11

Cuenta una leyenda de estas tierras que uno de sus ídolos del que ya hablé, llamado Quetzalcoatl, era una deidad bondadosa, creador del hombre y su tutor. Dicen que este dios lo forjó con su propia sangre y con huesos sacados del Mictlan, que es algo así como el infierno, y que como los huesos eran de diferentes tamaños y formas, unos somos altos, otros bajos o gordos o delgados… Quetzalcoatl tuvo a bien enseñar al hombre la filosofía de la vida, a medir el tiempo y a encontrar alimento. Fijó las oraciones y sacrificios, pero tuvo que abandonar estas tierras tras una disputa con otro dios llamado Tezcatlipoca, y partió sobre una balsa entretejida de serpientes navegando hacia el oriente, prometiendo regresar algún día para reclamar su trono. Cuando al antiguo soberano de estas tierras le llegaron noticias del desembarco de unos hombres blancos que navegaban en grandes montañas por el mar, que cabalgaban sobre extraños venados gigantes sin cuernos, que tenían perros atroces capaces de matar a los hombres si ellos se lo pedían y que disponían de palos de trueno —que así era como ellos debieron de ver nuestros arcabuces—, el soberano llamado Moctezuma pensó que era el dios mismo que volvía con su séquito, y mandó enviar muchos presentes de oro y de plata para disuadirles de no atacar. En lugar de eso, lo que consiguió fue que desearan con más fuerza tomar la capital, y algunos de los indios dijeron que los hombres blancos se agarraban al oro como los monos […]. Fue de esta curiosa manera que Cortés consiguió hacerse con la ciudad, que todos los indios le hubieron de considerar el dios mismo que regresaba. Cuando se dieron cuenta de que no se trataba de su dios, sino que sólo era un hombre, ya fue demasiado tarde para ellos.

Fray Lorenzo se sintió obnubilado desde que descendió del galeón. Todo lo que veía le pareció adorable, el olor era más fragante que en España, las gentes le resultaban más dulces y la comida más deliciosa. Sonreía a cada momento, incluso se le quedaba una plácida mueca risueña cuando estaba dormido. Presentía que guiar por el camino de la fe a las gentes que vivían en el Nuevo Mundo y compensarles por los posibles abusos que sus compatriotas hubieran cometido en aquellas tierras era el plan que Dios tenía reservado para él. Ese lugar era una página en blanco donde comenzar a escribir la vida que siempre había deseado vivir.

Mientras estudiaba en Valladolid, en el convento de San Gregorio, había conocido a otros frailes jóvenes que escuchaban con fervor las palabras de Bartolomé de las Casas y que aseguraban haber sentido una llamada. Estaban deseosos por formar parte de la labor misionera, convencidos de querer ayudar al prójimo más incluso que a ellos mismos. Pero casi todos habían acabado dedicados a la predicación y a la enseñanza en lo que fray Lorenzo consideraba una anodina y recatada vida conventual. Parecía que habían perdido el interés de luchar por imposibles, de aliviar, aunque fuera en una mínima parte, el hambre y la sed de justicia en el mundo. No podía evitar hacer reproches a sus antiguos compañeros por haberse acomodado, y en ocasiones el mismo De las Casas tuvo que llamar su atención sobre el asunto, señalándole que no todos estaban hechos para llevar a cabo grandes proyectos.

—No se nos mide por la aparente magnitud de nuestras obras, el Señor cede a cada uno el peso que es capaz de soportar —le decía—. Todos tenemos una misión, la de vuesa merced quizá en un lugar lejano, y la de otros aquí, y ambas son igualmente importantes. Cada cual aporta a este mundo en la medida de sus posibilidades. Tiene que recordar que una sola gota de agua no hace el mar.

Fray Lorenzo percibía que el Señor había depositado en él un gran peso que estaba dispuesto a soportar y a cargar con gusto, aunque eso pudiera sonar pretencioso. En su fuero interno estaba convencido de que él estaba hecho para llevar a cabo una gran misión, y estaba seguro de que jamás se hubiera conformado con ser el fraile cocinero en un convento de dominicos. Él tenía otras aptitudes. Conocía muchas formas para hacer llegar a las personas la palabra del Señor, y entre ellas no se encontraba la presión, el maltrato o el chantaje que había oído contar que se utilizaban como moneda de cambio en las tierras del Nuevo Mundo. Pensaba que no se podía aparecer por las buenas y obligar a las personas a abandonar su pasado. Bartolomé de las Casas asemejaba las culturas precolombinas con las de la Antigüedad clásica, resaltando sus virtudes y sus grandezas, por eso se interesó en los procedimientos de fray Diego. Estaba totalmente de acuerdo en que la mejor manera de llegar hasta los indios era a través del sendero del mutuo entendimiento. Repudiaba la violencia y la sumisión. Creía que era mejor razonar que imponer, y el franciscano parecía comulgar perfectamente con esa idea, por ello lo admiraba aun antes de conocerlo. Le gustaba encontrarse con gente que compartiera sus pensamientos, aunque fuesen de otra orden religiosa: de esa forma podía contrastar opiniones. Escuchaba a todo el mundo, para luego formar su propio criterio, anteponiendo siempre la vida humana a cualquier otra consideración, ya fuese política, económica e incluso religiosa.

Fray Lorenzo tuvo a bien contarme que cada hombre, ya sea de España o del Nuevo Mundo, es por él mismo y por su forma de entender la vida un universo, y que por ello hemos de sentir grande pena cuando muere, pues con él se va algo único e irrepetible. Aconsejome escuchar atenta a todo el mundo, puesto que así hallaré la forma de preservar los universos que se encuentren en los raciocinios de los demás una vez que se hayan ido. Díjome que cada ser humano es un milagro de Dios y que nadie excepto Él ha de tener potestad sobre los milagros.

Desde que fray Lorenzo llegó al convento, comenzó a acechar a fray Diego de Landa. Le sorprendía por los pasillos, lo seguía hasta el taller, le acosaba a preguntas y parecía tomar nota mental de cualquier frase del franciscano, asintiendo fascinado como si le estuviese dando una clase magistral, aunque sólo hablara del reparto del pan. Fray Diego iba de aquí para allá siempre, ocupado en mil quehaceres. Estaba orgulloso de Izamal, era el gran monarca de ese pueblo. Los nativos lo observaban como si fuese un rey y él tocaba suavemente sus cabezas en una actitud difusa, mezcla de bondad y paternalismo que fray Lorenzo no podía definir. Los feligreses lo llamaban tete, el apelativo que sustituía a padre en la lengua maya, y a fray Diego le brillaban los ojos de satisfacción. Le costaba Dios y ayuda controlar el orgullo después de haber creado un convento como el de San Antonio de Padua, con todo lo que conllevaba, y haber realizado un trabajo de documentación admirado por el propio monarca. A Landa le empezó a abrumar tener que encontrarse con fray Lorenzo cada vez que se daba la vuelta, con su sonrisa de admiración en los labios y sus cientos de preguntas y observaciones. Le mareaba hablándole de Castilla, de Bartolomé de las Casas, de las cosas que él le había contado sobre el Nuevo Mundo, de sus proyectos y aspiraciones. El franciscano lo escuchaba a salto de mata, entre labor y labor, siempre parecía estar demasiado ocupado como para atenderle serenamente y asentía sin más ante cualquier cosa que le contara, más por cortesía que por verdadera implicación en la charla. Desde que la comitiva había llegado no habían mantenido una conversación que durase más de cinco minutos.

—Es mejor que vuesa merced hable con Miguel —le dijo el franciscano para quitárselo de encima cuando fray Lorenzo comenzó a ponerse insistente con sus preguntas—. Miguel es un experto —aseguraba.

Y fue gracias a esos pequeños empujones por lo que empezó a entablar una relación estrecha con el médico nativo, que siempre estaba mucho más receptivo y disponible que fray Diego. Miguel le pareció un hombre extraordinario, con la mirada siempre serena, con esa sonrisa apacible que lucen los viejos en las tardes soleadas y que en ocasiones se confunde con senectud. El gesto tranquilo de quien lo conoce todo tan bien que sabe perfectamente que de nada sirven los consejos porque uno ha de equivocarse solo, una y otra vez, para aprender. El de la persona que percibe cómo funcionan por dentro los seres humanos, pero que no va a contarlo, ya que nadie llegaría a comprenderlo. Miguel sugería más que hablaba: se había dado cuenta de que una conclusión se interioriza mejor si es uno mismo el que llega hasta ella. Escuchaba sereno, traspasando hasta el fondo a su interlocutor con sus enormes ojos de laguna profunda, sonriendo ampliamente, dejando que los dientes blancos iluminaran su cara morena. Era difícil no quedar prendado de su encanto. Fray Lorenzo ya lo había reconocido alguna mañana, cuando Miguel acudía a colaborar en el taller de códices de Landa. Le gustaba observar su entrega pausada, blanqueando las enormes tiras de papel de maguey con el que se trabajaba, viendo cómo mezclaba los brillantes pigmentos para colorear los glifos y escuchando las explicaciones acerca de sus significados mientras se esmeraba en plasmarlos con el tesón del niño que escribe sus primeras letras.

En un principio Miguel creyó que fray Lorenzo preguntaba por simple curiosidad. Llevaba años contando una historia resumida del pasado en esas tierras, tamizada y adaptada a la mentalidad de los hombres blancos que se interesaban, y hasta ese momento a todos les había resultado satisfactoria, pero fray Lorenzo no se conformó. Indagaba sin descanso y eso hizo que Miguel se sintiese halagado. Poco a poco se animaría a abrirle las puertas del mundo maya al que él había estado siguiendo la pista durante los últimos años, y gracias a eso se irían alargando sus encuentros y conversaciones. Aquella mañana se habían dado cita para pasear.

—¿Sabe, Miguel?, hace un par de días que tengo ganas de preguntarle algo, pero no me gustaría que mis palabras pudiesen incomodarle. Fray Diego me contó que su abuelo tuvo que enfrentarse a Cortés en los tiempos de la conquista de Nueva España.

—¿Qué quiere saber?

—Verá, me gustaría que me contara lo que ocurrió tal y como se cuenta entre los nativos. Comprendo que quizá le resulte doloroso, pero las únicas versiones que conozco son la que me contó mi maestro fray Bartolomé de las Casas, que conoció personalmente a Hernán Cortés, y lo que se comenta en la corte a raíz de unas cartas que Cortés le escribió al emperador Carlos. —Calló durante un par de segundos—. Tal vez prefiera narrarme con sus propias palabras…

—Bueno, no tengo problema alguno en contarle la historia, pero sepa que en esto, como en todo, cada cual tiene la suya. Voy a relatarle lo que yo pienso que pasó, luego vuesa merced lo puede mezclar con lo que ha escuchado en su patria y así se formará su propia idea, si quiere. —Miguel hizo una pausa y tomó aire—. Creo que todo fue, simple y llanamente, una sucesión de casualidades. Claro que eso es lo que yo pienso porque, según Moctezuma, el monarca de mi pueblo en aquella época, estábamos predestinados.

—¿Predestinados?

—Sí, verá. Hacía ya un tiempo que las señales indicaban el final de la civilización azteca; al menos eso decían los consejeros de Moctezuma. Al parecer se alzó en mitad de la noche una columna de fuego, dos templos se desmoronaron sin razones aparentes, el lago Tetzcoco entró en ebullición por las buenas, una tarde un cometa cruzó el firmamento de oeste a este esparciendo chispas como carbones ardientes. Aparecieron varios monstruos que fueron llevados ante el monarca y que desaparecían en el mismo momento en que él los veía. Llevaron al palacio de Moctezuma un pájaro con cabeza de espejo que reflejaba los cielos, y cuando el monarca se asomó en él, descubrió un ejército… —Hizo un gesto con la mano para expresar que podría seguir enumerando más sucesos extraordinarios—. Según los consejeros de Moctezuma, esas señales indicaban que el desterrado dios Quetzalcoalt estaba por regresar del oriente como había prometido tiempo atrás, para reclamar su trono. Al parecer eso estaba ya escrito y la fecha prevista para la llegada del dios era el año 1 Caña, precisamente el momento del desembarco de Hernán Cortés, lo que convirtió la conquista de Tenochtitlán en un simple paseo hasta el templo mayor para recoger las llaves de la ciudad.

—¿Insinúa que los aztecas no ofrecieron resistencia?

—Al parecer, en un primer momento no, y eso que, según contaba mi abuela, los aztecas eran hombres diestros en el arte de la guerra. A fuerza de batallas habían triunfado sobre docenas de ciudades vecinas a las que tenían sometidas. Hubo un tiempo en el que la soberanía azteca abarcaba la mayoría de los pueblos del valle de México. Exigían a los dominados grandes impuestos: pieles de animales, piedras preciosas, jade, plumas de colores, cobre, plata, oro… incluso hombres que sacrificar a sus dioses. —Miró de soslayo a fray Lorenzo, que escuchaba la narración atento como nunca—. ¿Vuesa merced se escandaliza con estas cosas?

—No, no, en absoluto. Sé que cada imperio tiene sus mañas. No me parece más terrible que cualquier otra táctica utilizada en la actualidad en Europa, sólo diferente. Siga, por favor.

—Los pueblos sometidos creyeron que unirse a las filas de los castellanos les ayudaría a librarse del yugo azteca. Algunos de los caciques que Cortés encontraba a su paso mientras avanzaba hacia Tenochtitlán se sorprendían: no podían creer que existiese un pueblo que no estuviera bajo el poder de Moctezuma, pero quedaron convencidos de su superioridad cuando vieron los palos de fuego y los venados sin cuernos. —Miguel se echó a reír al ver la cara de asombro de fray Lorenzo—. Los arcabuces y los caballos —aclaró, y ambos sonrieron—. En el Único Mundo eran desconocidos. Mientras se preparaban para la batalla, le contaron a Cortés cosas terribles de la manera de guerrear mexica. Le dijeron que los aztecas no tenían miedo de morir combatiendo, al contrario, no existía para ellos mayor orgullo que una muerte gloriosa en el campo de batalla. Los que sucumbían en la lucha o en la piedra sacrificial, iban directamente al Tonatiuhichán, la Casa del Sol, donde había jardines, flores y todo era bello. Después de cuatro años allí, el alma regresaba a este mundo en forma de mariposa y se quedaba en esta hermosa tierra, alimentándose del néctar de las flores, acariciada por la brisa del campo, sin miedos ni temores. Por eso la muerte en la batalla lejos de asustarles les animaba, porque no había un futuro mejor para una persona. No tenían miedo.

—Entonces vuesa merced tiene razón al decir que fue una cuestión de suerte. Sin la alianza con los pueblos sometidos no lo hubieran logrado.

—Me dijeron que los hombres de Cortés contaban con muy poco cuando llegaron a Veracruz: quinientos trece peones, ochenta y siete jinetes y trece bergantines, que en tierra firme no servían para nada. —Y señaló—: Además, algunos estaban debilitados. Pero consiguieron reunir a un nutrido grupo de cincuenta mil indígenas con los que aumentar sus filas. La red de mensajeros en aquel momento era de bastante calidad, así que rápidamente Moctezuma se enteró de que las huestes blancas se aproximaban a Tenochtitlán y envió a los primeros emisarios para que les entregaran unos presentes con los que persuadirlos para que se marcharan. Cortés los recibió amablemente y les ofreció una salva de agradecimiento. Al parecer sus flamantes cañones se sacudieron como truenos y los mensajeros aztecas, que no habían visto una cosa igual en toda su vida, cayeron desmayados del mismo susto ante las risotadas de los presentes. —Miguel se quedó pensativo durante un instante—. Yo creo que eso tuvo que minarles por dentro. Cortés era un hombre muy inteligente —dijo melancólico.

—¿Cómo se entendía Cortés con ellos?

—Bueno, tenía lo que los nativos llamaban lenguas. Personas que hacían de intérpretes. Aunque he de decirle que, con diferencia, la mejor traducción y la mejor ayuda la recibió de doña Marina. Vuesa merced habrá oído hablar de ella, entre los nativos es conocida despectivamente como la Malinche. Tuvieron un hijo juntos: Martín Cortés, creo que se llama.

—Eso dicen. Tiene otro hijo llamado así de su esposa Juana de Zúñiga —dijo fray Lorenzo—. Cuénteme cómo consiguieron entrar en la capital de México.

—Se encaminaron hacia Tenochtitlán respaldados por un numeroso ejército y con su fama de dioses precediéndoles. Me imagino que debieron de impresionarse cuando alcanzaron la cima de la montaña y vieron Tenochtitlán por vez primera.

—¿Es bella?

—Muy bella. Según mi abuela, ahora ya no tanto, pero por entonces gozaba de su época de gloria, y la ciudad era un inmenso sueño que surgía del fondo del lago. Se había construido originalmente sobre un islote que se unía a tierra firme a través de tres calzadas: la de Iztapalapa, la de Tlacopan y la de Tepeyácac. Había canales para viajar en canoas y puentes hechos con grandes tablones de madera labrada por los que cabían sin dificultad diez hombres con sus respectivas monturas. Las edificaciones se alzaban como una flor de piedra por encima del agua. Algunas casas señoriales exhibían vergeles en los pisos altos y en los bajos, y una pirámide enorme, que tardó años en ser construida, destacaba por encima de todo. —Se puso triste—. Ahora esos edificios ya no existen. —Cambió rápidamente de actitud, volviendo al tono de narrador objetivo—. Cortés les ordenó formar en posición de combate para mostrar su poderío. Así fue como llegaron, paseando tranquilamente por la calzada de Iztapalapa. Mi abuela contaba que observaban a los indios de reojo con más miedo que curiosidad, atentos a las manos de Cortés por si en cualquier momento les ordenaba entrar en acción. Los mexicas salieron de sus casas, miraban atónitos esos cuerpos resplandecientes por el hierro que los cubría de pies a cabeza. Yo creo que la hueste de Cortés llegó con la sangre revolucionada por la inminente batalla que iban a librar, pero para su sorpresa esa lucha nunca llegó. Moctezuma, el Señor Furioso, no hizo honor a su nombre: se mantuvo sereno y amigable como si llevara ya tiempo esperando su llegada. Salió a recibirles transportado por sus hombres en unas magníficas andas adornadas con plumas verdes, con intrincados dibujos de oro, plata y perlas. En los pies llevaba unas sandalias con suelas de oro adornadas de piedras preciosas. Parecía muy seguro de sí mismo, pero en el fondo Cortés intuía que aquel soberano se mantenía a la expectativa. Mi abuela decía que los dos pudieron ver reflejado su propio miedo en los ojos del otro y que la tensión de ambos podía respirarse. Sabían que era un momento decisivo para sus vidas.

—Debieron de ser unos momentos muy inquietantes para ellos.

—Pues supongo que sí. Cortés descendió de su caballo, y como desconocía cuáles eran las normas protocolarias adecuadas ante un monarca azteca, le ofreció un collar de cuentas perlinas y quiso abrazarle para mostrarle sus buenas intenciones. Los señores que acompañaban a Moctezuma lo retuvieron indignados. Según contaba mi abuela, ese fue el momento en el que se marcó la enemistad. Aseguraba que los españoles pudieron ver la famosa furia mexica de la que tanto habían oído hablar y que los indios se percataron de la impertinencia de los hombres blancos. Pero no puedo contarle mucho más acerca de ese primer contacto. Moctezuma, uno de los mejores gobernantes que estas tierras tuvieron, los dejó entrar en su ciudad, los tomó de la mano y les ofreció el vasto imperio que estaba bajo su poder, ante la pasmada mirada de sus súbditos.

—¿Se rindieron sin más? —preguntó fray Lorenzo sorprendido.

—No sabría si llamarlo rendición. Por eso le dije lo de la suerte o el destino. Si no hubieran existido tantas señales catastróficas… Quizá si el dios Quetzalcoatl no hubiera jurado regresar… A lo mejor todo hubiese sido diferente, pero fue como fue, ya no hay vuelta atrás. Después pasaron muchas cosas, la gente se alzó, se revolucionó. Cortés le pidió a Moctezuma que tranquilizara a su pueblo, pero el gobernante ya había perdido el carisma y el poder frente a ellos. Hubo revueltas, tiras y aflojas… El final ya lo conoce —dijo resignado.

—Me hubiera gustado ver cómo funcionaba Nueva España antes de nuestra llegada —dijo fray Lorenzo—. En mi país se tiene una idea bastante equivocada sobre los habitantes de estas tierras. No quiero que se sienta ofendido, hay hombres que se permiten hablar sin haber pisado jamás el Nuevo Mundo. Por ejemplo, un tal Sepúlveda, que expuso en Valladolid ante el monarca unas tesis con las que pretendió luchar fieramente contra los argumentos de mi maestro fray Bartolomé de las Casas. Sepúlveda consideraba aceptable, e incluso un deber ético de buen cristiano, realizar lo que él llamaba una guerra justa contra los indios, que frenara las idolatrías y los actos pecaminosos. Sus razonamientos se veían impulsados por las lecturas de Aristóteles, un filósofo griego que…

—Lo conozco —dijo Miguel.

—Pues bien. Él se aferraba a la idea de que unos pueblos eran marcadamente inferiores a otros. Decía que España, como pueblo civilizado que era, tenía la obligación moral de someter a los indios para ayudarles a alcanzar una vida más humana y unas costumbres refinadas. Para Sepúlveda, los hombres se dividían en dos grupos: los que habían sido creados por el Señor para las tareas de ejecución, y los que estaban predestinados para el mando. Ya podrá imaginar, estimado doctor, quién es quién en esta reflexión.

Miguel escuchaba atento las palabras de fray Lorenzo. No estaba sorprendido. Algunos de los frailes que se habían encargado de su educación les explicaban a sus alumnos nativos que pertenecían a una raza inferior, y lo decían sin maldad, como si de una enfermedad congénita se tratase. Miguel no sabía qué decir para demostrar que esas argumentaciones eran equivocadas. En su fuero interno le parecía de mal gusto tener que justificar la propia inteligencia.

—Verá —dijo Miguel buscando un ejemplo—, como ocurre con los animales domésticos, se juzga el raciocinio del colonizado por su capacidad de comprender al colonizador, sin tener en cuenta que el colonizado deberá partir de cero, aprender un nuevo idioma, cambiar sus hábitos alimenticios, sus ropas, sus tradiciones ancestrales… incluso su forma de entender el mundo. Tendrá que adaptarse por la fuerza a una nueva vida. Como un recién nacido, deberá aprender a gatear para luego caminar, pero si tropieza en el camino y cae, el colonizador lo entenderá como señal de torpeza, o estupidez, o como seña de raza inferior.

—Es una observación admirable. Ahí es donde puede verse la capacidad de comprensión sin límites por parte de su pueblo. Ahora guardan en su mente el presente y el pasado. Espero poder aprender algo de todo ello.

Miguel se sentía cómodo hablando con fray Lorenzo, pero cuando fueron pasando las horas, comenzó a perder la pausada calma que lo caracterizaba y le entraron las prisas por volver a casa. Apretó el paso, y el dominico lo siguió fatigado hasta la puerta del convento, resoplando y balbuciendo entre jadeos que le gustaría ver de cerca la pirámide maya que había observado el día de su llegada a Izamal.

—Le prometo que mañana en la mañana, si vuesa merced lo desea, la visitaremos —le dijo en la misma puerta del convento—, pero ahora he de irme.

Miguel regresó a su casa. Había decidido que no era de buen gusto presentarse solo en la alcoba de Mariana por más que se tratase de una visita médica y fue a buscar a la tícitl, que refunfuñó, despotricó y protestó por hacerla salir a esas horas, y por tener que volver a encontrarse delante de esos españoles prepotentes y estirados con esas ropas tan raras y ese color enfermizo. En esa ocasión no le hizo falta leer en la mente de Miguel. Lo conocía desde que nació y veía que aquella visita iba más allá del interés profesional, por mucho que él se empeñara en disfrazarlo de eso. Caminaban por el pasillo donde estaba la habitación de la joven cuando Beatriz abrió la puerta antes de que ellos llamaran, como si les hubiera estado esperando.

—Ya está aquí el médico —dijo desde el umbral, mirando hacia el interior de la alcoba—. Pasen, pasen… Yo esperaré fuera. Si me necesita, estoy aquí mismo. —Y señaló uno de los bancos del pasillo.

Mariana pudo verlo por primera vez con claridad. Durante los días de encierro tuvo tiempo suficiente para recrear su propia idea del médico: una mezcla entre las capacidades profesionales que Beatriz le había narrado entusiasmada y el recuerdo nebuloso que flotaba en su cabeza desde el día que la atendió. A primera vista lo encontró demasiado joven para ser un galeno, y a la mujer que lo acompañaba demasiado vieja para tenerse en pie. Se mantuvo sentada en la cama con la espalda bien recta, apoyada en los almohadones, intentando mantener una pose de dignidad en una situación totalmente atípica. Aquello se salía de todos los cánones de recato que ella conocía: un hombre joven y desconocido estaba en su habitación mientras ella yacía en su lecho. Se encontraba incómoda y no sólo por él, también por esa mujer de piel apergaminada que se asomaba con cara de pocos amigos desde el fondo de sus párpados resecos.

—Mi nombre es Miguel Mendoza. —Se hizo un silencio que duró unos instantes pero que a Miguel le parecieron horas. En vista de lo poco locuaz que se mostraba su interlocutora, continuó hablando—. Atendí su enfermedad el otro día, pero no me recordará, se hallaba febril. ¿Cómo se encuentra? —Y mientras decía eso se acercaba a ella y ponía la mano en su frente, y de ahí pasó a su muñeca para tomarle el pulso como lo haría cualquier médico.

—Me encuentro bien. ¿Qué es lo que me ha pasado?

—Alguna complicación por culpa de unas fiebres. —Y añadió—: Supongo que el viaje y el cambio de aires la dejaron extenuada.

Realizaba movimientos profesionales a la vez que hablaba, pero cuando se acercó a ella y percibió el aroma floral de la ocasión anterior, sintió deseos de interrumpir el reconocimiento, sentarse a su lado y seguir oliéndola hasta agotar la fragancia. Pero Mariana ya no parecía tan desvalida como la primera vez que la había visitado. Estaba seria y se enfrentaba a él con una expresión tan desconfiada que Miguel no se atrevía a mirarla directamente a los ojos. Se sintió impresionado por su firmeza y por las pupilas más verdes que jamás había visto en ninguno de los españoles que había conocido a lo largo de su vida. La actitud de la joven le llenó de inseguridad y le molestó profundamente perder la entereza frente a ella. Cuando tuvo que aproximarse para observar bajo sus párpados, notó cómo sus dedos temblaban y se le aceleró por un momento el ritmo de la respiración. Estaba tan cerca del rostro de la joven que podía sentir cómo compartían el mismo aire de aquel pequeño espacio y esa idea le resultó tremendamente sugestiva. Miguel notó que le atenazaba el pecho una sensación que llegaba a ser dolorosa pero que, aun así, rozaba lo placentero.

—Todo está estupendamente —dijo con fingida resolución—. Unos cuantos días más de reposo y podrá levantarse…

—¿Me hicieron brujería para curarme?

La pregunta de Mariana se desparramó por la habitación como un chaparrón de verano y parecía repetirse como si estuviese rebotando por las paredes. Miguel se quedó mudo. La frase le había pillado por sorpresa. Bajó la frente y su habitual sonrisa se esfumó.

—¿Por qué dice eso?

—Recuerdo a esa mujer —y señaló a la tícitl con la mirada— colocando extraños objetos alrededor de mi cuerpo y lanzando conjuros en una lengua extraña. —Y volvió a repetir con la voz aún más grave—: ¿Me hicieron brujería para curarme?

Mariana parecía muy seria. Miguel tuvo miedo de que la semiinconsciencia provocada por la fiebre no la hubiera dejado tan amodorrada como él había creído. La palabra de una joven como ella, con su elevada posición, podía ponerles en un verdadero aprieto, así que decidió mostrarse firme y seguro intentando recobrar el gesto sereno que le caracterizaba. Recuperó la sonrisa y le explicó a Mariana que la enfermedad que ella había padecido provocaba alucinaciones, desvaríos y pérdidas de percepción de la realidad, y que esa era la causa por la que creyó ver y escuchar cosas extrañas. Asumiendo una postura digna y ofendida, Miguel aclaró que la tícitl era una venerable anciana que lo acompañaba en sus visitas para ayudarle con el instrumental, y que efectivamente no hablaba castellano, pero que eso no quería decir que sus frases fueran conjuros, y dejó caer que la simple insinuación de algo así podría traer graves consecuencias. Pero Mariana no se dejaba convencer y contraatacó con un argumento que parecía haber estado preparando desde que recuperó la conciencia de la realidad y supo que él volvería a su alcoba.

—Entonces debo suponer que también he imaginado que… que me quitó el camisón y tocó mi… mi vientre, ¿no es así?

La voz de Mariana tintineaba avergonzada de lo que estaba preguntando. La palabra «vientre» sonó entrecortada y la indecisión al articularla la volvió casi lasciva; parecía que había superado un gran obstáculo pronunciando la frase, pero a pesar de todo había decidido enfrentarse a ello para saber la verdad. Miguel pensó que Mariana era una joven muy valiente. Dudó entre salirse por la tangente como antes o responder con sinceridad de la misma manera en la que ella le había plantado cara.

—Tuve que mirar si sus pulmones estaban afectados y eso sólo se comprueba escuchándolos y palpándolos.

Si «vientre» había sonado vergonzoso, «palpándolos» sonó mucho peor, y ambos se quedaron mudos. De pronto una simple palabra parecía demasiado indecente, y Miguel recapacitó sobre lo conflictivo que resultaba hablar con una joven como Mariana de asuntos médicos. Se dio cuenta del enorme poder de sugestión que le provocaba la presencia de ella, capaz de transformar las frases más simples en peligrosas trampas retóricas. La situación se estaba volviendo embarazosa.

La tícitl se había sentado cerca de la ventana y aparentaba indiferencia respecto a la charla de los jóvenes. Se sentía incómoda y molesta en aquel lugar y comenzó a utilizar su estudiada técnica para ignorar las situaciones y a las personas que tan bien le funcionaba habitualmente. Se concentraba en sí misma, con los ojos medio cerrados, mirando para dentro, como en una conversación interna, y conseguía eliminar cualquier rastro de algo español por muy cercano que estuviera.

—Nadie, jamás, nunca… me había tocado el vientre. Incluso tocarme yo misma hace que me pregunte si será decente. —A Mariana le brillaban los ojos y parecía que iba a echarse a llorar de un momento a otro—. Como podrá imaginar, el hecho de que vuesa merced lo haya hecho me obliga a solicitarle que se ciña a los límites del decoro y evite mi presencia porque me hace sentir muy incómoda.

—Soy médico, por favor… ¿Cómo? No entiendo… —Miguel parecía ofendido. Intentaba buscar las palabras exactas que quería decir, pero no las encontraba—. Si tuviera que evitar a toda la gente que atiendo no podría caminar por la calle… ¡Que le haya tocado el vientre…! Por favor, ¿eso es lo que le hace sentirse incómoda? —Se colocó de pie junto a la cama y se desabrochó uno de los botones de la camisa blanca—. Veamos…

Todo estaba resultando tan atípico que Mariana no sabía siquiera qué estaba ocurriendo. La camisa había quedado abierta a la altura del ombligo de Miguel y pudo ver por el rabillo del ojo el vientre moreno del joven a través del hueco de la ropa. Intentó apartar la vista lo más rápidamente posible, pero de pronto, el médico tomó su muñeca de forma delicada pero firme y pasó la mano de Mariana por la abertura. Ella estaba tan atónita que no hizo ni el menor amago de resistirse: se quedó como bloqueada, inmóvil, con la vista fija en los ojos de Miguel. En apenas unos segundos, notó el calor del cuerpo bajo la palma, pudo distinguir la capa de piel sin vello que la separaba de los vibrantes músculos del médico, el reborde del ombligo rozando su pulgar. Intentó dejar su mano quieta, pero no estaba segura de si alguno de sus dedos se había movido ligeramente desobedeciéndola por completo. Siguieron mirándose a los ojos como en una pugna por ver quién era más fuerte. Ese breve periodo de tiempo les pareció una eternidad. El desafío ocular llegó a su fin cuando Miguel tomó conciencia de lo que acababa de hacer y de lo que podría significar para una mujer como Mariana, porque la expresión digna que había mantenido durante toda la conversación desapareció y de pronto parecía una niña pequeña y asustada suplicando una tregua. Se sintió cruel y despiadado, aflojó despacio la presión que estaba ejerciendo sobre la muñeca de la joven y ella aprovechó para salir suavemente del hueco tibio en el que se encontraba.

Miguel rompió el violento silencio que se había creado.

—Ahora estamos iguales, ¿no le parece? —Volvió a sonreír y Mariana se sintió ridícula.

—Dentro de un par de días volveré a visitarla —dijo abrochándose de nuevo la camisa.

Mariana observó cómo ese hombre y la extraña mujer salían de su cuarto mientras la invadía una oleada de impotencia que le enrojeció el rostro. Desde que se encontraba mejor, había buscado la manera de enterarse de lo que realmente había pasado en la habitación el día que el médico vino a atender su enfermedad. Estuvo ensayando frases cuando supo que el doctor volvería. Quería conocer la verdad al precio que fuese, pero la conversación que había recreado no se desarrolló como ella pensaba. No sabía en qué momento la situación que creía tener dominada se le había vuelto del revés.

Cuando la puerta de la alcoba se cerró y Mariana se dio cuenta de lo que había ocurrido, deseó chillar con fuerza, lo suficientemente alto como para que él aún alcanzara a escucharla. Quería gritarle que era un irrespetuoso, falto de educación y de decencia. Quería que la oyera decir que no deseaba volver a verlo jamás, que se fuera lejos de allí y que no la visitara bajo ningún pretexto. Se sentía humillada, ridícula. Casi se le saltaban las lágrimas de pura rabia. Pensó hablar con Beatriz, decirle que no volviera a dejar entrar en aquella habitación al médico y a su tenebrosa ayudante, pero decidió que no le contaría a nadie, ni siquiera a ella, lo que había pasado. Se sentía avergonzada hasta para contarlo.

Pasado el primer momento de furia, se quedó mirando la mano que Miguel había tomado prestada. Aún sentía la presión de los dedos rodeando su muñeca, el tacto de la piel morena y suave de Miguel en la palma, todavía flotaba en el ambiente el olor a madera que desprendía el médico. Cerró los ojos, recordó su voz azucarada y segura. Dudó un momento, pero un impulso incontrolable le hizo acercar despacio la mano a su cara y una vez allí pudo aspirar el aroma que el cuerpo de él había dejado impregnado entre sus dedos y que ahora estaba mezclado con el de ella.