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Los niños de estas tierras se muestran predispuestos a la enseñanza. Los franciscanos me contaron que aprenden rápido y que la naturaleza les dotó de fortaleza física y trato amable. Si se tiene a bien preguntarles quién es su soberano, rápidamente responden que V. M. con admiración y respeto […]. Es de suponer que la venida de los españoles a estas tierras ha ayudado a los niños en muchos aspectos y no sólo en el conocimiento del Evangelio. Me dijeron que en la antigua ciudad de México adoraban a un dios llamado Tláloc y que lo consideraban señor de las lluvias y los truenos. Era ese dios tan fiero que exigía la inmolación de niños pequeños y que cuantas más lágrimas derramasen los infelices durante el sacrificio, más lluvia había de enviarles. No deseo seguir hablando de cosas que me apenan, pero referiré algo curioso que les hacían a los niños antes de la llegada de los españoles. Para los nativos, el pelo en el cuerpo de los hombres era mal considerado y tenían suerte aquellos quienes la naturaleza dotara de magro vello. Las madres, para que no les naciesen las barbas ni las patillas a sus hijos, de pequeños les aplicaban paños calientes en el rostro, y bien es cierto que daba resultado, pues conocí a un hombre con el que se usó este sistema y no tiene vello, la piel de su rostro semeja la de un niño. Él, que es un hombre culto y médico además, parece contento por no tener vellosidad en el cuerpo, pero otros nativos que conocí en el lugar han comenzado a identificar como signo de clase alta el poseer pelo en el semblante, y se dedican a cultivarlo como una huerta. Si les nacen en la mocedad pequeños brotes han de rasurarlos para que se hagan más fuertes. Cuanto más vello salga más contentos han de sentirse, porque les hace parecer de linaje español. En este Nuevo Mundo se identifica la barba de los hombres como señal de raza superior.

Miguel Mendoza nació el año 1538, cuando Tenochtitlán hacía tiempo que había dejado de llamarse así y poca grandeza quedaba ya de la antigua metrópoli azteca, la que fuera capital del Único Mundo. Su padre, Diego Mendoza de Austria Moctezuma, era demasiado pequeño cuando las batallas que llevaron a los españoles al poder le dieron un manotazo en la frente, cambiando todos los fundamentos del mundo que conocía, así que le fue fácil adaptarse al modo de vida europeo. El padre de Miguel creció y se educó bajo la sotana de los frailes y se aclimató tan bien a la vida cristiana que apenas mostraba algún tipo de inquietud respecto a sus antecesores. Su madre y la tícitl se ponían enfermas cuando lo veían crecer tan castellano.

—Me parece bien que disimules delante de ellos —le decía su madre—, pero al menos muestra interés por tu pasado, por tus raíces.

—Mire, madre, el pasado, pasado está, no va a volver. Intento vivir lo mejor que puedo con lo que tengo, de nada va a servirme continuar recordando. Nuestra realidad es ésta y con ella vivimos. ¿No se da cuenta de que siguiéndoles la corriente a los españoles se consigue más que haciéndoles la guerra?

Ante tal actitud, su madre y la tícitl se veían desarmadas y un poco melancólicas, aunque casi preferían que el muchacho fuese así y que pasara desapercibido, porque durante los primeros años de conquista el ambiente estaba muy enrarecido. Los nativos atravesaban la transición pisando con cautela gatuna para no ofender a los nuevos señores; nunca se sabía cómo iban a reaccionar, su ira podía despertarse por cualquier motivo. Por eso, por pura precaución, la familia dejó que el padre de Miguel se adaptara de lleno al modo de vida castellano, al menos hasta que pudieran entender de una vez por todas los extraños rituales y manías de los conquistadores. Así pues, Diego Mendoza de Austria creció tranquilo, afianzado en una cómoda posición social, y parecía poco interesado en cambiar cualquiera de las circunstancias que afectaban a su país. Muchos lo acusaron de ser un español más y de no haber heredado ni una mínima parte de la dignidad que había caracterizado a su padre, Cuauhtémoc.

—Van listos si esperan que yo organice una revolución. No comprendo tanto empeño por compararme con mi padre. Vivimos bien así —decía.

Estaba claro que pertenecer a la familia noble azteca les había proporcionado ciertos privilegios, pero los españoles marcaban claras diferencias respecto a ellos. Les consideraban una raza inferior e incluso en ocasiones parecía que les daba grima que anduvieran cerca. Por eso la tícitl no comprendía por qué algunos hombres barbudos se empeñaban en mantener relaciones con las mujeres indias, «y no ha de extrañarnos que los indígenas no alcancen a comprender los preceptos de la nueva religión, cuando algunos de nuestros hombres, a pesar de estar casados en su patria, han abrazado a mujeres de esta tierra e incluso han procreado. Los religiosos se hallan en la tesitura de no poder condenar el amancebamiento en los indios si los propios españoles andan desoyendo los mandatos».

La mezcla de sangres, que en un principio se intentó ignorar como un mal sueño, tuvo que aceptarse cuando por las calles comenzaron a corretear niños de varias tonalidades que iban desde el negro profundo de los esclavos importados de África hasta el blanco europeo, pasando por el color chocolate y el trigueño. Los frailes llegaron a la conclusión de que negar la evidencia podía resultar contraproducente. Había que llevar una contabilidad de esos cruces sanguíneos y determinar un nombre para aquellos descendientes, dependiendo del grado de mezcla de la sangre, para que no llegara el caso de que, varias generaciones después, naciese un bebé negro de padres blancos y se vieran en la dolorosa obligación, ante la duda, de enviar a la hoguera a madre e hijo. «Así pues, cuando una india se relaciona con un blanco el fruto se da en llamar mestizo. Cuando se trata de un hijo de blancos con negros se llama mulato, porque los frailes aseguran que las criaturas nacidas de esa unión son tercos como las mulas, y si la mezcla de sangres es entre indios y negros se les ha de llamar pardos». A veces, los mulatos o los mestizos se unían a alguna persona blanca y de allí nacían niños que parecían totalmente blancos, y a esos se les llamaba cuarterones, porque llevaban un cuarto de sangre india o negra. Según estos mismos frailes, eran los más peligrosos, porque muchos aparentaban ser blancos y se comportaban como tales. Ésos eran los que en generaciones posteriores podían llegar a concebir un hijo negro y revolucionar la vida de una familia de blancos decente, de ahí la enorme necesidad de clasificarlos y tenerlos bien marcados. Pero la nomenclatura tuvo que ir aumentándose por la multitud de combinaciones posibles: surgieron más adelante los octavos, con un octavo de sangre india o negra, y luego siguieron con otros nombres que los estigmatizaban de por vida: coyotes, barcinos, bajunos… Años después, tras tanta mezcolanza, algunos niños nacieron con la piel grisácea, llena de pecas y con manchas de diferentes tamaños; todos los consideraban feos y les llamaron pintojos en tono ciertamente despectivo.

A Diego Mendoza de Austria Moctezuma no le hizo falta escuchar las advertencias de su madre, la tícitl o los frailes de que no se acercarse a las mujeres blancas. Por aquella época apenas llegaban castellanas a la zona y las pocas que había allí estaban casadas con los conquistadores; no había mucho en qué fijarse. Además, al hijo de Cuauhtémoc, la piel blanca de las hembras españolas le pareció más un capricho exótico de la naturaleza que una fantasía erótica y no le llamó la atención. En realidad, era incapaz de sentir atracción alguna: desde el momento que vio a la preciosa india que fue la madre de Miguel, comprendió que había perdido la perspectiva para apreciar la belleza de otras mujeres. De hecho, muchos años después de que ella falleciese, continuó fiel a su recuerdo y jamás volvió a sentir por otra hembra la pasión, el deseo y la ternura que ella le inspiró. La muerte de la madre de Miguel a los pocos días del parto sumió a su padre en un sopor de tristeza, que le llevó a olvidar a su hijo y a culparlo inconscientemente de la muerte de la esposa que tanto había amado. Apenas lo miraba, no jugaba con él, lo ignoraba por completo. Se encerró en la vida desahogada que había tenido hasta ese momento y encargó la crianza del pequeño Miguel a su madre y a la tícitl.

A esas alturas parecía que los españoles ya no estaban tan pendientes de las actitudes y costumbres de la familia de Cuauhtémoc. Se fueron relajando las vigilancias y comenzaron a confiar en su sincera conversión. Eso les dio a las mujeres la libertad suficiente para poder inculcar a Miguel valores aztecas de una forma tan sutil que los españoles ni lo sospecharon. La abuela de Miguel, una bella mujer de cabello largo y ojos apasionadamente negros, era hija del ultrajado Moctezuma, y cada uno de los días de su existencia, hasta que la muerte quiso llevársela, prometió guardar un rencor acérrimo a los españoles por haber asesinado a su marido y no olvidar ni una sola de las tradiciones y costumbres de su pueblo. Esa era la única forma de venganza que creía legítima, porque pensaba que la lucha cuerpo a cuerpo no estaba hecha para una mujer noble como ella. Aseguraba que su hijo Diego se había criado al estilo europeo porque no le habían dejado otra opción, pero que la vida le estaba dando una segunda oportunidad para educar a su nieto dentro de las costumbres heredadas de sus ancestros y no habría nada ni nadie que pudiera impedírselo. Así fue como comenzó con el trasvase de su legado cultural y emocional en la figura de Miguel. Dejó que los frailes educaran a su nieto al modo cristiano para no despertar sospechas y no perjudicarle en su futuro, pero, a escondidas, se alió con la tícitl para inculcarle la cultura azteca.

—Nuestro pueblo en sus orígenes habitaba en un lugar llamado Aztlán y de ahí la palabra «azteca» —le contaba su abuela—. Eran inteligentes, bellos, fuertes… Pero aquella tierra era dura, y entonces Huitzilopochtli, el dios del sol y de la guerra, habló con ellos, les dijo que su verdadero hogar se encontraba más al sur, que debían realizar un largo viaje pero que alcanzarían con él la gloria. Ellos abandonaron todo lo que tenían para seguir sus designios. Huitzilopochtli les dijo que encontrarían el lugar exacto cuando viesen un águila devorando a una serpiente en lo alto de un nopal. Tuvieron que caminar durante mucho tiempo para encontrar la señal, hasta que un día la vieron —le brillaban los ojos, describía con las manos y el cuerpo—: el águila estaba sobre el nopal, devorando la serpiente, encima de una isla situada en el centro de un lago. Se afincaron allí y conquistaron a los pueblos que les rodeaban. Nadie podía con los guerreros aztecas, lo tenían todo. Nuestros antepasados crearon dos ciudades: Tenochtitlán, la capital del Único Mundo y Tlatelolco, el lugar que los españoles han dejado para nosotros —añadía con tristeza, y era entonces cuando, con el resentimiento aferrado a su alma, le hablaba del fin de su pueblo, de la destrucción de los templos y de la muerte.

Miguel, siendo niño, tenía en su cabeza un revoltijo de dioses lluviosos, santos milagreros que eran santos y no dioses, sacrificios de sangre, padres hijos y espíritus santos que eran la misma persona, leyendas sobre serpientes emplumadas que se fueron al oriente prometiendo regresar y parábolas de buenos samaritanos que le costó años digerir. Muchas veces tenía miedo de que alguno de los frailes le preguntara por la naturaleza de su Dios y que a él se le escapara la historia de que su antepasado, el primer Moctezuma, el gran Portavoz Venerado, fue concebido cuando su madre era aún una doncella virgen. A pesar de las sorprendentes similitudes entre ambas concepciones, era importante para su integridad que esa insinuación nunca saliese de sus labios si no quería morir en una parrilla instalada en la plaza pública. Con el tiempo observó que gran parte de las historias que las dos religiones tenían como dogmas eran similares, incluso parecían distintas interpretaciones de un mismo hecho: las deidades que creaban al hombre con sus propias manos, los diluvios que cubrían la tierra en castigo por los malos actos terrenales, los dioses que daban su sangre para salvar a los mortales. Al parecer, sólo él se daba cuenta de esas cosas.

—Los caxtiltecas pueden destruir nuestras pirámides, nuestros templos, nuestros ídolos o nuestros códices, pero jamás podrán devastar nuestra memoria —le decía su abuela con énfasis—. Somos libres en nuestra mente, eso no nos lo pueden quitar. Para lograrlo tendrían que matarnos a todos.

—Pues casi lo están consiguiendo —añadía parsimoniosamente la tícitl.

La abuela explicó a Miguel que sólo les quedaban sus recuerdos para poder honrar su pasado, y en el lecho de muerte le hizo jurar que jamás olvidaría, dejándole el encargo de transmitir a las generaciones posteriores la grandeza del que fuera el mayor imperio del Único Mundo.

Los hijos de nobles aztecas quedaron recluidos en Tlatelolco, lo que para ellos fue un alivio porque ese había sido el lugar que sus antepasados habían ocupado. Se construyó un centro de estudios que tenía como misión principal la de establecer un diálogo entre la cultura mexicana y la española, convirtiéndose en una réplica de los antiguos calmécac, que eran los lugares donde la nobleza indígena se formaba antes de la llegada de los conquistadores. Allí se instaló el primer colegio del Nuevo Mundo, y Miguel fue uno de los alumnos que estudiaron en él. Desde muy temprana edad mostró grandes aptitudes para los idiomas, hablaba indistintamente el náhuatl y el español porque había aprendido ambos a la vez, y hasta que creció no tuvo demasiado claro que fueran lenguas diferentes: un desarrollado sexto sentido le indicaba a quién debía hablar en cada una de ellas.

La tícitl encontró en Miguel el mejor recipiente en el que volcar sus conocimientos médicos, a falta de descendientes de su propia sangre, y la capacidad de absorber enseñanzas que tenía el joven animaba tanto a aquella mujer que adiestrarle se convirtió en la labor más importante su vida. El ansia de Miguel por aprender no tenía límite, cuanto más conocía más se interesaba, y comenzó a mezclar lo que aprendía de la anciana tícitl con la medicina que los españoles habían traído desde el otro lado del océano. Estaba convencido de que la unión de ambas doctrinas médicas daría como resultado la curación de cualquier padecimiento que afectara a los seres humanos. Soñaba con erradicar todas las enfermedades, con que llegara un día en que los hombres murieran de pura senectud y no de algún mal incurable. Miguel era un hombre optimista y hasta el final de sus días mantuvo la idea de que la llegada de los españoles y la mezcla de culturas eran un designio de los dioses, ya fueran aztecas o castellanos, para conseguir el engrandecimiento de los hombres.

En el mismo colegio en el que se educó conoció a Martín de la Cruz y a Juan Badiano, dos hombres que se hallaban ciertamente interesados en las virtudes benéficas de las plantas usadas en el Nuevo Mundo en tiempos anteriores a la conquista. Gracias a los conocimientos curativos que había aprendido de la tícitl, les ayudó a elaborar un herbario sobre plantas terapéuticas que años después abrió los ojos a los españoles respecto a la medicina indígena. Miguel y la tícitl pasaban noches enteras plasmando en un códice la descripción de las plantas, sus utilidades y su nombre en náhuatl.

—¿No estaremos haciendo esto para ayudar a los barbudos? —preguntaba la tícitl.

—Lo hacemos para ayudar a la humanidad.

Miguel fue uno de los primeros médicos titulados en el Colegio Imperial de Santa Cruz de Tlatelolco y la tícitl se convirtió en su ayudante silente. Nadie sabía que, detrás de la presencia de Miguel como médico, estaban las sabias recomendaciones de aquella mujer fantasmagórica que lo acompañaba a todas partes, porque ni a ella le gustaban los hombres blancos y ni los españoles se sentían cómodos bajo su mirada recelosa.

Cuando Miguel comprendió que su educación en el colegio se había acabado, pensó que aún le quedaban muchas cosas por saber, cosas que no se podían aprender en las clases: había que salir a buscarlas como cuando se va de caza. Una mañana se plantó delante de su padre con un atadillo en el hombro y con la tícitl agarrada a su brazo.

—Me marcho.

Su padre miró a ese hombretón desconocido. Le vio alto, fuerte, con el pelo negro y brillante de la madre rozándole los hombros, con los ojos de sabio que todos decían que había heredado de Cuauhtémoc. No sabía cuáles eran sus inquietudes, ni sus deseos. Vio cómo la tícitl lo miraba, con un orgullo con el que nunca lo había mirado a él, y en ese momento sintió un profundo dolor por el tiempo perdido.

—Me marcho, padre, a cumplir la promesa que le hice a la abuela. Me voy a seguirle la pista al pasado y la tícitl se viene conmigo.

En realidad, la tícitl se había empeñado en marcharse con él: no quería dejarlo solo, a pesar de que ya era un hombre hecho y derecho que podía cuidar perfectamente de sí mismo. Miguel, en un primer momento, dudó del aguante físico de la mujer para realizar el viaje, pero la presencia de la tícitl también resultaba para él muy importante: ella era la única persona que tenía la edad suficiente como para recordar la clase de existencia que se llevaba en el interior del palacio de su abuelo antes de que los españoles lo destruyeran, por eso no dejaba de atender a cada una de las cosas que le contaba. Tenía miedo de que en cualquier momento se le fueran diluyendo los recuerdos por culpa de los años y que pasaran a formar parte del olvido. La tícitl se volvía más silenciosa conforme pasaba el tiempo, aunque no parecía que fuese a causa de la vejez, sino más bien porque cada día sus ojos miraban más hacia dentro, como si las cosas que pasaran en el exterior no fueran suficientemente interesantes como para reclamar su atención. Aquella mujer a la que los españoles bautizaron como Claudia nunca atendía por ese nombre y vivía como si todo lo que los europeos habían construido fuera un decorado, un mal sueño que se desvanecería una mañana al salir el sol, sin dejar ni rastro.

—En cualquier momento, el gran Huitzilopochtli regresará para vengar a su pueblo y nos liberará del yugo de los hombres blancos —decía a veces sin venir a cuento, como si saliese de un profundo trance.

—De acuerdo —agregaba Miguel en tono condescendiente—, pero mientras llegue ese glorioso día, tendrás que disimular. Nadie debe oírte decir esas cosas, y no deberías llamar la atención; tienes que ir más a misa.

—No, no lo haré. No se lavan. Nosotros nos bañábamos todos los días y ellos nada. De uno en uno los puedo soportar, pero cuando están todos juntos en su templo huele a cadáver de… ese animal rosado que trajeron con ellos…

—Cerdo.

—Huelen a cadáver de cerdo —sentenciaba.

A la tícitl no le importaba que se le notase el aborrecimiento y sólo Miguel se empeñaba en disfrazarla de cristiana convencida para evitar posibles represalias inquisitoriales. Ella, mientras tanto, sólo esperaba vivir lo suficiente como para ver otra generación portadora de la sangre sagrada de su soberano en el mundo.

Los dos juntos fueron de un lugar a otro, recorriendo pueblos de geografías perdidas en los que la historia de los hombres blancos era aún pura leyenda. Miguel les proporcionaba asistencia en sus enfermedades y a cambio las gentes les ofrecían comida, cama y recuerdos. Cada vez encontraba más interesantes las cosas que aprendía. Recopilaba nostalgias, fábulas, leyendas, mentiras que parecían verdades y verdades difíciles de creer, todo le servía para aumentar su catálogo de tradiciones que guardar aunque, en ocasiones, muchas de las cosas que les contaron no parecían más que sueños. Buscó la manera de unir las bondades de cada una de las culturas que había conocido para conseguir encontrar su propia paz, lejos de reproches, odios y animadversiones.

En sus viajes, Miguel se interesó por la cultura maya, conoció su lenguaje y costumbres, añadió sus conocimientos a los aprendidos en Tlatelolco y comenzó a elaborar una especie de archivo azteca y maya de recuerdos y tratamientos médicos. Pronto se corrió la voz entre los intelectuales del Nuevo Mundo de que el nieto de Cuauhtémoc estaba intentando reunir los conocimientos de los pueblos que ocupaban Nueva España antes de la llegada de los colonos. Cuando fray Diego de Landa supo que el joven se encontraba cerca de Izamal, se puso en contacto con él. Pensó que la presencia de Miguel ayudaba en muchos sentidos a la comunidad. Disponer de un médico en Izamal era una oportunidad de mejora para su pequeña colonia y además podría colaborar con él en su proyecto de crear el primer diccionario maya-castellano. Para Miguel resultó una idea tan admirable que inconscientemente se involucró en ella con pasión y orgullo. El fraile franciscano le pareció un ser excepcional, agudo, inteligente, con capacidades analíticas que lo llevaban a escuchar durante horas y días las palabras de los que conocían bien la cultura maya. Diego de Landa, desde que llegó al Yucatán con sólo veinticuatro años, no había dejado de escalar puestos. Primero fue asistente del guardián del monasterio, luego guardián, definidor, custodio, y en ese momento acababa de ser nombrado provincial. Enseñaba en las escuelas y defendía con uñas y dientes los intereses de los indios y de la misión frente a los encomenderos. Por primera vez, Miguel pensó que la tícitl estaba equivocada respecto a los españoles, que algunos eran hombres sabios que comprendían y admiraban la cultura que existía en aquel país antes de su llegada. Pero ella seguía desconfiando de todo aquel que no tuviera la piel de color canela y dejaba escapar malos augurios en torno a la figura del franciscano amigo de los mayas.

—No me gusta, tiene ojos traicioneros.

—Todos los españoles te parecen traicioneros —decía Miguel con ironía.

—Todos lo son.

Miguel llevaba ya más de ocho meses en colaboración con fray Diego cuando llegó la comitiva de Mariana. La relación que unía a los dos hombres era fraternal, o más bien paternofilial. Se admiraban mutuamente. Miguel elogiaba la entrega de fray Diego a la gente del pueblo, el afán por conseguir que sus almas se salvaran mediante el método religioso que inculcaba. Le gustaba esa parte de la religión cristiana en la que se intentaba que los hombres buscaran la paz ayudando al prójimo, recibiendo y dando amor a los demás. Miguel pensaba que daba igual el dios en el que se creyera, ya fuera Jesucristo u otro, siempre que consiguiese mejorar con sus palabras la vida terrenal de los humanos. Veía a fray Diego como una hormiguita que paso a paso conseguía lo que se proponía. Poco a poco había construido el convento más grande que se conocía en el Nuevo Mundo, poco a poco había logrado llegar al corazón de los habitantes de Izamal, poco a poco estaba reuniendo cientos de códices mayas con la mayor cantidad de información que sobre esa cultura se conocía, y era posible que poco a poco consiguiera alcanzar la categoría de obispo, porque últimamente sólo hablaba de ello y por otra parte su tesón no tenía límite. La oportunidad de colaborar con el fraile en la traducción de textos mayas le provocaba tal excitación que no tuvo reparos en cruzar decenas de leguas para instalarse en Izamal acompañado de la tícitl, a pesar de que ella presagiara que el fraile era una mala persona.

Fray Diego les había proporcionado una casa nueva cercana al convento para que dispusiesen de cierta independencia. Todos los días, desde que llegó a aquel lugar, Miguel iba caminado hasta el convento, dejando que el olor de las plantas, de las casas, de la gente, sacudiera sus sentidos. Se preguntaba si ese olor característico de cada estación del año habría sido el mismo antes de que los españoles construyeran decenas de chozas con adobes y derruyesen el antiguo templo sobre el que se asentaba el convento. Pasaba muchas horas en el taller de fray Diego, rodeado de antiguos códices mayas. A veces, cuando ponía sus manos sobre ellos, se quedaba quieto, acariciándolos con las yemas de los dedos, intentando captar las sensaciones de los hombres que los habían creado. Creía incluso que podía escuchar las palabras que pronunciaron mientras trabajaban sobre ellos. Se dejaba arrastrar por los dibujos que muchos años atrás hicieran unas personas que se consideraban un elemento más de la sabia naturaleza, en la que todo estaba cabalmente ensamblado, manteniendo un equilibrio perfecto con el aire, el agua y la tierra.

Miguel disponía de un grupo de hombres de edad que habían conservado intactos en su memoria los datos de la cultura maya y que le estaban ayudando a realizar lo que él consideraba una obra fundamental para que se llegara a comprender que los antiguos habitantes del Nuevo Mundo no eran una raza inferior, como pensaban los españoles, sino una civilización plena, diferente de la suya, pero igual de importante y significativa. Incluso pensó que tal vez algún día las gentes abrazarían ambas culturas por igual. Quizá los españoles dejarían que fray Diego les abriera los ojos y aceptarían las bondades de aquellas tierras. Podría conseguir que su cultura llegara también al otro lado del océano, que se mezclara con la europea y que ambas absorbieran lo mejor de la otra, creando un único conocimiento que elevara al ser humano. Sin duda Miguel pensaba que aquel trabajo tenía un incalculable valor, y por ello se entregaba a él con verdadero empeño.

Ese día, mientras avanzaba por el camino que diariamente le llevaba al convento, Miguel se sentía distinto. La escena vivida con Mariana le había trastornado un poco los sentidos. Era la primera visita médica seria que realizaba en ese lugar. Había curado una muela infectada, un par de resfriados comunes, algún herpes… Pero hacía más de ocho meses que no atendía una enfermedad grave. También era la primera vez que atendía a una mujer española y también era la primera vez que una mujer, aunque no fuera española, le producía esa gran impresión. Desde que abandonó la habitación de la joven, no podía evitar acordarse de su cabello ondulado, de la piel suave y blanca de su vientre, incluso tenía la sensación de que el olor floral de la joven se había quedado impregnado en sus fosas nasales, y cada vez que inspiraba con fuerza podía volver a sentirlo. Pensó que eso no decía nada bueno acerca de su profesionalidad médica, y sonrió para sí intentando censurar aquellos pensamientos. Comenzó un intenso monólogo interior en el que se recomendaba alejarse de ella, procurando convencerse de que una mujer como ésa jamás repararía en él. Quizá podría mostrar algún tipo de interés por su trabajo, pues parecía culta y refinada, incluso podría mantener alguna conversación interesante con ella, pero dudaba mucho que viese en él algo más que un indio listo. A lo largo de su vida, se había dado cuenta de que a pesar de su origen noble y de que fuera respetado e incluso querido por los españoles, el color tostado de su piel, el brillo negro de sus cabellos y la forma almendrada de sus ojos lo diferenciaban y lo estigmatizaban. Nunca dejaría de ser un indio; un indio noble, nieto de reyes, pero un indio al fin y al cabo. Pero ¿por qué le daba vueltas a lo que ella pensaría de él? ¿Acaso estaba imaginándose haciéndole la corte? Lo único por lo que tenía que preocuparse ahora era por la pronta recuperación de su enfermedad. Su interés debía ser única y exclusivamente profesional. Si ella mejoraba con sus técnicas, se demostraría a sí mismo que sus silentes teorías sobre las capacidades benéficas de la medicina azteca, maya y española unidas daban favorables resultados y podría seguir elaborando el tratado sobre técnicas curativas en el Nuevo Mundo que sacudiría la medicina tradicional europea. ¿Qué le importaba lo que esa joven pensase? Seguramente estaba comprometida, o quizá era superficial y absurda. ¿Qué más le daba a él que fuese suave como una pluma, que su cabello pareciese una cascada y que oliese como siempre imaginó que olería el paraíso? Tenía que sacarse a esa joven de la cabeza.

El trabajo de ese día sería diferente de los otros. El fraile que había llegado con la comitiva de castellanos sentía un interés y tenía una predisposición tal en conocer la cultura de la zona que Miguel se estaba dejando contagiar por su entusiasmo y había quedado con él para charlar mientras paseaban por las márgenes del convento. Se habían citado temprano en el centro del claustro. Mientras esperaba la llegada de fray Lorenzo, vio que la mujer melancólica que acompañaba a la joven castellana se encaminaba hacia él con mirada satisfecha.

—Tenía muchas ganas de encontrarle —le dijo Beatriz con una sonrisa de oreja a oreja—. La niña está mucho mejor, apenas tiene fiebre.

—Me alegro muchísimo…

Miguel se sintió incómodo. Por alguna extraña razón, la simple presencia de aquella mujer le había puesto nervioso y supuso que era porque sabía que le hablaría de Mariana. Le molestaba ver cómo perdía el control sobre sus reacciones, pero no dejó de sonreír, mientras ella continuaba con su soliloquio.

—En Castilla disponemos de plantas también muy beneficiosas. Eso que me dio para que Mariana inhalara, el ati… ateloch… aeloch…

—A-Toch-Ietl.

—Sí, eso. En España hay una planta muy parecida que se llama poleo y sirve para lo mismo, aunque aquí no sabría encontrarla. Creo mucho en el poder de curación de las plantas, ¿sabe?

Hacía ya cuatro días que había visitado a Mariana, y Miguel no estaba seguro de si sería conveniente insinuar una nueva visita en lugar de esperar a que sus labores profesionales fueran demandadas, pero la simpatía y el brillo de los ojos de la mujer le inspiraron confianza y soltó una alusión directa al tema.

—Normalmente hago un seguimiento más exhaustivo de mis pacientes, sobre todo cuando han tenido tanta fiebre, por si surgen complicaciones. Cualquier precaución es poca en estos casos.

—Si fuese tan amable… Le estaríamos muy agradecidas si quisiera volver a visitarla… Desde luego, si vuesa merced dispone de tiempo.

En ese momento Miguel se sintió mal: había actuado como un auténtico desvergonzado. Era verdad que solía vigilar a sus pacientes tras la enfermedad, pero aunque así fuera, también se daba cuenta de que había utilizado un vulgar truco para volver a la habitación de la joven castellana, aun a sabiendas de que la tícitl le había dicho que les traería problemas. No podía evitarlo: deseaba verla de nuevo con todas sus fuerzas, y para ello había usado una trampa dialéctica en la que aquella encantadora mujer había caído sin remedio. A pesar de todo, se perdonó pensando que en realidad no la había engañado. Él se tomaba muy en serio su labor como médico. Reconfortado por este último pensamiento, se apresuró a proponer:

—En este momento tengo una cita con fray Lorenzo, pero si lo desea, más tarde visitaré a la joven.

—No sabe cuánto se lo agradezco —respondió Beatriz con su sonrisa melancólica.