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Sepa V. M. que el Nuevo Mundo está repleto de riquezas naturales con virtudes que verdaderamente maravillan. Algunas plantas de las que crecen en este suelo han de considerarse medicinales y puedo asegurar que no son hechicerías, que unos médicos llamados Martín de la Cruz y Juan Badiano escribieron un libro en náhuatl, que es la lengua de los antiguos aztecas, en el que se habla de las virtudes curativas de algunas de estas hierbas. Pienso que, de conocerlas en España, se hubieran sanado muchos males de los que allí afectan, y si V. M. lo desea, le he de enviar con la presente talegas de semillas y raíces para sembrar por ver si se pueden cultivar en Europa […]. Los médicos en estas tierras se llaman tícitl y pueden ser hombres o mujeres, y si se les pregunta por la virtud de las plantas que usan, responden que ellos no lo saben y que sus padres curaban así. Si alguien sufre una caída, estos médicos tienen por costumbre desnudar al paciente, frotarle la piel y estirarle los miembros, después lo tumban de bruces y pisan su espalda, que dicen que con ello se han de aliviar. Un médico del lugar me contó que en el pasado los tícitl, para saber si el paciente iba a sanar o iba a morir, se ponían delante de un ídolo que ellos llamaban Quetzalcoatl, que quiere decir «serpiente emplumada», y sobre una manta, como quien juega a los dados, lanzaban veinte granos de maíz. Si éstos caían separados, la persona moriría, y si caían los unos junto a los otros, el paciente sobreviviría a la enfermedad.

La noche llenó de fantasmas la habitación de Mariana. Las sábanas que en un primer momento parecía que iban a acogerla en un abrazo dulce y cálido, fueron enrollándose a su cuerpo como una serpiente ansiosa por aprisionar el cuello, el torso y las piernas de su presa. Su camisón de puntillas y lazos celestiales se unió también a la insidiosa rebelión de las sábanas y, lejos de resultar reconfortante, se convirtió en una mortaja húmeda y pegajosa que la despertaba de cuando en cuando sin dejarle libertad de movimientos. Cada vez que entreabría los párpados, la alcoba aparecía transfigurada y surgían sombras monstruosas arrastrándose por el suelo, escondiéndose en las junturas de las esquinas, reflejándose por las paredes, y en ocasiones tuvo la impresión de que iban a atraparla. Allí estaban los caciques de piel oscura, empapados en agua del río dorado, destilando por toda la habitación gotas de oro líquido; y agazapados a los pies de su cama, vio monstruos de dos cabezas con ojos de esmeralda que esperaban a que el sueño la venciera con el propósito de arrancarle su palpitante corazón. Quería levantarse y salir de allí, notaba cómo se incorporaba y apoyaba los pies en el frío suelo, cómo uno tras otro se encaminaban hacia la puerta, la abría, pero cuando cruzaba el umbral, sentía un fuerte tirón hacia atrás. Eran las sábanas, que la retenían y la arrastraban hasta el lecho. Cuando volvía a abrir los ojos, ya estaba de nuevo tumbada en el colchón.

Las paredes de la habitación parecían encogerse y cerraba con fuerza los ojos para no ver cómo la aplastaban, pero pasados unos instantes los volvía a abrir y los muros habían regresado a su sitio como por arte de magia. Hubo momentos en los que Mariana sintió que el techo descendía tanto que podría tocarlo si estiraba los brazos, y que el cuarto se estaba volviendo tan pequeño que el aire se le acabaría pronto y moriría asfixiada. Mariana estaba sumergida en una nebulosa húmeda y caliente y luchaba por salir de allí, pero no lo conseguía. Cuando lograba fijar la vista en algún objeto, la luz de la vela no se mantenía constante; era como si se diluyese y de pronto se avivase obligándola a cerrar los párpados, que se habían vuelto ardientes y al rozar con sus ojos le abrasaban las pupilas. Le costaba respirar y no lograba distinguir con claridad en qué lugar se encontraba. Por momentos pensó que estaba en su alcoba del palacio, en la casa de sus padres, pero se acordaba de las naranjas sevillanas, del barco vanidoso, se acordaba de Rodrigo, no quiero ver a Rodrigo, no, Alfonso, no me escribas, rompe esas cartas, rómpelas, no quiero verte, Rodrigo, suéltame, no me toques…

Los personajes extraños que vivían en las historias de los marineros estuvieron visitándola toda la noche. Algunos se quedaron agazapados hasta que comenzó a amanecer, escondidos debajo de la cama, y un par de ellos que habían perdido el miedo o la vergüenza, estaban allí, de pie, a su lado, velando el sueño confuso en el que se veía inmersa. Con mucho esfuerzo consiguió entreabrir los ojos y la vio: una pantera que se convertía en humano se había vuelto imprudente. Se hizo visible al lado del catre, la miraba fijamente con suma curiosidad; de pronto, tomó por una esquina el embozo de sus sábanas y de una firme sacudida las lanzó hacia atrás. Mariana apenas podía distinguirla con claridad porque la luz resultaba demasiado tenue, pero vio su piel de pantera arrugada y sus pelos revueltos y blancos. Estaba claro que se trataba de una pantera vieja. Empezó a palpar su cuerpo. Tenía las garras frías, Mariana las notaba moverse, rozándole la piel, mientras desabrochaba con urgencia los lazos de su camisón. La joven intentaba alejarla, gimoteaba y se quejaba, pero una lucha con un ser de semejantes características resultaba infructuosa. Una fuerza sobrehumana le apartaba el cabello y las manos con gran firmeza dejándola exhausta. La pantera la observó de pronto desde su forma humana, le sujetó la frente con una mano y con la otra levantó uno de sus párpados para escudriñar en el interior del ojo. Después se alejó y comenzó a sacar de una bolsa de tela una parafernalia de objetos extraños que extendió alrededor de Mariana, una especie de conchas de caracoles sin caracol dentro, piedritas de colores, madejas de cabellos enmarañados, algo similar a unas alas de ángel, unas hierbas… Y una vez hecho esto, con un tirón certero, arrastró el camisón desabrochado de la joven, bajándolo hasta la cintura. Ese fue el momento en el que Mariana se dio cuenta de que no podía resistirse más, estaba vencida. Ya no le quedaban fuerzas. Poco podía hacer para luchar contra nada, cuanto menos contra un ser que se transformaba y se volvía a transformar de pantera en humano a su antojo. El cuerpo le había negado la resistencia para defenderse y su pecho desnudo había empezado a captar el frescor del ambiente, lo que en el fondo le provocó un regusto a consuelo. Cerró los ojos y decidió abandonarse a su suerte.

La anciana comenzó a recorrer ávidamente el cuerpo semidesnudo de Mariana con sus dedos profesionales. Daba pequeños pellizcos y agachaba la cabeza para aplicar el oído a determinadas partes del cuerpo de la joven, como si una voz instalada en su interior le indicara por dónde andaba la enfermedad. Murmuraba algo incomprensible y proseguía con la exploración manual para reconocer a su paciente. Lanzaba gritos y al rato susurraba, elevaba las manos hacia el techo y las posaba de nuevo en el torso desnudo. Pasó un buen rato inmersa en ese concentrado trance hasta que, de pronto, se exaltó como si hubiera encontrado un tesoro, señaló con su dedo nudoso un lugar al final de las costillas y comenzó a proferir una extraña letanía, con los ojos medio cerrados y las manos apoyadas en el estómago de Mariana, mientras friccionaba con la cabeza levantada y los ojos en blanco. Hablaba sin pausa en una lengua incomprensible trastocando la voz, que unas veces sonaba en tono oratorio y, bruscamente, en apenas unos segundos, pasaba a ritmo de verdulera de mercado.

Mariana intentó de nuevo librarse de aquello, se sacudía asustada sin discernir si lo que estaba pasando era real o no, pero se quedó callada cuando le pareció escuchar a otro de los seres que estaba en la alcoba, aunque esta vez se trataba de una voz masculina con una cadencia mucho más tranquilizadora.

—La tícitl acaba de encontrar «la saeta encantada», el lugar por donde le ha entrado el mal como una flecha —dijo dirigiéndose a Mariana, a pesar de estar seguro de que no estaba consciente—. Sólo ella lo puede localizar. Ahora que ya sé donde está, podré curarla. No tenga miedo.

Sintió el tacto de unas manos nuevas, mucho más grandes y fuertes, que apartaban con delicadeza los cabellos mojados de su frente y que se apoyaron en la base de sus costillas deslizando los dedos pulgares por el borde de ellas. El hombre se acercó a su pecho y fijó el oído en él para escuchar los latidos del corazón. Mariana estaba segura de que de un momento a otro intentaría arrancárselo, y le rogaba musitando que tuviese piedad de ella, pero el desconocido no parecía prestar demasiada atención a sus balbuceos suplicantes. Sus oídos en aquellos instantes estaban pendientes de los sonidos que llegaban del interior del pecho de la joven, como si estuviera en una cacería y siguiese el rastro de la pieza. El cabello oscuro del hombre era demasiado largo, y cuando se agachaba para escuchar las entrañas de Mariana, rozaba su estómago. Ella tenía la piel tan dolorida por la fiebre que sentía las puntas de aquellos cabellos como si arrastraran por su vientre un puñado de alfileres.

—Tiene suerte, pensé que se trataba de otra cosa. Tláloc ha hecho de las suyas últimamente, el Señor de la Lluvia no se ha conformado con enviarle un simple enfriamiento —murmuró el hombre para sí—. Esperemos que esto no se complique.

La anciana comenzó a manipular la extraña parafernalia de objetos que había extendido por la habitación. Parecía mantener con ellos una relación muy especial porque les hablaba en voz baja con familiaridad absoluta. Movía las manos como si tratara de atrapar algo en el aire, y una vez que suponía haberlo alcanzado, lo lanzaba lejos de la cama de la enferma con grandes aspavientos, convulsiones exageradas y con un bibiseo indescifrable. Mientras tanto, el hombre, que había sacado de su bolsa una botella con un líquido anaranjado dentro, incorporó ligeramente a la enferma sujetándola por detrás de la cabeza con suavidad y se lo dio a beber con una cucharilla. La anciana dejó de hablar, pareció envejecer aún más y comenzó a recoger lentamente los artilugios que estaban extendidos por todo el cuarto. De repente el silencio invadió la habitación, parecía que ése era el final del ritual curativo que se había organizado en torno al lecho de Mariana.

El hombre, un individuo joven, comenzó a ordenarlo todo; intentaba que nada de lo que había ocurrido en la habitación saliese de aquellas cuatro paredes. Observaba con detenimiento cómo la anciana recogía sus cosas mientras él acondicionaba de nuevo a la enferma. Subió el camisón despacio deslizándolo con cuidado por debajo de su espalda y se dispuso a abrochar uno por uno los lazos de la pechera, pero de pronto sintió que una fuerza irrefrenable le obligaba a mirar el cuerpo de la española. Por un instante se mantuvo inmóvil observando la piel blanca del vientre, el valle delicado formado entre sus costillas, la línea suave de los senos. Había tocado esa piel hacía pocos minutos, pero no como un hombre toca a una mujer, sino como lo hace un médico con su paciente, por eso no recordaba cómo era su tacto. Pensó que el hombre que pudiera tocar esa piel como un hombre y no como un médico sería afortunado. Intentó rememorar con tal fuerza los instantes en los que sus manos habían tocado a Mariana que un cosquilleo aterciopelado llegó de forma sutil hasta la yema de sus dedos. Le pareció que la transpiración de la española desprendía el aroma suave de las flores y dejó por unos instantes que aquel perfume le inundara por dentro. Se mantuvo así bastante tiempo, el suficiente para que los ojos de la anciana se le clavaran desde el otro extremo de la cama, y él se avergonzara como un niño al que descubren en plena travesura. Antes de que la tícitl-pantera pudiese decir nada, abrochó con rapidez el camisón y arropó a Mariana con las sábanas.

Miguel, el joven médico nativo que fray Diego hizo llamar para que atendiese la enfermedad de la recién llegada, salió de la habitación seguido por la anciana extravagante. La mujer parecía tener todos los años del mundo y sus ojos rodeados de arrugas observaban a los españoles de soslayo, con la mirada baja y huidiza de un animal acorralado.

—Estén tranquilos, no es la viruela, se pondrá bien. Se trata de un fuerte enfriamiento. ¿Cuánto tiempo lleva así? —Miguel lanzó la pregunta al vacío a la espera de ver quién se encargaba de recogerla y contestar.

—Lleva tosiendo un par de días… —Beatriz se erigió portavoz de la enfermedad de Mariana, porque nadie como ella era capaz de percibir la menor evolución en la joven—. Hubo mucha humedad y no comió bien en el barco, pero esta noche ha sido la peor… Ha tenido pesadillas y fiebre y hablaba de monstruos y de cosas terribles, pobrecita…

—Tendrá que guardar reposo durante unos cuantos días. Le he dado esta medicina que le ayudará a bajar la fiebre. —Le entregó el frasco a Beatriz porque supuso que aquella mujer sería la encargada de la enferma—. Ha de suministrarle una cucharada cada dos horas. Hay otra cosa… Se trata de unos vahos con unas hierbas, que traeré más tarde, procedentes de una planta llamada A-Toch-Ietl. Esa inhalación le ayudará con la tos.

—¿Cuánto tiempo dice vuesa merced que tendrá que permanecer en reposo? —espetó Luis, que apenas había estado atento a los consejos médicos.

—Bueno, por lo menos tendrá que guardar cama durante una semana y…

—Pero yo no puedo esperar tanto —protestó Luis como si eso sirviese para que Mariana se recuperara.

Estaba acostumbrado a salirse con la suya y la enfermedad era un desagradable contratiempo que retrasaba todos sus planes nada más llegar al Nuevo Mundo. Miró a Miguel con ojos desconfiados.

—¿Por qué no la deja con nosotros? —sugirió fray Diego—. Vaya a recoger a su hermano a Valladolid. Mientras tanto ella podrá recuperarse tranquilamente. No hay un lugar con más sosiego en el mundo. Aquí estará bien.

A Luis no le convencía que su hermana se quedara en Izamal, y no porque se lo dictara su preocupación fraternal, sino más bien porque le molestaba sobremanera desatender cualquier asunto que le hubiesen encomendado. Dejar a su hermana en aquel convento franciscano, después de haberle prometido a su padre que no la perdería de vista hasta el día de su boda, era una mancha en su percepción de las responsabilidades que no sabía si podía permitirse, pero esperar a que se recuperara le haría perder un tiempo precioso. Necesitaba cerciorarse antes de dejar allí a Mariana. Tomó a fray Diego por el brazo y lo llevó casi en volandas fuera de la vista de los demás.

—Ese médico indio…

—Miguel —interrumpió fray Diego.

—Miguel… Sí, Miguel. ¿De dónde ha salido Miguel?

—No tenga cuidado. Miguel es de plena confianza. Es uno de los primeros médicos titulados en el Colegio Imperial de Santa Cruz de Tlatelolco, su fama le precede allá adonde va: es muy inteligente. Fui yo mismo quien le hizo llamar para que me ayudase. Ha venido desde la capital de Nueva España. Él sabe lo que se hace. —Fray Diego le miró con unos ojos tan sinceros que Luis sintió vergüenza de sí mismo por haber dudado, pero la conversación le ayudó a compartir la responsabilidad de la decisión y optó por transferir a Beatriz y a fray Lorenzo la tarea de encargarse de Mariana.

Una vez tomada la determinación, notó que se quitaba un peso de encima, se sacudió los desasosiegos de un plumazo y comenzó a preparar sin demora su marcha hacia el Valladolid del Nuevo Mundo para reencontrarse con su hermano Rodrigo.

Beatriz vio cómo los hombres partían sin ellas y en el fondo se sintió aliviada. Haría cualquier cosa por su niña, y eso era lo que estaba haciendo al cruzar medio mundo, pero de aquel viaje lo que más le molestaba era volver a encontrarse con Rodrigo y con su sonrisa cínica de sabelotodo. Bien sabía Dios que Beatriz amaba profundamente a doña Ana y que por consiguiente respetaba a su familia. Estaba claro que adoraba a Mariana, pero algo en su fuero interno le decía que Rodrigo no era una de esas personas a las que se les puede confiar la vida. Percibía claramente la animadversión que Mariana sentía hacia su hermano, pero nunca se atrevió a preguntar cuáles eran sus motivos, y dedujo que si la joven no se lo había contado sería por una buena razón. En el fondo tampoco quería saberlo. Beatriz pensaba que si una verdad sólo servía para hacer daño, era mejor no conocerla.

Miguel y la tícitl salieron del convento pasado el mediodía. Caminaban despacio, uno al lado del otro, silenciosos como tumbas. La anciana miraba de reojo al joven médico esperando algún tipo de confesión, pero él, que la conocía demasiado bien, no parecía dispuesto a darle cháchara en ese momento. Aquella mujer estuvo presente en su nacimiento y, por voluntad de la madre, aplicó al recién nacido los rituales de sus ancestros. La tícitl, una vez que Miguel llegó al mundo, cortó un trozo de su cordón umbilical, lo enrolló a unas conchas curativas y después lo enterró todo bajo unas plantas terapéuticas; así se conseguía que el destino de Miguel se encaminara por los senderos de la medicina, porque ésa era la forma azteca para decidir las futuras profesiones de los recién nacidos. Si un padre quería que su hija resultase una buena ama de casa, sólo tenía que atar un trozo de su cordón umbilical a una escobita en miniatura y enterrarlo bajo el suelo de la cocina, y si deseaba que su hijo fuese un gran guerrero azteca, debía conseguir que algún luchador se encargara de enterrarlo en un campo de batalla.

La tícitl pertenecía a una casta sacerdotal que había cuidado de la salud de la familia de Miguel desde antes de la llegada de los primeros españoles. La profesión de los tícitl pasaba de padres a hijos, ya fuesen hombres o mujeres, y así había sido generación tras generación. La anciana todavía recordaba con nitidez los ojos brillantes y valientes de Cuauhtémoc, el abuelo de Miguel, a pesar de que ella tenía apenas doce años la última vez que lo vio. Cuando Miguel era un niño, la tícitl le contaba historias de la vida de su familia por las noches, a la hora de acostarlo, para que, como ella misma decía, los españoles no consiguieran borrar del todo el pasado glorioso de los aztecas.

—A tu abuelo lo llamaban el Gran Cuauhtémoc —le relataba como si fuera un cuento— y fue el undécimo y último Señor de México. Su memoria es todavía honrada porque con sólo veintiún años se vio en la obligación de enfrentarse con un temible enemigo, Cortés se llamaba, que vino disfrazado de Quetzalcoatl y que consiguió engañar al mismísimo Moctezuma. Pero tu abuelo era muy listo, mucho, a él nadie lo engatusaba y desconfió desde el primer momento de los blancos. Se mostró contrario a recibirlos en son de paz. Él lo sabía, sabía que no traerían nada bueno. El tiempo no tardó mucho en darle la razón. Esos hombres secuestraron a Moctezuma y lo retuvieron a la fuerza con mentiras. La gente empezó a inquietarse y Moctezuma murió asesinado. Su sucesor apenas le sobrevivió ochenta días, aquejado por esa enfermedad horrible que llena el cuerpo de pústulas y que los barbudos esos trajeron para matarnos a todos como a las ratas. La llaman viruela negra. Y después llegó tu abuelo, tan apuesto y valiente —añadía con ojos embelesados.

—¿Y qué hizo? —preguntaba Miguel, aunque conocía de sobra el final de la historia.

—Cuauhtémoc logró resistir el asedio de los conquistadores durante setenta y cinco días, pero ellos eran malos, Miguel, muy malos. Utilizaban tretas sucias para vencer, no seguían ni una sola de las reglas para una lucha digna y justa. Nuestro pueblo era famoso por sus magníficos guerreros, pero no estaban acostumbrados a matar a sus enemigos en el mismo campo de batalla: intentaban atraparlos vivos y en buen estado para ofrecerlos en sacrificio a los dioses. Tampoco guerreaban de noche, ni dejaban al enemigo sin alimentos. Vencer de esa manera no es muy digno, ¿no te parece? Pero esos enemigos no tenían reglas… Sucios, malolientes blancos… —La tícitl se quedaba murmurando para sus adentros con indignación.

—¿Qué pasó después?

—Tu abuelo Cuauhtémoc intentó salvar a su pueblo, reunió víveres y destruyó los puentes, consiguió resistir. —Narraba con excitación, pero de pronto cambiaba la cara, se ponía triste y añadía—: Hasta que quedamos reducidos al islote de Tlatelolco y nos cortaron el suministro de agua y alimentos. Los animales huyeron, se acabó la fruta y la verdura. Las madres lloraban desconsoladas abrazadas a los cuerpos de sus hijos muertos y allí mismo se dejaban morir ellas también, porque no tenían adónde ir. Los cientos de víctimas que habían fallecido presas de las enfermedades, el hambre y la pena habían contaminado el lago. Los peces flotaban panza arriba con el aspecto lamentable de los animales putrefactos, pero algunas personas arrastradas por el hambre llegaron a comérselos, se pusieron malas del vientre y se fueron al otro mundo exprimiendo sus entrañas entre retortijones y vómitos. Los cadáveres se amontonaban en las orillas y nuestro maravilloso lago que tanto nos había dado a lo largo de tantos años de gloria se corrompió. Ellos han convertido nuestro lago en una charca maloliente, maloliente como ellos…

—Sigue.

—Cuauhtémoc intentó salvar a su familia, y montó en una barca a tu abuela, a tu padre, a mí y al viejo jardinero. No pudo encontrar a nadie más con las prisas. ¡Cómo lloraba tu abuela! Todavía lo recuerdo… Pero no llegamos muy lejos porque los hombres de ése, el que se hizo pasar por Quetzalcoatl, lograron detenernos.

—Sigue —decía Miguel emocionado.

—Nos llevaron apresados, con las manos atadas a la espalda. Pusieron a tu abuelo frente a Cortés y ese demonio no pudo por menos que quedarse impresionado porque Cuauhtémoc era mucho más alto que él y más apuesto, y eso que en los últimos días ni habíamos probado bocado. A su lado ese barbudo blanco parecía poca cosa, a pesar de su pecho forrado de plata y de su nariz estirada. Yo creo que se quedó aterrorizado ante tu abuelo porque se enfrentaba a él con firme seguridad y sin ningún temor. Avanzó dos pasos, tomó la mano de Cortés y la llevo hasta el puñal que el español llevaba atado en su cinturón.

—¿Qué hizo, qué? —preguntaba el niño.

—Pues se puso serio y dijo —la tícitl modulaba la voz para dar más intensidad a la historia—: «Señor Malinche, he cumplido con lo que estaba obligado en defensa de mi ciudad y no puedo hacer más; vengo preso ante tu persona y poder, haz de mí lo que te plazca. Toma luego ese puñal y mátame con él». Una traidora de los nuestros le iba traduciendo las palabras —añadía con desprecio—. Cortés no lo mató. Lo tomó prisionero y lo torturó echándole aceite hirviendo en los pies para que confesara dónde estaba escondido el tesoro de Moctezuma, pero tu abuelo había recibido una férrea educación con la que dominar el dolor, el hambre, la sed o los sufrimientos. Nunca dijo nada, ni salió de su boca una sola queja.

Ésa fue la última vez que la anciana vio a su soberano con vida. Le dijeron que quedó lisiado, que tenían que ayudarlo para caminar y que en los últimos momentos Cuauhtémoc sólo fue una sombra del hombre que había sido. Los españoles lo mantuvieron con vida durante algún tiempo. Imaginaban que antes o después conseguirían minar su firme negativa y sonsacarle la ubicación del famoso tesoro a fuerza de tormentos de todo tipo, pero la cabezonería sin límite de aquel hombre los tenía rendidos.

—Oí decir que los españoles, hartos de no conseguir nada y preocupados por que el carisma de Cuauhtémoc pudiese llegar a revolucionar a otros pueblos, decidieron matarlo y aprovecharon un viaje de Cortés a las Hibueras. Allí, en la oscuridad de un bosque, lejos de cualquiera que pudiese reprocharles algo, lo ahorcaron, pero nuestros amigos esperaron escondidos entre los matorrales a que los españoles se fueran. Bajaron el cuerpo, cortaron su cabeza y lo colgaron por los pies de aquel mismo árbol para que su sangre bañara la madre tierra y para que las aves devoraran la hermosura de su carne.

El final de la historia siempre dejaba a Miguel con un nudo en la garganta. No sabía por qué extraña razón siempre esperaba que en el último momento la tícitl le contara que su extraordinario abuelo había logrado escaparse, y que aún continuaba vivo, escondido en el bosque, reuniendo hombres con los que formar un ejército y así reconquistar su tierra.

La esposa de Cuauhtémoc, su pequeño hijo y la tícitl consiguieron sobrevivir al asedio español, a la viruela negra y a los perros gigantes que por orden de sus dueños se lanzaban a los cuellos de los indios, y con ellos también sobrevivió un sentimiento de rabia que se mantuvo silencioso en sus corazones. Al hijo de Cuauhtémoc, que sólo tenía tres años en el momento del apresamiento, los españoles lo rebautizaron con el nombre de Diego Mendoza de Austria Moctezuma. Las dos mujeres dejaron que el niño se educara al estilo europeo para protegerlo de cualquier posible ataque por parte de los españoles. Conservaron un cierto prestigio social por haber pertenecido a una casta noble, y su vida fue mucho más cómoda que la de cualquiera de los indios sometidos, pero ellas no olvidaban.

La médica y hechicera, en un ataque de rebeldía camuflada, se había negado a aprender el español alegando incapacidad y torpeza para asimilarlo, y más adelante argumentó que era demasiado vieja y que apenas oía. Mantenía largas conversaciones en náhuatl con Miguel y el bienestar de él era prácticamente lo único que le permitía aceptar la presencia de los hombres barbudos.

Sin embargo, a pesar de la complicidad que existía entre ambos, esa tarde, mientras caminaban juntos de vuelta a la casa, el joven médico parecía no querer charlar. Estaba como ensimismado y no tenía ganas de oír los reproches que estaba seguro quería hacerle la anciana, y ella, cansada de tanto silencio y deseosa de conocer lo que pasaba por la cabeza de Miguel, optó por comenzar a hablar.

—Cuando he hecho la exploración a esa joven, he visto que ha sido Tláloc el que la ha castigado.

—Se trata de un enfriamiento mal curado; ha llovido mucho últimamente —dijo él de forma lacónica.

—He invocado la protección del Genio del Deseo, pero no sé… Creo que esa joven nos traerá problemas. He visto cómo la mirabas.

—No la he mirado de ninguna manera.

Su frase resultó casi un punto final, con ella daba por zanjada una conversación que le estaba empezando a resultar incómoda. No tenía ganas de que esa mujer que podía leer en el interior de las personas se diera cuenta de la profunda impresión que Mariana había causado en él. La anciana calló, aunque siguió mirando de soslayo, con sus ojos desconfiados, el caminar pausado y cabizbajo de Miguel.