Es menester que le hable a V. M., no sólo de las cosas que pertenecen al suelo, sino también las que acontecen en el cielo por obra de Nuestro Señor. Sepa V. M. que en lo que respecta a las lluvias, es de maravillar la abundancia y constancia de las mismas en esta tierra y que, al contrario que en España, comienzan por mayo y acábanse por octubre. En los primeros momentos de la estación húmeda suele llover treinta o cuarenta jornadas sin parar, ni en el día, ni en la noche. Los indios relatan que antes de la llegada de los caxtiltecas, que es como algunos de ellos nos llaman, la época de lluvias duraba más días. Dicen que el dios que se encargaba de todas las aguas al que ellos adoraban y que ahora ya saben que se trata de un demonio, anda enojado desde la llegada de los españoles y por ello es menos pródigo […]. Oí hablar de otra parte de esta tierra llamada Tabasco, a la que algunos españoles denominan Tierra de Tuertos, y no es de extrañar, porque de ella me dijeron que es tanto el calor en la estación seca que deben dormir en la mitad de la calle tanto los indios como los españoles, y que a causa del viento y de la ardiente temperatura, enferman de los ojos.
Las heladas y los fríos no son tan rigurosos ni duran tantos meses como en Castilla, y muchas de las ropas de invierno que trajimos con nosotros no nos han de servir para nada, según dijeron. Nieva muy pocas veces y sólo en algunas sierras, que por eso deben de llamarlas Sierras Nevadas.
—Ahí lo tienen: el faro de Sisal —les dijo el capitán cuando se avistó en la lejanía—. Hace un año que construyeron una calzada que une el puerto con Mérida, y esto se ha llenado de vida desde entonces. Si lo hubieran visto antes…
—No se ve nada… Yo no veo nada. —Mariana se esforzaba entornando los ojos, pero la bruma le impedía distinguir la tierra.
—Tendrá que acostumbrarse a mirar tras la cortina de agua. —El capitán sonrió con sorna—. Arribamos en época de lluvias. Vayan preparándose, aquí es donde nos abandonan.
Llegaron al puerto de Sisal cuarenta y tres días después de zarpar de Sevilla. El galeón haría una pequeña parada allí para que Luis y sus acompañantes descendieran y después continuaría hasta el puerto de Veracruz, que era su destino final. Antes de llegar a la capital de México, Luis debía cumplir con un par de obligaciones importadas desde España, entre las que se encontraba la visita obligada a las tierras familiares que regentaba Rodrigo.
Fray Lorenzo también desembarcaba con ellos. Tenía órdenes precisas de informar a Felipe II de las circunstancias que rodeaban la vida de los indios de las tierras del Yucatán, y para ello el rey había sugerido que pasara un tiempo en compañía de un fraile franciscano llamado fray Diego de Landa, conocedor de las situaciones y desavenencias que se vivían en la zona. El monarca andaba preocupado por el trato a los indígenas. Cuando los encomenderos tomaban posesión de sus tierras ultramarinas, se les asignaba un grupo de trabajadores autóctonos que quedaban bajo la tutela de los nuevos dueños. Éstos se comprometían con la Corona a adiestrar cristianamente a sus trabajadores indios, pero casi nunca llegaban a tomar en serio la promesa. Fray Diego había tenido ya varios encontronazos, peleas y desazones con los encomenderos por este asunto. Hasta España habían llegado noticias sobre los problemas con los que se encontraban los religiosos a la hora de conseguir que los colonos les dieran permiso a los indios para acudir a su adiestramiento católico. Se sospechaba que a los encomenderos les importaba bien poco la salvación de las almas de esos hombres, a pesar de que existía un tiempo específico establecido por la Corona para que adquiriesen los hábitos cristianos. Consideraban a los indios como sus esclavos y, a pesar de que nadie utilizaba claramente esta palabra, los intercambiaban, los llevaban de acá para allá como una parte más de la tierra o del mobiliario que les había correspondido en el reparto del pastel. No los veían más humanos que cualquier animal doméstico que se hallara a su servicio, por lo que tampoco consideraban que fuese importante que recibieran educación católica.
Fray Diego se quejó en repetidas ocasiones de que los españoles obligaban a los indios a realizar todo tipo de servicios personales y de que hasta eran alquilados para llevar cargas, contraviniendo las órdenes del rey. Culpó a los encomenderos de mala cristiandad, de desacato y de ignorancia supina por no darse cuenta de que los habitantes de las tierras conquistadas disponían de la misma capacidad intelectual que los españoles, y de que por tanto era necesario que su adoctrinamiento religioso fuese el adecuado. Los encomenderos se sintieron traicionados por sus compatriotas religiosos y en venganza por haber tenido la lengua tan larga quemaron, no sólo una, sino dos veces, el monasterio del Valladolid del Nuevo Mundo con su iglesia incluida. Ante métodos tan persuasivos, los frailes de la zona se vieron obligados a irse a vivir a las chozas de los indios, que eran un lugar mucho más seguro, porque sus monasterios eran asaltados semana sí semana no, como en una especie de rutina.
Todas esas noticias preocupaban al rey, que había empezado a dudar de las declaraciones de todos. Algunos frailes le enviaban apasionadas cartas hablando de los indios y de las injusticias cometidas contra ellos, y después recibía las noticias de algún encomendero poniendo como hoja de perejil a los religiosos de la zona, acusándolos de no permitir el engrandecimiento de la Corona por culpa de su escasa amplitud de miras, asegurando que los indios perdían mucho tiempo en las idas y venidas a los conventos y monasterios de los religiosos que se hallaban alejados de sus tierras, y que ellos mismos, en las encomiendas, podían encargarse de educar cristianamente a sus trabajadores. Ante tanta opinión contradictoria, el monarca había decidido enviar a alguien nuevo con ideas frescas, capaz de informarle sin recibir influencias de ningún tipo, y fray Lorenzo le pareció el hombre más adecuado.
Sisal era el primer lugar del Nuevo Mundo en el que Mariana ponía los pies, pero no sintió ninguna emoción especial por haber llegado. La primera impresión la desconcertó. El tedio de los últimos días de viaje le había dejado mucho tiempo para pensar en la ciudad esmeralda, los animales mitad gato y mitad dragón con aliento sulfuroso, los hombres que se convertían en panteras y arrancaban corazones humanos y las flores gigantes que les aseguraron crecían salvajes por todas partes, de manera que se había forjado su propia idea del lugar. Imaginaba que el sol brillaría intenso, que el verdor de las plantas lo cubriría todo y que los hombres y mujeres caminarían medio desnudos con los cuerpos pintados de colores como había oído comentar a los marineros del barco. Por contra, una lluvia espesa lo tiñó todo de gris y les impidió vislumbrar poco más allá de sus narices. Las embarcaciones, los hombres, incluso las construcciones, tenían el aire regio de los edificios españoles y lo que sus ojos alcanzaban a ver evocaba la despedida en el puerto de Sevilla. Si le hubiesen dicho que se trataba del mismo puerto pero en un día de lluvia, lo hubiese creído.
Nada más pisar tierra firme se sintió enferma. Durante la travesía no había padecido ni uno solo de los síntomas del mal marino; sin embargo, ahora que había desembarcado, notaba como si fuese la tierra la que se balanceara de un lado a otro. Le estaba resultando verdaderamente trabajoso mantenerse firme sobre sus piernas. Había seguido tan al pie de la letra los consejos del capitán y se había dejado llevar hasta tal punto por el ritmo de las olas durante los días que duró la navegación, que ahora que había afianzado los pies en el puerto no conseguía seguirle el compás a la tierra. Estaba muy cansada, le dolía la garganta y tenía la impresión de que la piel se le había vuelto del revés. Con el desembarco, Mariana perdió la confianza aprendida durante la travesía. Su hermano volvió a tomar las riendas de la situación, y ella y Beatriz se quedaron quietecitas y abrazadas como hicieran en el puerto de Sevilla antes de partir.
Un hombre de unos treinta años y de rasgos indianos se les acercó. Tenía los ojos y el pelo de un color negro brillante, su piel mostraba el mismo tono rojizo de los atardeceres en el barco, y su estatura era ligeramente inferior a la de ellas, pero a Mariana no le pareció tan diferente. Algunas personas en España tenían la piel oscura… Quizá esa curva en sus ojos, quizá eso, pero aun así, no le parecía tan diferente. Sin hacer preguntas, el hombre se dirigió directamente a Luis con la cabeza agachada, los ojos bajos y el sombrero apoyado en el pecho arrebujándose entre sus manos.
—Su hermano Rodrigo me encargó que aguardase su llegada, señor. Espero que el viaje no haya resultado demasiado fatigoso. Mi nombre es Pedro y vengo a acompañarles.
—Entonces, Pedro, ha llegado en el momento oportuno —saludó Luis, al que la tierra firme había devuelto la compostura—. Tendrá que ayudarnos. Si esperamos a que los marineros desembarquen nuestras cosas, esta lluvia acabará haciéndonos enfermar.
La tripulación se había tomado la llegada a tierra como un descanso, y muchos habían descendido y desaparecido entre la multitud del puerto o en la taberna, olvidándose por completo de los baúles de la familia que descansaban aún en la bodega. El cielo parecía a punto de venirse abajo de un momento a otro y la intensa lluvia estaba calándoles hasta lo más profundo de sus doloridos huesos. Luis comenzó a dar órdenes a diestro y siniestro a los hombres que aún quedaban en el barco para descargar sus enseres lo más rápidamente posible. Mariana y Beatriz, mientras tanto, se resguardaron debajo de unos toldos, apoyadas la una contra la otra para darse calor. A pesar de que el tiempo de espera le pareció interminable, la joven no pudo observar casi nada del lugar con detenimiento: había perdido el brío y el deseo de observarlo todo. Las dos se mantenían calladas. La lluvia cambiaba constantemente de dirección por culpa del viento, les azotaba los ojos y les empapaba la ropa dándoles el aspecto desamparado de dos perrillos mojados a la espera de que escampe. El vestido de terciopelo azul de Mariana pesaba cada vez más a causa de la humedad, y el agua se había colado dentro de sus botas provocándole la sensación de que tenía los pies metidos dentro de uno de los charcos embarrados que sembraban el puerto. Se hallaba incómoda por el frío húmedo y por esa brisilla cortante que notaba deslizarse por su espalda, pero a pesar de ello, el frescor de las gotas de lluvia en su cara la estaba ayudando a superar el incomprensible mareo que sentía ahora que había abandonado el barco.
Pedro les acercó el carruaje para que se resguardaran en él mientras los hombres terminaban de acomodar los baúles en la parte superior. Intentaron tapar las ventanas con las cortinas de tela gruesa para que la lluvia no se colara dentro, pero las rebeldes gotas por lo visto no tenían consideración con ellos y, cuando el vehículo se puso en marcha, el movimiento parecía cazarlas y lanzarlas al interior con desvergüenza. El hermano de Mariana, por primera vez en muchos días, parecía dispuesto a entablar una conversación de más de tres palabras seguidas. El reducido espacio en el interior del carruaje obligó a Luis a iniciar una charla explicativa, práctica poco habitual en él, demasiado acostumbrado a tomar decisiones sin consultar con nadie.
—Pasaremos esta noche en Mérida y mañana partiremos hacia un monasterio fundado por monjes franciscanos en una ciudad llamada Izamal. —Se quedó mirando a fray Lorenzo y continuó—: Es allí donde se encuentra el fraile que Su Majestad quiere que conozca. Ese hombre está muy interesado en las culturas indígenas anteriores a la conquista y es posible que a vos le resulte interesante hablar con él.
—Estoy deseando conocerlo. He oído hablar mucho de fray Diego de Landa. Me dijeron que llegó aquí hace diez años y que desde entonces se ha rodeado de un nutrido grupo de indios ilustres y de ancianos que han vivido en este lugar antes de la llegada de los españoles.
—Sí, recopila información sobre la antigua civilización maya y su lenguaje. Intenta traducir al español el código maya.
—Imagínese todo lo que podría ayudarnos eso para conocer a los habitantes de estas tierras —dijo fray Lorenzo entusiasmado—. Fray Diego es un hombre muy inteligente que ha considerado fundamental conocer la manera en la que se regían las cabezas de estas gentes antes de nuestra llegada, para lograr el éxito en su misión evangelizadora. Hablar con los indios, comprender su idioma, sus costumbres anteriores a la conquista y analizar sus manifestaciones artísticas… Es muy interesante, ¿no cree?
—Sí, me han dicho que conoce la lengua maya a la perfección —respondió Luis menos entusiasmado.
—Tiene que ser un hombre admirable, admirable de verdad —se dijo para sí fray Lorenzo.
—Tardaremos tres días en llegar a la hacienda de nuestro hermano. —Esta vez Luis se dirigía a su hermana.
Pese al cansancio, Mariana aún tuvo fuerzas para poner una mueca de disgusto ante la idea de volver a ver a Rodrigo. Había estado toda la travesía reconcomiéndose. Después de lo que había ocurrido con Rafael y Alfonso, ver a Rodrigo le resultaba insufrible. Temía el momento en el que tuviera que enfrentarse de nuevo a él y no se sentía con valor para mirarlo a los ojos, cruzar con él unas palabras de cortesía y mucho menos dejar que la abrazara. Imaginaba que su hermano estaría esperando con verdadera ansiedad el reencuentro para observar de primera mano cómo les había afectado lo ocurrido. Estaba segura de que la satisfacción de Rodrigo no estaría completa hasta comprobar en qué grado su perversidad había atormentado a todos. Mariana no quería darle el gusto de que las viera derrotadas, pero el rostro de Beatriz se había ajado por culpa de la sal de tanta lágrima surcando sus mejillas y a ella le iba a costar mucho esfuerzo disimular el resentimiento para poder comportarse con frialdad frente a él, y eso la sacaba de quicio. Lo que Rodrigo hizo era una auténtica provocación para demostrar su superioridad sin recapacitar en los terribles resultados que tendría su despiadada venganza. Siempre fue lo suficientemente egoísta como para que no le importasen las desgracias ajenas si su ansiado fin las justificaba. A Mariana le torturaba pensar que no podía perdonarlo y le odió aún más por hacerla pecar con el pensamiento por algo que él había causado conscientemente. Se preguntó si Dios consideraría más pecado que ella odiara a su hermano o que fuese él quien la hubiera incitado a sentir ese odio con premeditación. Era posible que el Señor lo perdonara por haber denunciado a dos personas ante la Santa Inquisición. En ese caso el alma de Rodrigo estaría limpia y la de ella no, lo que aumentaba el resentimiento hacia su hermano, porque siempre quedaba impune de sus malas acciones y en esta ocasión se convertía además en un santo varón ante los ojos de la Iglesia.
Mariana siguió durante un tiempo dándole vueltas a esos pensamientos. No tenía claro si la venganza malévola y premeditada de su hermano se podría justificar de tal manera para que, a pesar de ello, Rodrigo consiguiera alcanzar la salvación. Las especulaciones comenzaron a embrollarse dentro de su cabeza, pero no quería que eso ocurriera. Le parecía haber llegado a unas deducciones muy importantes que necesitaba aclarar con alguien antes de que se desvanecieran en el limbo de los pensamientos silenciados. Quiso decírselo a fray Lorenzo en ese mismo momento, pero no podía porque su hermano Luis estaba allí y no quería hablar delante de él. O quizá no estaba… quizá todo era un sueño. Sentía mucho calor, oía las palabras que estaban pronunciando los demás pero no podía siquiera fijar su atención en el significado. Sólo deseaba llegar a alguna parte, quitarse la ropa mojada y dejar que Beatriz la mimara como cuando era pequeña, peinándole el cabello cien veces con el cepillo de plata, «cien y ciento una por si se me olvidó alguna, y ciento dos por si se nos olvidó a las dos». Quería abrir el baúl que tenía el fondo plagado de bolsitas rellenas con flores de espliego, sacar el camisón blanco, aspirar el aroma del palacio y sumergirse hasta las cejas en unas sábanas limpias y secas. Se sintió reconfortada con ese pensamiento ronroneándole en la cabeza, se dejó mecer por el ritmo del trote de los caballos, el chirrido monótono de las ruedas. El acompasado ruido de la madera del carruaje le recordó el barco y se olvidó de la humedad y de la lluvia. «Déjese llevar, señorita Mariana, como cuando monta a caballo, hasta que la peinen ciento y dos veces, hasta que pase este momento…» Y cayó profundamente dormida sobre el hombro de Beatriz. Despertó a la mañana siguiente con la conciencia del espacio y del tiempo perdidos. No sabía si continuaban o no dentro del barco, si estaba soñando que dormía en una habitación con paredes de verdad, o si estaba muerta y aquello era el lugar al que su alma había ido a parar. No recordaba el momento en el que llegaron a Mérida, ni quién la había llevado hasta la cama.
Partieron temprano hacia Izamal. La noche de sueño, que parecía haber reconfortado a todo el grupo, no había surtido el mismo efecto en el caso de Mariana, que había amanecido más exhausta si cabía que la noche anterior. Estaba cansada y afiebrada, y si hubiese podido decidirlo, se hubiera quedado encerrada en aquel cuarto desconocido, arrebujada entre la ropa de cama. Sentía como si toda la sangre se le fuera a los pies y notaba fría la piel de la cara y de las manos, a pesar de que un intenso calor se le pegaba a la espalda como una mano gigante y sudorosa. Tosía con insistencia y sus labios habían comenzado a tornarse blancuzcos y resecos. Subió al carruaje en actitud sonámbula, apoyada como una anciana en el brazo de Beatriz, y volvió a dejarse caer sobre el hombro de la mujer, manteniéndose en un sopor inconsciente durante las ocho horas que duró el recorrido.
La lluvia tuvo compasión de ellos y les dio una tregua poco antes de su llegada a Izamal. Pedro les avisó dando un grito desde el pescante para que se asomaran a mirar. Aún quedaba una legua de distancia pero la espadaña del convento que fray Diego había hecho construir en honor de San Antonio de Padua podía vislumbrarse con claridad. El sol, que parecía tener aún algún tipo de potestad, surgió de pronto contra todo pronóstico para que pudieran contemplar en todo su esplendor la villa que enorgullecía al franciscano. El convento se asentaba sobre una plataforma natural que los sacerdotes mayas habían usado en tiempos pasados para cimentar un templo por las características excepcionales de la zona. La propia plataforma superaba el nivel de los techos de las construcciones vecinas, por lo que la vista desde el edificio no tenía parangón. Para construir el convento se tuvo que destruir gran parte del edificio maya, y lo que los siglos y las inclemencias del tiempo no habían conseguido derribar, lo lograron los españoles en pocos meses. Los restos de las piedras del templo se utilizaron para la nueva edificación y en ocasiones, si uno se acercaba lo suficiente a las paredes del convento, las piedras gritaban su procedencia prehispánica. Desde el carruaje pudieron observar que el conjunto del pueblo recién creado según los designios castellanos contrastaba con la imagen de una edificación cercana de proporciones inverosímiles que había conseguido salvarse de los intereses españoles.
La pirámide de Kinich Kakmo es el edifico más alto del Yucatán y, según me dijeron, su nombre en lengua maya venía a ser algo así como «Guacamaya de fuego, rostro solar», porque los habitantes de este lugar antes le rendían culto al sol. Los mayas lo consideraban fuente de la vida y le ofrendaban flores, frutos, animales y plantas aromáticas; creían que había armonías entre todos los seres vivos y las flores y las montañas y las nubes y la luna… y ellos mismos se consideraban parte de un todo con la naturaleza.
Cuando llegaron al convento pudieron apreciar con más claridad su grandeza. El patio era mayor que cualquier otro de los que existieran en Castilla, y seguramente de los que pudieran existir en cualquier lugar del mundo cristiano. Les asombró la imagen poderosa que se desprendía de sus muros altos, gruesos y almenados que les recordaba los castillos medievales de España. Parecía más una fortaleza a prueba de invasiones que la humilde casa del Señor que se erigió de esa manera para impresionar a los indios.
Dijéronme que las construcciones dedicadas a sus ídolos anteriores a la conquista eran suntuosas y soberbias y que era menester que el Único y Verdadero Dios, Nuestro Señor, tuviese mejores edificaciones. Pero si V. M. le permite a esta sierva dar su opinión, creo que su arquitectura era más asombrosa, aunque es posible que la culpa de este parecer la tenga la falta de hábito de mis humildes ojos.
Todo el convento estaba pintado de amarillo, como el resto del pueblo, y en sus esquinas, bajo unos soportales, había cuatro capillas unidas por setenta y cinco arcos de medio punto.
Salió a recibirles un franciscano de mediana edad, de pelo negro y escaso, de poca estatura, complexión delgada y ensayado gesto humilde. Se presentó alto y claro como Fray Diego de Landa.
—Supongo que vuesa merced será don Luis Enríquez. Su Majestad me advirtió de su llegada —dijo ignorando de forma premeditada los rostros alucinados del séquito. Conocía de sobra la impresión que la grandeza del patio provocaba en la gente que lo visitaba por primera vez, y siempre adoptaba una postura de falsa modestia—. Y vos debéis de ser fray Lorenzo, creo que ambos tenemos muchas cosas de que hablar.
Fray Lorenzo asintió encantado: se hallaba dichoso. Al fin parecía encontrarse en el lugar adecuado para cumplir con la misión que él mismo se había encomendado años atrás, cuando al abrir la ventana en casa de sus padres decidió dedicar su vida a ayudar a los demás. El encuentro con fray Diego era muy importante para él y no sólo por su recopilación de la cultura maya, sino porque entendía que el franciscano comulgaba completamente con las ideas de Bartolomé de las Casas. Sentía la necesidad de charlar con él, saber cuál era su punto de vista acerca de aquellas cuestiones candentes. Las preguntas se le agolpaban en la cabeza, pero no quería atosigarle nada más llegar y se contuvo mientras mostraba una expresión satisfecha en su rostro.
—¿Cómo les ha ido el viaje? ¿Se sienten cansados? —preguntó fray Diego con cortesía.
—Sí, padre. Venimos muy cansados, en especial mi hermana.
Mariana sintió que todos los ojos se posaban en ella. Los dos últimos días le habían dejado la apariencia de una flor mustia.
—Entonces no charlemos más. Les mostraré sus aposentos y después cenaremos todos juntos. Las mujeres tendrán que dormir al otro lado del convento, según las normas, pero estoy seguro de que encontrarán todo a su gusto dentro de la sencillez de nuestra orden. —Y de nuevo brotó el aparente gesto humilde de fray Diego, que pronto todos aprendieron a reconocer, iluminando su rostro.
Hospedaron a Mariana y a Beatriz en cuartos contiguos, en habitaciones pequeñas pero acogedoras. Nada más entrar en ellas notaron un olor intenso a algo que denominaban copal, una sustancia semejante al incienso que había servido a los habitantes de la zona durante tiempos inmemoriales para realizar sahumerios. Mariana llegó al cuarto arrastrando los pies, con la postura noble aprendida de su madre totalmente perdida y con los párpados medio caídos. Beatriz la ayudaba a caminar sujetándola por la cintura y hablándole dulzuras en tono delicado, pero el sonido le llegaba con reverberaciones ululantes y le producía dolor en los oídos. Se encontraba tremendamente cansada. Tuvo la sensación de que la luz disminuía dejándolo todo a oscuras y que de pronto aumentaba, obligándola a cerrar los párpados, pero no quería hacerlo. Tuvo la certeza de que si dejaba que la oscuridad permaneciera demasiado tiempo instalada en sus pupilas, jamás conseguiría ver de nuevo la claridad. Por eso se esforzaba en mantener los ojos muy abiertos a pesar de que el agotamiento la estuviese venciendo. Tosía a cada rato y el pecho comenzó a dolerle por culpa de tanta sacudida estertórea. El calor que había sentido a lo largo del último tramo del viaje se fue intensificando en su frente y en su espalda. Las mejillas se le arrebolaron y sus ojos se cubrieron con una película acuosa que le daba el aspecto lastimero de un cervatillo recién nacido. Sentía un fuerte dolor de cabeza y tuvo miedo de que se le estuviera manifestando la enfermedad que bloqueaba a su madre. En muchas ocasiones Beatriz le había dicho que tenía suerte de no haberla heredado porque esos dolores en la mayoría de las ocasiones pasaban de madres a hijas. Le palpitaban las sienes y cada golpeteo bajaba por su espalda y le laceraba la piel. Sólo deseaba tumbarse en el lecho y cerrar los ojos porque no encontraba otra manera de sentirse mejor.
Aquel catre eclesiástico se le apareció como la maravillosa cama de su habitación en el palacio, y ofrecía ante sus ojos la promesa de unas sábanas inmaculadas y de un lugar de descanso, que en ese momento era lo único que le importaba. Mariana quería acostarse, descansar y que ese dolor incómodo que le producía el roce de la tela en la piel desapareciera mientras ella dormía. Beatriz le ayudó a quitarse la ropa y a ponerse el camisón, pero el aire le hizo sentir un escalofrío agudo y punzante que le recorrió todo el cuerpo.
—Me siento mal. No bajaré a cenar, sólo quiero dormir.
Su cansancio era demasiado profundo como para hacer vida social. Beatriz pensó que era mejor que se acostara. El traqueteo del viaje había resultado demasiado para ella. Bastante fortaleza había demostrado, sobre todo teniendo en cuenta que jamás había salido de las paredes del palacio de los Almirantes. Beatriz le aseguró mientras la ayudaba a meterse en la cama que un buen descanso era lo que necesitaba y que a la mañana siguiente se encontraría mucho mejor, aunque un velo de preocupación quedó flotando en su cabeza.