, como si hubiese lamido las cenizas de una chimenea. Pero Rodrigo y sus amigos seguían insistiendo con cabezonería, así que decidió cambiar radicalmente de tema.

—Tengo entendido que algunos españoles han dejado de asistir a los oficios sagrados y que han quemado por dos veces el templo cenobio de Valladolid para mostrar su desaprobación a los intentos de evangelización de los indios —dijo Luis de sopetón, dejando el asunto del tabaco en el olvido.

—Los franciscanos viven respaldados por la potestad divina y deciden sobre la manera en que deben pasar el tiempo nuestros indios —dijo uno de los hombres, recalcando intencionadamente la palabra «nuestros».

—Señor Enríquez, hay que estar aquí y tratar con ellos para darse cuenta de lo que ocurre. Los nativos son seres inferiores desprovistos de alma y, siendo así, no se llega a comprender el porqué de tanto empeño en salvarles —añadió otro mientras trataba de ocultar un hipido provocado por la mezcla del alcohol, el humo del tabaco y las viandas.

—Lo que el monarca no sabe, querido hermano —dijo Rodrigo dirigiéndose a Luis—, es que los frailes, en su afán por educar a los indios, consiguen que éstos desatiendan su trabajo. Les hacen alejarse de la encomienda para estar más cerca de sus conventos.

—Pero vuesas mercedes saben que el emperador se decidió a repartir títulos, tierras, cargos y encomiendas entre la gente allegada a la Corona con la intención de que el buen hacer castellano se plasmara en este lugar —dijo Luis—. Pensó que, aunque él no pudiera estar aquí personalmente controlando la administración, podía confiar en el éxito de la empresa si eran hombres de su confianza los que se encargaban de todo; pero según las noticias que llegan hasta España, los mandatos de la Corona no se están cumpliendo.

—Lo único que se consigue gracias a esa descabellada idea de la evangelización de estos salvajes es que se pierdan muchos beneficios, lo que no sé si interesará a la Corona —dijo otro visiblemente más exasperado.

—Tengo entendido que cuando se les entregó la encomienda y los indios que habían de trabajar en ella, juraron encargarse de su evangelización. En la ceremonia por la que se otorgan las encomiendas, al recibir las tierras en cuestión, vuesas mercedes juraron hacerse cargo de su explotación, pagar un impuesto a la Corona y responsabilizarse de la evangelización de los indios asegurando que recibirían un buen tratamiento. Si pensaban que no existían almas que salvar, no deberían haberse comprometido, ¿no es cierto?

La pregunta de Luis dejó sin habla a los presentes. Rodrigo se sintió azorado: era precisamente su hermano el que había lanzado esa especie de reproche que parecía poner en entredicho la palabra de aquellos que se proclamaban hombres de honor. Hasta ese instante ninguno de ellos se había tomado el juramento prestado el día de la toma de posesión de la encomienda como algo que de verdad tuvieran la obligación de cumplir. La ceremonia les pareció pura burocracia. El hecho de que alguien les viniese a recriminar algo que todos parecían tener tan asumido, los dejaba mudos, sordos y atónitos.

—Disculpen a mi hermano —dijo Rodrigo antes de que ningún otro hombre de la reunión pudiera reaccionar—, él desconoce el carácter indócil de estos salvajes —dijo dirigiéndose al resto de los hombres presentes. Enseguida se volvió hacia Luis para explicarle sus razonamientos—. Verás, hermano, son básicamente animales. Te lo digo yo. —Marcó bien la frase para que no hubiera dudas—. Lo único que conocen es la disciplina firme que su señor tenga a bien en mostrarles. Lo que los franciscanos están consiguiendo es desacreditar nuestra autoridad ante los ojos de los indios, y éstos presumen que son como nosotros, con los mismos derechos, ¿lo puedes creer, hermano? —dijo de forma burlona; los demás también se relajaron y se echaron a reír.

Luis optó por quedarse en silencio. Algunos de ellos ya comenzaban a mirarle con desconfianza y eso tampoco le interesaba. Era mejor mantenerse al margen y dejar que ellos solos fueran mostrando sus pensamientos. Se dio cuenta de que su hermano no había organizado aquella reunión por placer, que se trataba de un plan para influir en él y de alguna manera también en la opinión del monarca. Pero Luis no estaba dispuesto a que lo manipularan y dejó que el alcohol relajara la situación mientras observaba a aquellos hombres que se comportaban como si fueran los poseedores de la verdad absoluta. Pero los ojos de Rodrigo no se apartaban de su hermano, intentando averiguar si la razón de su viaje era solamente acompañar a Mariana a Nueva España y ocuparse de la recién estrenada Flota de Indias o si además estaba intentando informarse del asunto de las encomiendas. Dispuesto a investigar sobre ello para medir bien la situación, al acabar la reunión, cuando todos se hubieron marchado, acompañó a Luis hasta su alcoba.

—¿Qué te ha parecido la cena? —dijo Rodrigo con media sonrisa.

—Interesante.

—Los indios son sólo unos salvajes, hermano. —Sacó de nuevo el tema porque no estaba seguro de que Luis se hubiera quedado con la idea que él intentaba venderle—. Si no les aplicas mano dura, un buen día te levantarás con un puñal clavado en el pecho. Te lo digo yo que los conozco —dijo poniendo su mano en el corazón.

—Hasta los oídos del rey ha llegado el rumor de que los hermanos Cortés andan fraguando una conspiración en busca de la independencia —dijo Luis cambiando de conversación—. ¿Los conoces? Los dos se llaman Martín y al parecer uno de ellos es mestizo. Dicen que han dado muestras de una unión fraternal inusitada. Parece que a los dos hermanastros les molesta la sumisión a la metrópoli y que han decidido emular a su padre cuando éste decidió liberarse del mandato de Diego Velázquez. Ambos mantienen una activa correspondencia y el hijo legítimo piensa viajar pronto a las tierras del Nuevo Mundo con la intención de conseguir adeptos que secunden sus ideas de independencia. Se dice que los encomenderos están apoyándolos con el propósito de librarse de impuestos y obligaciones con la Corona.

—No los conozco, pero algo he oído —dijo con cara de indiferencia—. Si lo que quieres es preguntarme si yo estoy en el ajo, te diré que no. Vivo muy bien así y tengo una gran relación con el virrey. No me interesa complicarme. —No parecía mentir. En realidad ése era el estilo de su hermano: disfrutar de la vida y no involucrarse jamás en ninguna causa que no fuese la suya propia. La llegada a aquel paradisíaco lugar le había proporcionado todo lo que necesitaba y no parecía echar en falta nada en absoluto—. Pero no te preocupes, si me entero de algo te lo diré. Somos hermanos, ¿verdad? —le dijo mientras palmoteaba su espalda, sonriendo ampliamente—. Además estamos para ayudarnos mutuamente, ¿no es cierto? —A Luis la frase le sonó a indirecta.

Antes de despedirse, en la puerta de la alcoba, Rodrigo se acercó a la cara de su hermano con el brillo pícaro en la mirada que éste recordaba de su infancia y en un tono cómplice le susurró:

—Si deseas una hembra sólo tienes que decírmelo. Las indias son auténticas fieras. Te lo digo yo —añadió guiñándole un ojo.

Miguel y fray Lorenzo volvieron a encontrarse al día siguiente. Habían quedado tan temprano que a la mañana todavía no le había dado tiempo a desperezarse de la somnolencia nocturna y de la tierra surgía el vaporcillo del rocío que recién se espabilaba con los primeros rayos de sol. Fueron paseando un largo trecho, rodeando las murallas del convento hasta la primera esquina, y una vez allí tomaron un sendero arrebatado a las hierbas probablemente por culpa de los pasos de miles y miles de hombres durante muchos siglos. Según Miguel, al final de ese camino estaba la pirámide maya de Kinich Kakmo, por la que el dominico sentía tanta curiosidad. Pronto pudieron verla asomándose dignamente por el horizonte para darles la bienvenida a su mundo anclado en el pasado.

—Tiene ocho siglos de antigüedad y veinte gradas de más de cien pies de largo —dijo Miguel señalando al coloso cuando lo tuvieron justo delante de sus narices—. Cerca de aquí, en Chichen Itzá, existe otra construcción con trescientos sesenta y cinco escalones, uno para cada día del año. Proyecta una sombra única que anuncia el solsticio de primavera. Las pirámides eran gigantescos calendarios para los antiguos mayas. —Siguió mirándola con el gesto de estar visitando a un familiar enfermo.

—¡Es magnífica! Necesito que me narre este tipo de cosas para que yo pueda mostrarle al monarca la verdad. Quiero enviarle pruebas que verifiquen que los indios disponen de capacidad de raciocinio suficiente para adoptar la palabra de Dios sin la necesidad del látigo de los encomenderos.

—¿La verdad? —preguntó sereno—. Sepa, padre, que hay muchas verdades. Si se busca encontrar la verdad del otro se corre el riego de encontrarla y si eso ocurre se tiene la obligación moral de hacer algo con ella.

—Estimado Miguel, yo no puedo hacerle promesas acerca de cosas que no dependen únicamente de mí. El monarca solicitó mis servicios como informador, y eso haré: informar. Aquí están mis ojos para ver lo que vuesa merced tenga a bien enseñarme. Tómeme de su mano y guíeme por su pasado. Yo seré su representante en la humilde medida en que mis palabras puedan influir para que los pensamientos cambien. Gota a gota haremos un mar —dijo recordando las palabras de Bartolomé de las Casas mientras ponía su mano en el hombro de Miguel—, ya lo verá. Haremos un mar.

Animado por la predisposición de fray Lorenzo, Miguel comenzó a resumirle los conocimientos que tenía sobre la civilización maya, después de haber estado leyendo y hablando con los viejos habitantes de la zona. Le contó que los antiguos mayas eran unos extraordinarios matemáticos y astrónomos que observaban con delirio frenético las estrellas. Le dijo que él los imaginaba como una especie de guardianes del tiempo, capaces de predecir el día y la hora exacta de un eclipse de sol y de saber utilizarlo para sus propios intereses.

—Para un maya del pueblo llano debía de ser como si sus gobernantes pudieran disponer a su antojo del suministro de luz solar. Como si tuvieran la llama que prendiera y apagase el astro. —Ambos se rieron. Se daban cuenta de los trucos de los que podía servirse un gobernante, fuera del pueblo que fuese, para conservar la supremacía—. Si un monarca es capaz de convencer a sus súbditos de que lo necesitan, habrá asegurado su poder y el de su descendencia.

Miguel le contó que, tras tanta observación celeste, los mayas, mucho tiempo antes de la llegada de los españoles, habían elaborado un intrincado calendario compuesto por tres ruedas que giraban unas dentro de otras, convirtiendo la vida en un ciclo que revelaba la importancia de cada día del año. Aquel calendario era capaz de determinar el día concreto del origen del pueblo maya.

—También habían señalado la fecha de la llegada del fin del mundo y… teniendo en cuenta que casi todas sus predicciones astrales eran acertadas… —Miguel se quedó callado unos instantes mirando divertido la expresión de perplejidad que asomaba a la cara de fray Lorenzo—. ¿Quiere saber cuándo pensaban que llegaría el final? —dijo sonriendo. Fray Lorenzo asintió con cautela—. Estuve haciendo los cálculos y, bueno… los sacerdotes mayas creían que el ciclo de creación cesará el domingo 23 de diciembre del 2012 de la era cristiana.

—No es que yo crea en esas cosas —dijo lanzando un suspiro—, pero me alegro de que aún reste bastante para descubrir si esa predicción es o no cierta.

Ambos sonrieron; se gustaban. Ese día se selló un pacto tácito entre ellos mediante el cual se juraron amistad eterna, al menos, como en el caso de los matrimonios, hasta que la muerte deshiciese la promesa. Aunque nunca imaginaron que ésta llegaría tan pronto como llegó.