No es de maravillar que la gente diga de esta ciudad que es la más linda de todas las de España, que no tiene parangón en todo el orbe de la tierra, y que baste decir Sevilla para evocar sus grandezas. Tiene una catedral con la torre más sublime que yo haya visto ni oído describir y desde lo más alto de ella se puede vislumbrar toda la capital. Para arribar a los balcones superiores se ha de subir por rampas, que no escaleras. Me dijeron que el primer anciano muecín subía a caballo por ellas. Que no sé cómo podía el caballo doblar las esquinas y cómo bajaba el rocín por las pendientes, pero de haber dispuesto yo de uno en el momento de subir lo hubiera intentado, que el trabajo de llegar a la cúspide es muy grande y fatigoso, aunque le aseguro a V. M. que el espectáculo merece tal esfuerzo […]. Tiene la catedral un lugar llamado Patio de los Naranjos en el que se me hizo dificultoso, aun viéndolo, poder creerlo: de una de las vigas del techo se halla colgado un cocodrilo que me dijeron enviara como presente hace tres siglos el sultán de Egipto al rey Alfonso X para pedir la mano de su hija. El animal, una vez muerto, desollado y seco su pellejo, se rellenó de paja y allí quedó, colgado de la viga, como dije. No imaginaría el desdichado que una vez muerto pasaría los días de esta forma.
Los preparativos para la marcha, acomodar en los baúles el ajuar que primorosamente llevaban más de diez años bordando las monjas, embalar los objetos más preciados entre los que incomprensiblemente se incluyó el virginal por pura cabezonería de Beatriz, que se negó a separarse de él, las despedidas a media villa y el nerviosismo de los últimos días no dejaron a Mariana el tiempo suficiente para percatarse del cambio que su vida estaba experimentando. Era como si todo se estuviese precipitando por una pendiente y ella intentara ir amortiguando el golpe aferrada a cualquier cosa que encontraba a su paso. Iba venciendo los obstáculos poco a poco, y cuando se quiso dar cuenta ya se le había echado encima el momento de la partida, que hasta ese día siempre le pareció distante y a veces incluso ajeno. De no haber utilizado ese pequeño truco, tal vez no hubiera podido afrontar el vértigo que le provocaba tener que cortar de pronto los lazos que la mantenían unida a todo su mundo conocido. Pero lo que más la ayudó a encarar el cambio al que se abocaba su vida fue que Beatriz marchase con ella. Gracias a eso no perdió los estribos en ningún momento. Incluso durmió con relativo sosiego la noche anterior a la partida, se despidió de sus padres y de Brígida sin apenas soltar una lágrima, y ascendió con elegante madurez al interior del carruaje, prometiendo que escribiría una carta todos los días. En ese instante no quiso siquiera pensar en la distancia.
La primera etapa del viaje no resultó demasiado fatigosa, una preparación para ir haciéndose a la idea. La comitiva tenía el encargo real de detenerse un día en la ciudad de Valladolid para recoger allí a un fraile de mediana edad de la orden de los dominicos que cruzaría con ellos el océano.
—Me parece que vuesa merced y yo seremos los menanti de su majestad —le dijo fray Lorenzo a Mariana nada más conocerla.
—¿Cómo dice, padre? —Era la primera vez oía esa palabra y no tenía ni idea de lo que significaba.
—Contadores de vidas, informadores… los ojos de su majestad en el Nuevo Mundo.
—Sí, sí, eso creo.
—Es una labor difícil intentar contar las cosas como son y no como uno las ve. Dejar aparte lo que uno piensa, explicar sin apasionamiento…
Fray Lorenzo dejó la frase en el aire, esperando la respuesta de la joven, quien, a juzgar por su reacción, no le había dado demasiada importancia o quizá no había comprendido lo que quería decir con aquella frase. Mariana había adquirido ese compromiso con el rey en un primer momento casi por obligación y más tarde lo mantuvo por puro placer. No le daba demasiadas vueltas a la manera de describir las cosas. Ella las relataba como creía que eran y no pensaba que contar lo que vieran sus ojos fuera una labor difícil. Tiempo después se daría cuenta de lo imposible que resultaba no involucrar el pensamiento en las palabras.
Desde el primer día fray Lorenzo creó unos estrechos lazos de afecto con Mariana y Beatriz. El dominico rompía con todos los estereotipos del perfecto religioso creados por la mente de la joven. Todos los eclesiásticos que había conocido en su vida tenían los ojos amenazadores, el rictus serio, la mirada desconfiada y por lo general olían a sebo reseco. Un ejemplo palpable era el padre Bernardo, el cura de Medina de Rioseco, que se pasaba las horas escudriñado en las vidas de sus feligreses, preocupándose más por sus tinglados terrenales que por la salvación de sus almas, como si su verdadera misión fuese cotillear por la villa. Mariana había dado por sentado que los religiosos eran una especie de vigilantes que el Señor había puesto en la tierra con el propósito de aterrorizar a todo el que no cumpliera con las exigencias de la religión. Sentía pánico cada vez que acudía a solicitar la absolución de sus pecados y percibía el brillante ojo del padre Bernardo acechando a través del enrejado del confesionario. Todos sus pecados parecían terribles cuando él la miraba de esa forma. Sin embargo, fray Lorenzo tenía unos encantadores ojos del color de la miel, dulces y apacibles como su carácter. Se pasaba el día sonriendo, y por la noches, cuando hacían la habitual parada de descanso y el tedio se adueñaba de los viajeros, sacaba su vihuela y cantaba canciones que hablaban de la bondad del Señor, de sus milagros y sus gracias, «sepa V. M. que, según palabras de fray Lorenzo, es más fácil evangelizar a través de la música, y debe de ser cierto porque la mayoría escuchan con más atención las cantinelas que los sermones, sin que eso me parezca desacertado, si se me permite decir lo que pienso».
Fray Lorenzo les contó que había sido discípulo de fray Bartolomé de las Casas, el ardiente protector de los indios como súbditos libres del rey, el tiempo que éste estuvo retirado en el monasterio de San Gregorio en Valladolid. Se encontraba presente durante el enfrentamiento entre De las Casas y el filósofo Sepúlveda, que compartía la idea de Aristóteles según la cual algunos hombres eran esclavos natos al servicio de seres superiores.
—El emperador Carlos les concedió audiencia a los dos para que defendieran sus postulados, pero la conferencia terminó sin que se tomara una posición clara y determinante, más que nada por la complejidad del debate —les relató fray Lorenzo en la primera jornada de viaje—. Eso dejó al emperador pensativo. Desde entonces se preocupó de informarse del tratamiento que los indios recibían por parte de los encomenderos y recomendó a su hijo y futuro rey que fueran amparados y protegidos legalmente.
—Y el monarca ha seguido los sabios consejos de su padre, por eso vuesa merced está aquí —añadió el joven Luis.
—Cierto. Quedé tan impresionado con las historias que Bartolomé de las Casas contaba del Nuevo Mundo, que no pude evitar ofrecerme voluntario cuando el rey solicitó los servicios de un informador eclesiástico que le relatase lo que realmente ocurría en las Indias.
Mariana pasó las largas jornadas del viaje entre Medina de Rioseco y Sevilla arropada por los mimos de Beatriz, la seriedad de su hermano Luis, la familiar compañía de los sirvientes del Almirante que estaban encargados de escoltarlos hasta el momento de su embarque y la charla diaria de fray Lorenzo. Eso también le sirvió para aclimatarse al cambio de vida. Era como si sutilmente se le fueran instalando en la cabeza las novedades, dándole bastante tiempo para adaptarse a ellas, lo cual agradeció. A pesar de todo, las transformaciones del paisaje y la subida de la temperatura le oprimían el pecho un poco más cada jornada que pasaba, lo que comenzó a provocarle estremecimientos de inquietud que de pronto la asaltaban poniéndole la piel de gallina y obligándola a lanzar un suspiro liberador de cuando en cuando. Nunca había dormido en una cama que no fuese la suya, ni había degustado platos que no hubiese cocinado Brígida, nunca había pasado una noche fuera de su casa. No quería darle vueltas a esos pequeños detalles, pero Beatriz se los recordaba entre parada y parada del camino hacia el sur. Por las noches, por muy cansada que estuviese a causa del zarandeo del viaje, permanecía unos instantes con los ojos cerrados antes de que el sueño le alcanzase y todas esas pequeñas cosas que hasta entonces habían formado su realidad le atenazaban la razón y se establecían en la boca de su estómago como si de una mala digestión se tratara.
Llegaron a Sevilla una tarde de agosto de 1561 y fue entonces cuando todo lo que Mariana había sentido durante el trayecto se multiplicó por diez. El calor bochornoso del mes de agosto sevillano le laceró la piel blanca protegida durante años por el clima vallisoletano. Trepó por su espalda, llegó hasta la nuca y se instaló en su cerebro mientras sus ojos recorrían la cosmopolita ciudad cinco veces más grande que Medina de Rioseco. La inquietud ante la novedad se convirtió en ese momento en una agorafobia pertinaz que apenas le permitía moverse. Cuando se dio cuenta de lo ridícula que debía de resultar allí parada, mirándolo todo con la boca abierta, intentó quitarle hierro al asunto, haciendo algún comentario sin importancia.
—Qué grande es esto, ¿verdad? —le dijo a Beatriz, que parecía aún más apabullada, mientras le frotaba el brazo en actitud reconfortante, y no respondió.
Mariana miró los ojos de la mujer que la había amamantado y descubrió que alrededor de ellos, como ramitas de árboles, habían surgido unas finas arrugas. Desde la trágica muerte de Rafael y Alfonso, su cara había sufrido ligeras variaciones. Quizá la mayoría de la gente no se había percatado de ello, pero sus rasgos, aun siendo los mismos, habían comenzado a truncarse y ya apenas reflejaban su estado de ánimo. Beatriz traía ensayado un gesto sereno y amable que se adaptaba a cualquier situación y que le evitaba las molestias de tener que expresarse. Era como si hubiese hecho extensible el luto hasta los rincones más recónditos de su anatomía, incluyendo los gestos. La comisura de sus labios se había doblado hacia abajo, dando al rostro un rictus de melancolía crónica que no se borraba ni siquiera cuando la mujer sonreía. Mariana se fijó en que en las sienes de Beatriz comenzaban a surgir unos finísimos hilos de color blanco que le habían pasado desapercibidos hasta entonces, escondidos como estaban entre sus cabellos dorados, o quizá era el sol fuerte y atrevido de la ciudad nueva quien los mostraba con auténtico descaro. Lo que no había cambiado, hasta donde Mariana recordaba, eran sus profundos ojos azules, del tono del cielo de aquella ciudad. Siguió mirándola y la encontró mayor, como cansada, allí, apoyada en su brazo. Verla de ese modo le inspiró una increíble ternura y sintió la necesidad de devolver todo lo que esa mujer había hecho por ella a lo largo de su vida. Fue entonces cuando decidió que ése era el momento adecuado para deshacerse definitivamente de la infancia. Respiró hondo un par de veces y sin más preámbulos le dijo adiós a la niña Mariana para erigirse como la responsable de ambas desde aquel mismo instante.
—Te quiero mucho. —La frase le surgió del centro mismo del alma.
Beatriz volvió la cara para mirarla, y la sonrisa de tristeza perpetua afloró a sus labios.
—Eres lo único bueno que me queda en la vida, mi niña.
No supo con certeza si fue su propia determinación de asumir la madurez o el tranquilo descanso de los días siguientes lo que hizo que se sintiese segura y feliz. Mientras el joven Luis se encargaba de todo lo relacionado con el viaje que les llevaría a las nuevas tierras, ellas comían aceitunas aliñadas y naranjas dulzonas, disfrutaban del olor de los claveles reventones y dejaban que el acento de aquellas gentes acariciara sus oídos.
Se hospedaron en casa de los Enríquez de Ribera, unos familiares a los que apenas conocían y que en aquel momento colaboraban activamente con la monarquía. El dueño de la casa se encontraba en Flandes, al parecer por compromisos adquiridos con anterioridad, pero dejó el palacio a la entera disposición de la comitiva. La servidumbre les contó que el recién nombrado duque de Alcalá se ausentaba durante largos periodos de tiempo dejándoles a ellos al cuidado del caserón. Viajaba por toda Europa, sobre todo por Italia, cumpliendo misiones diplomáticas, y cada vez que regresaba, traía con él cientos de objetos bellos y curiosos que adornaban la casa. Todo en ella era diferente de los palacios de paredes blancas habituales en el norte de Castilla. El carácter de los musulmanes que un día habitaron aquellas tierras se quedó impregnado en las mentes y en las manos de los constructores cristianos y el palacio de San Andrés o Casa del Adelantado o, como todos lo conocían, Casa de Pilatos, tenía el toque de los edificios musulmanes que sobrevivieron a la reconquista de la zona. Los habitantes de la ciudad la llamaban Casa de Pilatos porque, según contaban, el primer marqués de Tarifa, don Fadrique Enríquez de Ribera, se fue muchos años atrás de peregrinación a los santos lugares y comprobó que entre el palacio y un templete levantado a las afueras de la ciudad, llamado Cruz del Campo, existía la misma distancia que entre las ruinas del pretorio de Jerusalén y el Gólgota. A don Fadrique aquello le pareció una asombrosa y providencial coincidencia, por lo que estableció un vía crucis que jalonaba con imágenes pías las estaciones, y la primera de ellas, que era la de Jesús ante Pilatos, tenía lugar en la misma casa. Rosario, la sirvienta que le contó aquella historia milagrera, se encargaba de darle aún más énfasis a los detalles, y nombraba cada rincón de la casa con algo que la relacionara con el pretorio romano: sala del pretorio, salón del descanso de los jueces, gabinete de Pilatos… La escalera principal que llevaba al piso superior tenía el techo dorado y las paredes, que se habían convertido en mestizas por la mezcla de estilos castellanos y musulmanes, estaban cubiertas de azulejos y rematadas con arabescos de escayola. En el rellano que daba paso al comedor superior, había una hornacina en la que estaba representado un gallo.
—Éste era el gallo que cantó tres veces cuando Pedro negó al Señor. Éste, este mismo —les dijo Rosario con sincero entusiasmo, señalando al animal, el día que les enseñó por primera vez el palacio, convencida de que había sido el propio gallo bíblico el que había posado para el retrato.
La construcción ocupaba una enorme manzana. En el jardín pequeño había un estanque que servía para refrescarse en las bochornosas tardes de verano. Por algún complicado mecanismo, el agua llegaba hasta un cuarto anexo que hacía las veces de tocador y que se hallaba justo al lado de las habitaciones de Beatriz y Mariana. En medio del patio central estaba situada una de las estatuas que el dueño había hecho traer del extranjero. Decían que representaba a Atenea y que era obra de un importantísimo escultor griego muerto años antes del nacimiento de Cristo. «En torno a la diosa griega se congregan los naranjos, los limoneros, las zarzas, las acacias, el mirto, el laurel… y el olor es fragante. Las ramas apenas dejan pasar la luz del sol y los pájaros se enredan entre tanta maleza, pero parecen felices de vivir en un lugar como éste».
La lejanía del dueño de la casa otorgaba al servicio una tranquilidad segura que, unida a su gracejo del sur, convirtió la estancia de Mariana y Beatriz en un plácido asueto que les hizo olvidar en ocasiones la verdadera razón por la que se encontraban allí. Se sentaban por las tardes a coser junto a Rosario, en el patio donde crecían los naranjos y limoneros, y allí pasaban el tiempo, charlando de cientos de cosas sin importancia. A veces Mariana no sabía distinguir la verdad de la mentira en las historias que la muchacha sevillana contaba. Eran tan inverosímiles que costaba creerlas, pero cuando Rosario veía despuntar un asomo de duda en el rostro de sus interlocutoras, unía el dedo índice con el pulgar formando una cruz, se los llevaba a los labios, los besaba y juraba por sus muertos. Eso eliminaba de un plumazo toda vacilación.
—Qué bellos son estos árboles y qué buen olor desprenden —dijo un día Mariana aspirando con fuerza el aroma del patio.
—Sí, sí —dijo Rosario riendo—, gracias al emperador Trajano.
La sevillana les contó que lo del emperador no era en absoluto una frase hecha. En uno de los viajes del duque de Alcalá a Italia, el papa Pío V le regaló una urna con las cenizas del emperador Trajano que se colocó con todos los honores en la biblioteca del palacio. Una tarde, el hermano pequeño de Rosario, que era ligeramente corto de luces y que se pasaba el día correteando por la casa con los mocos colgando, cogió la urna con las cenizas y las esparció entre los árboles frutales al grito desgarrado de: «¡Vuesa merced ya es libre, emperador!».
—Y no lo duden, que desde que las cenizas reposan en el patio, los naranjos han crecido con mucho más vigor y el azahar es más oloroso —dijo riéndose, pero cuando observó la cara de asombro de Mariana y de Beatriz, cambió el gesto, se quedó seria y añadió—. No creo yo que al emperador le importe descansar en el patio, a fin de cuentas él era de Itálica y seguro que prefiere el aire de su tierra antes que estar encerrado en esa urna.
Fue en la Casa de Pilatos donde hube de darme cuenta de la existencia de diferentes verdades, de que las certidumbres no son las mismas para todos y de que cada uno es dueño de su propia realidad.
Mientras los demás descansaban, Luis intentaba culminar los preparativos de la travesía. En realidad, acompañar a su hermana sólo era una de las misiones de las que tendría que encargarse durante ese viaje, en el que también cumpliría con las labores de visitador de Su Majestad en Nueva España. Luis llegaba cansado a la hora de la cena, después de haber pasado todo el día entre el puerto y la Casa de la Contratación, ocupado en asuntos puramente burocráticos. Como era poco propenso a la cháchara y nunca daba las razones de sus idas y venidas, fray Lorenzo, que parecía cada día más ansioso por comenzar su labor en el Nuevo Mundo, se lanzó a preguntarle una de las noches por qué la partida, que en un principio estaba prevista para el día 14 de agosto, se estaba retrasando ya más de una semana.
—Todo lleva su tiempo, padre —dijo, visiblemente fastidiado por tener que dar explicaciones—. Vuesa merced bien sabe que la Corona española, como descubridora, tiene el monopolio de los intercambios que se hacen con las colonias…
—Sí —dijo fray Lorenzo sin comprender qué relación tenía eso con el retraso.
—También sabe que el derecho a comerciar con las Indias pertenece única y exclusivamente a los súbditos del reino.
—Sí —añadió ansioso.
—Pues bien, aunque en un principio los estados europeos aceptaron de buena gana tal prerrogativa, parece que con el tiempo eso ha despertado ciertas envidias y no cesan los ataques a galeones españoles por parte de barcos holandeses, ingleses o Dios sabrá de qué países más, con perdón, porque obviamente no enarbolan ninguna bandera —dijo con parsimonia mientras sorbía un poco de vino—. Esta situación debe terminar y se ha ideado una solución que intentamos poner en práctica por primera vez en este viaje.
Según les contó, el monarca estaba preocupado por los ataques. Siempre habían existido los piratas, pero parecía que en los últimos tiempos se hubiesen multiplicado, lo cual estaba provocando importantes perjuicios económicos al país. Luis tenía el encargo de encauzar un nuevo proyecto que requería una especial atención: la inauguración oficial del Régimen de Flotas.
—¿Y exactamente en qué consiste ese Régimen de Flotas? —preguntó fray Lorenzo.
—Verá, desde principios de siglo, la navegación a las Indias se lleva a cabo en buques aislados. Eso los convierte en presas fáciles, ¿comprende?
—Entonces ¿ahora navegarán varios juntos?
—Sí. El sistema de flotas y galeones procurará la protección necesaria a los convoyes. Se espera que el sistema funcione con la suficiente fluidez como para atravesar el océano dos veces al año con las costosas mercancías que se demandan a ambos lados del mar. Por supuesto, como medida preventiva y disuasoria, todos los mercantes viajarán juntos, custodiados por algunos buques de guerra y, por si la sola presencia de los buques de guerra no hace desistir de sus intenciones a los asaltantes, irán dotados de al menos ocho cañones de bronce, cuatro de hierro y cien mosquetes.
—Sí que debe de ser peligrosa, sí, esa ruta de las Indias —añadió fray Lorenzo apesadumbrado—. Ayer estuve paseando por el puerto y unos marineros recomendaban ir armados hasta los dientes para defenderse de posibles ataques.
—El Régimen de Flotas hará que las cosas cambien —dijo Luis, poniendo punto final a la conversación.
El día señalado por Luis para partir cogió a Mariana por sorpresa. El embarque se había dispuesto y retrasado tantas veces por culpa de asuntos administrativos de última hora que cuando la salida se hizo inminente, ella no se lo esperaba. Esa mañana el sol de Sevilla se estaba dejando sentir con más fuerza que nunca, a pesar de haberse iniciado ya el mes de septiembre. Parecía que la temperatura jamás le daba una tregua a esa ciudad, y el camino hacia el puerto de Mulas se convirtió para la comitiva en una procesión penitencial. El bochorno se pegaba a la piel —lo llamaban «la calor del membrillo»—, y la ropa se volvía pesada cual cadenas de reo. Pronto se vieron envueltos en la maraña de gente que llegaba en masa hasta la puerta de entrada al reino de Castilla y de salida al paraíso prometido. Muchas de aquellas personas llevaban semanas aguardando a que la Casa de la Contratación les diera el permiso para partir, otros se quedarían esperando durante meses, malviviendo de lo que podían trapichear en el puerto, manteniendo la esperanza de poder atravesar el mar en cualquier momento. Sevilla se había convertido en el lugar que canalizaba toda esa afluencia de gentes de todo tipo que intentaban encontrar su lugar en el Nuevo Mundo: calafates, palanquines, barqueros, comerciantes, rufianes, y un importante número de hombres sin profesión determinada que intentaban emigrar a las nuevas tierras en busca de un futuro mejor.
Una enorme muralla delimitaba la ciudad, y terminaba en una torre maciza y robusta que esperaba paciente la llegada de los navíos. Esa pequeña fortaleza era el lugar donde los galeones desembarcaban sus valiosas mercancías indianas. Luis le contó a Mariana que se llamaba Torre del Oro precisamente por las enormes cantidades de ese metal que se guardaban dentro, pero Rosario le dijo que esa historia era una auténtica patraña «y me tuvieron a bien señalar que en realidad le debía su nombre a una bella dama de cabellos color de oro de la que el rey don Pedro se enamoró hasta los tuétanos y a la que mantuvo encerrada en la torre como castigo por negarle sus afectos». Pese a que Mariana se había percatado de la facilidad con la que Rosario era capaz de inventar una historia, decidió creerla porque «parecióme mucho más hermosa que la que relatóme mi hermano».
Mariana encontró más grande la ciudad esa mañana, a pesar de que el bullicio apenas le permitía ver más allá de sus narices. Despedía un olor intenso, como a pescado fresco y sal, y ese olor era tan penetrante que atravesaba las fosas nasales con cada inspiración, provocando una viva sensación de libertad.
Un barco acababa de regresar de su viaje transoceánico, y hombres con la piel curtida por los embates de las olas marinas y con los labios llenos de heridas descargaban oro, plata, perlas, esmeraldas, azúcar, cacao, tabaco y unas sustancias exóticas que su hermano dijo que se llamaban ámbar gris y bálsamo de Perú, y que por lo visto eran carísimas y muy demandadas, aunque no supo explicarle con exactitud para qué servían.
—Ése es nuestro barco. —Luis señaló con el dedo una mole maciza y prepotente.
El galeón San Jorge los miró desafiante desde el lecho del río, con su proa levantada como si de una barbilla orgullosa se tratase. Luis continuó hablando, ajeno al efecto que el coloso de madera había causado en las dos mujeres.
—Después de que la Casa de la Contratación realice la inspección, embarcarán nuestros enseres —calló un momento para tomar aire—, subiremos al barco y partiremos.
—¿Inspección? ¿Registrarán nuestras pertenencias? —preguntó Beatriz casi con pavor.
—Se trata de un requisito imprescindible. Antes de embarcar nuestros enseres, los oficiales de la Casa de la Contratación realizarán la visita de naos para comprobar el buen estado del barco y para establecer su arqueo… —continuó hablando como explicándoselo a sí mismo—: Habrá que declarar el tonelaje, recontar el número de pasajeros que han conseguido la autorización para realizar el viaje, otorgar la licencia para efectuar la carga, comprobar la tripulación, artillería, municiones y bastimentos, el registro correcto de las mercancías y su cantidad… —Se quedó pensativo y, como si de pronto hubiese recordado algo, añadió—: Hay que comprobar también que las bodegas tengan cabida para las provisiones y mercancías.
—Pero nuestras cosas… —balbuceó Beatriz.
—¿Qué ocurre? —le dijo Mariana, sorprendida por la extraña preocupación de Beatriz—. No creo que abran los baúles, y si los abren… la vajilla está bien embalada, no puede romperse tan fácilmente. No pasa nada.
Los inspectores continuaban dentro del galeón verificando que en la bodega hubiese el suficiente peso para asegurar que la navegación se realizaría correctamente, ya que de lo contrario, sería necesario contar con algún tipo de lastre, requisito que preocupaba a Luis porque podría retrasar la salida de la nave. Todo parecía hallarse en orden aunque los inspectores señalaron conveniente que la carga se colocara bajo cubierta, de esa manera se controlaría mejor el volumen y no se estorbaría la manejabilidad y defensa del barco con armatostes en la parte superior.
En realidad, en el caso del San Jorge tantas comprobaciones no eran necesarias teniendo en cuenta el carácter oficial de ese primer viaje, pero Luis Enríquez era un hombre excesivamente meticuloso y exigió un trámite burocrático perfecto para la primera travesía de inauguración de la cédula. Tanto rigor parecía estar poniendo más que nerviosa a la paciente Beatriz, que en ese momento deseó que Luis no hubiese sido un niño tan concienzudo de pequeño y mucho menos tan escrupuloso de mayor.
Mientras Luis terminaba de hablar con los oficiales de la Casa de la Contratación, los bultos y enseres de las dos mujeres se iban cargando en el interior del barco. Mariana los miró entre pesarosa y entristecida. Pensó que su vida cabía en muy poco espacio y que esas serían las únicas cosas que le quedarían de Castilla una vez se hubiese casado. En ese momento deseó haberse llevado con ella más recuerdos, como si ésa fuera la única manera de poder aferrarse a lo que era su vida. De nuevo volvió a sentir miedo ante la novedad, ante la incertidumbre, miedo por el agua y por aquel barco petulante que no dejaba de mirarla sarcásticamente. Sintió un hormigueo en su brazo derecho: era Beatriz, que se aferraba con tanta fuerza a ella que la sangre apenas podía correr por su mano. La mujer estaba intranquila viendo cómo sus pertenencias se cargaban en el galeón. Mariana pensó que era posible que ambas se estuvieran contagiando mutuamente el miedo de forma involuntaria, acrecentándolo por mantenerse calladas mirando el mazacote de madera, así que decidió quitarle importancia al asunto.
—Seremos felices allí, además estamos juntas —dijo Mariana para reconfortar a Beatriz y darse valor a sí misma—. Creo que el barco es precioso y el nombre me parece muy evocador: San Jorge —añadió con solemnidad, y se volvió hacia su compañera sonriendo—. San Jorge venció al dragón, ¿verdad? Nada malo puede ocurrirnos.
Y Beatriz asintió sin apartar los ojos del gigante flotante que parecía sonreírles de forma burlona.