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Soledad me han hecho sus cartas, amigo Alfonso, el tiempo que estuvo en Laredo y me alegré de que su madre me diera nuevas esta tarde. Los días transcurridos sin noticias, me dejaron pensando en sus últimas palabras […]. Si lo que creí entender en sus cartas es cierto, se podría decir que no servirán de nada las buenas obras si Cristo ya expió nuestras culpas el día de su pasión y muerte. Bien sabe que mi alma sufre de angustias al pensar que pueda hacer o decir algo que ofenda al Señor, que bien se encarga el padre Bernardo de hacernos ver lo que ocurriría de no salvarnos […]. Entiendo lo que me escribió en su última epístola sobre la mezcla que hacemos entre el mundo de vivos y difuntos, y comprendo la poca relación entre las misas ofrecidas y el tiempo que las ánimas han de tardar en alcanzar el cielo, pero eso que sugiere de que no existe el purgatorio cuestiona las enseñanzas que he recibido, y necesito que me diga por qué lo piensa, que eso son cosas que hasta que se vean no se pueden tener por ciertas. Suplico me envíe más noticias de lo que en Laredo escuchó.

Los viajes del marido de Beatriz a Laredo eran habituales. Sus experimentaciones agrarias, que él aseguraba muy beneficiosas para su cosecha, necesitaban de los nuevos productos que arribaban a puerto desde algún lugar de Europa. Tanto trajín marítimo facilitó que, en uno de aquellos navíos cargados de conocimientos agrícolas novedosos, llegara también la oleada de pensamientos nuevos y reformadores que agitaban el viejo continente y que estaban sacudiéndole el polvo a las antiguas doctrinas en las que los países tenían cimentados sus pilares. Así, de vez en cuando, entre los sacos de las bodegas, llegaba algún libro de los doscientos noventa y cinco incluidos en los índices de Lovaina, que se leía a escondidas y que luego era transmitido en reuniones secretas entre copa y copa de vino.

Los amigos que Rafael fue haciendo en Laredo le llenaron la cabeza de una ideología que poco a poco se le fue instalando en el pecho y que reconoció como única. Sus nuevos pensamientos no sólo servirían para salvar el alma el día que llegara su hora, sino que también mejorarían la vida terrenal al conseguir que la gente se diese cuenta de cómo la jerarquía eclesiástica, amparándose en unas supuestas leyes divinas, utilizaba su privilegiada situación para alcanzar un poder desaforado sobre personas y bienes.

Cada vez que Rafael volvía de uno de sus viajes, llegaba más meditabundo y convencido de que la única manera de conseguir las mejoras que se necesitaban era adoptando como propias las creencias que Erasmo y Lutero habían propuesto, y desterrando del país una religión amañada al gusto del clero.

—Se han tergiversado las enseñanzas, mujer —le decía a Beatriz—. Estamos atrapados en una red que nos controla y que ha transformado al pueblo llano en servidores temerosos de un Dios que la Iglesia muestra terrible y vengativo. Eso es para manipularnos a su antojo y para enriquecerse a nuestra costa.

Beatriz observaba silente las evoluciones de su marido. A pesar de comprender sus inquietudes y admirar su valentía, tenía miedo de que esas ideas se le notaran por algún comentario casual o de que lo vieran hablar con alguien inconveniente y que las sospechas recayeran sobre ellos. Ella conocía bien la dureza de los castigos impuestos a quienes osaran poner en duda la legitimidad del poder de la Iglesia. A pesar de todo, escuchaba los razonamientos de su esposo porque, aunque había abrazado de forma sincera la fe cristiana, se sentía seducida por una devoción deliberadamente desprovista de prescripciones dogmáticas que le recordaba los preceptos de la ley mosaica aprendidos en su infancia.

—Entiendo lo que dices, pero no estoy del todo segura de que estos movimientos religiosos lleguen a penetrar en nuestro reino y mucho menos que consigan transformarlo —le decía ella.

—Piensas así por lo ocurrido hace años con los judíos. Eso te ha creado miedos. Así es como la Iglesia consigue sus propósitos, aterrorizando a la gente. Pero si esta ideología está triunfando en el resto de Europa, no hay razón para pensar que no lo hará también en tierras españolas.

El joven Alfonso ya tenía dieciséis años y de vez en cuando acompañaba a su padre en los viajes místicos. Por pura imitación del modelo paterno o porque la personalidad del chico implicaba una determinación muy marcada desde que era un niño, las ideas iluminadas fueron instalándose en su interior con más solidez aún que en su padre, y la rebeldía de la adolescencia lo empujó a actuar con más ímpetu pero menos cautela, de modo que se percibían de manera palpable. En las cartas que escribía a Mariana, sus meditaciones se dejaban sentir aunque él no quisiera, sin darse cuenta de que ese tipo de ideas no serían bien vistas en la casa de su mejor amiga. Ella, que apenas sabía de casi nada que ocurriera en el exterior de su urna de cristal, notó el cambio en el pensamiento de Alfonso, y por puro instinto sintió que lo que se leía entre las líneas de las cartas no era del todo lícito. A pesar de ello, su curiosidad por conocer lo que ocurría en el mundo exterior, por saber cómo se gobernaba un reino, cómo se gobernaba un imperio y qué lugar ocupaba ella en el mismo, la inducía a cuestionar cada una de las respuestas del muchacho y él, al ver que su amiga se mostraba receptiva, se extendía en alegatos recalcitrantes que había escuchado a su padre. Tiempo después, cuando Mariana rememoró aquellos extraños días en los que la realidad de hacerse mayor se hizo patente, supo que debería haber hecho caso a su intuición: debería haber destruido las cartas de Alfonso cuando terminaba de leerlas.

Las rutinas empezaron a cambiar en el palacio de los Enríquez. Los hijos crecían y comenzaban a abandonar el hogar. Luis, el mayor, se había instalado en la corte de forma definitiva y viajaba de un lugar a otro acompañando al príncipe Felipe por toda Europa. Ahora era Rodrigo el que preparaba su viaje hacia unas tierras desconocidas para comportarse como la cabeza visible de una de las familias más nobles del reino de Castilla.

El carácter indócil y marcadamente ácido del joven Rodrigo se ponía de manifiesto en todos los ámbitos del hogar, pero resultaba aún más patente para Mariana, que había llegado a repudiar a su hermano en una mezcla de miedo y asco que le causaba problemas morales. Gracias a él se dio cuenta de su incapacidad para olvidar las ofensas del prójimo como exigía su deber de cristiana y de su incompetencia a la hora de poner la otra mejilla. Por ello, la idea de que miles de leguas la separasen de Rodrigo no le resultó en absoluto triste, sino más bien al contrario, lo que también le creó inquietudes morales por desear con placentera avidez la ausencia de alguien de su propia sangre. En realidad, por la única que lo sentía era por su madre, que durante todo ese tiempo parecía que no se había dado cuenta de la pasta con la que estaba hecho su hijo. La mujer se pasaba el día mirando hacia otro lado, ignorando de manera consciente sus negligencias, como si al no ponerles nombre sus maldades no existieran. La madre de Mariana intuía que no volvería a ver a su hijo, porque para ella la frase «irse a un Nuevo Mundo» no tenía visado de vuelta. En realidad doña Ana no se hacía cargo del lugar al que iba, y ante la posibilidad de perder a su hijo de vista para siempre, la asaltaban sentimientos compasivos que la obligaban a negarse la evidente vileza del muchacho.

Rodrigo, sin embargo, estaba deseoso de emprender el viaje. Se había pasado los últimos años caminado por el borde del abismo, cometiendo toda clase de felonías que habían quedado impunes gracias a la ayuda de su padre, que cubría con un tupido velo sus comportamientos desordenados. Correteaban por las calles de la villa más de tres mocosos que lucían en sus rostros los ojos de los Enríquez, pero que no disponían del apellido de la familia, y en ninguno de los casos las madres de las criaturas dieron el consentimiento al acto que los engendró. Don Luis acallaba a las familias de las jóvenes deshonradas con rentas anuales que fueron aceptadas de buen grado en las bolsas domésticas, y más de uno hubiera deseado que Rodrigo mancillara a su hija a cambio de aquella compensación económica. También malgastaba el dinero en borracheras, juegos de azar y apuestas absurdas, de tal manera que su padre pensó que quizá la responsabilidad de atender unas tierras en el Nuevo Mundo le haría sentar la cabeza y de paso le daría a él un descanso.

La dote que el muchacho recibió no era nada desdeñable. Las tierras donadas por el rey eran extensas y, por lo que don Luis sabía, bastante rentables. El Almirante fletó una nao y una tripulación experta en realizar la travesía a las Indias solamente para cubrir las necesidades de Rodrigo. Lo acompañarían en su viaje cinco hombres del Almirante, ocho arcones con útiles de caballero, trescientos ducados para los primeros gastos que pudieran ocasionarse y cuatro yeguas de las mejores que se consiguieron encontrar en la villa, porque les dijeron que en el Nuevo Mundo eran más solicitadas que los machos.

Los días anteriores a su marcha, el palacio estaba revuelto. Todo eran preparativos y Rodrigo se comportaba como si fuera el protagonista de alguna obra cumbre, luciendo sonrisa y ademanes de caballero medieval. Le brillaban los ojos de la emoción y en ningún momento dio muestras de sentir pena, tristeza o miedo por la nueva vida que iba a comenzar tan lejos de su familia; más bien al contrario, parecía deseoso de salir de allí. Antes de marcharse, fue a visitar al padre Bernardo, algo a todas luces sorprendente. Doña Ana lo imaginó solicitando la bendición del cura ante su arriesgado viaje y se regocijó por ello, pero a Mariana, menos propensa que su madre a confiar en la buena voluntad de Rodrigo, la visita al párroco le resultó sospechosa. Rodrigo había dejado de sentir temor de Dios hacía tiempo y su hermana dudaba que el viaje a las Indias le hubiera conferido el deseo de abrigarse con la fe, aunque también pensó que su egoísta hermano intentaba asegurarse un lugar en el paraíso por si la mala fortuna le hacía sucumbir en la travesía.

—Cuídate mucho y escríbenos —le dijo doña Ana con lágrimas en los ojos.

—Claro, madre, lo haré.

Besó a su madre y a Brígida, abrazó a su padre y, al llegar a la altura de Mariana, una sonrisa cínica apareció en su rostro. Se acercó despacio a la mejilla de su hermana para darle el beso de despedida, pero en lugar de eso le susurró al oído una frase apenas perceptible.

—Te vas a acordar mucho de mí.

A Mariana aquello le sonó a sentencia porque su hermano no solía amenazar en vano. La última vez que le dijo que se acordaría toda la noche de él, Rodrigo había llenado la cama de tierra húmeda del jardín, y aunque desde eso habían pasado ya muchos años, Mariana seguía repasando el interior de su lecho antes de acostarse. Ese gesto que ella realizaba como un acto reflejo noche tras noche le provocaba una intensa irritación. Sin considerarle especialmente inteligente, se daba cuenta de que su hermano, con pequeñas tretas como ésa, era capaz de conseguir que pensara en él en momentos tan íntimos como en el de ir a dormir. No quería sentir rabia en su interior, ya había tenido que solicitar la absolución muchas veces por culpa de ese sentimiento incontrolable que crecía dentro de ella cuando pensaba en esas cosas, pero le molestaba que su hermano siempre se saliera con la suya. En realidad no sabía lo que Rodrigo había querido decir con su frase de despedida, pero sintió miedo. Sospechó que en esta ocasión, y teniendo en cuenta su trayectoria implacable de los últimos tiempos, la travesura no sería del tipo de la tierra húmeda en las sábanas, aunque desconocía de qué manera pensaba hacer que ella lo recordara. Él se iba lejos y Mariana no iba a dedicarle uno solo de sus pensamientos, al menos ésas eran sus intenciones desde que supo de su viaje. No iba a dejar que ocupara ni por un instante una parcela de su mente. Había decidido que, cuando se fuera, se haría a la idea de que no tenía hermano, ni para bien, ni para mal, por eso observó con alivio cómo el séquito se ponía en marcha mientras él montaba en su yegua sin mirar atrás.

A los pocos días de la partida de Rodrigo, Beatriz llegó al palacio de los Almirantes envuelta en lágrimas en busca de su amiga. La Inquisición tenía sospechas de herejía por parte de Rafael y Alfonso. Fueron a su casa a buscarlos, se los llevaron a la fuerza y habían retenido todos sus bienes hasta que se demostrara su inocencia.

—Si les consideran culpables, si eso ocurriera… —decía entre sollozos—, todas nuestras posesiones pasarán directamente a la Iglesia. Y eso me asusta, Ana… Se oyen comentarios, ¿sabes? Dicen que la Inquisición acusa en muchas ocasiones a familias de economía desahogada con la intención de apropiarse de sus bienes y así engordar las arcas eclesiásticas. ¿Y si por quedarse con nuestro patrimonio les condenan? Yo no podría vivir, yo…

—Eso no va a ocurrir, ya verás —aseguró doña Ana—. Luis hablará con ellos y todo quedará claro, ¿verdad, querido?

Pero el Almirante no contestó. Se quedó mirando al suelo, mucho menos seguro que su mujer de poder hacer nada en un caso como ése. Poco podía hacerse cuando la Inquisición ponía sus ojos en algún súbdito de la Corona. Toda la familia de Beatriz estuvo siempre en el punto de mira, pero el respeto que infundía su cercana relación con los Almirantes había sido hasta ese momento el salvoconducto que los mantuvo alejados de acusaciones durante todos aquellos años. Por eso Beatriz estaba tan preocupada; muy firme tenía que ser la sospecha para que se los hubieran llevado pese a todo.

—Pero ¿por qué los habrán detenido? —preguntó doña Ana sin comprender.

—No nos dijeron nada, es difícil saberlo. A veces basta con que un vecino detenido acuse a alguien bajo tortura para que dejen de darle tormento… Seguro que se trata de eso —aseveró para tranquilizarse—. Ya sabes, Ana, que hay gente que no nos ve con buenos ojos.

—Pese a todo, habrán tenido que acusarlos de algo en concreto —dijo el Almirante intentando poner un poco de rigor en el asunto—. Hay varios tipos de delitos: judaísmo, apostasía, blasfemia, bigamia, posesión de libros o imágenes prohibidas… o contra el mismo Santo Oficio, que pongan en duda sus labores o dificulten su actuación, así que —miró a Beatriz— ¿no dijeron nada cuando se los llevaron?

—No, no me dijeron nada. Se los llevaron sin más y desde entonces no sé nada de ellos.

Beatriz intuía que, de algún modo, habían llegado a oídos del Santo Oficio las ideas de su marido. En su casa guardaban varios papeles y libros que Rafael le había hecho prometer que protegería en el caso de que le ocurriese algo. En alguna ocasión le había comentado a su amiga Ana sus temores, pero ella, en los últimos tiempos, flotaba en una ensoñación provocada por sus dolores de cabeza, que habían comenzado a hacerse crónicos, y parecía no prestar demasiada atención a casi nada de lo que le contaran. Por eso no podía creer lo que Beatriz le decía; no alcanzaba a entender por qué retenían a Rafael y Alfonso, y por qué los habían llevado hasta Valladolid. Incluso parecía no tomar en cuenta la gravedad del asunto, como si su esposo, el Almirante, pudiera arreglarlo todo de un plumazo. Pero don Luis no tenía demasiada autoridad sobre la Santa Inquisición. En realidad nadie la tenía. Constituía un poder aparte del resto, con sus propias reglas y valores, sus propios jueces y leyes.

Se llevaron a Rafael y a Alfonso un lunes por la mañana y los colocaron frente al tribunal subalterno de la Inquisición, que estaba formado por dos jueces letrados y un teólogo con cara de pocos amigos. Todos tenían trato de señoría y vestían traje eclesiástico. Había dentro del tribunal un fiscal acusador y un juez de bienes que tasó las posesiones confiscadas a los acusados, que ascendían a una cifra bastante elevada. Sus tierras eran muy provechosas y su mujer disponía de un acomodado patrimonio heredado de su padre. A Rafael le pareció vislumbrar un gesto de codicia. Al juicio asistían también dos personas que actuaban como notarios y que tenían como misión apuntar las confesiones de los reos, pero Rafael y Alfonso se mantenían callados, poco dispuestos a la confidencia con aquellos hombres. Nadie les dijo de qué se les acusaba, solamente se les exigía una confesión. Uno de los jueces, que parecía muy acostumbrado a ese tipo de circunstancias, se portaba de manera casi paternal. Con cara de serenidad absoluta y sonrisa amable les aconsejó que hablaran.

—Tienen que ayudarnos, señores. Esto tampoco es agradable para nosotros. No querrán que nos veamos en la penosa y lamentable situación de tener que torturarles, ¿verdad? —dijo con gesto afable.

El otro juez fue más severo. Hablaba de conocer sus andanzas gracias a una serie de pruebas que ellos no podían negar y les recomendaba, por su propio bien y por el bien de su familia, confesar los hechos y delatar a sus cómplices. Ante la escasa locuacidad de los acusados, los inquisidores decidieron encerrar a padre e hijo en un cuartucho sin apenas luz durante días, con un saco de paja como cama y alimentándolos con ranchos putrefactos y agua infecta.

—Esperemos que este sistema de persuasión les ablande la cabezonería —dijo el juez amable sin borrar su dulce sonrisa de la boca.

Volvieron a buscarles dos semanas después para ponerles de nuevo frente al tribunal. El juez estaba convencido de que el encierro lúgubre y la comida en mal estado les habrían hecho recapacitar facilitando así su confesión, pero sus fuerzas estaban tan debilitadas que no distinguían con claridad las preguntas que les formulaban. Estaban cansados, febriles y medio cegados por la oscuridad de su celda, y en aquel estado las palabras de los inquisidores les entraban por un oído y se deslizaban suavemente hasta el otro sin causar el menor efecto en ellos. En vista de su pertinaz negativa a la confesión, les mostraron la sala de torturas, que en la mayoría de los casos se usaba como método infalible para convencer al reo de su obligación de declarar, pero eso tampoco consiguió impresionarles. Estaban demasiado derrotados física y moralmente como para inmutarse ante los extravagantes aparatos que plagaban la tétrica habitación. Ante tanta tozudez se impuso un trato mucho menos considerado. Ataron a Alfonso boca arriba sobre una mesa del tamaño de un hombre, introdujeron un paño en su boca hasta la garganta y comenzaron a echarle agua, de tal manera que, cuando el paño se empapaba, provocaba en el muchacho la misma sensación que tendría si se estuviera ahogando, llevándole al borde mismo del desvanecimiento. El tiempo desde ese instante se hizo interminable para Rafael. Los pensamientos empezaron a correr por su cabeza a la velocidad del rayo. Tenía miedo de que a aquellos hombres se les fuese la mano y dejaran morir a su hijo ante sus ojos, y por otra parte no quería decir nada inconveniente que pusiera a su mujer en una situación de peligro. Su casa estaba llena de papeles y libros que él había escondido con sumo cuidado y su esposa lo sabía. Si iba a confesar, tenía que buscar la manera de hacerlo sin decir nada que involucrara a Beatriz.

Comenzó a hablar de forma casi inconsciente sobre sus ideas, sobre la manera de obtener informaciones, sobre los comentarios a escondidas y sobre las citas con personas de dudosa reputación religiosa. A cada pregunta del inquisidor, él respondía, aunque no supiera de lo que le hablaban. Se dio cuenta de que mientras él lanzaba al aire las palabras, ellos dejaban de echar agua en el paño que Alfonso llevaba en la boca. Aseguró que él era el único responsable, que su hijo nada tenía que ver con sus relaciones en Laredo, que sólo él merecía ser castigado, suplicó que soltaran a Alfonso, pero no le hicieron caso. Al día siguiente estaban acusados formalmente de iluminados y blasfemos.

Treinta días antes de la aplicación de las sentencias, se avisó a los ciudadanos mediante un pregón público y la gente se preparó para el acontecimiento como si de una fiesta se tratase. El auto comenzó muy temprano. Las autoridades de la ciudad, junto con las personalidades destacadas, se reunieron frente la residencia de los inquisidores para escoltarlos hasta el lugar del auto. Parecía un día de feria, con su ambiente festivo y sus vendedores ambulantes; incluso había personas que aguardaron durante horas para conseguir un buen sitio, y los lugares con mejor visibilidad se defendían con uñas y dientes. En la plaza Mayor no cabía un alfiler. Toda la ciudad se había reunido para ver de cerca al nuevo rey y de paso comprobar lo que les ocurría a quienes no se comportaban como debían.

Una larga columna de condenados, ataviados con corozas y sambenitos, caminaba al paso más ligero que les permitían sus derrotados cuerpos, algunos de ellos tras meses de encierro. Al principio de la lamentable procesión, desfilaba una cruz verde cubierta con un crespón negro que avanzaba flanqueada por todos los clérigos de la ciudad, los soldados de la fe, los ciudadanos ilustres y las mujeres nobles vestidas con sus mejores galas. Entre todos ellos se encontraba el Almirante. La marcha recorría pesarosa las calles y una multitud de gentes de todas las clases y raleas perseguían a los condenados, insultándolos y escupiéndolos sin que ellos intentaran siquiera defenderse, como si ya no estuviesen allí. Cada uno sostenía entre sus manos una vela verde apagada y lucía sobre su cabeza un sombrero en forma de cucurucho que llevaba dibujado un símbolo que representaba su delito. A Rafael y a Alfonso les habían acusado de blasfemos y los amordazaron para evitar que insultaran al Señor durante la ceremonia. Don Luis no quiso mirarles directamente para no comprobar si, como en otras ocasiones, les habían cortado la lengua como castigo a su ingratitud hacia Dios o para impedir que durante el acto pudieran argumentar algún tipo de reniego. Todos los reos traían puesto un sambenito, una especie de saya de color amarillo con una cruz dibujada en el pecho. En el cuello llevaban una soga como símbolo de su futuro, que en realidad era mucho peor que una simple horca.

Cuando los acusados terminaron de llegar a la plaza se colocaron en el entarimado dispuesto para la ocasión. Se celebró una misa pidiendo la ayuda del Señor para actuar con buen juicio, aunque a esas alturas del auto poco podía hacer ya el Señor para cambiar nada, porque las sentencias de los acusados estaban decididas desde mucho antes.

—… para que todos en general y en particular tengan noticia de las grandes maldades que se cometen en ella, y les sirva de advertencia para el cuidado con que todo cristiano ha de velar por su casa y por su familia —dijo el obispo para poner punto final a la misa.

Don Luis nunca se había recreado con ese tipo de ceremonias. Acudió casi forzado por su rango, preguntándose si podría haber encontrado alguna excusa que le liberase de una obligación tan desagradable. Se sentó solo en el palco adornado con borlones y dorados, reservado a los ciudadanos ilustres. Desde allí se dominaba hasta el último rincón de la plaza, y sonrió tristemente para sí mismo al imaginar cuántas personas hubieran estado encantadas de disponer de un lugar como ése para presenciar el auto. Llegaba a sus oídos el clamor de la muchedumbre enfervorizada y se quedó mirando con una mueca inexpresiva a toda esa plebe chillona. No comprendía por qué eran mejores cristianos los hombres y mujeres que insultaban y disfrutaban con el sufrimiento ajeno, que los que iban a morir en la hoguera.

En anteriores ocasiones, le había funcionado pensar en otras cosas mientras duraba la ejecución, para no tener que aceptar lo que pasaba. Cuando su hijo Rodrigo fue un poco mayor, era él quien asistía a los autos en representación de la familia Enríquez. El joven sí se regocijaba con aquellos actos y volvía al hogar pletórico, narrando con pelos y señales los gestos y chillidos de los condenados, con una excitación casi libidinosa, hasta que su madre no podía soportarlo más y entre ahogos le rogaba que se callara. Pero Rodrigo se había marchado al Nuevo Mundo y era don Luis el que de nuevo tenía la obligación de asistir a los autos de fe, sobre todo a este en el que se ajusticiaba a dos ciudadanos de Medina de Rioseco. Sin embargo, en esta ocasión, al Almirante le resultaba mucho más difícil presenciar el auto. Rafael y Alfonso no fueron nunca santos de su devoción y de hecho muchas veces le molestaba que entrasen en el palacio, pero por primera vez los condenados a recibir el tormento del fuego eran para él personas reales. No eran seres anónimos que habían surgido de la nada y que morían delante de todos para dar una lección a los ciudadanos. Ellos eran hombres con una familia, con un pasado y ahora sin ningún futuro. Alfonso había sido uno más de los niños que habían correteado por los pasillos de su palacio.

Las sentencias sacaron al Almirante de su ensimismamiento. Por alguna extraña razón, aun conociendo de antemano las acusaciones y su castigo, esperaba que las cosas se desarrollaran de un modo diferente. No tuvo que ver cómo el fuego abrasaba la vida de Rafael y Alfonso porque una importante suma económica les había otorgado el privilegio de morir a garrote antes de que los leños comenzaran a arder. Don Luis miró al suelo durante todo el tiempo para no enfrentarse a aquella imagen, pero el olor a humo pronto lo inundó todo y se hizo denso y pesado. La carne de los condenados olía igual que la de cualquier animal asado, pero transcurridos los primeros momentos, el tufo acre y áspero de los cuerpos chamuscados que aún devoraba el fuego impregnó la plaza y se coló en cada respiración arañando la garganta. Esa atmósfera hizo que el Almirante tomara conciencia de lo que estaba ocurriendo y, sin querer que su mente volara de aquella manera, imaginó los cuerpos de los dos hombres ardiendo. Un escalofrío recorrió su espalda. Sintió la increíble levedad de la vida humana, que podía arrancarse en un instante. Estar ahora aquí y al poco ya no estar, o estar quizá en otro lugar mejor. Se preguntó si la muerte duraría mucho, si se pasaría mucho tiempo en el instante de no ser o si en el mismo momento en que se respira por última vez, el alma salía y alcanzaba la plenitud. ¿Por qué no se llevaban a todas esas personas a algún lugar lejano donde no pudieran corromper a los demás con sus pensamientos heréticos y no tener así que presenciar espectáculos como aquel? Años después la vejez y la soledad comenzarían a jugarle al Almirante malas pasadas. Se despertaría en mitad de la noche con el olor agrio a carne quemada subiendo por sus fosas nasales, con una certeza que casi podía masticar, sin razón física que pudiese explicarlo, y al abrir los ojos, la figura infantil de Alfonso envuelto en llamas pidiéndole ayuda le asaltaría como un fantasma penante.

El mismo día que don Luis fue informado de la detención de padre e hijo, había acudido a hablar con el Gran Inquisidor a petición de su esposa. Le comentó la posibilidad de que se hubiese cometido un error al detener a los dos hombres, pero poco pudo hacer, a excepción de pagar una considerable suma de dinero para que la muerte de ambos no fuese dolorosa y para que antes de expirar les fueran perdonados sus pecados. El hecho de que el dinero para obtener esta gracia hubiera salido directamente de las arcas del almirantazgo no le sirvió para sentirse limpio, ni mejor cristiano, y tampoco le ayudó a enfrentarse en adelante con la descorazonadora mirada de Beatriz, quien, al conocer las sentencias, quedó postrada en una especie de letargo, negando la realidad. Aquella reacción preocupó a doña Ana, que por una vez se obligó a sí misma a salir momentáneamente de su estado taciturno para atender a su amiga como ella lo había hecho en tantas ocasiones anteriores. Mariana no sabía qué hacer para distraer su atención y se esforzaba para que no se diera cuenta del día que era, o para que no escuchara nada inconveniente. Aquélla fue la primera y única vez que Beatriz necesitó de la protección y cuidados de los demás, la única vez que perdió su fuerza y su seguridad, y la vez que su vida cambió de tal modo que ya nunca volvería a ver las cosas de la misma forma.

El día que don Luis salió del palacio para cumplir con su obligación de persona destacada en el auto de fe, Mariana se asomó a la ventana y rogó a Dios para que el tiempo se detuviera en ese mismo instante, en ese intervalo anterior a que ocurriera lo que ya estaba escrito. Rezó y rezó. A la Virgen, a todos los santos, a ángeles, arcángeles y demás seres celestiales que pudieran influir para que el mundo dejara de actuar como lo había hecho hasta entonces. Rezó durante horas en la soledad de su habitación, convencida de que esa concentración tendría su recompensa, de que Dios la escucharía. Prometió ser mejor, amar sin límites a su familia… incluso a Rodrigo. Prometió que consagraría el resto de su existencia a Dios, a servirle, a todo lo que Él exigiese… todo. Todo a cambio de la vida de Rafael y Alfonso.

Cuando don Luis regresó, Mariana buscó en sus ojos. Estaba convencida de que el Señor habría escuchado sus súplicas, y de que su padre anunciaría que milagrosamente el Santo Oficio había perdonado a los hombres, dejándoles en libertad tras soltarles una ligera regañina. Pero eso no ocurrió. Su padre traía los ojos opacos y llenos de muerte, y a Mariana no le hizo falta preguntar nada. La realidad en la que había basado su vida hasta ese momento se vino abajo. Siempre había confiado en la existencia de un fluido diálogo terrenal-divino en el que ella era una activa participante. Suponía que Dios la escuchaba, que atendía sus peticiones, que había velado y que velaría por ella todos y cada uno de los minutos de su vida desde el momento de su llegada al mundo y hasta su muerte, pero de pronto algo se había roto. Se sintió culpable. Quizá ella no había sabido explicarse en sus rezos de aquel día, quizá no había conseguido mostrarle al Señor sus verdaderos deseos, quizá Él había leído dudas en sus promesas, quizá no era tan importante para Él como ella creía, o no había confiado en sus palabras o, peor aún, no las había escuchado, quizá nunca las había escuchado. No tenía pruebas de que alguna vez lo hubiese hecho y había quedado claro que la fe, al menos la suya, no movía montañas. Jamás se había sentido tan desamparada.

Se fue llorando hasta su cuarto y buscó la caja en la que guardaba la correspondencia de Alfonso, intentando rendir una especie de homenaje a su memoria. Quería retener sus palabras para mantenerlo vivo de alguna manera. Pero cuando abrió la caja, descubrió que las cintas que enlazaban los grupos de cartas estaban deshechas y que muchas de ellas habían desaparecido. En su lugar se encontró con una hoja garabateada con la letra inestable y angulosa de su hermano Rodrigo, y se dio cuenta de que el rencor no se diluye en la mente de determinadas personas. Su hermano no se consideró vengado el día de su forcejeo con ella y estimó que su ofensa no se saldaba con una única humillación. El pago necesario para saldar la deuda era mayor que eso. Juzgó que no sólo su hermana debía pagar por el agravio, también Alfonso era culpable. En la caja, Mariana encontró una carta que Rodrigo había escrito antes de marcharse. Quería que ella supiese que conocía sus secretos, que no había nada de lo que ocurriese en el palacio que pudiera escapar a sus observaciones. Quería ser inquilino en su cabeza pese a la distancia, aunque esos pensamientos fuesen de odio. Eso no le importaba. Al fin Mariana supo entender a qué se refería Rodrigo cuando en su despedida le susurró al oído: «Te vas a acordar mucho de mí».