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Mariana Enríquez llegó al mundo un jueves de mercado en Medina de Rioseco. La plaza Mayor y la de Santa Ana se convertían una vez a la semana en un hervidero de gentes de diversos pelajes dispuestas a hacerse con en el negocio del siglo, y las calles del centro de la villa dejaban que les arrebataran por un día la placidez a la que estaban acostumbradas. La barahúnda de silleros, freneros, comerciantes de pez, armeros, joyeros, tratantes de paños mayores y menores, albarderos, caldereros, cordobaneros, herreros, especieros y mercaderes de todo tipo que se adueñaban de los espacios, convertían a la «muy noble y muy leal ciudad de Medina de Rioseco» en lo que se dio en llamar «la India Chica», asemejando su mercado con las riquezas que provenían del Nuevo Mundo. Los puestos de mercadurías iban apoderándose de las calles desde primeras horas de la mañana, igual que una mano toma posesión de un guante, llenándolo plenamente, hasta colmar su capacidad. Los patos, cerdos, gallos, ovejas y demás animales de corral liberaban acompasados ritmos melancólicos que semana tras semana sonaban igual, convirtiendo el jueves de mercado en una réplica exacta del jueves de mercado anterior. El ruido animal se enredaba con el humano, y el murmullo del regateo perpetuo y el jaleo de los vendedores resonaban por los soportales, entraban y salían entre las columnas de madera, se mezclaban con el gentío y tomaban fuerza para elevarse hasta las nubes. Aquel griterío se canalizaba y se lanzaba al infinito subiendo por las paredes de los edificios como el humo por una chimenea.

Fue por eso que los gritos de doña Ana sonaron amortiguados y ningún habitante del palacio notó nada. Los lamentos y quejas no se oyeron más que en la habitación donde se atendía el parto.

—Chille a placer vuesa merced, que nadie va a acusarla de quejicosa en un trance como éste.

La comadrona ya había asistido los dos anteriores alumbramientos de la esposa del Almirante. Era una mujer gorda, de manos fuertes y rechonchas, y siempre tenía la cara roja, como en perpetuo sofoco, aunque ya hacía unos años que se le había pasado la edad de concebir. Para justificar su existencia y compensar al Señor por su falta de hijos, se encargó de traer al mundo a gran parte de los habitantes de la ciudad. Decidida como estaba a transferir los conocimientos de su oficio antes de pasar a mejor vida, en los últimos tiempos se hacía acompañar por su sobrina, una joven que no parecía demasiado ducha en esos trances y cuya cara, a cada grito de doña Ana, cambiaba y se arrugaba haciéndose partícipe del dolor de la mujer, contagiándose de su sufrimiento. Atendía las órdenes de la matrona tarde, lenta y torpemente, y daba la impresión de que ése era el primer parto que presenciaba y de que, si de ella dependiera, también sería el último.

—Venga, tontaina, acércame los paños —gritó la comadre por ver si espabilaba a la muchacha. Acto seguido, se volvió hacia la parturienta y continuó como si tal cosa—: Empuje señora, no se me desmorone ahora que ya casi está…

En otras circunstancias doña Ana no permitiría que le hablaran así, pero no era ése el mejor momento para ponerse a discutir sobre tratamientos señoriales y, aunque lo hubiese sido, el aspecto de la matrona hacía dudar de si esa mujer era capaz de ser más delicada por mucho que se esmerase. Ante su presencia doña Ana se sentía apocada y dócil como una corderita a punto de ser sacrificada, como una niña pequeña que recibe los regaños de su madre.

Mientras tanto, don Luis Enríquez intentaba ignorar el acto de alumbramiento que se vivía en la habitación de su mujer. En las dos ocasiones anteriores, los nervios se apoderaron de su estómago y de su mente cuando oyó los lamentos jadeantes del parto. Fantaseó cosas terribles, desastres que aquel evento podría ocasionar en la familia. Imaginó a su mujer tumbada en la cama con dosel, sumergida entre los bordados monásticos de las sábanas de su dote, empapada en un líquido intensamente rojo y espeso. Se le representó gritando y retorciéndose de dolor como un alma en pena, lanzando rayos y centellas por los ojos, capaz incluso de ofender al Señor en un momento de enajenación. Tuvo miedo de que algún castigo cayera sobre ellos y que el bebé naciera con la piel escamada o con cola de demonio, como había oído contar que le ocurrió a una familia de comerciantes de Villanubla que todavía estaban vigilados por el ojo implacable del Santo Oficio, lo que hubiera resultado ciertamente vergonzoso. Por fortuna sus dos retoños habían nacido sin ningún síntoma de monstruosidad, así que había decidido no dejarse arrastrar por la imaginación con el nacimiento de la nueva criatura. Llevaba semanas convenciéndose de que no tenía motivos para preocuparse porque su familia siempre había sido profundamente piadosa y los donativos que ofrecían a la Iglesia les aseguraban, sin duda alguna, el favor del Señor ante cualquier contratiempo. Por eso, cuando llegó el momento, se sintió reconfortado y, para distraerse, se dedicó como cualquier otro día a vigilar los asuntos de su señorío. Hacía muy poco tiempo que había heredado de su padre el título de Almirante de Castilla, e intentaba encontrar la mejor manera de servir al monarca, aunque ello supusiera apretarle el cinturón a la villa. Mientras tanto, sus dos hijos jugaban a las batallas ajenos a todo, porque ni siquiera habían reparado en la progresiva gordura de su madre, que se mantuvo bien disimulada bajo los vestidos. Tampoco sus padres quisieron adelantarles la noticia de la llegada al mundo de un nuevo hermanito, intentando evitar así sus posibles e incómodas preguntas.

—¡Es una niña!

—Lo sabía —murmuró doña Ana lacónicamente.

Los últimos nueve meses habían sido los peores de su vida. En los dos embarazos anteriores todo marchó de maravilla y se sintió mejor que nunca. Los dolores de cabeza que heredó de su madre y que comenzaron a atacarla cuando se hizo mujer, no aparecían mientras estaba encinta, pero esta gestación había producido en doña Ana el efecto contrario. Beatriz le dijo que era porque esperaba una hembra y que las sustancias vitales de ella revueltas con las de la niña provocaban una mezcolanza agresiva que daba como resultado esas terribles jaquecas que la postraron durante días enteros y que la convirtieron en una especie de sonámbula los días que podía levantarse. Beatriz, que sabía mucho acerca de los poderes curativos de determinadas piedras y plantas, llenó la casa de flores de espliego que, según aseguraba con convicción docta, espantaban la melancolía, aliviaban los dolores de cabeza y relajaban los sentidos enervados. Plantó espliego por todo el jardín y en las macetas de los balcones, colocó las flores en los jarrones de la casa y una vez que se secaban, las utilizaba para mezclarlas con las plumas de la almohada de doña Ana y para preparar con ellas tisanas y sahumerios. Los días que la jaqueca le impedía levantarse, Beatriz le frotaba el cuerpo de la cabeza a los pies con una esponja empapada en agua de espliego y, antes de que se fuera a dormir, le masajeaba el vientre preñado con un ungüento denso y oloroso producto de la maceración de las flores azules en aceite. A pesar de tanto trajín floral, el remedio del espliego no conseguía aplacar del todo las cefaleas de doña Ana y solamente servía para tranquilizarle los nervios, justo el efecto contrario del que producía en su esposo, que consideraba los perfumes símbolo de promiscuidad y aseguraba que una mujer decente no debería ir oliendo a flores si no quería levantar sospechas de concupiscencia o algo mucho peor. Según los sabios conocimientos de don Luis, sólo las brujas usaban hierbajos, y tanta limpieza corporal y tanto aroma floral la señalaban perniciosamente en la misa de la tarde.

—La única limpieza de la que se tiene que preocupar un buen cristiano es de la espiritual —sentenciaba.

Pese a todo, la posibilidad de que la flor en verdad curara de una vez por todas los dolores de cabeza de su esposa obligaba a don Luis a protestar con la boca pequeña, y a aceptar de forma prudente la parafernalia olorosa. Fue así como el aroma del espliego se impregnó en las paredes, en los vestidos, en los cabellos de las personas y en el pelaje de los animales, de modo que el palacio del Almirante y toda su comitiva rezumaban el intenso aroma de las flores azuladas, que se esparcía por la ciudad al abrir las puertas y las ventanas. El remedio que Beatriz ofreció a doña Ana para curar sus dolores de cabeza perduró como una costumbre en la familia, y durante años el perfume del espliego quedó irremediablemente unido al nombre de los Almirantes de Castilla.

Don Luis todavía no comprendía bien cuál era la razón por la que un hombre de su posición dejaba que algunos de los asuntos de la casa se le escaparan de las manos, pero cuando pensaba en ello, se daba cuenta de que hacerlo notar era reconocer que no tenía toda la potestad que debiera en su hogar, así que fingía que las cosas que sucedían en el palacio estaban totalmente planeadas por él para que ocurriesen. Eso era más o menos lo que le pasaba con Beatriz, la mejor amiga de su mujer. Don Luis no se explicaba por qué la cristiana familia de su esposa había creado unos lazos de amistad tan estrechos con una estirpe de judíos de dudosa conversión. Pero lo peor era ver cómo su consorte se empeñaba en mantener aquella unión y metía a esa mujer en su casa, poniendo en entredicho el buen hacer religioso de la familia Enríquez. A don Luis se le ponía la carne de gallina sólo de pensar que, por algún motivo, el nombre de su linaje se pudiera ver mezclado con alguna de esas nuevas doctrinas de iluminados al dejar entrar en su casa a una cristiana nueva. Parecía que doña Ana no se había percatado de las querellas religiosas que sacudían Europa desde que Lutero, veintitantos años antes, se empeñara en llevar la contraria al Papa al colgar sus noventa y cinco tesis en el portal de la iglesia del castillo de Wittenberg. Por eso el Almirante se encargó de recordárselo.

—¿Y a quién pertenece ese castillo? —preguntó doña Ana inocentemente.

—Eso es lo de menos, lo que importa es el significado de su actuación. —Se mantuvo en silencio, esperando la reacción de ella, pero explotó cuando vio que tardaba en llegar—. Ese hereje se ha dedicado a poner en entredicho nuestros dogmas, ha criticado al mismísimo Papa y las indulgencias. Por si fuera poco, parece ser que esas abominables ideas de Lutero están resultando persuasivas para algunos, y la propagación de la nueva doctrina comienza a hacerse sentir entre los príncipes alemanes. ¡No sé adónde vamos a ir a parar!

La mayoría del tiempo su esposa parecía ajena al mundo y a sus desequilibrios. Cuando él intentaba abrirle los ojos con algún alegato recalcitrante sobre temas que consideraba importantes, ella le quitaba hierro al asunto haciéndole comentarios que no tenían relación con lo que hablaban o quedándose en blanco, mirando al infinito. Le dejaba sin argumentos con unas preguntas absurdas a las que él no encontraba respuestas y que luego se le quedaban por dentro haciendo mella en su conciencia, dejándolo pensativo durante largas horas.

—Eso… ¿cómo se llama? Las indulgencias… Eso es comprar con dinero un lugar en el cielo, ¿no?

—Pues no, no es exactamente eso… —respondió un poco dudoso—. El Papa sólo dijo que se podrían condonar las penas de un alma en el purgatorio a cambio de un donativo para la construcción de la basílica de San Pedro y… bueno, la basílica es una manera de ensalzar a Dios, así que…

—Eso quiere decir que alguien, cualquier persona, sea un ladrón o un asesino, si tiene dinero y compra indulgencias, aunque no se arrepienta… ¿puede ir al cielo, junto a Nuestro Señor?

Su tono era inocente y dulzón, como casi todo en ella. No intentaba ponerle en un aprieto con la pregunta, pero era lo que conseguía. Su mujer le hacía pensar en cosas en las que él no reparaba jamás. Imaginaba que el cielo era más o menos como una prolongación de la vida terrena en las nubes con un fondo de tonos celestes. Nunca creyó que el panadero, el pastor o los mendigos, por muy buenos cristianos que fuesen, pudieran compartir con él plaza en el paraíso. Para don Luis estaba claro que en el cielo, del mismo modo que en la tierra, habría diferencias de sangre, alcurnias y estados. ¿Por qué su esposa lo cuestionaba siquiera y por qué le hacía a él darle vueltas al asunto? ¿Qué clase de pensamientos tenía aquella mujer en su cabeza?

—¡Ves cómo hablas! Si te oyeran… No digas esas cosas delante de nadie, ¿me oyes? Andas cuestionando hasta las decisiones del Papa. Si él dice que con la entrega de limosnas para la construcción de una basílica se va al paraíso, pues se va al paraíso, y sanseacabó… y no eres nadie para contradecirlo, y ya está… ¿Acaso no va a saber él más que tú de esas cosas? —Y masculló—: Esto nos pasa por dejar entrar a tu amiga en esta casa, te llena la cabeza de horrores.

—Pero eres tú el que me lo ha contado, yo sólo pregunto…

—Voy a tener que prohibir la presencia de Beatriz en el palacio —dijo entre dientes para ver la reacción de ella—. Nuestra religiosidad es ejemplar, pero la Inquisición anda pendiente de todo el mundo… y los judíos conversos, ésos… ésos son los más observados. —Miraba a su mujer por el rabillo del ojo, pero ella ya había comenzado a torcer el gesto—. Llegan herejías desde el norte de Europa, el emperador Carlos ha tenido que cerrar las fronteras a cal y canto, y ha adquirido una obligación con el Papa por la que se compromete a reprimir a los apóstatas y… fíjate que pese a todo ya se comenta la existencia de herejes en el mismo Valladolid y…

Pero ella había dejado de escucharle desde el momento en el que nombró a Beatriz y la posibilidad de prohibir su entrada en el palacio. Cuando le hablaba en esos términos de su amiga, doña Ana cambiaba de actitud y mostraba un mohín disgustado. Ése era el único asunto por el que el Almirante se convertía en una persona firme y segura. Luchar contra la amistad que su mujer tenía con Beatriz era algo totalmente imposible, y cada vez que mencionaba el tema, su esposa lo zanjaba dejando de hablarle, ignorando su presencia, alargando los silencios durante días y comunicándose con él a través de un surtido grupo de intermediarios entre los que se encontraban los niños y la servidumbre.

—Brígida, dígale por favor a mi marido que no me encuentro bien, y que esta noche cenaré sola en mi alcoba.

Y lo decía delante de él, con la voz lo suficientemente elevada como para que la oyera, digna como nunca. Se retiraba de la mesa mientras Brígida recogía los platos y la servilleta que había caído de sus rodillas al levantarse, dejando al Almirante de un pésimo humor que iba creciendo poco a poco hasta que no conseguía soportarlo más, cedía y le aseguraba que jamás volvería a hablar de Beatriz ni de su conversa familia.

Las cosas se complicaban aún más cuando doña Ana estaba embarazada, porque su sensibilidad aumentaba en la misma proporción que su vientre. Cualquier cosa que sirviera para atenuar sus malestares, vómitos y dolores de cabeza, don Luis la hubiera aceptado, porque los desasosiegos de doña Ana bloqueaban la vida de la familia Enríquez.

Así era como la amiga de su mujer seguía presente en la casa y en la villa desde que el padre de Beatriz y toda su familia se convirtieron al cristianismo para evitar la obligación de abandonar el país cuando los Reyes Católicos dictaron el decreto de expulsión. El padre de Beatriz era dueño de un próspero negocio de importación y exportación de telas, y había inculcado a su familia que lo más importante en la vida de una persona eran su hogar y sus amigos. Su hogar era Castilla, y el padre de doña Ana, su mejor amigo. Juntos compartían días de caza, tardes de tertulia, ferias de toros y tintos en la bodega. La amistad de los dos hombres salpicó a sus familias y dio de lleno a sus respectivas hijas, que crecieron juntas en una extraña unión que las convertía en algo más que hermanas. Beatriz era una mujer dulce, sensible y siempre sonriente. El negocio familiar la llevó a convertirse en una de las modistas con más prestigio de la zona. Sus bordados y drapeados eran famosos por todo Valladolid. Inventaba trajes con ayuda de pintores y esperaba pacientemente a que las novedades italianas llegaran hasta Castilla a pequeña escala, reposando sobre muñecas que servían de modelos. Ella fue la encargada de confeccionar el traje que doña Ana lució el día de su boda en la iglesia de San Francisco, justo enfrente de la casa que sería su hogar.

Casi todas las tardes Beatriz se encaminaba hasta el palacio de los Almirantes y cosía sus encargos junto a doña Ana, sólo por el placer de disfrutar de la mutua compañía. La amistad entre ambas iba más allá de la charla de mujeres, se había convertido en una compenetración casi mística. Doña Ana no hablaba mucho y siempre parecía un tanto ausente, pero no importaba, porque ese vacío de palabras lo llenaba Beatriz con el ritmo de las suyas. Se pasaba la tarde poniéndole al día de los chismorreos que circulaban por la villa, salpicando las historias con refranes acordes para que todo quedara perfectamente explicado. Doña Ana asentía sonriendo, a pesar de que en la mayoría de las ocasiones no supiera de quién le estaba hablando, porque era tremendamente despistada para recordar los nombres de la gente.

Las dos se quedaron embarazadas a la vez, según dijo Beatriz, porque la fase lunar que regía sus menstruaciones, embarazos y alumbramientos se había sincronizado de tanto permanecer juntas. Beatriz dio a luz dos semanas antes a un hermoso niño rubio al que llamaron Alfonso, que nació tan alegre y despierto como sus padres. El marido de Beatriz, Rafael, era un hombre dicharachero y propenso a la broma fácil. Su carácter contrastaba con el de la gente de la zona, pero a pesar de ello todo el mundo lo respetaba y confiaba en sus predicciones sobre la aparición de las lluvias porque su rodilla, desde que se cayó de un caballo, no le fallaba nunca. Poseían campos de trigo a los que Rafael incorporaba de cuando en cuando novedades agrícolas que imaginaba para mejorar la producción. De él fue la idea de triturar las cagarrutas de las ovejas y mezclarlas con agua para conseguir un buen abono. Al parecer, el estiércol de los bueyes a veces era insuficiente; en cambio, había ovejas defecando por todas partes. Aunque era una buena idea, el engorro que suponía la producción del original fertilizante no atraía para nada al resto de los labriegos y, pese a las múltiples ventajas que Rafael se encargó de proclamar a los cuatro vientos en los lugares de reunión de la villa, el invento sólo lo probó él y en fase experimental. También fue Rafael quien primero se informó sobre el cultivo de maíz y patatas que había llegado como novedad desde el Nuevo Mundo. Por lo visto, el maíz era un producto con grandes posibilidades, algo así como el cerdo, pero de origen vegetal. Lo podían comer los hombres, los animales y las aves, y la hoja verde del maíz permitía purgar a los caballos. Con sus granos se podía hacer pan, gachas, galletas… En el Nuevo Mundo esa semilla era como el trigo en Castilla, y sus hojas y harinas servían para la alimentación y engorde de la ganadería.

Solamente había una cosa que enojaba a Rafael, y era la manera en que el nuevo Almirante de Castilla se empleaba en la administración de Medina de Rioseco. Según él, en su afán por complacer al rey, el Almirante exigía unos impuestos demasiado gravosos para los recursos de la villa. Para Rafael, don Luis era un hombre de la corte que mejor haría si se marchara a vivir cerca del monarca. A pesar de eso, ambos tenían algo en común, existía entre ellos un lazo de unión inquebrantable: sus inseparables esposas, y eso ligaba sus vidas aunque ellos se consideraran la noche y el día.

—Es una niña, don Luis. Ya puede vuesa merced pasar a verlas.

La rubicunda comadrona marcaba el paso delante del Almirante y sus hijos con sus robustas y cadenciosas caderas, mientras se dirigían al dormitorio de la madre a ritmo procesional como si les hubieran colgado un sambenito. Nada más entrar, les dio la impresión de que el tiempo se había parado en aquella habitación. Antes de que el Almirante y sus hijos llegaran, la comadrona y su asustadiza sobrina habían limpiado concienzudamente cualquier posible rastro sanguinolento del parto. La niña había tomado el pecho por primera vez y dormía plácidamente mientras su madre descansaba en la cama, aturdida por el dolor que le entraba como una aguja de calceta por el ojo derecho y atravesaba su cerebro hasta salir por la nuca. Doña Ana yacía inmóvil, con el cabello extendido sobre la almohada, con los ojos cerrados y el ceño fruncido. A su lado, una cuna recubierta de tules protegía a la recién nacida del haz de luz suave que entraba por el hueco de las contraventanas, como un rayo en el que flotaban brillantes las motas de polvo que volaban por la habitación. El aroma, la luz, el blanco de las sábanas… todo daba al conjunto el aspecto de lo que debía de ser la paz celestial. Se asemejaba a las imágenes religiosas de la iglesia del convento de San Francisco que la familia había hecho construir años antes, justo enfrente del palacio, con la intención de proteger a la estirpe de todo tipo de males. Eso confortó a don Luis y le pintó una sonrisa mientras se asomaba para ver a su recién estrenada hija. Levantó las sabanitas y el orgullo despuntó en su rostro. Era justo lo que tenía que ser, un bebé, sin más. Era perfecta, con sus dos bracitos, sus dos piernecitas, con los cinco dedos al final de cada extremidad y, por supuesto, sin rastro de escamas.

Los dos niños se acercaron a la cuna. Luis, el mayor, tenía ya ocho años y podía observar con facilidad en el interior de aquel nido para recién nacidos, pero el pequeño Rodrigo, tres años menor y dos palmos más bajo, se tuvo que conformar con atisbar algo mientras se agarraba al borde del moisés y elevaba al máximo los talones, lo justo para que la pecosa nariz recibiera el aroma de su hermana, una mezcla entre la piel nueva y el espliego que se había filtrado a través del vientre de su madre tras los untuosos masajes diarios.

—¿De dónde ha salido? —preguntó Rodrigo intrigado.

—La cigüeña os ha traído una hermanita —dijo don Luis en tono paternal sin apartar los ojos de la recién nacida.

A Rodrigo aquello le pareció sorprendente. Llevaba ya un tiempo observando a esos pájaros de enorme pico que se instalaban en el campanario de la iglesia y muchas tardes había intentado derribarlos a pedrada limpia sin conseguirlo. Se preguntó por dónde podría haber entrado sin que su perenne vigilancia lo hubiese detectado.

—¿Dónde está la cigüeña?

Don Luis le lanzó una mirada reprobatoria que mantuvo hasta comprobar que el pequeño se había amedrentado, y después se dirigió a su mujer, que permanecía con los ojos cerrados, ajena a todo y a todos.

—¿Qué tal si la llamamos Mariana, en honor a Nuestra Señora?

—Bien.

—Entonces hablaré con el cura, que no quiero que tengamos sorpresas. No sea que ocurra algo, el Señor no lo quiera, y esta pobre alma se condene por no estar bautizada.

La noticia del nacimiento voló hasta la casa de Beatriz, que esa misma tarde se encaminó al palacio de los Almirantes. Brígida, la sirvienta de toda la vida famosa por su tendencia a la exageración, acudió a abrir con su cara de susto más sobresaltada aún que de costumbre. Ella se había encargado de criar al padre de don Luis, a don Luis y ahora cuidaba de los hijos de don Luis. Cuando la puerta del palacio se abrió, el llanto de un bebé se extendió por los pasillos de piedra y descendió las escaleras para saludar. Era un sollozo desesperado y angustiante que lo encharcaba todo.

—No hemos encontrado nodriza, doña Beatriz, y la señora está hoy muy mal con los dolores de cabeza…

Beatriz subió las escaleras lo más rápidamente que pudo. Al abrir la puerta del dormitorio de su amiga, la encontró sentada en el borde de la cama, con los ojos cerrados y el cabello enmarañado por los tirones de pelo que la mujer se daba en un intento vano de arrancar de ese modo el dolor. La niña se agitaba sobre el regazo de su madre, llorando impaciente, muerta de hambre, sofocada y con los puños cerrados en señal inequívoca de protesta. Doña Ana apenas atinaba a desabrocharse el camisón, en una lucha infructuosa por alimentar a su hija, para que de esta forma dejara de llorar y de producir ese ruido ensordecedor que se clavaba como puñales en su cabeza. Beatriz se acercó y se situó de pie frente a ella, colocó los dedos en las sienes de doña Ana y comenzó a trazar círculos con ellos, despacio, muy despacio. Ana emitió un ligero gemido y apoyó la frente en el vientre de su amiga, mientras unas plácidas lágrimas surcaban sus mejillas. Permanecieron unos minutos así, hasta que el cosquilleo de los dedos hizo que la recién parida cerrara los ojos y suavemente se fuera recostando hasta quedar tumbada sobre las almohadas. Después Beatriz tomó a la niña, se sentó en la cama de su amiga y comenzó a desabrocharse el jubón. Mariana se aferró ávidamente al pecho que le estaban ofreciendo y el silencio reinó de nuevo en el aposento.

—A partir de ahora lo haré yo. No se lo diremos a nadie —dijo Beatriz mirando a Ana.

Mariana fue afortunada. Mucha gente no tenía madre pero ella tuvo dos a la vez. Una que le trajo al mundo entre enloquecedores dolores uterinos y encefálicos, de la cual heredó el cabello oscuro y ondulado, el porte gentil de dama noble, las manos delicadamente blancas, el talle breve… y otra que le otorgó el alimento lácteo de su propio cuerpo, en el que iban disueltos el optimismo, la pasión y la fuerza de espíritu. Gracias a sus dos madres, Mariana creció fuerte y sana. Beatriz se encargaba de colocar todas las semanas entre las sábanas de la niña pequeños amuletos contra las enfermedades, los males de ojo y cualquier otra amenaza que pudiera afectar a su buen desarrollo. Ana dejaba hacer a su amiga, a pesar de no creer demasiado en esas cosas y del miedo que le producía pensar qué ocurriría si su marido encontraba los talismanes paganos, pero Beatriz le aseguraba que eran efectivos, y el convencimiento de ésta obligaba a Ana a transigir.

Bajo la protección de las dos mujeres, Mariana pasó los primeros años de su vida en un ensimismamiento dulzón, casi perfecto, donde no existían los peligros, la maldad o la pobreza, donde el azul perfumado del espliego llenó toda su existencia.