PASAMOS bien el invierno, a pesar de que abuelo y yo teníamos que ponernos al día cortando leña. Fue un invierno de grandes heladas. Casi todos los días que queríamos utilizar el alambique, teníamos que hacer fuego para descongelarlo.
Abuelo me explicó que los inviernos duros eran necesarios de vez en cuando. Era la forma que tenía la naturaleza para limpiar las cosas y hacer que crecieran mejor. El hielo rompió las ramas débiles de los árboles, para que sólo las fuertes crecieran. Limpiaba las bellotas blandas y las nueces y las avellanas, para producir una cosecha resistente en las montañas.
Llegó la primavera y el tiempo de la siembra. Sembramos un poco más de grano, pensando aumentar algo nuestra producción de mercancía en el otoño.
Eran tiempos duros y Mr. Jenkins nos dijo que el negocio del güisqui estaba aumentando mientras todo lo demás estaba bajando. Suponía que la gente tenía que beber más güisqui para olvidarse de lo mal que iban las cosas.
En el verano cumplí siete años. Abuela me dio el palo de boda de mis padres. No tenía muchas marcas hechas, pues mis padres no habían estado casados mucho tiempo. Lo puse en mi habitación, a la cabecera de mi cama.
El verano dio paso al otoño, y un domingo Willow John no apareció. Fuimos al claro, pero no le vimos de pie bajo el olmo. Corrí bajo los árboles gritando: «¡Willow John!». No estaba allí. Nos dimos la vuelta y no fuimos a la iglesia. Volvimos a casa.
Todos estábamos preocupados. No había dejado ninguna señal. Abuelo dijo que algo andaba mal.
Decidimos ir a buscarle.
Salimos antes del amanecer aquel lunes por la mañana. Cuando aparecieron las primeras luces ya habíamos pasado la tienda del cruce y la iglesia. Después comenzamos a subir casi en línea recta. Era la montaña más alta que yo he subido nunca. Abuelo tenía que ir despacio y yo podía ir a su paso con facilidad. Era un sendero antiguo y, con la débil luz que había, apenas se le podía distinguir, subiendo y dirigiéndose hacia otra montaña. El sendero iba siempre ascendiendo.
Los árboles se iban haciendo más bajos y retorcidos. En la cima de la montaña había una pequeña hondonada, que no era lo suficientemente amplia para ser llamada valle. Los árboles crecían por sus laderas y las agujas de los pinos alfombraban el suelo. Allí estaba la cabaña de Willow John.
No estaba construida con grandes troncos como la nuestra, sino con palos más pequeños, y estaba metida entre los árboles, apoyada contra la ladera de la montaña.
Habíamos llevado a «Blue Boy» y a «Little Red» con nosotros. Cuando vieron la cabaña, levantaron sus hocicos y comenzaron a lloriquear. No era una buena señal. Abuelo entró el primero. Tuvo que agacharse para entrar por la puerta. Yo le seguí.
Sólo había una habitación en la cabaña. Willow John estaba tumbado sobre una cama de pieles de ciervo y ramas. Estaba desnudo. El largo cuerpo cobrizo estaba marchito como un árbol viejo y tenía una mano sobre el suelo de tierra.
Abuelo murmuró:
—¡Willow John!
Abrió los ojos. Su mirada estaba ausente, pero sonrió.
—Sabía que vendrías —dijo— y por eso esperé.
Abuelo vio un puchero de hierro y me mandó a buscar agua. La encontré escurriendo por unas rocas detrás de la cabaña.
Había un agujero para hacer fuego, justo al lado de la puerta, y abuelo echó trozos de carne de ciervo en el agua. Cuando había hervido mucho tiempo, apoyó la cabeza de Willow John en su brazo y le dio el caldo con una cuchara.
Encontré mantas en un rincón y cubrimos con ellas a Willow John. No abrió los ojos. Llegó la noche. Mantuvimos el fuego encendido. El viento silbaba en la cima de la montaña y parecía que lloriqueaba en las esquinas de la cabaña.
Abuelo se sentó con las piernas cruzadas delante del fuego; la luz iluminaba su cara, transformándola de vieja en más vieja…, haciendo aparecer grietas y precipicios en las sombras de sus pómulos, hasta que lo único que vi fueron sus ojos mirando el fuego: negros, ardientes, no como llamas, sino como ascuas mortecinas. Me acurruqué al lado del fuego y me dormí.
Me desperté por la mañana. El fuego empujaba hacia fuera la niebla que el viento metía dentro. Abuelo continuaba sentado al lado del fuego, como si no se hubiese movido en absoluto en toda la noche, aunque yo sabía que había mantenido el fuego encendido.
Willow John se movió. Nos acercamos a su lado. Sus ojos estaban abiertos. Levantó las manos y señaló:
—Sacadme fuera.
—Hace frío —dijo abuelo.
—Ya lo sé —susurró Willow John.
A abuelo le costó mucho trabajo levantar a Willow John, pues estaba débil, sin fuerzas. Yo intenté ayudar.
Abuelo lo sacó fuera y yo saqué su catre. Abuelo subió por la ladera hasta un punto muy alto y allí pusimos a Willow John sobre las ramas. Lo envolvimos en mantas y le pusimos los mocasines en los pies. Abuelo dobló algunas pieles y le levantó la cabeza, apoyándosela sobre ellas.
El sol salió por detrás de nosotros y se llevó la niebla hasta los valles, buscando la sombra. Willow John miraba hacia el oeste, a través de las montañas salvajes y los valles profundos, tan lejos como podía abarcar la vista, en dirección a Las Naciones.
Abuelo fue a la cabaña y volvió con el cuchillo largo de Willow John. Lo puso en su mano. Willow John levantó el cuchillo y señaló hacia un viejo abeto doblado y retorcido. Dijo:
—Cuando me vaya, poned mi cuerpo ahí, cerca de él. Es el padre de muchos árboles jóvenes y me ha dado calor y protección. Estaré bien. La comida le dará vida otras dos estaciones.
—Así lo haremos —dijo abuelo.
—Díselo a Bee —susurró Willow John—, será mejor la próxima vez.
—Así lo haré —dijo abuelo.
Se sentó cerca de Willow John y cogió su mano. Yo me senté al otro lado y le cogí la otra mano.
—Os esperaré —dijo Willow John a abuelo.
—Llegaremos —contestó abuelo.
Le dije a Willow John que probablemente tenía gripe. Abuela me había contado que la epidemia se extendía por todas partes. Era casi seguro que podíamos ponerle de pie y llevarle montaña abajo para que pudiera quedarse con nosotros. Todo consistía en comenzar a andar, y luego probablemente no habría problemas.
Me sonrió y apretó mi mano:
—Tienes buen corazón, Pequeño Árbol, pero yo no quiero quedarme. Quiero irme. Te esperaré.
Lloré. Le dije a Willow John que se quedara un poco más, que el próximo año sería más cálido. Le dije que la cosecha de nueces sería muy buena aquel invierno, que se podía ver claramente que los ciervos estarían gordos.
Sonrió, pero no me contestó.
Miró a lo lejos, sobre las montañas, hacia el oeste. Como si abuelo y yo ya no estuviéramos allí. Comenzó a cantar su canción de la muerte.
Surgió un tono bajo de su garganta y se fue haciendo cada vez más agudo.
Al cabo de un rato no se sabía si era el viento o era Willow John lo que se oía. Sus ojos se nublaron más y los músculos de su garganta se debilitaron.
Vimos el espíritu irse cada vez más dentro de sus ojos y le sentimos dejar el cuerpo. Hasta que se fue.
El viento sopló por donde estábamos nosotros y movió el viejo abeto. Abuelo aseguró que era Willow John, que tenía un espíritu muy fuerte. Lo miramos, doblando la copa de los árboles, sobre la cima de la montaña, bajando por la ladera y espantando una bandada de cornejas que levantaron el vuelo. Se fueron graznando montaña abajo con Willow John.
Abuelo y yo le vimos perderse de vista sobre las cimas de las montañas. Estuvimos allí sentados mucho tiempo.
Abuelo me dijo que Willow John volvería y le sentiríamos en el aire y le oiríamos en los dedos parlantes de los árboles. Así ocurriría.
Sacamos nuestros largos cuchillos e hicimos el agujero lo más cerca del abeto que pudimos. Lo hicimos muy profundo. Abuelo puso otra manta alrededor del cuerpo de Willow John y lo metimos en el agujero. Puso también dentro del agujero el sombrero de Willow John y dejó el cuchillo largo en su mano, que lo estaba agarrando con fuerza.
Pusimos unas pesadas rocas sobre su cuerpo. Abuelo me explicó que era para mantener alejados a los mapaches, pues Willow John había decidido que debía ser el árbol el que recibiera la comida.
El sol se estaba poniendo al oeste cuando seguí a abuelo bajando por la ladera. Habíamos dejado la cabaña igual que la habíamos encontrado. Abuelo llevaba una camisa de piel de ciervo de Willow John para dársela a abuela.
Cuando llegamos al valle, había pasado ya la media noche. Oí a la paloma plañidera llamando a lo lejos. No le contestaron. Yo sabía que lloraba por Willow John.
Abuela encendió la lámpara cuando entré. Abuelo puso la camisa de Willow John sobre la mesa y no dijo nada.
Después de esto, no volvimos a la iglesia. A mí no me importaba, pues Willow John no estaba allí.
TODAVÍA ESTUVIMOS otros dos años juntos: abuelo, abuela y yo. Quizá supiéramos que se estaba acercando el momento, pero no hablamos de ello. Ahora, abuela iba a todas partes con abuelo y conmigo. Vivíamos intensamente. Mencionábamos cosas, como el color rojo de las hojas durante el invierno —para asegurarnos de que los demás lo veían también— o la violeta más azul de la primavera. De esta forma todos compartíamos los mismos sentimientos.
Abuelo comenzó a andar más despacio. Sus mocasines se arrastraban un poco mientras andaba. Yo llevaba más botes de mercancía en mi saco y comencé a hacer la mayor parte del trabajo duro. No hablamos sobre ello.
Abuelo me enseñó a manejar bien el hacha, de forma que se deslizase por el tronco. Recogía más grano que él, dejando las mazorcas más fáciles de recoger a su alcance, pero nunca dije nada. Recordaba lo que abuelo me había dicho del viejo «Ringer», y hacía que se sintiese útil todavía. Aquel último invierno murió el viejo «Sam».
Le dije a abuelo que suponía que tendríamos que buscar otra mula, pero me contestó que todavía faltaba mucho tiempo para la primavera; era mejor esperar y luego veríamos.
Íbamos más a menudo por el sendero alto: abuelo, abuela y yo. La subida se hacía cada vez más lenta para ellos, pero les encantaba sentarse y contemplar las crestas de las montañas.
Fue en el sendero alto donde abuelo se escurrió y se cayó. No se levantó. Abuela y yo lo bajamos hasta la casa, mientras él repetía:
—Estaré bien dentro de un momento.
Pero no fue así. Lo metimos en la cama.
Billy Pino vino a vernos. Se quedó con nosotros y se sentó al lado de abuelo. Quería oír un violín y Billy Pino lo tocó. Allí, a la luz de la lámpara, con el pelo cortado por él mismo que le caía sobre las orejas, y su largo cuello que sobresalía por encima del violín, Billy Pino tocó. Las lágrimas corrían por su violín y caían sobre sus pantalones de peto.
Abuelo dijo:
—Para de llorar, Billy Pino. Estás estropeando la música. Yo quiero escuchar tu violín.
Billy Pino bromeó y dijo:
—No estoy llorando. He cogido un res-res-resfriado.
Soltó su violín y se tiró a los pies de la cama de abuelo, poniendo la cabeza sobre la colcha. Lloró ruidosamente. Billy Pino nunca podía aguantarse nada.
Abuelo levantó la cabeza y gritó, débilmente:
—¡Maldito idiota! ¡Estás tirando tabaco Águila Roja sobre mi cama!
Yo también lloré, pero no dejé que abuelo me viera.
La parte física de abuelo comenzó a dormirse. Su parte espiritual salió a flote. Habló mucho con Willow John. Abuela le cogió la cabeza entre sus brazos y le murmuró cosas al oído.
La parte física de abuelo volvió. Quería su sombrero y se lo dimos. Se lo puso en la cabeza. Le cogí la mano y sonrió:
—Ha estado bien. Pequeño Árbol. La próxima vez seré mejor. Te veré.
Y se fue de la misma manera que Willow John lo había hecho.
Yo sabía que eso iba a ocurrir, pero no podía creérmelo. Abuela se tumbó en la cama de abuelo, agarrándole con fuerza. Billy Pino lloraba a los pies de la cama.
Salí de la cabaña. Los perros estaban aullando y lloriqueando, pues sabían lo que pasaba. Bajé por el camino del valle y seguí por el atajo. No iba detrás de abuelo y entonces comprendí que el mundo se había terminado.
Estaba ciego, me caí y me levanté. Anduve y me volví a caer. No sé cuántas veces. Llegué a la tienda del cruce y le dije a Mr. Jenkins que abuelo estaba muerto.
Mr. Jenkins era demasiado viejo para caminar y mandó a su hijo, un hombre ya adulto, que fuese conmigo. Me cogió de la mano y me llevó, como si fuese un bebé, pues yo no podía ver el camino ni sabía adónde íbamos.
El hijo de Mr. Jenkins y Billy Pino hicieron la caja. Intenté ayudar. Recordé que abuelo decía que estábamos obligados a ayudar cuando otros intentaban hacer algo por uno. Pero yo no servía de mucha ayuda. Billy Pino lloraba tanto que tampoco servía mucho. Se golpeó el dedo pulgar con un martillo.
Llevaron a abuelo por el sendero alto. Abuela iba delante, y Billy Pino y el hijo de Mr. Jenkins llevaban la caja. Yo iba detrás, con los perros. Billy Pino seguía llorando, lo que hacía muy difícil que yo me contuviera. No quería preocupar a abuela. Los perros aullaban.
Sabía dónde llevaba abuela a abuelo. Le llevaba a su lugar secreto, arriba, en el sendero alto, donde contemplaba nacer el día y nunca se cansó de ello ni de decir: «¡Está naciendo!». Como si cada vez fuese la primera vez que lo veía. Quizá fuese así. Quizá cada nacimiento es diferente y abuelo podía ver que era así y lo sabía.
Era el sitio donde abuelo me había llevado la primera vez y por eso supe que me quería.
Abuela no miró cuando lo enterramos. Volvió la mirada hacia las montañas, muy lejos, y no lloró.
El viento era fuerte en la cima y levantó sus trenzas y las balanceó detrás de su cabeza. Billy Pino y el hijo de Mr. Jenkins bajaron por el sendero. Los perros y yo miramos a abuela un rato; luego, nos fuimos.
Esperamos sentados bajo un árbol, a medio camino del sendero, a que viniera abuela. Cuando llegó, estaba empezando a anochecer.
INTENTÉ LLEVAR la mercancía de abuelo y la mía. Trabajé en el alambique, pero sabía que nuestra mercancía no era tan buena como antes.
Abuela sacó todos los libros de Mr. Wine y me forzó a aprender. Fui solo al pueblo y llevé a casa otros libros. Ahora los leía yo al lado de la chimenea, mientras abuela escuchaba y miraba el fuego. Decía que lo hacía muy bien.
El viejo «Rippitt» se murió y, más tarde, aquel mismo invierno, la vieja «Maud».
Era justo antes de la primavera. Yo venía por El Estrecho, bajando el camino del valle. Vi a abuela sentada en el porche de atrás. Había sacado allí su mecedora.
No me miró cuando bajé por el valle. Estaba mirando hacia arriba, hacia el sendero alto. Yo sabía que se había ido.
Se había puesto el vestido naranja y verde, rojo y dorado que tanto le gustaba a abuelo. Había escrito una nota y la había sujetado a su pecho. Decía:
Pequeño Árbol, debo irme. De la misma manera que sientes los árboles, siéntenos a nosotros cuando escuches. Te esperamos. La próxima vez será mejor. Todo está bien. Abuela.
Llevé su pequeño cuerpo a la cabaña, lo puse sobre la cama y me senté con ella todo el día. «Blue Boy» y «Little Red» también se sentaron allí.
Aquella tarde fui a buscar a Billy Pino y le encontré. Pasó allí la noche conmigo y con abuela. Lloró y tocó su violín. Sonaba como el viento… y Sirio… y las cimas de las montañas… y el día naciendo… y muriendo. Billy Pino y yo sabíamos que abuela y abuelo nos estaban escuchando.
Hicimos la caja a la mañana siguiente. Subimos a abuela por el sendero alto y la pusimos al lado de abuelo. Cogí el viejo palo de boda y enterré los extremos en montones de piedras que Billy Pino y yo pusimos sobre cada tumba.
Vi las marcas que habían hecho por mí, justo al final del palo. Eran marcas profundas y felices.
Me quedé allí hasta el final del invierno, con «Blue Boy» y «Little Red». En la primavera fui al Desfiladero Colgado y enterré el caldero de cobre del alambique y el serpentín. Yo no hacía demasiado bien el güisqui y no había aprendido el negocio como debería haberlo hecho. Sabía que a abuelo no le hubiese gustado que alguna persona hubiese usado el alambique para producir mala mercancía.
Cogí el dinero del negocio del güisqui que abuelo había dejado para mí y decidí ir hacia el oeste, a través de las montañas, hasta Las Naciones. «Blue Boy» y «Little Red» vinieron conmigo. Simplemente, un día cerramos la puerta de la cabaña y nos marchamos andando.
Yo preguntaba si tenían trabajo en las granjas. Si no me dejaban quedarme con «Blue Boy» y «Little Red», me iba. Abuelo decía siempre que un tipo le debe mucho a sus perros.
«Little Red» se cayó por un agujero en un arroyo helado, en Arkansas, y murió como debe morir un perro, en las montañas. «Blue Boy» y yo llegamos a Las Naciones, donde no había ninguna nación.
Trabajamos en las granjas, yendo hacia el oeste, y luego lo hicimos en los ranchos de la llanura.
Una tarde, «Blue Boy» se puso al lado de mi caballo. Se tumbó y ya no pudo volver a levantarse. No podía seguir andando. Lo cogí y lo puse sobre la silla. Dimos la espalda al rojo sol poniente. Nos dirigimos hacia el este.
Perdería el trabajo yéndome de esta manera, pero no me importaba. Había comprado el caballo y la silla por quince dólares y eran míos.
«Blue Boy» y yo íbamos en busca de una montaña.
Antes del amanecer vimos una. No era una montaña demasiado alta. Era más bien una colina, pero «Blue Boy» lloriqueó al verla. Lo llevé hasta la cima cuando el sol apareció por el este. Le cavé una tumba, mientras él miraba tumbado.
No podía levantar su cabeza, pero me hizo saber que lo comprendía, pues estiró una oreja y mantuvo sus ojos fijos en mí. Después cogí la cabeza de «Blue Boy» y lo acaricié. Chupó mi mano todo el tiempo que pudo.
Poco después se fue, suavemente. Dejó caer la cabeza sobre mi brazo. Lo enterré a bastante profundidad y lo cubrí con piedras para protegerlo de los animales.
Con el olfato que tenía, imaginé que «Blue Boy» estaría ya, probablemente, a mitad de camino de nuestras montañas.
No tendría ningún problema para alcanzar a abuelo.