Fue poco lo que don Luis pudo hacer ante la negativa tozuda acompañada por la avalancha de lloros, súplicas y caras largas que las mujeres del palacio utilizaron para impedir que Mariana se fuera al convento. En el fondo fue un alivio porque el Almirante tampoco estuvo nunca convencido del todo de la decisión que el nerviosismo del momento le había obligado a tomar. De hecho se alegró de que se resistieran; de esa manera no parecía que fuera él quien se había ablandado sino que eran su bondad y su magnánima capacidad de perdón las que permitían que Mariana permaneciera dentro del hogar familiar. A pesar de ello, el Almirante se mantuvo firme en su decisión y sentenció que ése era el momento adecuado para que su hija comenzara a instruirse si quería llegar a ser una dama noble que resultara buena esposa. Las mujeres asintieron encantadas. Estaban dispuestas a acatar lo que él dijese siempre que no comportara sacar a la niña de la casa. Aquello proporcionó a don Luis la oportunidad de disfrutar del regusto placentero de la recuperación del poder. Obligó a su hija a incorporarse a las clases con sus hermanos y ocupó por completo sus horas diarias con una táctica que él consideró digna del mejor conspirador: conseguir que la educación de la niña fuese la adecuada y librarse de la presencia diaria de Alfonso en la casa sin que su mujer y su amiga se sintiesen ofendidas.
Mariana aprendió a leer y escribir en latín, descubrió los secretos del bordado y la costura con Beatriz y su madre, consiguió mantenerse firme encima de un caballo, gracias al equilibrio más que a la presión de las rodillas, y emprendió su educación musical porque en la corte se consideraba de suma elegancia que una joven de su alcurnia tocara un instrumento. Don Luis hizo traer desde Flandes un virginal, una especie de clavicordio pequeño y manejable que eligió más por el nombre que por el sonido que emitía. Al Almirante le pareció que resultaría muy evocador comentar en las reuniones sociales que su hija era una virtuosa del virginal. Pero a pesar del esfuerzo y el interés que él ponía en que la niña consiguiera arrancar del instrumento una composición melodiosa, ella nunca llegó a tocarlo con demasiada destreza y se esforzaba más por contentar a su padre que por que sintiera una predisposición rítmica innata. Doña Ana decía siempre que el Señor había agraciado a Mariana con múltiples dones, pero que entre ellos no se encontraba el sentido musical, porque carecía de buen oído.
El instrumento consistía en un cajón de madera con teclado en cuyo interior un prestigioso pintor italiano había plasmado la diversión inocente de un grupo de jóvenes en plena jornada campestre. Se colocó en el gran salón como un mueble más y se dejaba habitualmente abierto para que el paisaje representado en la tapadera pudiera apreciarse con facilidad. Gracias a ello, la nimiedad de que Mariana tuviera muy poco ritmo en el cuerpo dejó de ser importante, puesto que aquel aparato servía para adornar la sala. El paisaje boscoso del virginal era lo que más le gustaba a Mariana del instrumento, y a veces se sentaba frente a él, posaba los dedos en las teclas y se imaginaba a sí misma merendando divertida en un claro de bosque, soñando despierta con imposibles. Con el paso de los años Mariana se dio cuenta de que entre el virginal y ella existía un hilo invisible que los unía haciéndoles inseparables. Ese artilugio había llegado a su vida para ser una especie de cómplice silente, aunque, eso sí, pocas veces lo utilizó como instrumento musical.
Pero de todas las cosas que Mariana aprendía en sus clases lo que más le cautivó fue dominar el uso de las palabras. Descubrió que conocer el funcionamiento de ese código era la clave para acceder al interior del mundo secreto recreado en los libros de la biblioteca. Dentro de ellos habitaba una infinidad de personajes que esperaban a ser escuchados: caballeros con armadura que rescataban a doncellas secuestradas por dragones, caballos gigantes hechos de madera que escondían en su vientre un ejército, monstruos con cabeza de toro que habitaban en laberintos secretos. Algunos autores eran capaces de enviar al lector directamente a los lugares descritos, como si el tiempo y el espacio no existieran para quien quedaba atrapado en sus páginas. Cuando se dio cuenta del poder que los libros podían llegar a ejercer sobre los pensamientos de las personas, comprendió por qué aprender a leer era un bien tan preciado permitido sólo a unos pocos y las razones por las que hombres y mujeres podían ser perseguidos por lo que hubieran contado en un libro. Se sintió afortunada por conocer la fórmula que podía abrirle las puertas de mundos ajenos a las paredes palaciegas que la rodeaban, aunque, cuando tomó verdadera conciencia del incontrolable poder de evocación que sobre ella ejercía la lectura, tuvo miedo. Había oído hablar del índice de libros prohibidos y recapacitó sobre lo que podría ocurrir si alguno de ellos llegaba hasta sus manos y su curiosidad la obligaba a leerlo. Seguramente la fuerza irreprimible de sus páginas la precipitaría al infierno si se quedaba enganchada en alguna historia. Se atormentaba con esos pensamientos: el mal andaba presente en cada esquina, acechando a las buenas gentes.
—Nadie está a salvo de los ataques del demonio, es muy listo —aseguraba el padre Bernardo—. En ocasiones se disfraza de letras, puntos, comas y papel, y con esas artimañas puede llegar a convertir al lector poco avispado en un pernicioso hereje.
Afortunadamente para ella, la posibilidad de que uno de los libros señalados como peligrosos por el Index atravesara los muros del palacio de los Almirantes era ciertamente improbable, lo que la alejaba del peligro de pecar, al menos por esa parte.
Otro de sus descubrimientos fue la escritura, algo así como una caja del tesoro con llave en la que guardar sus pensamientos más íntimos para poder luego leerlos y revivirlos de nuevo, como si de una alacena para ideas se tratase. Comenzó a elaborar un diario y, para eliminar la posibilidad de que cayese en manos de alguien que pudiera leer su mente, inventó un dialecto propio, mezcla de palabras al revés y metáforas enrevesadas que, si bien hizo que su imaginación se acrecentara, convirtió la mayoría de sus escritos en inventarios indescifrables a veces incluso para ella misma. Gracias a la magia de las letras podía seguir hablando con Alfonso ahora que él comenzaba a trabajar con su padre y que sus clases les obligaban a verse con menos asiduidad. Beatriz se encargaba de hacer de correo entre los niños. Para ella esa correspondencia resultaba adorable y demostraba que la amistad entre las dos familias se traspasaría de generación en generación como un padre le lega a un hijo el color de sus ojos o de su pelo. Además, con la correspondencia conseguía que Alfonso mostrara más interés por las letras.
Las palabras dieron a la vida de Mariana un sentido especial. Le parecía mágico que una serie de garabatos formando líneas en un papel fueran capaces de guardar la esencia de un sabor, el tacto de una caricia o el olor de una rosa. Pasaba las horas anotando cada cosa, cada pensamiento propio o ajeno y la reflexión que sacaba de ellos. Se sentaba en la enorme mesa de la cocina y apuntaba los condimentos que Brígida mezclaba entre cotorreos agudos. Hacía la lista de las hierbas que añadía a su baño para suavizarle la piel y dejársela más blanca. Tomaba nota de los ingredientes del mejunje macerado en pequeños tarros de conserva con el que Beatriz le frotaba la nariz para arrancarle las impertinentes pecas impropias de su nobleza. Contaba y recontaba las existencias de la casa, lo que se necesitaba, lo que se gastaba y lo que se compraba, hasta que sus anotaciones acabaron por hacerse tan valiosas a los ojos del Almirante que comenzó a añadirlas a la contabilidad de la casa.
Ya hacía unos meses que el hermano mayor de Mariana se había instalado en la corte de una manera casi silente. En un principio fue como ayudante del príncipe Felipe, más tarde se quedó como su confidente y llegó un momento en el que se convirtió en su mano derecha. Lo cierto es que, al joven Luis, Medina de Rioseco se le había quedado pequeña. Toda la cultura, educación y elegancia que el muchacho desprendía por sus poros se desaprovechaba entre las paredes del palacio de los Enríquez, y eso frustraba al joven Luis. Se pasaba los días alicaído, paseando por los pasillos, sin ganas de hablar y sin interesarse en absoluto por los asuntos del señorío. Por eso su padre habló con el monarca y solicitó que Luis se trasladase por un tiempo a la corte con la idea de que ampliara así sus experiencias. Pensó que era bueno que cambiara de aires durante una temporada, que sería interesante para su formación, que esa experiencia extramuros le haría volver con fuerzas renovadas para tomar las riendas de la villa. Pero fue pasando el tiempo, el muchacho apenas si venía de visita y el Almirante empezó a pensar que su hijo mayor no tenía la intención de asumir sus responsabilidades en Medina de Rioseco. El día que el joven Luis reapareció en el palacio con una carta del monarca en sus manos en la que se solicitaba la presencia del Almirante en la corte, don Luis no pudo siquiera sorprenderse.
—El monarca desea hablar con vos, padre. No imagina la infinidad de circunstancias que me obligan a estar donde estoy. Sabe que las cosas que ocurren en los gobiernos de los países en la mayoría de las ocasiones no se corresponden con las razones que la gran parte del pueblo llano cree conocer. Las cuestiones políticas se deciden a través de pequeños trucos…
—Eso qué quiere decir, hijo.
—El monarca le pondrá al tanto. Nuestra familia siempre estuvo al servicio de Su Majestad y eso también me incumbe a mí, que soy su hijo. Nos espera dentro de una semana. Él podrá explicarle…
A los pocos días tomaron el camino de Valladolid. El Almirante no paraba de hablar, estaba nervioso. Intentaba prepararse para afrontar lo que fuera a decirle el monarca. Le iba recordando a su hijo, y al mismo tiempo a sí mismo, que la relación que unía a los Enríquez con la familia real iba mucho más allá de una simple cuestión de vasallaje.
—Lo sé, padre.
Pero el Almirante continuó como si no le hubiera escuchado.
—La familia real y los Enríquez unimos nuestras sangres tiempo atrás, el día en que nuestra antepasada Juana Enríquez dio a luz a Fernando el Católico.
—Lo sé, padre.
—Y no creas que todo queda ahí… Hay mucho más. El parentesco se fortaleció gracias a cuestiones políticas de apoyo mutuo. Porque tienes que saber que cuando el monarca llegó a la península, poca gente lo apoyaba, aunque ahora su política ha resultado tan justa que sus súbditos están muy contentos…
El joven Luis miraba por la ventanilla del carruaje, sin apenas escuchar la historia que ya conocía de sobra, porque su padre solía contarla en la mayoría de las reuniones familiares.
—Cuando los comuneros comenzaron a fraguar una revolución que acusaba al rey Carlos de anteponer los intereses de la dinastía a los de la nación, la nobleza española, con nuestra familia a la cabeza, se puso de parte del emperador. Fadrique Enríquez dirigía el ejército. Fue toda una victoria. Logramos aplastar la rebelión en la famosa batalla de Villalar, ¿te acuerdas?
—Yo aún no había nacido, padre.
—Pero lo he contado muchas veces.
—Cierto, padre.
Don Luis se quedó callado mirando por la ventanilla. Intentó recordar cuándo fue la última vez que había recibido una invitación para pasar unos días en la corte. Hacía ya mucho tiempo, cuando su padre aún era el Almirante. El rey les convocó a ambos para que se deleitaran con una exhibición sorprendente cerca del palacio de Aranjuez al que el monarca acudía de cuando en cuando buscando soluciones. Quería conseguir que las aguas del caudaloso río Tajo llegaran por medio de algún ingenio moderno hasta la ciudad de Toledo. Para ello contrató los servicios de un italiano llamado Juanelo Turriano, un inventor capaz de crear con la misma habilidad un reloj transparente o una bomba de agua gigante, dependiendo de la necesidad del momento. Volvió a la memoria del Almirante aquella experiencia en compañía de su padre como si estuviera pasando en ese momento. El emperador, que llevaba tiempo preocupado por la cantidad de riquezas perdidas en los hundimientos de los barcos españoles que venían del Nuevo Mundo, estaba interesado en encontrar la manera de sacar del fondo del océano todos aquellos bienes que sin duda pertenecían a la Corona española. En la mayoría de los casos, los barcos se hundían tras sufrir un asalto por parte de la piratería de países como Inglaterra y Holanda, que habían encontrado en el ataque a los galeones que llegaban de las Indias la mejor manera de enriquecerse sin tener que esforzarse demasiado. Era de suponer que todo aquello reposaría en la barriga del océano hasta que algún ser humano lograra extraerlo, lo que no resultaba nada fácil. Pero el monarca estaba dispuesto a utilizar todos los avances técnicos necesarios para que fuese su reino el que consiguiese limpiar de naufragios el fondo del mar.
Juanelo, el inventor polifacético, le presentó a unas personas que aseguraban disponer de un armatoste novedoso gracias al cual un hombre podía caminar por el fondo del mar como si tal cosa. Profetizaban que en unos años se podría llegar hasta el Nuevo Mundo en carruajes que viajaran tranquilamente por el fondo marino más profundo como si uno estuviese dando un paseo por el campo, y estaban dispuestos a demostrarlo delante del emperador en el momento que éste lo solicitara. Así fue como el monarca congregó a los más ilustres y destacados personajes del país para compartir aquella jornada experimental.
Los hombres acudieron con sus mejores galas y con sus bigotes y barbas bien recortados, y las mujeres portaban el aire elegante propio de los banquetes nobles. La flor y nata del país se dispuso a observar el fenómeno de estabilidad subacuática en el río Tajo, a la altura de su paso por Toledo. Una muchedumbre, que no había sido invitada pero que se había enterado del acontecimiento social por el infalible método del boca en boca, se presentó en los aledaños del río y hubo que improvisar unas delimitaciones a base de cuerdas anudadas a los árboles para que la plebe no se mezclara con los invitados del monarca. La chiquillería de la villa se aproximaba nadando y buceando al más puro estilo renacuajo para ver de cerca las evoluciones de aquellos hombres vestidos con trajes inauditos, a pesar de que los críos no tenían la más mínima idea de lo que se intentaba conseguir con aquel revolucionario invento. El obispo, con aire solemne, se dispuso a esparcir agua bendita a diestro y siniestro, y aseguró que el Señor les estaba guiando en ese camino acuático para ayudar al reino de Castilla en el desarrollo de su grandeza. Un cronista inglés llamado John Teniers relató más adelante cómo dos griegos, introducidos en algo que dieron en llamar «campana submarina», se pasearon como si tal cosa por el lecho del río con unos cirios encendidos durante veinte minutos, ante los ojos sorprendidos del monarca y su corte, que consideraron el invento la solución al problema de los galeones hundidos. Habían pasado ya algunos años desde aquel prodigioso espectáculo, y a pesar de las promesas de los griegos, todavía no se había recuperado ninguno de los barcos sumergidos, y menos aún se podía atravesar el océano en carruaje submarino. Pero el Almirante supuso que no era ese experimento por lo que el rey le había hecho llamar.
En esta ocasión la entrevista estaba concertada en Valladolid. Desde hacía un tiempo se hablaba de la posibilidad de que el monarca decidiera convertir la ciudad en la capital del reino, y los orgullosos vallisoletanos se vanagloriaban de ello asegurando que no existía otro lugar en el país que reuniese mejores condiciones.
—Majestad. ¡Es un honor volver a veros!
—Estimado Almirante, el placer del encuentro es mutuo, os lo aseguro.
Tras la primera parte de saludos diplomáticos, el rey comenzó a relatarle el motivo de su demanda de visita. Al parecer, el primogénito de don Luis se había erigido como una pieza clave dentro de las relaciones del palacio real. Para el futuro heredero de la Corona era prácticamente imprescindible.
—Sabéis, Almirante, que mi hijo enviudó recientemente. Nos encontramos en un momento en el que es menester mejorar las relaciones con Inglaterra. ¡No os imagináis lo que está ocurriendo en Europa!
—Algo he oído —dijo don Luis sin tener del todo claro a lo que se refería.
—El protestantismo avanza de una manera aterradora… desproporcionada. Parece obra del mismo demonio. En Inglaterra, por ejemplo, el luteranismo es ya la religión de la Corona, ¿qué os parece?
—Terrible, ciertamente espantoso, ¿adónde vamos a llegar?
—Intento poner freno a eventualidades como éstas, y he decidido que una boda entre mi hijo y mi prima María Tudor, la hija de Enrique VIII, sería todo un acierto, sobre todo si el Señor nos bendice con descendencia. Eso convertiría la unión de ambos reinos en la más poderosa del orbe.
—Muy sabia decisión, como todas las que toma Vuestra Majestad.
—Gracias. Os hice llamar precisamente para eso. Sé que Luis es vuestro primogénito, pero en estos momentos es más necesario el servicio a su Corona que los requerimientos del almirantazgo. Mi deseo es que vuestro hijo acompañe al mío en su viaje a Inglaterra.
—No hay mayor honor para mi familia que el serviros —respondió don Luis.
El rostro del rey se hinchió de satisfacción. Sabía que la familia Enríquez aceptaría con solicitud cualquier tipo de demanda que la Corona exigiera. El monarca dio por zanjado el asunto de Luis y continuó hablando con el Almirante sobre otros temas relativos al reino. Las posesiones en las Indias estaban resultando extraordinariamente lucrativas. El oro y la plata llegaban por toneladas al puerto de Sevilla y esto provocaba la envidia del resto de los países europeos, que habían comenzado a enviar a sus corsarios para que interceptaran los barcos españoles en mitad del océano.
—Se trata de un lugar maravilloso, donde la riqueza no tiene más que tomarse de los árboles. Tal y como están las cosas, no me gustaría que el mal religioso que afecta a Europa llegara hasta el Nuevo Mundo y que aquello se llenara de oportunistas que infectaran la zona, ¿me comprendéis, estimado amigo? Quiero que los hombres que vayan a esas nuevas tierras sean honorables y leales, por ello he decidido otorgaros una encomienda allí.
El Almirante no comprendió bien a qué se refería el rey con aquello. La distancia que los separaba del Nuevo Mundo era considerable y él tenía grandes responsabilidades en Medina de Rioseco. El monarca, que advirtió la sorpresa, en el rostro de su súbdito siguió hablando:
—Quid pro quo, Almirante. Hace un par de años vuestra familia le cedió a la Corona el castillo de Simancas por encontrarse en un lugar estratégico. Es el momento de compensarles. Vuestro hijo menor ya tiene diecisiete años, ¿no es cierto? Creo que será una gran oportunidad para él heredar unas ricas tierras al otro lado del mar.
El Almirante asintió a pesar de no estar demasiado seguro de que su hijo Rodrigo estuviera preparado para algo que no fuera la caza, los juegos o cualquier otra clase de ocio, pero el rey tenía razón, era una gran oportunidad, así que tomó los planos de sus nuevas posesiones dispuesto a ampliar el almirantazgo allende los mares.
El tiempo que don Luis estuvo en la corte, propició que se relajaran las costumbres en el palacio de los Almirantes. Todos se sentían mejor si no percibían la presión de la figura paterna. La visita a la corte por parte de don Luis, transformó el palacio de los Enríquez en una particular fiesta. Todas las actividades desterradas por la sobriedad del Almirante volvieron durante unos días a la vida del palacio de manera taimada, casi como si de un acuerdo sin palabras ni compromisos formales entre doña Ana y el servicio se tratara. Beatriz acudía con mucha más tranquilidad y trajo con ella a Alfonso, algo que no ocurría desde hacía mucho tiempo. A Mariana la distancia física de su padre le proporcionó la oportunidad de disfrutar de nuevo de los juegos con su amigo, a pesar de que el tiempo los había transformado a los dos en unos jovencitos de doce años que ya no cazaban hormigas ni bebían agua con tierra. Durante dos días los niños pudieron disfrutar de su cariño infantil. Volvieron a bromear, a reírse juntos, a pelear como cachorros, a oler de nuevo sus pieles saladas y descubrir que el aroma único del otro aún continuaba encerrado en su memoria. Mariana le enseñó a Alfonso las cosas que había aprendido en ese tiempo de distanciamiento para intentar justificarlo. Le mostró sus bordados, tocó para él piezas amorosas y desacompasadas en el virginal, danzó al ritmo que había oído decir que estaba de moda en la corte. Alfonso le contó cómo eran el trabajo con su padre, los días en el campo y el olor de la tierra mojada.
Mientras sus madres hablaban, Mariana se empeñó en enseñar a Alfonso a bailar. Ana y Beatriz tarareaban un tema mientras los niños intentaban sincronizar los pasos, la mayor parte del tiempo sin conseguirlo. Alfonso se esforzaba torpemente en imitar a Mariana, pero no lo lograba y se movía adelante y atrás con movimientos temblorosos. Ella no paraba de reír, con lágrimas en los ojos por el entusiasmo, disfrutando de una de las mejores tardes que pudiese recordar. Todo era perfecto, todo menos la mirada inquisidora del joven Rodrigo, la única persona de la casa que no estaba disfrutando de esa especie de liberación de la opresión paterna. Los ojos de Rodrigo se clavaban en el cuerpo de su hermana mientras ella hacía reverencias y daba vueltas divertida alrededor de Alfonso, que se dejaba guiar en un intento inútil por aprender los pasos.
—Baila con tu hermano, Mariana —dijo doña Ana al ver la cara de su hijo.
Pero ella no lo oyó o, si lo hizo, no lo tomó en consideración. Ya bailaba todos los días con su hermano en clase, ahora quería hacerlo con Alfonso.
—Baila con tu hermano.
—No. Ya me he cansado —dijo ella todavía riendo, sonrojada por el baile, feliz como no la había visto nunca Rodrigo, que por ello la odió y odió a Alfonso.
Se sintió burlado ante el desprecio que ambos le habían mostrado. Ni siquiera lo miraban. Para ellos él no existía en aquel instante. La rabia se le hizo un nudo dentro del estómago que apenas le dejaba tragar saliva. Subió a su cuarto a mascar su odio, su humillación, su resentimiento, su ridículo… Subió para encontrar en soledad la manera de vengarse de la ofensa. Pensó que lo buscarían cuando vieran que se había ido, pero no lo hicieron; ni siquiera se dieron cuenta de que se había marchado. Las risas no cesaban, el virginal tocaba melodías, los parloteos de Brígida y las mujeres tronaban por el palacio, y todo ello estaba mortificando a Rodrigo de una manera irrefrenable. Una oleada de sangre caliente le sacudía las sienes y sintió que el tiempo no avanzaba lo suficientemente rápido como para poner fin a todo aquello. Tenía que vengarse de alguna manera porque sabía que, sin un resarcimiento, jamás lograría arrancar ese sabor frío y ácido de su boca. Cuando por fin percibió que los odiosos invitados se marchaban, una fuerza incontrolable lo impelió al cuarto de Mariana. La esperó entre las sombras de los cortinones. Aún no tenía planes concretos porque el coraje no le dejaba pensar con claridad, pero estaba dispuesto a improvisar sobre la marcha. Cuando la niña entró en la alcoba, su hermano se abalanzó sobre ella. La tomó con fuerza por los brazos mientras se enfrentaba a sus ojos con la respiración entrecortada.
—¡Baila conmigo!
—Déjame, ¿qué haces?
Rodrigo se apretó aún más contra el cuerpo de Mariana y sus uñas se clavaron en la piel de la niña a pesar del terciopelo de las mangas.
—Te he dicho que bailes conmigo.
Ella intentaba soltarse de las manos de su hermano caminando hacia atrás con paso indeciso y nervioso, pero él le había pisado sin querer el borde de la falda. Mariana sintió un tirón en la cinturilla del vestido que la hizo caer al suelo de espaldas, arrastrando con ella a su hermano de tal forma que quedó tumbado, aprisionando su cuerpo. De golpe, Rodrigo percibió el olor a espliego de aquel cabello tan familiar, el aliento acelerado de su hermana que le acariciaba el rostro. Se paró a mirarla. Vio el brillo de su lengua dentro de la boca entreabierta y jadeante y una increíble sensación de deseo como jamás había sentido sustituyó las ansias de venganza. Dejó caer su cabeza sobre ella, sus labios se apretaron contra el cuello de la niña, se movían pronunciando palabras sin sentido mientras le aferraba con fuerza las muñecas.
—Eres mía, mi… mi hermana… lo que yo quiera. Baila conmigo… Ahora, estate quieta…
Sentía cómo se le secaba la garganta por culpa de los embates de su respiración y el corazón latía con tanto ímpetu que lo notaba golpear contra el pecho de Mariana. Quería que se quedara inmóvil para poder olerla sin cortapisas y a la vez experimentaba un placer indescriptible sintiendo cómo las piernas de ella pataleaban debajo de su cuerpo. Las lágrimas tibias que corrían rápidas por el rostro de la niña estaban humedeciendo también sus mejillas y quiso lamerle la cara, así que acercó su boca; quería beber sus sollozos, absorber de cualquier forma la esencia de Mariana. Se encontraba sediento, anhelante, y necesitaba esas lágrimas para calmar su sed, pero ella no se estaba quieta y sacudía la cabeza con demasiada fuerza. Forcejeaba con el cuerpo tenso, bañado por sus lloros, por los jadeos próximos de Rodrigo, por el sudor a causa del esfuerzo en la pugna, pero por más que luchaba lo único que conseguía era cansarse. Para recuperar el aliento, de cuando en cuando paraba unos instantes, y era entonces cuando podía distinguir los extraños movimientos de su hermano, tan alejados de lo que eran las peleas habituales entre ellos. Cuando lograba reunir de nuevo el ahínco suficiente, continuaba con su lucha para escapar de Rodrigo, pero el forcejeo estaba volviéndose más y más violento y no parecía que su hermano tuviera intención de soltarla, así que Mariana, asustada, llamó a su madre. El grito deshizo en un instante el encantamiento en el que estaba sumergido el muchacho, y rápidamente le tapó la boca con rabia.
—Cállate, tonta. Eres ridícula… Todo lo que haces es ridículo. Bailando con un don nadie. Papá se moriría de vergüenza. Si se lo contara te enviaría al convento. Lo que has hecho hoy tiene un nombre muy feo y lo llevan las mujeres de mala vida. Ya se puede ver lo que serás de mayor.
Se levantó aún jadeante y con las mejillas rojas de puro odio, o por el ardor incomprensible que la piel de Mariana le había hecho sentir. Salió de la habitación casi orgulloso de haberla humillado mucho más de lo que ella le había humillado a él esa tarde.
Mariana se quedó llorando en la alcoba, sin saber con certeza lo que había pasado. No entendía por qué su hermano se había comportado de esa forma. Ni siquiera estaba segura de si era ella quien había provocado esa situación. Ninguna de las peleas anteriores mantenidas con Rodrigo se asemejaba a aquélla, y en el registro de sus recuerdos no encontró nada que le hubiera hecho sentir jamás esa horrible sensación de suciedad. Se frotó el cuello con la manga del vestido con tanta intensidad que enrojeció, pero la presencia caliente y húmeda del aliento de su hermano no desapareció en mucho tiempo.