5

Santificada Católica Majestad Felipe, nuestro Señor Rey:

En lo profundo de mi alma deseo que Nuestro Padre Jesucristo bendiga a Vuestra Majestad. Desde la ciudad de Medina de Rioseco, la más humilde de sus súbditos osa realizar una petición […]. Doña Beatriz, la mujer de la que hablo, ha formado parte de mi familia y podría atestiguar que de llamarla madre no ofendería a la de mi sangre, que ella se comportó como tal. Por ella respondo, no sólo por sus actos generosos y cristianos, sino también por su fe, que no he hallado en mi vida persona con alma más pura […]. Ruego a V. M., que me conceda esta petición y que le permita partir conmigo hacia las tierras del Nuevo Mundo, que sin ella no he de ir a ninguna parte.

Beatriz se quedó a vivir en el palacio de los Almirantes. No fue nada convenido ni discutido pero don Luis jamás se hubiera permitido decirle que se fuera a pesar de que una vez más no se le había consultado en un asunto doméstico. Beatriz simplemente se quedó porque ahora ellos eran su única familia y porque no tenía un lugar al que regresar tras la expropiación de sus bienes por parte de la Inquisición. El Almirante, de forma inconsciente, se sentía culpable de lo que había ocurrido. Los golpes que la vida le estaba dando en lo que él creía que era su organizada existencia lo dejaron cabizbajo, alicaído y falto de seguridad. Su mujer le había pedido que acudiera al rescate del marido y el hijo de Beatriz; ella estaba segura de que no había ningún tipo de prueba que pudiera llevar a aquellos dos hombres ante el tribunal. En realidad, doña Ana disponía de poca información sobre los tejemanejes de la familia de su amiga, porque casi todo lo que le rodeaba estaba protegido por un fino velo de ensoñación idílica. Para ella, el tribunal de la Santa Inquisición se encargaba de vigilar a las personas que preparaban pócimas mágicas o tenían un pacto con el diablo, algo que, a todas luces, eliminaba de la lista a Rafael y a Alfonso. Pero el Almirante, que sí tenía los pies en el suelo, aceptó el encargo de su esposa de mala gana. Durante todo el camino fue animándose a sí mismo, recordándose las múltiples ocasiones en las que había puesto su nombre y sus bienes al servicio de la Santa Madre Iglesia, convenciéndose de que considerarían su testimonio como válido sólo con ver su cara de cristiano viejo. Se dispuso a afrontar la entrevista con firmeza a pesar de que en su interior una sombra de duda le iba pisando los talones y le aprisionó los tobillos cuando estuvo cerca del edificio donde se encontraban presos los dos hombres. Al llegar a la puerta le sorprendió que nadie se mostrara apabullado por su presencia y quiso pensar que quizá los eclesiásticos de la entrada no lo habían reconocido con el trajín de idas y venidas a las celdas, por eso se encargó él mismo de presentarse, alto y claro, insuflándose valor y determinación para afrontar el encuentro con el juez. Todo fue inútil. Le hicieron aguardar más tiempo de lo que el Almirante hubiera deseado y, en el transcurso del rato que duró la espera, se le fueron diluyendo por las venas la seguridad y la confianza que traía aprendidas, quedándose prácticamente sin protección en manos del inquisidor. Sentado tras una enorme mesa, aquel hombre se mostró sarcástico y sobre todo desconfiado ante la presencia del Almirante. Lo miraba con sus ojillos brillantes y azulados buscando más allá de lo que le decía, y llegó un punto en el que el mismo don Luis estudiaba con detenimiento cada frase antes de decirla, como quien camina por un terreno embarrado. Con los tiempos que corrían, casi era una obligación para los hombres del Santo Oficio ver ataques a la religión hasta en las personas de más alta alcurnia, sobre todo desde que se había descubierto la presencia de grupos de herejes e iluminados dentro del mismo Valladolid.

Allí estaba el Almirante de Castilla, menos convencido de lo que aparentaba de poder salvar al marido y al hijo de Beatriz, exigiendo que le mostraran las razones por las que se les acusaba. Pero la respuesta del hombre de ojos desconfiados lo dejó maltrecho y tuvo que apocarse y agachar la cabeza. El juez le enseñó unas cartas escritas de puño y letra por Alfonso en las que se podían leer largas exposiciones ideológicas de marcado tinte luterano, que el joven aseguraba haber escuchado en boca de unos amigos de su padre en ciertos viajes que él llamaba «comerciales». En ellas se hablaba de un nuevo pensamiento que transformaría a las gentes.

—Como comprenderá, Almirante, estas pruebas son más que suficientes para impartir un castigo a estos hombres, pero si no termina de convencerse y continúa pensando que nuestra actuación es injustificada, le diré que la destinataria de estas cartas es su hija. —La frase cayó sobre don Luis como un jarro de agua fría. Se quedó como un pasmarote, aferrado con las dos manos a las cartas, con la mirada baja y fija en ellas—. Imagino que se hace cargo de la gravedad del asunto.

—Mi hija… no. Ella…

—No se preocupe. —Y añadió—: De momento, claro. Su alcurnia y la juventud de su hija nos hacen pensar que esas ideas nada tienen que ver con ella. No creemos que el alma de la joven se encuentre en peligro. Afortunadamente hemos cercenado el mal que se cernía a su alrededor, pero le aconsejaría que vigilara más las relaciones de sus hijos si no quiere que su familia se vea en una situación comprometida.

Las palabras del juez dejaron al Almirante inerme, incapaz de replicar. De hecho, lo único que deseaba en ese momento era desaparecer de ese espantoso edificio que olía a moho y a orines de gato, y borrar los últimos instantes de conversación de su memoria. Aquel hombre le había hecho sentirse realmente ridículo. Estaba claro que con semejantes pruebas era imposible pedir clemencia. Tuvo que tragarse su orgullo, dando las gracias porque su familia no se viera envuelta también en el asunto, obviando la punzante complacencia del juez. De todo ello jamás habló con Mariana, ni con Beatriz, ni con su esposa. Intentó rumiarlo, tragarlo y digerirlo para poder deshacerse de ello lo más rápidamente posible, pero el intento de olvidarlo se lo recordaba cada minuto y los ojos interrogantes de Beatriz paseando serenos por los pasillos del palacio eran como una condena con la que desayunaba, almorzaba y cenaba todos los días. «Ellos se lo buscaron», se repitió durante años para sus adentros, pero eso nunca sirvió para que se sintiera mejor.

La vida de Beatriz cambió. El entusiasmo habitual de la mujer voló como una bandada de pájaros migratorios, con la diferencia de que los cambios de estación no le devolvieron la alegría. Lo que en un principio pareció ser el silencio por el luto, pasó a convertirse en una costumbre. Se volvió una mujer taciturna. Dejó de coser profesionalmente. Ya no recogía encargos de nadie, pero aunque no hubiese sido así, pocas personas habrían tenido el valor de demandar sus servicios. Después de lo ocurrido, la gente actuaba como si las ideas iluminadas por las que habían juzgado a su marido y a su hijo hubieran quedado enganchadas en los dedos de la costurera y pudieran llegar a contagiarse vía pespunte a cualquiera que adquiriese uno de sus trabajos. De vez en cuando bordaba algún pañuelo o le hacía un vestido a Mariana, movida por la actitud protectora que sentía hacia la joven, que se vio incrementada por la ausencia de su hijo. Cuidaba de Mariana como si fuera su niña. La peinaba, la ayudaba a vestirse, la arropaba por las noches, la acompañaba a todas partes, y se desvelaba pensando que algo o alguien pudiera hacerle daño. Mariana se dejaba mimar por ella. El arrepentimiento por no haber destruido las pruebas que habían llevado hasta la muerte a la familia de Beatriz le remordía por dentro, y se afanó en la labor de intentar reemplazar el amor filial en el corazón de la mujer. Desde siempre la había considerado como una madre más. Nunca había hecho diferencias entre el cariño profundo que sentía por su auténtica madre y el que profesaba a Beatriz, y cuando fueron pasando los meses, se aceptó de forma silente que Beatriz llamara «mi niña» a Mariana aunque estuviera don Luis delante.

Poco tiempo después del auto de fe, los malestares de la madre de Mariana se multiplicaron y crecieron como si ella misma les hubiera dado rienda suelta. Parecía que había dejado de resistirse y que aceptaba dócilmente el castigo de los dolores físicos como una especie de penitencia por algo malo que ella había hecho, aunque no lo recordara. Poco a poco, doña Ana se convirtió en un fantasma nocturno que moraba por los pasillos y las salas cuando todo el mundo estaba acostado, arrastrando los pies como un ánima en pena. La oscuridad, el sosiego y la ausencia de ruidos aplacaban ligeramente sus irremediables dolores de cabeza. Por eso doña Ana trasladó su alcoba al ala más solitaria del palacio y se mantenía latente entre las sábanas y las tinieblas en un duermevela constante. Brígida le servía comidas ligeras para que su estómago no trabajara demasiado. Beatriz seguía administrándole las tisanas y los masajes de aceite de espliego y, cuando se encontraba mejor y podían abrir un poco las contraventanas de la habitación, Mariana leía para ella textos de sencillos argumentos que seleccionaba escrupulosamente entre los libros de la biblioteca. Las ausencias de doña Ana en las actividades cotidianas del palacio convirtieron a la joven noble de Medina de Rioseco en la señora de la casa. Disponía las compras, contabilizaba los gastos del mes, elegía el color de la tela de los manteles, la ubicación de los muebles y los menús de la semana.

Dadas sus capacidades administrativas poco a poco empezó a participar en la organización de los recursos de la villa y a ayudar a su padre, primero con las decisiones triviales y más tarde también con las importantes. La visión de la vida y de la sociedad en la que se hallaban inmersos estaba más clara en la mente de la joven que en la del noble Almirante. Él había empezado a sentirse perdido, como si una intensa niebla le impidiese ver hacia dónde tenía que dirigirse, como si una sombra de melancolía perpetua le borrara el brillo de sus ojos verdosos. A veces, sentirse tan terriblemente abatido le reconfortaba, le proporcionaba un regusto agradable que ayudaba a soportar el peso de la nostalgia que flotaba por la casa. Mostrarse sombrío frente a los demás también le hacía sentirse mejor. Mariana le preguntaba en ocasiones qué era lo que le ocurría; entonces él suspiraba apático y con ese suspiro conseguía deshacerse por un instante de su apabullante peso existencial. Pasaba mucho tiempo solo, pensando, conociéndose a sí mismo, descubriendo su creciente incapacidad para soportar las exigencias de la vida en general y del palacio en particular. Don Luis comenzaba a sentir que las cosas no estaban saliendo como él esperaba, aunque en realidad no sabía a ciencia cierta cuáles eran sus verdaderos deseos. Siempre imaginó que a esas alturas de la vida su primogénito ya se estaría encargando del señorío, y sin embargo, ninguno de sus dos hijos varones mostraba el menor interés por Medina de Rioseco, por sus posesiones en otros pueblos de Valladolid y mucho menos por él o por su esposa. La única que se mantenía firme a su lado era Mariana; no sabía bien si porque era la más fiel, porque era la más pequeña o porque, al ser mujer, había tenido menos oportunidades que sus hermanos para huir del hogar. Ante tanta pesadumbre, el Almirante prefirió dejar que Mariana tomara su mano en las tinieblas y guiara el barco a la deriva en que se estaba convirtiendo su vida.

Por las tardes, Mariana y Beatriz salían a pasear por los alrededores de Rioseco y hablaban durante horas sobre los afectos que las unían y sobre las emociones que los demás despertaban en ellas. Era entonces cuando la joven se desahogaba y le contaba a Beatriz sus angustias.

—Antes… por las noches, cuando me iba a dormir, le rogaba al Señor para que me permitiera borrar las ofensas de mi hermano, pero ahora todo se ha desbordado y no lo consigo… Creo que no podré vivir en paz hasta que logre poner fin a este sentimiento.

—No pongas en manos de Dios aquello que has de dominar tú misma. Desconozco las razones por las que detestas a Rodrigo, mi niña —le decía Beatriz con el presentimiento de una verdad que no quería conocer—, pero piensa que el rencor nos une a las personas de la misma forma en que lo hace el amor. El rencor nos convierte en esclavos.

Por aquella época, el dolor por la horrible muerte de Rafael y Alfonso había dejado paso a un recuerdo apacible, como si se tratase de dos ángeles. Ambas estaban convencidas de que velaban por ellas desde algún lugar maravilloso, repleto de luz y felicidad. Sentían su presencia en los rincones más inesperados, si bien se cuidaban mucho de revelar a nadie aquella curiosa percepción etérea. A veces, Mariana paseaba sola por el jardín y caía a sus pies, sin razón alguna, una rosa como las que Alfonso dejaba secar entre las páginas de los libros, para después enviársela dentro de una carta, o Beatriz percibía la presencia de un ser invisible y amoroso que la observaba en una sala donde no había nadie más que ella. Era entonces cuando la emoción de advertirlos cerca las empujaba a buscarse a la carrera por el palacio para contárselo la una a la otra de forma acelerada y ansiosa.

Hacía aproximadamente seis años que el primogénito del Almirante no pisaba el hogar familiar. Se había pasado todo ese tiempo viajando por Europa, acompañando al rey Felipe sin apenas acordarse de escribir a sus padres de vez en cuando. El emperador Carlos había abdicado en su hijo, pero infinidad de asuntos habían mantenido alejados de Castilla a él y a su séquito de consejeros y secretarios reales entre los que se encontraba el joven Luis. Por eso, el regreso al país del nuevo monarca significaba que el heredero del almirantazgo volvería al palacio, aunque sólo fuese por unos días. Ésa era la excusa que don Luis precisaba para insuflarse ánimos. Pasar un tiempo con su hijo, hablar de asuntos relacionados con la corte, informarse de su situación y de su futuro, significaba novedades, algo que el Almirante necesitaba para vencer el tedio de sus jornadas palaciegas. Padre e hijo compartieron muchas horas a lo largo de esa semana. Don Luis quería saber y el joven era la mejor fuente de información.

—Supongo que el monarca decidirá instaurar la corte en Valladolid, ya que éste es su lugar de nacimiento —le dijo a su primogénito.

—Pues la verdad, padre, es que aún no hay nada decidido. Es cierto que la ciudad es próspera y prometedora, y que ha iniciado una serie de cambios en la práctica y en la forma de gobierno que están rompiendo con la tradición secular que se venía arrastrando desde hace tiempo. Creo que en Valladolid se están poniendo los cimientos de una nueva forma de conducir el reino, pero esa decisión depende del monarca. Él sabrá lo que tiene que hacer.

—Pero quizá bajo la influencia de sus consejeros él decida…

—No, padre —repuso el joven Luis interrumpiendo la frase—. Yo no tengo influencias de ningún tipo en este asunto.

—Tú estarías más cerca en caso de necesitarte si la corte estuviese en Valladolid. Pero claro, si no puedes hacer nada…

—¿Acaso tiene problemas, padre?

En parte se sentía responsable del palacio, como hijo mayor y heredero del título, pero no podía evitar encontrarse satisfecho con la vida que había elegido al lado del monarca. Su padre no pretendía mortificarle por su determinación. No quería que hiciera las cosas por obligación y que le ocurriese lo que a él. Don Luis siempre había actuado conforme a los deseos de los demás y ahora, con el paso del tiempo, se arrepentía de haber desperdiciado su vida sin haber llegado realmente a saber lo que le hubiera gustado hacer con ella. Intentó quitarle hierro al asunto para que su hijo se convenciese de que todo iba bien a pesar de su ausencia.

—No, no. Todo sigue su curso… Tu hermano me escribe de vez en cuando y también me cuenta que todo marcha a la perfección en aquellas tierras que el rey tuvo a bien otorgarnos, y, bueno, por aquí las cosas no van mal… Mariana me ayuda mucho.

—¿Mariana? —dijo sorprendido. Para él su hermana era una niña. No había reparado en ella desde que llegó, así que tampoco se había dado cuenta de que esos años la habían convertido en una bella e inteligente joven con capacidad suficiente para ayudar a su padre en los asuntos del señorío.

—Pues sí. Tu hermana es un dechado de virtudes y no creo que sea la pasión paterna la que me obliga a hablar así. Se encarga de muchas cosas, me ayuda. Espera, voy a mostrarte… —Don Luis se puso a rebuscar entre los papeles—. ¿Ves? Ésta es la contabilidad de la casa desde comienzos de año hasta ayer mismo, y esto… —entornó los ojos para verlo mejor—, esto son pequeñas sugerencias para mejorar los recursos… ¿del torno? Sí, del torno.

—¿Y esto qué es? —Luis había cogido un papel que parecía un inventario.

—Veamos… Una lista que ella confecciona con los productos novedosos que llegan a la feria. Explica para qué sirven y el arte que los vendedores emplean para convencer a la gente de la necesidad de adquirir el nuevo producto, aunque nunca antes lo hubiesen precisado. —Sonrió—. Bueno, esto en realidad no sirve para nada, yo ya se lo he dicho pero ella…

—Es muy interesante. —El joven Luis miraba y remiraba los papeles—. ¿Sabe, padre?, es justo gente así la que necesita el monarca.

—¿Gente como quién? —preguntó el Almirante, sorprendido por el inusual entusiasmo de su hijo.

—Personas como Mariana. Felipe quiere evolucionar de acuerdo con los tiempos. Es importante mantenerse bien informado. Las noticias y las novedades son la baza gracias a la cual un buen monarca puede adelantarse a los contratiempos.

—Pero no entiendo qué tiene eso que ver con que Mariana me ayude en la administración…

—Se trata de un servicio del que disponen la alta jerarquía de la Iglesia y los reyes y nobles desde hace años. Felipe cuenta con una enorme red de confidentes epistolares repartidos por diversos lugares del reino que le informan de lo que ocurre en cada rincón en un tiempo relativamente razonable. —Parecía que el Almirante aún no había comprendido del todo las explicaciones de su hijo, pero los pensamientos del joven Luis ya estaban en otro tema—. ¿Podríamos llamar a Mariana? Me gustaría hablar con ella.

Cuando la joven entró en la habitación se sintió observada. Su padre y su hermano estaban esperándola con el gesto expectante del gato que acecha al ratón. Por un momento se sintió importante: en ese instante los dos hombres de la casa estaban más pendientes de ella que de ninguna otra cosa, algo que no le había pasado antes. Después de un largo alegato, en el que su padre volvió a narrar, mientras paseaba arriba y abajo por la habitación con pasmosa calma, la historia de su antepasada Juana, su parto y los estrechos vínculos familiares que les unían a la monarquía, su hermano Luis le espetó impaciente:

—¿Qué te parecería escribir para el rey?

—No entiendo. —Mariana miraba a su desconocido hermano sin comprender lo que intentaba proponerle.

—Escribir, escribir —dijo, aparentemente molesto porque su hermana no hubiera captado al instante su propuesta—. Nuestro padre me dijo que lo haces bien. Podrías narrar los avances que se han producido en el pueblo desde que Felipe II es el monarca, o la bonanza del ganado con mejoras en su alimentación… No sé. Noticias destacables de lo que ocurre por aquí.

—Pero ¿cómo voy a escribir al rey si no le conozco?

Su hermano adoptó un tono condescendiente y fingidamente atento para explicarle que lo único que tendría que hacer era hablar del acontecer diario, de los comentarios que se escucharan por la villa, y hacerlo en tono respetuoso y cordial. Señaló que no hacía falta que conociera personalmente al rey, que más bien debería intentar abstraerse para no sentirse apabullada por la idea de cartearse con el monarca.

—Imagínate, hermana, que es a mí a quien escribes y a quien le cuentas todas esas cosas. Eso te hará sentir mucho más cómoda.

Mariana no quiso resultar desagradable, pero jamás había mantenido correspondencia con su hermano. Ni siquiera había tenido con él una conversación de más de tres frases, así que apenas había diferencia entre escribir cartas a Luis o al monarca.

—Piensa, hija mía, que el rey es rey por la gracia de Dios. Si él necesita informarse de las cuestiones de su reino, es como si el propio Señor te pidiera que le informaras. —Su padre le hablaba en tono infantil, como cuando se pretende convencer a un niño para que se tome la sopa.

Nunca había llevado la contraria a su padre y mucho menos le había negado nada, y ahora que parecía un geranio pachucho tampoco pensaba hacerlo. La sugerencia de cartearse con el rey le pareció una decisión tan simple que ni siquiera discutió con ellos. Se pasaba el día escribiendo, le daba igual hacerlo para que otra persona leyese sus escritos, se tratase o no de un monarca, así que aceptó y asintió con un silencio.

Lo que en un principio le pareció una simple tarea más, se convirtió en un trabajo placenteramente estimulante. Apuntaba los sucesos destacables que ocurrían en la villa y los adornaba con chismorreos y conjeturas que Beatriz y Brígida sugerían a la hora de la cena. Les preguntaba a las personas cercanas sus opiniones sobre los acontecimientos que levantaban algún tipo de polémica, señalando las edades, oficios y sexos de los interrogados «para que V. M. conozca el discernimiento por boca de sus súbditos y no sólo por la de esta rendida servidora de su Corona».

Llegó un momento en el que escribir esas cartas se volvió una labor apasionante, más aún cuando el rey comenzó a contestar. Eso le abrió las puertas y ventanas al conocimiento de una forma diferente de observar el mundo. No le imponía demasiado que se tratase del monarca, pues ella no lo percibía como un rey a través de las misivas. Lo realmente importante era que una persona tan distinta a ella, con ideas nuevas y con una vida excepcional, le dedicara unas letras. Volvió a emocionarse con aquella correspondencia como en tiempos se emocionara con la mantenida con Alfonso.

Una mañana llegó una carta de Rodrigo con el correo. El Almirante recibía a veces noticias de amigos que le contaban que a su hijo menor no se le estaba dando mal la administración de la hacienda que la familia poseía en el otro extremo del mundo y don Luis tenía que confiar en lo que le decían porque a su joven vástago no le gustaba nada tener que juntar letras para explicar sus movimientos. A don Luis no le importaban demasiado los beneficios económicos que esas tierras desconocidas pudieran reportarle, pues su hijo aún no había enviado un solo ducado desde que se marchó y estaba seguro de que no iba a hacerlo en un futuro. El Almirante se alegraba más por que el monarca se sintiese satisfecho de los servicios que los Enríquez pudieran ofrecerle a lo ancho de su dilatado reino.

Rodrigo prefería olvidar los aburridos asuntos diarios, a pesar de que podía jactarse de que todo marchaba bien. Lo único que de verdad le importaba era fijar su vista en un anhelado futuro en el que imaginaba que se cumplían uno a uno sus más estrambóticos deseos. Por eso, para la familia, la llegada de aquella extensa carta de Rodrigo fue tan sorprendente. En ella le hablaba a su padre de lo magnífico del lugar en el que vivía y de lo productivo de su administración ultramarina. Por lo visto, gracias a una serie de negocios llevados de manera inteligente, el patrimonio colonial había duplicado el valor desde su llegada. Según las palabras de Rodrigo, sus contactos en el Nuevo Mundo eran influyentes e interesantes, y el Almirante se alegró por ello. Al parecer, su hijo menor al fin había encontrado su lugar en el mundo, aunque ese lugar estuviese a miles de leguas de distancia. La misiva parecía un inventario de las virtudes que había interiorizado desde su marcha, con el que intentaba convencer a su padre de que el antiguo Rodrigo, impetuoso e irreflexivo, se había ahogado en lo profundo del océano durante el viaje en barco y que de él sólo quedaba un hombre responsable interesado por su familia y sobre todo preocupado por el futuro de su hermana. Al final de la carta, Rodrigo hizo una declaración a favor de la felicidad de Mariana que, según él, ya llevaba un par de años en edad casadera y parecía enterrada en vida entre las paredes del palacio. Después de una especie de sermón que hizo que don Luis se sintiese egoísta e irresponsable con respecto a su hija, añadió que había encontrado a alguien adecuado para ella, el hijo del virrey de Nueva España, y proponía que su hermana viajase hasta las tierras del Nuevo Mundo con la firme promesa de encargarse de ella con devoción y entrega, y de no cesar hasta conseguir su felicidad.

Ya hacía tiempo que don Luis pensaba en buscar un buen esposo para Mariana, pero aún no había conocido a nadie que reuniese las características oportunas que él consideraba indispensables para una joven guapa, noble e inteligente como ella. Al menos, eso era lo que él creía hasta ese momento, pero las palabras de Rodrigo le hicieron dudar de si realmente no había encontrado a nadie o si no había querido encontrarlo. La carta de su hijo le hizo tomar conciencia de que Mariana ya era una mujer y de que, si demoraba más su elección, podría quedarse para vestir santos. Por un momento cruzó por su mente la idea de que permaneciera consagrada a aquel palacio y a su persona para siempre, pero enseguida la desechó. Algún día ellos faltarían y no tenía derecho a privarle de una familia por intereses personales. Analizó durante varios días la sugerencia de Rodrigo. Había muchos factores a favor y sólo uno en contra: que estaría lejos, como los otros, lejos de él y de su mujer; por eso decidió hablar con su esposa.

—Haz lo que sea mejor —le dijo ella en la oscuridad de la habitación, con los ojos entrecerrados.

—Pero no sé si lo mejor es que se case y se vaya lejos, o que se quede y buscarle un marido aquí. Desde luego, el hijo del virrey es una gran oportunidad para ella, no sé…

Pero ya no recibió más respuestas por parte de su mujer, así que tuvo que decidir por él mismo.

Mariana reaccionó con sorpresa, miedo y excitación, todo a la vez y mezclado. Jamás había pasado por su cabeza la idea de casarse, dedicaba demasiado tiempo a su mundo interior. La propuesta de su padre resultaba interesante por la posibilidad de hacer algo distinto, aunque el tener que atravesar el mundo para alcanzar un poco de libertad, en un primer momento le pareció apabullante. Había leído textos sobre el amor y deseaba sentirlo. Su mente había volado muchas veces en las noches imaginando caballeros ocultamente enamorados, luchando en duelos por su corazón. Pero nadie se había fijado en ella y era improbable que se fijaran. Estaba claro que ningún hombre con sentido común se atrevería a cortejarla en Medina de Rioseco: su padre y su título impresionaban demasiado como para que cualquier familia de la villa estuviera dispuesta a acercarse. Beatriz le dijo que había supuesto que quien pidiese su mano sería alguien de otro lugar.

—Pero nunca imaginé que ese lugar estuviera situado al otro lado del mundo.

—Puedo aceptar los mandatos de mi padre. Él decidirá lo mejor para mí, pero me da miedo que esto sea una idea de Rodrigo.

Recelaba que aquella propuesta hubiese nacido de la mente retorcida de su hermano y aborrecía tener que adaptarse a sus planes. Incluso pensó que todo se trataba de un truco para cometer alguna maldad con la distancia suficiente como para que nadie pudiera reprochárselo. Cuando la situación comenzó a tomar consistencia en su cabeza, se dio cuenta de que ella no era en absoluto la dueña de su destino, que todo en su vida lo habían dirigido su padre y sus hermanos, por muy inteligente que se considerase. Estaban eligiendo por ella a la persona con la que pasaría el resto de sus días, y le pareció que se trataba de una decisión demasiado importante para tomarla a la ligera. Y sintió miedo.

—¿No crees que debería elegir yo a la persona con la que he de compartir mi vida? —le dijo a Beatriz.

—El matrimonio es una unión de intereses comunes y quizá tu padre y tu hermano consideren que lo más conveniente para ti sea esta boda. —Vio la decepción en el rostro de Mariana e intentó arreglar lo que había dicho—. Es posible que el amor te esté esperando en la persona del hijo del virrey. Es un hombre culto y refinado; si no lo conoces nunca sabrás si es el amor de tu vida.

—¿Y eso cómo se sabe?

—Es fácil. Al conocerlo, presientes que todo te ha llevado hasta esa persona. Y de pronto, cuando está cerca, es como si un millar de mariposas revolotearan dentro de tu estómago, levantando tanto aire que apenas eres capaz de respirar.

A Mariana la posibilidad de sentir algo como eso le pareció extraordinaria y deseó enamorarse en ese mismo instante. Estaba claro que Beatriz sabía muy bien de qué hablaba, y que nadie nunca sería capaz de explicar tan bien como ella ese sentimiento. Estaba dispuesta a dejar atrás toda su vida anterior siempre y cuando se le permitiera una exigencia. Aceptó la propuesta de su padre poniendo sólo una condición: que Beatriz la acompañara a Nueva España.

Lo que en un principio parecía fácil de cumplir, no lo fue tanto. Don Luis habló con su hijo mayor para explicarle la situación y el deseo de Mariana de llevar con ella a Beatriz, pero después de las colonizaciones y con la intención de realizar una limpieza de sangre en las gentes que ocuparan los nuevos reinos, se había prohibido el viaje a las Indias a personas de dudosa convicción religiosa, y entre ellos se encontraban los judíos conversos.

—Mariana, hija, no va a poder ser. Para atravesar el mar hasta el Nuevo Mundo, hace falta demostrar que en las últimas siete generaciones uno ha sido un cristiano viejo y no tener sangre de moros o judíos entre los antepasados. Y ya sabes que la familia de Beatriz…

—Entonces escribiré al monarca. Yo misma redactaré la petición.

Mariana no tenía la intención de darse por vencida. Desoyendo los consejos de su hermano Luis, escribió una carta a Felipe II pidiéndole que se realizara una excepción que permitiera a Beatriz viajar al Nuevo Mundo bajo la firme promesa de que respondería por ella y por todos sus actos. La describió como una mujer «que es dulce y amorosa y está sola. Es mi apoyo y yo el de ella». Incluso dejó entrever, en un arranque de entusiasmo literario, que «la melancolía ha de acabar con mi vida poco a poco como han de fenecer los peces que uno saca del río si Beatriz no viaja conmigo». La frase casi consiguió enternecer a un hombre como el rey, acostumbrado a grandes emociones.

Ante la insistencia de la joven, el monarca consideró que una mujer de la edad de Beatriz tenía pocas posibilidades de corromper a las gentes del Nuevo Mundo. Además, los servicios que Mariana realizaba para la Corona no habían sido recompensados por el momento de ninguna manera. Dio el consentimiento para que Beatriz viajara a las nuevas tierras a condición de que la joven continuara con su labor informativa. A Mariana le pareció un buen trato porque en realidad no había pensado interrumpir la correspondencia, así que comenzaron los preparativos para su marcha con una ilusión insospechada. Por lo único que se sentía mal era por dejar solos a su padre y a su madre, que en los últimos tiempos parecían cargar con la edad de toda la gente del pueblo.

Esa partida significaba una liberación para Beatriz. Cada rincón de Medina de Rioseco le recordaba lo ocurrido con su marido y su hijo, y muchos vecinos todavía la señalaban por la calle. Desde lo acontecido en el auto de fe, su vida había cambiado tanto que hasta podía oler la llegada implacable del otoño para recordarle el fatídico día en que su familia murió. Necesitaba salir de allí, y la idea de ir en misión de protectora de Mariana, para velar por su seguridad, le pareció la mejor tarea que podía llevar a cabo el resto de su vida, ahora que su verdadera madre se encontraba en una situación de hibernación perpetua.

—Madre, abra los ojos —dijo Mariana susurrando entre las sombras de la alcoba de doña Ana—. Beatriz y yo nos vamos a Nueva España.

Doña Ana las miró sin entender. Hacía ya tiempo que ese dolor de cabeza le había bloqueado los sentidos y ella se había dejado someter por él. Tras años de observación de su enfermedad, había descubierto que no pensar era el mejor remedio para suavizar el dolor. Se mantenía inerte sin pensar en nada, algo que consiguió después de un intenso trabajo de sugestión. Primero empezó visualizando las paredes del palacio cubiertas de enormes sábanas blancas, y tras mucha práctica, consiguió mantener la imagen inmaculada delante aunque tuviera los ojos abiertos o aunque alguien le estuviese hablando. Por eso la mayoría del tiempo parecía encontrase en otro mundo y no respondía cuando se dirigían a ella porque hablar le hacía perder la concentración. El remedio de las sábanas blancas era la mejor opción porque, en la soledad de la alcoba, sus pensamientos la hubieran vuelto loca.

—Es el lugar en el que vive Rodrigo. Nos vamos con Rodrigo a Nueva España, madre.

—No os demoréis en volver y tened mucho cuidado. ¿Tu padre os acompañará?

—No, madre, iremos con Luis. Él también se viene con nosotras.

Mariana nunca estuvo del todo segura de que doña Ana fuera consciente de su marcha. Siempre pensó que su madre creía que había soñado esa conversación y en el fondo se alegró. De esa manera, no pudo sentirla lejos en sus últimos momentos.