20 De vuelta a casa

LAS horas pasaron mientras íbamos en el autobús con mi cabeza apoyada sobre su pecho, sin hablar ni dormir. El autobús paró dos o tres veces. No nos bajamos. Quizá tuviésemos miedo de que ocurriera algo que nos retuviera allí.

Era por la mañana temprano, pero todavía no había amanecido cuando nos bajamos del autobús al lado de la carretera. Hacía frío y había hielo en el suelo.

Comenzamos a andar por la carretera y al cabo de un rato giramos para ir por el camino de carretas. Vi las montañas. Sobresalían, grandes y más oscuras que la oscuridad que nos rodeaba. Me faltó poco para empezar a correr.

Cuando dejamos el camino de carretas para coger el camino del valle, la oscuridad comenzaba a hacerse gris. Le dije a abuelo de repente que algo no andaba bien.

Se paró.

—¿Qué es, Pequeño Árbol?

Me senté y me quité los zapatos.

—No podía sentir el camino, abuelo —dije.

Se sentía el suelo cálido y subió por mis piernas a todo mi cuerpo. Abuelo se rió. Se sentó también. Se quitó los zapatos y metió sus calcetines dentro. Luego, se levantó y tiró los zapatos en dirección a la carretera, con toda la fuerza que pudo.

—¡Puedes quedarte con esos trastos! —gritó abuelo.

Yo también tiré los míos hacia la carretera y grité lo mismo. Comenzamos a reírnos. Nos reímos hasta que me caí. Abuelo también rodaba por el suelo y las lágrimas le corrían por las mejillas.

No sabíamos con exactitud de qué nos reíamos, pero era más divertido que cualquier cosa de la que nos hubiéramos reído antes. Le dije que si nos viera alguien, pensaría que estábamos borrachos de güisqui. Dijo que suponía que sí, pero que quizá estuviésemos borrachos de alguna forma.

Cuando subíamos por el sendero, la primera mancha rosa tocó la cima. Comenzó a calentarse el día. Los brotes de pino se inclinaron sobre el sendero, tocaron mi cara y sintieron mi cuerpo. Abuelo me dijo que querían asegurarse de que era yo.

Oí la corriente, que estaba susurrando. Corrí y metí la cara en el agua, mientras abuelo esperaba. La corriente me golpeó con suavidad, corrió por mi cabeza y me sintió. Cantó más y más alto.

Ya había bastante luz cuando vimos el tronco sobre el riachuelo. El viento había empezado a soplar. Abuelo me explicó que no estaba lamentándose ni suspirando. Estaba cantando entre los pinos y diciéndoles a todas las cosas de la montaña que yo estaba en casa. La vieja «Maud» ladró.

Abuelo le gritó:

—¡Cállate, «Maud»! —y aparecieron todos los perros atravesando el riachuelo por el tronco.

Todos saltaron sobre mí al mismo tiempo y me tiraron de espaldas. Me lamieron la cara, y cada vez que intentaba ponerme de pie, uno de ellos saltaba sobre mí y volvía a caerme.

«Little Red» quiso hacerse notar saltando con las cuatro patas y girando en el aire. Ladraba cada vez que saltaba. «Maud» comenzó a hacerlo también, y el viejo «Rippitt» lo intentó y acabó cayéndose en el riachuelo.

Nosotros gritábamos, nos reíamos y dábamos golpes cariñosos a los perros cuando pasamos el tronco. Miré hacia el porche, pero abuela no estaba allí.

Ya estaba a la mitad del tronco y me asusté, pues no la veía. Algo me dijo que debía volverme. Allí estaba.

Hacía frío, pero ella sólo tenía puesto su vestido de piel de ciervo. Su pelo brillaba bajo el sol de la mañana. Estaba en la ladera de la montaña, bajo las desnudas ramas de un roble blanco. Miraba como si quisiera vernos sin ser vista.

Grité:

—¡Abuela! —Y me caí del tronco al riachuelo.

No me hice daño. Chapoteé en el agua, que estaba caliente comparada con el frío de la mañana.

Abuelo saltó y abrió las piernas. Gritó:

—¡Whoooooooeeeeeee!

También se cayó al agua. Abuela corrió ladera abajo. Corrió por dentro del río y se tiró sobre mí. Todos rodamos, chapoteando, gritando y llorando.

Abuelo estaba sentado dentro del riachuelo, lanzando agua al aire. Los perros estaban sobre el tronco y nos miraban extrañados de todo aquello. Se figuraban que estábamos locos, según dijo abuelo. Ellos también saltaron.

Una corneja comenzó a graznar posada sobre un pino. Voló bajo, justo por encima de nosotros, y se dirigió al valle. Abuela dijo que iba a decirles a todos que yo había vuelto a casa.

Colgó mi abrigo amarillo al lado del fuego para que se secara. Lo tenía puesto cuando abuelo vino al orfanato. Fui a mi cuarto y me puse mi camisa de ciervo y mis pantalones… y mis mocasines.

Salí corriendo por la puerta hacia el camino del valle. Los perros se vinieron conmigo. Miré hacia atrás y vi a mis abuelos de pie en el porche de atrás, mirando. Abuelo estaba todavía descalzo y tenía un brazo alrededor de abuela. Corrí.

El viejo «Sam» relinchó cuando pasé por el establo y trotó un poco detrás de mí. Subí por el camino, hasta El Estrecho, y luego llegué hasta el Desfiladero Colgado. No quería dejar de correr. El viento cantó a mi lado. Las ardillas, los mapaches y los pájaros salieron a las ramas de los árboles para verme y gritar cuando pasaba. Era una luminosa mañana de invierno.

Volví despacio por el sendero y encontré mi lugar secreto. Estaba exactamente igual que la imagen que abuela me había mandado. Había muchas hojas del color del óxido sobre el suelo, bajo los árboles desnudos, y las hojas rojas del zumaque formaban una frontera imaginaria. Me tumbé un buen rato en el suelo y hablé con los árboles dormidos mientras escuchaba el viento.

Los pinos murmuraron, el viento aumentó y comenzaron a cantar: «Pequeño Árbol está en casa… Pequeño Árbol está en casa. Escuchad nuestra canción. Pequeño Árbol está en casa».

Lo murmuraron primero muy bajo y después lo cantaron más alto, y la corriente lo repitió con ellos. Los perros lo notaron, pues dejaron de olisquear el suelo y se pusieron de pie, con las orejas tiesas, escuchando. Los perros lo sabían, se acercaron más a mí y luego se tumbaron, contentos con lo que sentían.

Todo aquel corto día de invierno estuve allí, en mi lugar secreto. Mi espíritu ya no me dolía. Se había purificado al sentir la canción del viento, los árboles, el riachuelo y los pájaros.

A ellos no les importaba ni sabían cómo funcionaban las mentes humanas, de la misma forma que los hombres no los entendían ni les importaban ellos. Por eso no me hablaron del infierno, ni me preguntaron de dónde venía, ni dijeron nada acerca del mal. No conocían esas palabras y, al poco tiempo, yo también las olvidé.

Cuando el sol se había puesto tras la cima y había mandado su última luz al Desfiladero Colgado, volví a casa con los perros, por el camino del valle.

Cuando éste fue haciéndose azul, vi a mis abuelos sentados en el porche trasero, mirando hacia mí, esperando. Cuando llegué, nos abrazamos todos. No necesitábamos palabras. No las dijimos. Lo sabíamos. Yo estaba en casa.

Cuando aquella noche me quité la camisa, abuela vio las marcas de los palos y me preguntó. Les conté lo que me había pasado, pero dije que no me había dolido.

Abuelo dijo que se lo diría al sheriff, y nadie volvería por mí. Yo sabía que cuando abuelo estaba decidido y lo decía, significaba que nadie vendría. Me explicó que sería mejor no hablarle a Willow John de los latigazos, y le contesté que así lo haría.

Cuando aquella noche estábamos los tres sentados alrededor del fuego, abuelo lo contó. Explicó que habían empezado a sentir cosas malas mientras miraban a Sirio, y entonces, una tarde, al anochecer, apareció Willow John en la puerta.

Había venido andando hasta la cabaña, a través de las montañas. No dijo nada, pero comió sopa con ellos a la luz del fuego. No encendieron la lámpara y Willow John no se quitó el sombrero. Durmió en mi cama aquella noche, pero cuando se despertaron a la mañana siguiente, abuelo dijo que ya se había marchado.

Aquel domingo, cuando él y abuela fueron a la iglesia, Willow John no estaba allí. En una rama del gran olmo, donde siempre nos reuníamos, abuelo encontró un mensaje. Decía que volvería y todo se serenaría. Al domingo siguiente, el mensaje continuaba allí; pero el domingo después de eso, Willow John los esperaba. No dijo dónde había estado y nadie le preguntó.

Abuelo dijo que el sheriff le había mandado un mensaje que decía que era requerido en el orfanato, y allí fue. Me explicó que el reverendo parecía enfermo y le dijo que iba a firmar unos papeles para que yo pudiera volver a casa. Durante dos días le había seguido un salvaje, que había llegado hasta su despacho y le había dicho que Pequeño Árbol debía volver a su casa, a las montañas. Eso fue todo lo que dijo el salvaje. Luego se fue. El reverendo añadió que no quería tener problemas con salvajes ni con paganos.

Entonces supe quién era el que yo había visto andando por la carretera, y al que confundí con abuelo.

Abuelo me dijo que, cuando salió del despacho del reverendo, ya sabía que podía volver, pero no sabía si me gustaba más estar rodeado de chicos… o prefería volver a casa… y, por tanto, me había dejado decidir a mí.

Le expliqué que en cuanto llegué al orfanato ya sabía claramente lo que quería hacer.

Les hablé a mis abuelos de Wilburn. Había dejado mi caja de cartón debajo del roble y sabía que Wilburn la encontraría. Abuela dijo que le mandaría a Wilburn una camisa de ciervo.

Abuelo, por su parte, prometió mandarle un cuchillo largo, pero yo le dije que probablemente Wilburn mataría al reverendo con él. No lo mandó. Nunca volvimos a oír nada más acerca de Wilburn.

Cuando fuimos a la iglesia aquel domingo, yo fui el primero que llegó al roble. Corrí muy por delante de mis abuelos. Willow John estaba de pie, retirado entre los árboles, donde yo sabía que estaría, con el viejo sombrero de ala ancha sobre su cabeza. Corrí lo más deprisa que pude y cogí a Willow John por las piernas y le abracé. Le dije:

—¡Gracias, Willow John!

Él no dijo nada, pero me tocó en el hombro. Cuando levanté la cabeza, sus ojos brillaban, muy adentro.