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… y porque Vuestra Majestad me pidió que le contara con detalle todo lo que aconteciera en este viaje es que relato estas cosas. Que la travesía se hace larga y fatigosa, y si en un primer momento se intentaron guardar las composturas en el barco, con el transcurso de los días se relajaron las costumbres y de nadie se pudo decir que usara de mala crianza, porque las ordenanzas de esta comunidad lo permiten todo. Que en alguna ocasión nos hallábamos almorzando y era fácil ver a alguien vomitar o regoldar o cosas peores que me abochorna escribir a V. M. […]. Que muchos de los viajeros que padecieron el almadiar quedaron del color de los difuntos y que la falta de ventilación y la humedad del ambiente no ayudaban a encontrarse mejor. Pese a todo, sepa V. M. que el primer viaje de la Armada de la Nueva España puede considerarse un éxito. He de suponer que si algún corsario muestra interés en atacar, quedará persuadido de que es mejor no hacerlo, que desde lejos los buques y su armamento han de impresionar a los que intenten acercarse y que hasta los mercantes llevan artillería y los pasajeros van armados.

—¡Larga trinquete, en nombre de la Santísima Trinidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo, tres personas y un solo Dios verdadero, que sea con nosotros y nos guarde y acompañe y nos dé buen viaje a salvamento y nos lleve y devuelva con bien a nuestras casas! —bramó el capitán mientras se soltaban las amarras y el barco comenzaba a moverse con una cautela pasmosa.

Ver a aquellos fornidos marineros santiguarse y encomendarse al Señor con devoción hizo recapacitar a los viajeros acerca de los riesgos con los que podrían tropezarse durante la travesía. La plegaria fue tan clara que dejó flotando en el aire un saborcillo a aventura peligrosa que le quitó el sosiego a algunos y emocionó en su interior a otros pocos. Era prácticamente imposible no escuchar la voz del capitán, más aún cuando se ponía en actitud pía y rezaba como si el mismísimo Dios tuviese problemas de oído. Más adelante observarían que utilizaba el mismo tono vocinglero para dar órdenes de lado a lado del galeón que para las plegarias nocturnas. Era un hombre corpulento, con el cuello tan ancho que no se diferenciaba en qué punto acababa su gaznate y en cuál comenzaba la cabeza. A Mariana y a Beatriz las trataba con suma exquisitez e incluso podría decirse que con ternura. Guardaba ante ellas una compostura de forzado refinamiento que luego desaparecía bruscamente cuando hablaba con la tripulación.

—Si necesitan algo, no tienen más que pedírmelo —les dijo cuando subieron al barco con su sonrisa mellada, haciendo el amago de besarles las manos; y de pronto volvió la cabeza, su semblante se arrugó, cambió la expresión del rostro y le gritó a uno de los marineros—: ¡Quita de ahí esa cuerda, alelado! —Y las miró de nuevo sonriente.

Mariana hubiera preferido no escuchar la oración de partida. Bastante se había impresionado ya con haber tenido que hacer testamento la víspera de la salida, según les había aconsejado su hermano, y con presenciar cómo fray Lorenzo se estuvo ocupando de la salud espiritual de los viajeros, absolviendo los pecados a ritmo vertiginoso mientras se inspeccionaba el galeón para que ni una sola imprudencia navegara con ellos hasta el Nuevo Mundo. Todas esas previsiones para salvar sus almas «por si acaso» le pusieron la carne de gallina.

El San Jorge partió del puerto justo cuando el sol del mediodía comenzaba a castigar con mayor crueldad a los pasajeros. Se mostraba orgulloso y sereno, con la seguridad que otorgaba la veteranía a sus tablones de madera. Avanzaba lento por el Guadalquivir atravesando pueblos de casitas blancas y geografías nuevas para los ojos castellanos de Mariana. La joven pasó mucho tiempo asomada por la borda, como si estuviera intentando no separarse del todo de su mundo conocido y la única manera de lograrlo fuera manteniendo el contacto visual, pero cuando la nave terminó su recorrido por las aguas dulces y se adentró valiente en el mar, se dio cuenta de que debía aceptar que abandonaba su patria. Percibió con más fuerza aún aquel olor salobre y desconocido que la había sorprendido por primera vez en el puerto. Era el aroma del océano que en los días de brisa llegaba trepando contra corriente hasta Sevilla y que ahora, en mar abierto, se revelaba mucho más fuerte y pegajoso.

El océano la aturdió, la dejó conmocionada. En poco tiempo, la línea de tierra que marcaba el horizonte comenzó a volverse difusa, y tuvo que forzar la vista para vislumbrar un punto de costa en la lejanía y lo mantuvo fijo en sus ojos hasta que dejó de ser perceptible. Fue entonces cuando todo se envolvió de azul. La única referencia acuífera de Mariana hasta entonces había sido el río Sequillo que le daba nombre a la villa de Medina de Rioseco y que fue bautizado así aludiendo al volumen de su caudal. Ya en Sevilla, el Guadalquivir le había parecido impresionante, pero estaba claro que nunca había visto nada comparable al océano. Por mucho que le hubieran contado, Mariana nunca llegó a imaginar que el océano sería tan inmensamente azul, «y si hubiere algún lugar que pudiera asemejarse al paraíso, he de pensar que está en medio del mar. Que el cielo y el agua se unen en un mismo tinte y me alegré del barullo del barco, que mirando el horizonte me asaltó un momento de paz y tuve miedo de que alguien pudiera escuchar mis propias meditaciones».

—Es tan azul porque el cielo se refleja en él y hoy está despejado —le oyó decir a uno de los marineros—. Ya verá, ya, el color en que se torna en un día de tormenta.

A Mariana no le interesaba atender comentarios de especialistas marinos que destrozaran su percepción idílica de aquel instante, así que hizo oídos sordos a la apreciación. Pero escuchar esa voz le ayudó a comprender que había más gente aparte de ella en el barco, que tenía que soltar las amarras que la unían a la costa y aceptar que su nueva vida comenzaba en el interior del galeón.

Tardó unos cuantos días en hacerse una idea del resto de los pasajeros que compartían el viaje con ellos y en adaptarse al crujido gimiente y monótono de los maderos del barco. A simple vista resultaba difícil distinguir quién era tripulante y quién pasajero. Casi todos vestían más o menos igual. Llegar a alcanzar ese conocimiento dependía exclusivamente de la actitud que cada uno mostrara dentro de la nave, y discernirla requería cierta observación.

Mariana, Beatriz, Luis y fray Lorenzo no podían quejarse de la manera en la que iban a realizar el viaje, porque en aquel barco eran unos privilegiados. A pesar de ello, los lujos en la travesía resultaban bastante limitados. Los dos hombres y el capitán compartirían la cámara de popa. A Mariana y a Beatriz las acomodaron en un camarote cercano que disponía de relativa independencia para el lugar en el que se encontraban, pero que no dejaba de ser un sitio incómodo y estrecho. Algunos pasajeros se habían construido rústicas cámaras con tablazones dentro de las cuales se refugiaban para dormir, y que dificultaban los movimientos de los demás viajeros y de la tripulación. A los dos días de zarpar, la cubierta se había llenado de protuberancias que, como las conchas de los caracoles, albergaban en su interior a un ser vivo. El resto de los pasajeros se apelotonaba sin orden ni concierto porque no había una zona específica para ellos y muchos arrastraban sus pertenencias de un lugar a otro como peregrinos lastimosos en busca de un sitio donde no molestar.

El primer síntoma de que ese viaje les resultaría muy largo y penoso fueron los mareos. Algunos comenzaron a sentirse mal desde que partieron de Sevilla, pero el vaivén de la nave se intensificó con su salida al mar. Se podía distinguir fácilmente quién estaba padeciendo el mal marino. Los enfermos apenas comían y sus rostros mostraban palidez de cirio eclesiástico, por no hablar de la expulsión de fluidos estomacales, que dejaba un olor agrio y terriblemente desagradable por toda la cubierta. Por suerte, Mariana y Beatriz no se vieron afectadas por los mareos, pero su hermano Luis cayó en las garras del almadiar desde el mismo momento en que el San Jorge soltó las amarras.

—Es como si me mantearan como a un pelele lanzándome rápidamente al cielo para caer despacio como una pluma y luego volver a subir de golpe —les decía Luis a las dos mujeres—, así todo el tiempo.

Se quedó en la cámara durante días, sin probar bocado, tomando el agua a cucharaditas que Beatriz le suministraba mezclada con un poco de miel.

—Para que tenga un poco de fuerza —decía ella.

Pero la fuerza no parecía querer introducirse en el cuerpo de Luis, que expulsaba, multiplicada por tres, cada cucharada de agua melosa. Cada vez tenía peor semblante y empezó a perder peso a ojos vista. El capitán les dijo que los mareos se debían a la falta de costumbre.

—No tengan cuidado, que al cabo de unos días se le pasará —aseguró.

—Pero tiene tan mal aspecto… —Beatriz parecía preocupada—. No comprendo por qué le ocurre a unos sí y a otros no. Nosotras tampoco habíamos navegado jamás.

—Eso, señoras —hizo una pausa acompañada de una pequeña reverencia—, es porque sin duda alguna vuesas mercedes están hechas para la marinería —sentenció de forma socarrona, y luego añadió—: Todo tiene su tiempo, el cuerpo se le irá acostumbrando poco a poco al vaivén. Esto es como montar a caballo: no hay que resistirse al movimiento del barco, uno ha de dejarse llevar.

—Déjate llevar, hermano, déjate llevar —le decía Mariana ondulando las manos con movimientos rítmicos cuando iba a verle—, como cuando montas a caballo.

Pero no era fácil para Luis, y en cada intento de dejarse llevar, se le daba la vuelta el estómago y se ponía peor.

A los pocos días de soltar amarras en Sevilla, el San Jorge recaló en Canarias «y tuvo a bien de narrarme el capitán que desde estas islas el Señor había creado, para servicio de la Corona de V. M., un pasillo de vientos y corrientes marinas que nos llevaría sin quebranto hasta el Nuevo Mundo». Canarias era la última plaza castellana donde se abastecía la flota de las Indias. Después de zarpar de allí, pasarían cerca de un mes sin vislumbrar tierra firme, así que era la oportunidad para que los viajeros adquiriesen los productos que pudieran necesitar. Allí también embarcó un pequeño grupo de personas dispuestas como ellos a comenzar su andadura en el Nuevo Mundo. Para agradable sorpresa de Mariana y Beatriz, en Canarias dejaron de ser las únicas mujeres del galeón.

Doña Matilde de Bustamante era una dama oronda y sonriente que viajaba acompañada de cuatro personas más, una de ellas, una esclava negra de unos doce años que doña Matilde trataba como si fuera su perrito faldero. Les contó que su esposo era el alguacil del arzobispo estante en la isla Española y que él, antes de partir al Nuevo Mundo, le había hecho la firme promesa de regresar a buscarla en el mismo momento en que se hubiese asegurado de que aquél era un lugar digno para formar una familia. Pero al parecer a doña Matilde el tiempo de espera se le estaba haciendo demasiado largo.

—No he de conocerlo cuando lo vea —decía riendo exageradamente.

—¿Cuánto tiempo hace que se marchó? —preguntó Beatriz.

—Dos años. Pensará que ya se había librado de mí… Sí, sí… Sé de muchas que han muerto esperando a que sus esposos regresaran. Eso no le ocurrirá a Matilde de Bustamante.

La mujer actuaba como si en la cubierta del galeón se estuviera celebrando una fiesta perpetua. Daba la impresión de que aquello era lo más emocionante que le había pasado en su vida y todas las mañanas se arreglaba para la ocasión. Sus cabellos parecían pelusa rojiza difícil de mantener dentro del moño y sus mejillas siempre estaban arreboladas por el sofoco de hablar y reír demasiado alto para hacerse notar, algo que conseguía y que no le preocupaba en absoluto. Cuando los marineros la miraban, ella no fingía recato y sonreía con generosidad; incluso de vez en cuando chasqueaba la lengua y hacía algún comentario jocoso para que todo el mundo la oyera. Beatriz y Mariana se entretenían mucho con ella. Contaba unas historias muy divertidas y su sentido del humor era tan contagioso que ahuyentaba de un soplo el aburrimiento en el que a veces se sumía el barco. Por lo demás, ellas eran las únicas mujeres a bordo, así que casi estaban obligadas a unirse.

El hecho de sucumbir o no al poder mareante del océano dividió a los pasajeros. Los enfermos se arrinconaban con su malestar por cualquier lugar del barco, mientras que los sanos charlaban y paseaban intentando hacer la travesía de la manera más agradable posible. Tanto tiempo de ocio le dio a Mariana la oportunidad de observar con curiosidad cada uno de los detalles del viaje, para luego poder contarlo en sus cartas. Puso especial atención en fray Lorenzo, un hombre que aseguraba estar al servicio de Dios pero ante todo, y según sus propias palabras, al servicio de los hombres.

Un atardecer especialmente frío, uno de los pajes encargado de la limpieza, un muchacho de unos catorce años, se puso enfermo. Tenía fiebre y escalofríos. Se quedó tumbado en la bodega, dormitando entre unos sacos de paja con el pelo bañado en sudor, lanzando de vez en cuando pequeños suspiros ahogados. Fray Lorenzo se acercó hasta él, se desprendió de su hábito, se lo puso por encima, lo arropó con sumo cuidado y le habló dulcemente mientras le acariciaba la cabeza como a un niño pequeño hasta que dejó de gimotear. Mariana vio el torso del joven cura insinuarse bajo la camisa: sus brazos sin exceso de músculo, pero sí firmes, la piel blanca y fina que se dejaba entrever por la abertura del pecho. Nunca se había preguntado qué llevaría un fraile debajo del hábito, y aunque en ese momento aquel pensamiento le pareció irreverente, no consiguió controlarlo. Mariana siempre había considerado a los religiosos como una especie aparte. Había hombres, mujeres y luego estaban los religiosos sin distinción sexual entre curas y monjas. Lo mismo le ocurría con el cálculo de su edad. No podía decir si el sacerdote de Medina de Rioseco tenía veinte, treinta o cincuenta años; para ella eran seres intemporales y asexuados. Pero en ese momento fray Lorenzo se presentó ante sus ojos como un hombre más, como cualquiera de los que allí estaban tirando de cuerdas y cargando bultos, aunque algo lo había convertido en especial, porque ninguno de los otros había prestado atención al compañero enfermo. En eso debía de consistir la bondad cristiana de la que tanto había oído hablar: dar de comer al hambriento, vestir al desnudo, visitar a los enfermos… las obras de misericordia que conocía de memoria pero que nunca había visto llevar a la práctica.

La amistad entre Mariana y fray Lorenzo aumentó con el paso de los días. El religioso era un hombre extremadamente sensible para captar los sentimientos y dolores ajenos. Le afligía ver cómo doña Matilde trataba a la niña esclava que la acompañaba, y le explicaba a Mariana lo equivocados que estaban aquellos que pensaban que había pueblos inferiores incapaces de tutelarse a ellos mismos, y la dificultad que entrañaba el intentar que una sociedad como la suya, en la que se utilizaba esa justificación aristotélica para que unos pocos llegaran a enriquecerse, lo asimilara.

—Habría que fijarse más en las Sagradas Escrituras y en la Palabra del Señor, y dejar de usar argumentos rebuscados para beneficiar a quien convenga —decía.

Mariana no podía evitar sentirse impulsada a buscar la compañía de aquel dominico que hablaba de cosas que ella nunca había siquiera considerado, pero que ahora le parecían sumamente razonables, y aprovechó que su hermano estaba más muerto que vivo para pasar las horas escuchando sus argumentos. El fraile era sensible, inteligente, amable, caritativo, y a pesar de todo era un hombre de carne y hueso, todavía podía recordarlo.

—¿Por qué se hizo vuesa merced sacerdote? —le preguntó Mariana uno de los atardeceres mientras estaban tranquilamente asomados por la borda del galeón.

—Tenía quince años, desperté en la casa de mis padres y me asomé a la ventana; vi el cielo azul, el olor a flores llenó de pronto mi alcoba… Lo tenía todo, simplemente por haber nacido en una casa como la mía, por tener unos padres como los que tenía… Una cuestión de suerte, pues yo no había hecho nada especial para merecerlo. Pensé que todo el mundo tenía derecho a algo como eso y que yo intentaría conseguir que así fuera. Me sentí en deuda con el Señor.

Beatriz también cayó presa de la influencia del joven fraile. Pasaban muchas tardes juntos, hablando sobre la vida. Se les veía cuchichear y, cuando la gente se acercaba a ellos, parecían cambiar de conversación, como si ambos estuvieran compartiendo los secretos de algún asunto espinoso. Mariana sabía que Beatriz hablaba con fray Lorenzo de su marido y de su hijo, y creyó que no querían que ella lo escuchara para que no le causara dolor. Estaba contenta de que Beatriz al fin hubiera encontrado a alguien que la ayudase a soltar ese nudo de sentimientos encontrados que le atenazaba el pecho. Llevaba demasiado tiempo necesitando una conversación espiritual que le ofreciese una explicación razonable de lo ocurrido, o al menos que pusiera un poco de orden en su cabeza. Por eso Mariana los dejaba a solas para que hablasen tranquilos; sabía que fray Lorenzo ejercía un efecto tranquilizante. La joven no podía imaginar en ese momento que las conversaciones habían trascendido más allá del apoyo moral y que pasaban al ámbito de los pensamientos filosóficos y las dudas existenciales. Beatriz se había convertido en un archivo de recuerdos, de ideas y de conjeturas de las que apenas hablaba por miedo. No sólo almacenaba en su cabeza sus propias incertidumbres y pensamientos, sino que conservó con celo los de Rafael y Alfonso. Beatriz no le contaba nada a Mariana con el fin de protegerla. Ni siquiera le dijo que, gracias a las prisas de la inspección en Sevilla o a la ignorancia de los funcionarios, que desconocían que el virginal se abría, no se había descubierto que bajo la tapa del instrumento llevaban ocultos los libros prohibidos que su esposo protegió hasta la muerte.

Todas las facetas del día a día a bordo estaban regidas por un estricto y regulado ritual. La hora de la comida era el momento del encuentro oficial alrededor de lo que los hombres llamaban «isleta de las ollas», expresión marinera para designar el lugar al que había que llegar si se quería comer. Más o menos a media mañana, la gente se reunía en torno a un cajón cuyo fondo se llenaba de arena y donde se prendía el fuego. Esa era la única comida caliente del día, porque más o menos a las cuatro de la tarde se apagaba la lumbre y no volvía a encenderse hasta el día siguiente. El cocinero era la persona más popular del barco. Regordete y dicharachero, se dejaba querer por todos y siempre estaba rodeado de amigos incondicionales que le trataban con respeto y le hacían sentirse importante. Un trato fraternal con el cocinero aseguraba las mejores tajadas y ración extra en caso de que hubiese sobras.

Para Mariana, el momento más emocionante era cuando al rayar el alba los grumetes cantaban al unísono una oración que daba un toque de esperanza y animaba un poco el color monótono con el que se estaba tiñendo el viaje:

Bendita sea la luz,

y la Santa Veracruz,

y el Señor de la verdad

y la Santa Trinidad;

bendita sea el alma,

y el Señor que nos la manda;

bendito sea el día

y el Señor que nos lo envía.

Desde que empezaba a caer la tarde hasta que el sueño conseguía vencer a todos, el tiempo pasaba tedioso y los hombres inventaban diversas maneras de entretenerse. Jugaban a las cartas a escondidas del capitán y de Luis porque el juego estaba terminantemente prohibido a bordo. Las disputas provocadas por partidas de cartas dentro de los barcos habían generado más de un conflicto en otras travesías y por ello se dictó una orden que impedía los juegos de azar que suscitasen altercados entre los marineros. A pesar de todo, la baraja polizón fue desde el principio un secreto a voces. Cantaban coplas y fray Lorenzo los acompañaba con la vihuela siempre que las letras no tocaran asuntos atrevidos, organizaban peleas de gallos y todos sabían que el ave perdedora sería la comida del día siguiente. Incluso en una ocasión, un grupo de marineros con aptitudes artísticas, conociendo la alcurnia de algunos de los pasajeros, preparó una representación teatral que, teniendo en cuenta el escenario, resultó divertida y exitosa.

A veces, cuando todo se quedaba a oscuras y no podía dormir, Mariana escuchaba las conversaciones de los marineros en la cubierta del barco. Contaban increíbles historias que habían oído contar a su vez a otros hombres que las habían vivido. Según decían, en el Nuevo Mundo existía una ciudad que tenía las calles empedradas con enormes esmeraldas de diferentes tamaños que variaban entre el puño de una nuez y la cabeza de un bebé. En ella habitaba un gran cacique que una vez al año visitaba con sus hombres una laguna en la que realizaban una curiosa ceremonia. Los indios se acercaban hasta el borde del lago, se colocaban de espaldas a él y arrojaban al fondo oro y esmeraldas. Después, el gran cacique se untaba el cuerpo con una sustancia pegajosa, se cubría de pies a cabeza con oro en polvo y subía a una balsa que le llevaba al centro del lago. Allí hacía sacrificios y lanzaba piedras preciosas, y luego se zambullía en el agua para que ésta limpiara hasta la última mota de oro que pudiera quedar adherida a su cuerpo. Algunos marineros aseguraban conocer el lugar exacto en el que se encontraba esa laguna y prometían regresar a Castilla como grandes señores.

Decían también que en el Nuevo Mundo se encontraba el elixir de la larga vida. Unos habían escuchado que manaba de una fuente, otros que se trataba de una hierba y algunos de una bebida mágica, pero todos afirmaban haber conocido a alguien que lo había probado y que superaba la centuria.

A veces las historias no resultaban tan fabulosas y se volvían terroríficas, pues hablaban de monstruos de un solo ojo que devoraban a los españoles después de arrancarles el corazón; en toda reunión siempre había quien aseguraba que lo había visto en persona y que se había salvado de puro milagro. Cuando oía cosas como ésas, Mariana se echaba a temblar.

Por fortuna, el joven Luis había conseguido superar el mareo, pero tanto vómito lo había dejado débil, cansado, con la cara macilenta y repleta de puntitos rojos de tanto esfuerzo, así que salía poco a la cubierta del barco. Paseaba despacio para que le diera la brisa de la mañana y se volvía a la cámara, donde Beatriz se encargaba de alimentarlo con las pocas reservas que quedaban.

Durante la última semana el tiempo se volvió inestable y tormentoso. El viento y la lluvia impedían encender fuego y tuvieron que conformarse con los alimentos fríos que se solían utilizar para la cena. La cecina, el bizcocho y el queso se convirtieron en el plato principal, y hasta la alegre doña Matilde comenzó a perder su habitual gracejo. Poco a poco los cuerpos se fueron resintiendo y los talantes enervando, por no hablar de las múltiples quejas a causa de las llagas en el interior de la boca que no cicatrizaban nunca. El joven paje al que fray Lorenzo había atendido tuvo unas fiebres, y al parecer otras personas comenzaban a sentir también calentura y estremecimientos. Los ánimos iban desvaneciéndose por momentos y parecía que aquel periplo no iba a terminar nunca. La travesía se estaba volviendo pesada y dura. Las lluvias insistentes destemplaron el cuerpo de Mariana. Los alimentos que quedaban en la bodega habían absorbido el olor salobre y húmedo del barco y le producían náuseas. Hacía ya un par de días que se había sacrificado la última gallina y Mariana había oído hablar a algún marinero acerca de la posibilidad de cocinar a la creciente familia de ratas de la bodega, lo que añadió más reparos alimenticios a la joven, que empezó a analizar toda la comida que se llevaba a la boca con escrupulosidad enfermiza.

La desazón de los últimos momentos comenzó a afectar al carácter de las gentes «y la avenencia cada vez resultaba más difícil. Todos disputaban por casi cualquier razón y algunos hubieron de llegar a las manos. Llegué a pensar que se matarían unos a otros. Por ello, cuando al fin se avistaron las costas del Nuevo Mundo, sentí consuelo».

Por fortuna, la travesía no se alargó más y el San Jorge llegó según lo previsto con la tripulación y los pasajeros sanos y salvos, tras vencer al dragón marino y sin necesitad de cocinar a los roedores. El grito de «¡Tierra a la vista!» hizo respirar a Mariana, que por momentos sintió que no soportaría seguir viviendo un día más entre esos escasos metros de madera que separaban la proa de la popa. Al fin llegaba a su destino, el lugar en el que comenzaría su nueva vida.