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El lazo de la leche resultó más firme que el de la sangre; por eso Mariana se hizo inseparable de Alfonso, mientras que Luis y Rodrigo se convirtieron en meras sombras de su vida infantil.

La edad y el talante natural de los hermanos tampoco favoreció el amor fraternal. Luis era demasiado mayor para entretenerse con Mariana cuando ella fue capaz de mantener un cierto ritmo en los juegos, y además apenas reparaba en la presencia de su hermana porque aquella niña pecosa y flacucha le parecía tan poco interesante como las cortinas verdes del salón o las recetas de cocina de Brígida. Además el primogénito del Almirante siempre fue demasiado serio para su edad, un rasgo intrínseco de su carácter que reforzó la estricta educación recibida, que pasaba por el trivium, el quatrivium, la urbanidad, la buena conducta, el latín, el griego, el canto y la danza. Las enseñanzas elitistas, unidas al aspecto elegante heredado de su madre, lo convertían en un cortesano ideal de delicada donosura y refinadas costumbres. Se pasaba el día en clase con su instructor para poder llegar a ser un buen noble, heredero del título de almirante y duque de Medina de Rioseco, que la descendencia de los Almirantes de Castilla recibiría según una disposición regia. El adiestramiento del niño era ejemplar. A la hora de las comidas, su exquisito uso del aguamanil y la sutileza al trocear las frutas, el queso de oveja y los dulces de miel, mientras se mantenía erguido como un palo en su silla, apocaban a Mariana. Ella procuraba emularlo sentándose más estirada y utilizando con mayor finura sus cubiertos, pero la mayoría de las veces su concentración se desvanecía en la tercera cucharada de sopa.

Mariana tampoco sentía mayor predilección por él. Su hermano Luis era un ser extraño que rondaba por la casa y con el que apenas tenía contacto. Nunca fue con ella ni demasiado cariñoso, ni demasiado esquivo, ni demasiado firme, ni demasiado nada. Todos sus sentimientos guardaban un régimen severo de contención expresiva. Gracias a eso, el pequeño Luis ejercía con un perfecto control sobre cada una de las manifestaciones emotivas que podía experimentar un ser humano, y alcanzó tanta práctica para mostrar indiferencia ante las vicisitudes de la vida que llegó a dominar cualquier impulso que pudiera convertirle en un simple mortal ante los ojos de los demás. Al llegar a la edad adulta había pasado tanto tiempo recatando emociones que dejó de sentirlas y se volvió un ser prácticamente inmune al dolor físico y al mental, aunque, del mismo modo, no alcanzó jamás a percibir de pleno el placer, el amor o la dicha, pero eso no parecía importarle. Para él, cualquier debilidad humana hubiera dado al traste con su nobleza. Con el paso de los años Mariana se preguntó muchas veces cómo alguien que llevaba su misma sangre le podía resultar tan ajeno.

Por el contrario, el segundo hijo del Almirante era proclive a las emociones fuertes. Rodrigo apedreaba a los mendigos, robaba al bodeguero y cambiaba las cosas de lugar sólo por la satisfacción de ver a Brígida volverse loca buscándolas. Se hizo cómplice de una pequeña patulea de mocosos maleantes y en cuanto podía burlar la vigilancia de sus padres, escapaba con ellos para gamberrear por los alrededores de la villa. En una ocasión le sacó el ojo a una niña con un tirachinas y el suceso, lejos de amedrentarle, le sirvió para comenzar a medir de qué actos podía o no salir impune gracias al poder de su padre. Trasteaba tranquilo con la seguridad de que su alcurnia le sacaría las castañas del fuego en el caso de que sus barrabasadas se complicaran demasiado. A pesar de que Rodrigo acudía a las clases formativas con Luis, no parecía asimilar tan bien como su hermano los conocimientos.

—Cada persona es un mundo, Almirante —replicaba el instructor cuando el padre le reclamaba la diferencia educativa entre ambos muchachos—. El joven Rodrigo es poseedor de otras virtudes que seguramente no tardaremos en descubrir.

Pero los ojos verdes del niño, seña de identidad de la familia Enríquez, asomaban a su cara con un inquietante brillo de fechoría perpetua, indicando, sin lugar a dudas, que sus bondades tardarían en descubrirse, si es que se descubrían en algún momento. Rodrigo sentía una extraña predilección por los pequeños seres que había a su alrededor. Cazaba ranas, pájaros, arañas y lagartijas y los sometía a toda clase de torturas hasta que lograba sacarles una confesión de herejía que dejara satisfecha su retorcida mente. Las criaturas indefensas le atraían de forma especial y frente a ellas se sentía superior. Para desgracia de su hermana, en el palacio, aparte de los insectos y los gatos, el único ser más pequeño que él era Mariana. Por eso, desde el día en que se asomó por primera vez a su cuna, la consideró una posible víctima y se sintió su dueño absoluto, como si la única razón por la que aquella criatura hubiera llegado al mundo fuese para que él pudiera mortificarla. Las persecuciones de Rodrigo agobiaban de tal manera a la niña que comenzó a temerle más aún que al hombre del saco, que ya de por sí resultaba bastante terrible, según las exaltadas descripciones que Brígida le hacía antes de dormir.

La personalidad de sus hermanos, si bien tan opuestas, consiguió abrir un profundo abismo de indiferencia en el corazón de Mariana. Por mucho que sus padres se preocuparon de mostrarles la trascendencia de la estirpe, la fuerza de la sangre y la imposibilidad de romper con la unión inquebrantable del amor fraterno, ella apenas consiguió sentir aprecio por Luis y Rodrigo. Por el contrario, cada día estaba más unida a Alfonso. Beatriz seguía pasando las horas en el palacio con doña Ana, pero ahora ya no venía sola, para desazón del Almirante, que veía cómo la familia de judíos conversos se multiplicaba y crecía precisamente dentro de su hogar. Todas las tardes, la amiga de doña Ana se plantaba en el palacio con hilos, telas, agujas y su pequeño Alfonso de la mano. El niño se estaba convirtiendo en un ser risueño y encantador que trepaba las escaleras en busca de Mariana en cuanto se abría la puerta del palacio. Para ella, ése era el mejor momento del día. Se olvidaba del aburrimiento matutino, de las horas encerrada en la cocina viendo cómo Brígida arrancaba las plumas de los pollos y les sacaba las entrañas a las truchas, se olvidaba de los azoramientos buscando un escondite que la mantuviese oculta de Rodrigo y le evitara convertirse en el blanco de sus planes para esa jornada. Al terminar de comer, Mariana se revolvía inquieta en la silla porque sabía que faltaba poco para que Alfonso llegara. Cuando oía la puerta, corría a esconderse entre las pesadas cortinas de los pasillos y le esperaba ansiosa con la respiración entrecortada, hasta que él apartaba de golpe la tela y los dos chillaban asustándose el uno al otro, exaltados, arrebolados y ansiosos. Juntos pasaban las jornadas enfrascados en juegos infantiles que inventaban por pura casualidad, con una imaginación sólo posible en menores de seis años. Organizaban fiestas en las que ellos y los muñecos de Mariana eran los invitados, y servían agua con tierra en sustitución de la bebida regalada por los dioses a los hombres, que llegaba como un tesoro desde del otro lado del mundo y que, según decían, era propia de reyes, nobles y guerreros. Mariana hacía como que bebía de la taza, pero el que en realidad sorbía siempre un poquito de la fangosa mezcolanza era Alfonso que, metido totalmente en el papel, imaginaba que era chocolate de verdad. Esa costumbre le causó más de un problema gástrico. Los días en aquellos tiempos pasaban lentos, muy parecidos los unos a los otros. Cuando Mariana creció e hizo un repaso de su vida infantil junto a Alfonso, llegó a la conclusión de que todo comenzó a cambiar el día que su padre tomó conciencia de su existencia real como personas.

Una tarde de verano, los niños se dedicaron a observar a las hormigas del jardín y, ante su sorpresa, descubrieron la variedad cromática de los afanados insectos. Las negras les parecieron terribles, sucias y feas, pero las rojas resultaban fascinantes y, dado su pequeño tamaño, los críos las veían como criaturas desvalidas frente a los gigantes negros de sus congéneres. Por eso se decidieron a salvarlas. Encontraron una caja vacía en la despensa de la cocina y comenzaron a montar un criadero. Atraparon todas las que pudieron y las colocaron debajo de la cama de Mariana considerando que ése era uno de los secretos que debían mantener oculto a los mayores. Por las tardes salían de cacería por el jardín para conseguir escarabajos y gusanos con los que llenar la despensa de sus inquietas mascotas. Se sentían contentos, con un regusto de madurez al ser responsables de la vida de otros seres, por muy pequeños que éstos fuesen. Todo fue bien hasta que las hormigas acabaron hartas del encierro involuntario e invadieron el palacio buscando los rayos solares. Tardaron una semana en tomar posesión de la habitación de Mariana y dos días más en hacerse visibles para el resto de los habitantes de la casa. Cuando Brígida reparó en la presencia de los intrusos puso el grito en el cielo. Comenzó con su plan de ataque a los insectos hasta que encontró la fuente de la que provenían y comprendió que esa edificación no había llegado sola hasta el interior del palacio. Mariana lloró como una posesa cuando se percató de la matanza insectil. Las pataletas, berrinches y gritos de «asesinos, asesinos» de la niña descubrieron quién se había encargado de transportarlas hasta allí.

Ésa fue la primera vez que don Luis se planteó la educación de su hija. Según su criterio, la niña se estaba criando como una aldeana a causa del tratamiento amerengado que recibía por parte de las mujeres de la casa, al que por desgracia se había unido la influencia de las malas compañías. Pero el golpe definitivo estaba por llegar.

Dos veces al año, Medina de Rioseco vivía uno de sus grandes momentos con la celebración de una feria que era la envidia de toda la comarca. El ambiente de los jueves de mercado se multiplicaba durante veinte días de marzo y otros veinte de noviembre. Brígida aprovechaba la feria para adquirir los artículos más variopintos, chismorrear a sus anchas con los comerciantes y encontrar los componentes necesarios para elaborar sus famosos guisos. Uno de ellos, el manjar blanco sobre capones, llevaba algunos ingredientes que, pese a no ser demasiado extravagantes, no solían hallarse con facilidad: almendras blancas, zumo de agraz, raíz pelada de jengibre, azúcar blanca y agua de rosas, aunque esta última la podía fabricar ella misma con las rosas del jardín del palacio o podía sustituirla por agua de espliego en el caso de que la señora doña Ana se encontrase mal.

Uno de esos días de feria, Brígida se llevó a Mariana con ella. La niña, que habitualmente salía poco del palacio, abrió los sentidos al bullicio, al movimiento alrededor de los puestos, al sonido de los bolillos de la mujer que vendía encajes, golpeando unos con otros, a los olores de ganado porcino y manzanas asadas mezclados en el aire. La niña se sentía apabullada con tanta gente cerca porque todo el mundo allí parecía demasiado alto, sucio, estrafalario y desconocido. Se aferraba fuertemente a la mano de Brígida mientras ésta discutía con sus aspavientos habituales el precio de los géneros; agitaba tanto las manos para hablar con los mercaderes que la niña se dejaba arrastrar por las sacudidas y se movía de un lado a otro como una muñeca de trapo.

Vio desfilar a extraños personajes que caminaban subidos en zancos, haciendo juegos malabares con bolas de madera que no se caían nunca, a un desdentado con barba medio canosa y uñas renegridas que daba volteretas a cambio de unas monedas, a un muchacho que llevaba atado un perro marrón con sombrerito de paja que caminaba sólo con las patas posteriores, venciendo todas las leyes de equilibrio canino. Brígida le daba un tirón cada vez que sonaba la campana que anunciaba a un leproso o cuando se paraba con la boca abierta frente a alguno de los malabaristas. Pero lo que más le impresionó a Mariana fue la narración de un hombre que explicaba a las gentes a golpe de laúd hazañas increíbles ocurridas en un lugar lejano, repleto de prodigios, de oro y plata, de piedras preciosas y pájaros de mil colores.

Un reino insuperable,

un país de maravillas

de fabuloso paisaje,

y de laguna afamada,

montes de fúlgido oro

y de rutilante plata…

Llevaba consigo un gran cartelón donde aparecían dibujadas las escenas más destacables de lo que narraba en verso, con imágenes en las que se ensalzaban las riquezas del Nuevo Mundo, no sólo materiales y pecuniarias, sino también de gentes y razas, y lo que no hacía soñar a unos, hacía soñar a otros.

Hidalgos hay en las Indias,

carentes de esposas blancas,

aunque abundantes cobrizas

su ardiente lujuria calman…

Los ciudadanos atendían a todo lo que el juglar describía con suma curiosidad, deseosos como estaban por descubrir cómo era aquel lugar que pertenecía al reino, pero que a sus ojos resultaba tan lejano y desconocido como la misma luna.

Y hubo bodas muy felices

que exaltó un genuino amor.

(Muy probable que el promiscuo

conquistador español

no renunciase a sus indias

tan pródigas en el amor).

Y esa última parte la recitaba haciendo ademán de pedir silencio, con la voz susurrante, agachándose y poniendo el dedo índice frente a sus labios como si de un secreto se tratase, haciendo brotar las risas pícaras de la gente que lo escuchaba.

Mariana miraba hechizada al maravilloso narrador. Su embobamiento le hizo perder el miedo a la multitud y pronto dejó de ver y oír al resto de la gente porque ante sus ojos sólo se hallaba ese hombre y su rítmica historia. Él parecía conocerlo todo, y ella quiso saber más de lo que ocurría en aquel lugar de prodigios inauditos. Quería saber lo que él sabía. Brígida no percibió que la manita de la niña se escurría de la suya de la misma manera que el agua de una fuente se escurre por los dedos cuando se la intenta atrapar. La mujer estaba demasiado enfrascada en el fragor de una discusión con un comerciante de especias para darse cuenta de que la niña se deslizaba suavemente y volaba hacia el contador de historias. En un instante apenas perceptible, desapareció entre el bullicio, y a pesar de que pasó muy poco tiempo desde que Brígida dejó de sentir la manita hasta que comenzó a mirar en todas direcciones, no hubo manera de hallarla. La mujer apartaba a la gente que encontraba a su paso a manotazo limpio, con una insoportable angustia que la estaba llevando al borde mismo del desvanecimiento. El calor la sacudía por dentro, pero percibía sus manos sudorosas y heladas. La sangre se le agolpó en el rostro y empezó a verlo todo borroso, como si una nube se le hubiese metido por los oídos e instalado dentro de la cabeza, impidiéndole distinguir a Mariana del resto de las niñas que pasaban por su lado. Recorría las calles sofocada, a voz en grito, lanzando aspavientos y ruegos al Señor, pero poca gente le prestó atención a causa de la algarabía del mercado, y porque su exageración ante cualquier problema era más que conocida en la villa. Buscó desesperadamente entre los tenderetes y las personas que cubrían las calles, pero una niña de seis años era difícil de hallar entre la multitud. Sintió un miedo atroz a que algo le ocurriera, pero intentó no perder la esperanza de que alguien la encontrara, reconociera la alta alcurnia de la niña, la identificara por el inconfundible olor a espliego y la llevara al palacio movido por la posibilidad de una generosa recompensa.

Al fin se convenció de que ella sola no podría encontrarla entre tanto alboroto y de que cuanto más tiempo pasara sería mucho peor. A veces se oían cosas terribles sobre niños robados en los mercados, y la angustia ante esa posibilidad le hizo temblar de miedo. Regresó al palacio envuelta en lágrimas, sin apenas poder balbucear lo que había ocurrido.

—Fue por mi culpa, señor… ¡La niña! No sé dónde está…

Don Luis sintió que la tierra desaparecía bajo sus pies, y de no haber sido porque quería a Brígida como si fuera una madre, la hubiera abofeteado allí mismo. Movilizó a sus escoltas, al maestresala, a su hijo mayor, al jardinero y a todos los que se encontraba en su camino. Salieron a buscarla por las calles bulliciosas de una villa en feria que se apartaba al paso del Almirante y sus hombres.

Doña Ana, que nunca perdía la compostura, se quedó inmóvil, incapaz de reaccionar ante la noticia. Intentó recordar cuáles eran las últimas palabras que le había oído pronunciar a su hijita ese día, pero no se acordaba. Recordaba que le había puesto un lazo en el pelo, que le había hecho prometer que se portaría bien, pero no se acordaba de si la había besado antes de despedirse; lo pensó y repensó, pero no se acordaba. Le dio tantas vueltas que comenzó a sentir el habitual dolor punzante atravesando su cabeza de lado a lado. Supo que sólo se encontraría mejor si su amiga permanecía junto a ella, capaz como siempre de aliviarle los dolores del cuerpo y del alma, y por eso mandó a buscarla. Beatriz, una vez enterada de la noticia, llamó a Rafael para que acudiera también a rescatar a la niña. Lo único que las mujeres podían hacer era esperar que sus plegarias fuesen escuchadas y que el Señor mostrara a los hombres el camino para encontrarla.

Tres largas horas duró la búsqueda de Mariana. Rafael apareció con ella de la mano dando saltitos, más sonriente que nunca, repitiendo la cantinela que había aprendido del juglar, ajena al revuelo que su ausencia había levantado. Cuando don Luis se enteró de que la niña ya estaba en casa, regresó con unos terribles nervios instalados en la boca de su estómago, sin saber a quién pedir explicaciones, con la sensación de que había cosas que su elevada posición no podía controlar. Llegó al palacio todavía con el susto recorriéndole los músculos del cuerpo. Pero su encuentro con Mariana, lejos de tranquilizarlo, le hizo perder aún más la compostura, que ese día parecía querer abandonarlo del todo. Su hija y Alfonso jugaban debajo de la mesa, mientras los demás charlaban sosegados como si de una reunión de comadres se tratase. Parecía que no había ocurrido nada y eso crispó los nervios del Almirante.

—¿Qué ha pasado? ¿Dónde estaba? —espetó intentando impregnar el momento de un poco de severidad.

—La ha encontrado Rafael —dijo su esposa sonriente con la esperanza de que el rescate mejorara las relaciones entre las dos familias.

Rafael consideró que ése era el momento oportuno para explicar dónde había encontrado a la niña, antes de que el Almirante le preguntara.

—Se marchó con el juglar. El hombre iba de calle en calle contando su historia y la niña lo acompañaba sujetando el palo que señalaba las viñetas. Por eso era difícil encontrarla, porque cambiaban de calle a cada rato y…

—¿Mi hija se fue con un juglar? —interrumpió a grito pelado—. ¡Quiero que lo busquen y que lo detengan! ¿Qué pretendía hacer ese hombre? ¿Llevarse a mi hija?

La voz del Almirante iba subiendo de volumen a cada frase. Su ira era la manifestación del susto por la desaparición de la pequeña, de la vergüenza por no ser él quien la había devuelto al hogar, del enojo por saber que la había encontrado alguien a quien no aceptaba de buen grado y de la rabia porque todo el mundo parecía feliz cuando las cosas ese día se habían salido de los cauces que él consideraba aceptables.

Mariana continuaba debajo de la mesa, pero oyó los gritos de don Luis y se echó a temblar. Su padre nunca había empleado un tono de voz tan alto, e intuyó que lo que le tenía tan enfurecido lo había provocado ella; de hecho a lo largo de aquel extraño día, ella fue la protagonista absoluta de todo.

Con un movimiento rápido, don Luis se agachó, levantó el mantel que cubría la mesa del salón y de un manotazo atrapó el vestido de la niña. Asustada, se abrazó con fuerza a Alfonso, pero la determinación del Almirante arrastró por el suelo de mármol a los dos niños hasta que consiguió que salieran. Ella temió que le pegara y se tapó la carita con los antebrazos mientras su padre la tomaba por los hombros zarandeándola de atrás adelante.

—¿Es que quieres matar a tu madre? ¡Tu madre está enferma y mira cómo te comportas! Ya se acabó la vida que has llevado hasta ahora. A partir de este momento actuarás como una dama de tu clase. Dejarás de jugar a todas horas y aprenderás cómo se comporta una señorita.

Mariana hipaba y gimoteaba, más por el susto que por el meneo, que no resultaba doloroso. Los presentes no se atrevían a mediar en esa pequeña pelea que el Almirante tenía con él mismo disfrazado de su hija.

—Mañana ingresarás en el convento para que te instruyan las monjas. Haremos de ti una auténtica dama. No volverás a pasar esas prolongadas tardes de ocio al lado de… —vaciló un momento al darse cuenta de que se encontraban delante los padres de Alfonso y que precisamente ahora les tendría que dar las gracias— al lado de tu amigo. ¡Se acabaron los juegos!

La niña consiguió zafarse de la garras de su padre y se lanzó a la carrera hacia las pomposas y protectoras faldas de Ana y Beatriz. Don Luis mientras tanto disimulaba, como si aquello no le importase, como si su corazón no estuviera latiendo al doble de su velocidad habitual por culpa del desenfreno. Intentó aparentar frialdad y autodominio. Se acercó a Rafael y procedió con lo que él consideraba un agradecimiento.

—Me gustaría recompensarle por lo bien que me ha servido…

Rafael no dejó que siguiera hablando. Sintió que si le dejaba continuar la frase, acabaría por sentirse ofendido con lo que iba a escuchar.

—No me lo agradezca. Beatriz quiere a Mariana con todo su corazón, ella me pidió que fuera a buscarla. Me siento recompensado con verles felices de tener a la niña en casa. Y ahora, si nos disculpan, tenemos que retirarnos.

Cuando la familia de Beatriz abandonó el palacio, Brígida, que no había parado de llorar en toda la tarde, suplicó a don Luis que no llevara a la niña al convento.

—Yo soy la única culpable de lo ocurrido —dijo entre hipidos—. Soy yo la que merece el castigo, y no la niña por mi culpa. —Y siguió llorando postrada a los pies del Almirante, aferrada a su mano por ver si así se ablandaba.

Ése fue el único momento de todo aquel fastidioso día en que don Luis se sintió bien. Al fin tuvo la sensación de que manejaba su vida de nuevo. Se deshizo con un fingido ademán distraído de Brígida, dejándola con la palabra en la boca y las lágrimas en los ojos, mientras mascaba su satisfacción y su complacencia nobiliaria. Pero cuando se quedó solo, tuvo de nuevo esa desagradable sensación de haber sido derrotado por la impotencia, la falta de control y el miedo al qué dirán. De pronto sentía un inmenso pesar por haber chillado a Mariana.

Esa noche fue doña Ana la que acostó a su hija, que todavía gimoteaba sin comprender bien el castigo desmesurado de la expulsión del hogar. Suponía que había hecho algo espantoso, aunque no sabía exactamente qué era. Pensó cuántas otras cosas espeluznantes podría hacer el resto de su vida sin saber que lo eran.

—Madre, yo no quería matarla.

—Lo sé. No me pasa nada, ¿lo ves? Rezaremos juntas para que tu padre mañana quiera hablar con nosotras sobre lo del convento.

Mariana apenas pudo dormir esa noche. Le dio vueltas y vueltas a la cabeza, intentando averiguar cuál de las cosas que había hecho era la que podía haber matado a su madre. Nadie le decía cuál era y ella comenzaba a sentir la desazón de no distinguir con claridad lo bueno de lo malo. Sabía que había un infierno al que iban las personas que cometían pecados, los herejes y las brujas que volaban con escoba. No sabía lo que era un hereje, pero sí había visto brujas alguna vez. Surcaban el cielo en plena noche y pasaban volando delante de su ventana. Brígida se las enseñaba asegurándole que vendrían a llevársela si no se dormía. Pero ella no podía volar en escoba, por eso sabía que no era una bruja; estaba claro que no era por brujería por lo que se la podía llevar el demonio. Había visto representaciones de las almas penantes en la iglesia, dibujadas dentro de las calderas del infierno. Eran hombres y mujeres con la piel llena de llagas que gritaban desesperados entre las castigadoras llamas, con las manos colocadas en señal de súplica, pidiéndole al Todopoderoso clemencia y perdón. El padre Bernardo las mostraba a sus feligreses con una mezcla de devoción y orgullo a la hora de sus sermones más recalcitrantes, y a veces un brillo lujurioso afloraba a sus ojos cuando hablaba de los castigos divinos. Cuando Mariana veía los sufrimientos de aquellas gentes, pensaba que sus pecados debían de ser inmensamente graves para que el Señor les condenara con semejante dureza. Por eso estaba preocupada. Había cometido un pecado sin darse cuenta, y según su padre podría haber matado a su madre, lo que quería decir que en cualquier momento uno de sus actos podría causar una auténtica catástrofe sin que ella tuviera las riendas del asunto. Rezó con pasión en la oscuridad de la alcoba, pidiéndole al Señor perdón y conocimiento para discernir entre lo que era o no pecado.

Mariana tuvo terribles pesadillas. En ellas un grupo de malabaristas desdentados, acompañados por una cuadrilla de perros bailarines, velaban a su madre muerta porque ella había escuchado la historia de un Nuevo Mundo que un hombre narraba en la feria a cambio de dinero.