CUANDO no se sabe adónde se va, siempre parece que es muy lejos. Nadie me lo había dicho. Supuse que abuelo tampoco lo sabía.
No podía ver por encima de los asientos de delante, así que me dediqué a mirar por la ventana las casas y los árboles que dejábamos atrás y después sólo los árboles. Se hizo de noche y ya no pude ver nada.
Me moví un poco alrededor de mi asiento, por el pasillo, y vi la carretera delante de nosotros, brillando con las luces del autobús. Todo parecía igual.
Paramos en una estación de un pueblo y estuvimos allí mucho tiempo, pero no me bajé ni me moví del asiento. Pensé que probablemente estaba más seguro donde estaba.
Después dejamos el pueblo, no había nada más que ver. Mantuve mi saco sobre las piernas, pues me recordaba a mis abuelos. Olía un poco como «Blue Boy». Me quedé dormido.
El conductor del autobús me despertó. Era por la mañana y lloviznaba. Habíamos parado delante del orfanato, y cuando me bajé del autobús una mujer me esperaba bajo un paraguas.
Llevaba un vestido negro que le llegaba hasta el suelo y se parecía mucho a la mujer del traje gris.
No dijo nada. Se agachó, cogió mi etiqueta y la leyó. Hizo señas al conductor del autobús y éste cerró la puerta y se marchó. Ella se enderezó, frunció el ceño y suspiró.
—Sígueme —dijo, y se metió dentro de la verja de hierro, andando despacio. Yo la seguí.
Cuando pasamos por la verja, unos olmos grandes que había a los lados susurraron y hablaron. La mujer no se enteró, pero yo sí. Los olmos habían oído hablar de mí.
Anduvimos por un gran patio hacia unos edificios. Podía seguir su paso con facilidad. Cuando llegamos a la puerta del edificio, la mujer se paró.
—Vas a ir a ver al reverendo —dijo—. Estate callado, no llores y sé respetuoso. Puedes hablar, pero sólo cuando te hagan una pregunta. ¿Entiendes?
Yo le dije que sí.
La seguí por una sala oscura y entramos en una habitación. El reverendo estaba sentado tras un escritorio. No levantó la cabeza. La mujer me sentó en una silla, delante del escritorio. Se fue de la habitación andando de puntillas. Me puse el saco sobre las rodillas.
El reverendo estaba ocupado leyendo unos papeles. Tenía la cara rosa y parecía que se lavaba muy a menudo, pues brillaba. Podía decirse que no tenía ni un pelo, aunque al final me fijé que tenía un poco alrededor de las orejas.
Había un reloj en la pared y me fijé en qué hora era. No lo dije en alto. Podía ver la lluvia escurriendo por la ventana que estaba detrás del reverendo. Levantó la mirada:
—Para ya de mover las piernas —dijo.
Lo hizo en un tono muy duro, y yo paré.
Siguió estudiando los papeles durante un rato. Los dejó y cogió un lápiz al que comenzó a dar vueltas en la mano. Puso los codos en el escritorio y se inclinó para verme, pues yo no era demasiado alto.
—Estamos en unos tiempos muy duros —dijo. Frunció el ceño, como si fuese él personalmente responsable de que los tiempos fuesen duros—. El Estado no tiene dinero para estos asuntos. Nuestra secta ha decidido aceptarte, posiblemente obrando contra el sentido común, pero te hemos aceptado.
Comencé a odiar la secta, que estaba mezclada con todo aquel asunto. No dije nada, pues no me había hecho ninguna pregunta.
Continuó dando vueltas al lápiz, que no estaba afilado de una manera económica porque la punta era demasiado fina. Sospeché que era un derrochador. Comenzó a hablar otra vez:
—Tenemos un colegio al que puedes ir. Se te asignarán pequeños trabajos. Todos aquí hacen algún trabajo; algo a lo que probablemente no estarás acostumbrado. Tienes que seguir las reglas. Si las rompes serás castigado —tosió un poco—. No tenemos ningún indio aquí, ni mestizos ni nada de eso. Además, tu padre y tu madre no estaban casados. Tú eres el primero, el único bastardo que hemos aceptado nunca.
Le dije lo que me había dicho abuela, que los cheroquis habían casado a mis padres. Me contestó que lo que hacían los cheroquis no contaba para nada, y además no me había preguntado nada.
Estuvo meditando un rato sobre este asunto. Se levantó y dijo que su secta creía que había que ser bueno con todo el mundo. Bueno, con los animales y todos los demás seres.
Me explicó que no tenía que asistir a las misas ni a la capilla por la tarde; como era un bastardo, la Biblia decía que no podía salvarme. Añadió que, si quería, podía ir a escuchar, si estaba callado y me sentaba en la parte de atrás.
Todo aquello no me importó mucho, pues abuelo y yo habíamos dejado aparte los aspectos técnicos de la religión.
Me dijo también que veía en los papeles que tenía sobre el escritorio que abuelo no estaba preparado para criar a un niño y que, probablemente, yo nunca había tenido ningún tipo de disciplina. Eso último era cierto, porque yo no recordaba haberla tenido nunca. Añadió que abuelo había estado una vez en la cárcel.
Le conté que una vez había estado a punto de que me colgaran. Dejó de dar vueltas al lápiz y abrió mucho la boca:
—¿Estuviste a punto de qué? —dijo.
Dije que había estado a punto de ser colgado por la ley, pero conseguí escaparme. Le expliqué que, de no haber sido por los perros, suponía que me hubiesen colgado. No le dije dónde estaba el alambique porque esto podía haber sido el final de nuestro negocio, para abuelo y para mí.
Volvió a sentarse ante su escritorio y se cogió la cara con las manos, como si estuviese llorando. Movió la cabeza hacia delante y hacia atrás:
—Sabía que esto no era lo que debíamos haber hecho —dijo.
Lo repitió dos o tres veces. Yo no estaba muy seguro de qué era lo que no debían haber hecho.
Estuvo sentado tanto tiempo con la cabeza entre las manos, que sospeché que estaba llorando. Comencé a sentirme tan mal con aquel tipo como con toda aquella situación, y lamenté haber contado que casi me cuelgan una vez. Estuvimos así sentados un gran rato.
Le dije que no llorara, que no había sufrido ningún daño y que no debía preocuparse por eso; el viejo «Ringer» había muerto, pero no había sido culpa mía.
Levantó la cabeza y dijo:
—¡Cállate! No te he preguntado nada.
Volvió a coger los papeles.
—Veremos…, lo intentaremos, con la ayuda del Señor. Puede ser que tu sitio sea un reformatorio —dijo.
Hizo sonar una campana pequeña que había sobre su escritorio y la mujer llegó enseguida. Supuse que había estado al lado de la puerta todo el tiempo.
Me dijo que la siguiera. Cogí mi saco, lo puse sobre mi hombro y dije:
—¡Gracias! —pero no dije reverendo.
Aunque yo fuese un bastardo y, por tanto, fuera a ir al infierno, no quería ir más deprisa de lo necesario y todavía no había aclarado si había que decir «reverendo» o «señor». Como decía abuelo, si no se está totalmente obligado, no tiene sentido correr riesgos innecesarios.
Cuando bajamos a la habitación, se levantó el viento y golpeó la ventana con fuerza. La mujer se volvió y miró. El reverendo también miró hacia la ventana. Yo sabía que estaban llegando noticias mías desde las montañas.
Mi cama estaba en una esquina, separada de todas excepto de una, que estaba bastante cerca. Era una habitación grande y había veinte o treinta niños que dormían allí. La mayoría de ellos eran mayores que yo.
Mi trabajo consistía en ayudar a barrer la habitación todas las mañanas y todas las tardes. Lo hacía con facilidad, pero cuando no barría bien por debajo de las camas, la mujer me hacía volver a barrer. Eso ocurría con bastante regularidad.
Wilburn dormía en la cama más cercana a la mía. Era mucho mayor que yo; quizá tuviese once años. Me dijo que tenía doce. Era alto y delgado y tenía pecas por toda la cara. Me explicó que nunca iba a ser adoptado por nadie, y que iba a quedarse allí casi hasta que tuviera dieciocho años; que aquello no le importaba lo más mínimo y que, cuando saliese de allí, iba a volver para quemar el orfanato.
Tenía un pie postizo. Era el pie derecho, y cuando andaba se le metía hacia dentro, golpeándole la pierna izquierda. La parte derecha de su cuerpo tampoco se movía con normalidad.
Wilburn y yo no jugábamos a ningún juego en el patio. Él no podía correr y yo era muy pequeño y no sabía jugar. Decían que los juegos no eran para los bebés.
Los dos nos sentábamos bajo un gran roble en la esquina del patio durante el tiempo de juego. A veces, cuando la pelota se iba lejos, yo corría, la cogía y se la volvía a lanzar a los niños que estaban jugando. Era un buen lanzador.
Hablé con el roble. Wilburn no lo sabía, pues yo no utilizaba palabras. Era un roble viejo. Con la proximidad del invierno había perdido la mayoría de sus hojas parlantes, pero usaba sus dedos desnudos en el viento para hablarme.
Me susurró que empezaba a quedarse dormido, pero que iba a esforzarse en mantenerse despierto para decir a los árboles de la montaña que yo estaba allí. Les mandaría la noticia con el viento. Le contesté que se lo contase también a Willow John. Así lo haría.
Me encontré una canica azul debajo del árbol. Se podía ver a través de ella, y cuando uno se la ponía en un ojo y cerraba el otro todo parecía azul. Wilburn me explicó lo que era, pues yo nunca había visto una canica.
Me aseguró que las canicas no eran para mirar a través de ellas, sino para empujarlas con el dedo y meterlas en un agujero que se hacía en el suelo; pero si yo hacía eso con la mía, alguien me la quitaría. Suponía que alguien la había perdido.
Wilburn dijo que las cosas son para el que se las encuentra, y que los otros podían irse al infierno. Metí la canica en mi saco.
De vez en cuando todos los niños se ponían en fila en la sala, cerca de la oficina, y llegaban unos hombres y mujeres y los miraban. Estaban buscando a alguien a quien adoptar. La mujer del pelo blanco que nos tenía a su cargo me dijo que yo no tenía que ponerme en la fila. Nunca me puse.
Yo los miraba desde la puerta. Podía adivinarse a quién escogían. Se paraban delante del que querían y le hablaban. Luego iban todos a la oficina. Nadie habló nunca con Wilburn.
Me explicó que no le importaba en absoluto; no era así. Todos los días que tenían que ponerse en fila, Wilburn se ponía una camisa limpia y pantalones de peto. Yo lo miraba.
Cuando estaba en la fila, sonreía siempre a los que pasaban y escondía el pie postizo detrás de la otra pierna. Pero no hablaban con él. Todas las noches, después de las ocasiones en que había que ponerse en fila, Wilburn se hacía pis en la cama. Decía que lo hacía deliberadamente para indicar lo que pensaba de las malditas adopciones.
Cuando Wilburn se hacía pis en la cama, la mujer del pelo blanco le hacía llevar su colchón y sus sábanas afuera y tenderlas al sol. Decía que no le importaba y que si le fastidiaban mucho se haría pis en la cama todas las noches.
Me preguntó qué iba a hacer yo cuando fuera mayor. Le contesté que iba a ser un indio, como abuelo y Willow John, e iba a vivir en las montañas. Me asustó al decirme que él iba a asaltar bancos y orfanatos. Añadió que también robaría las iglesias si averiguaba dónde guardaban el dinero. Probablemente mataría a todos los que mandaban en los bancos y los orfanatos, pero no me mataría a mí.
Lloraba por las noches. Nunca le dije que lo sabía, pues él se ponía la manta sobre la boca y, por tanto, me imaginé que no quería que nadie se enterara. Le animé diciéndole que probablemente le podrían curar el pie cuando saliera del orfanato. Le di mi canica azul.
Las misas de la capilla se celebraban al atardecer. Yo no iba; tampoco iba a la cena. Esto me daba la oportunidad de mirar hacia Sirio. Había una ventana en la pared de mi cuarto, delante de mi cama, y desde allí podía ver muy bien la estrella. Aparecía al anochecer con una luz muy débil y brillaba más y más a medida que la noche iba avanzando.
Sabía que mis abuelos la estarían mirando y también Willow John. Estaba delante de la ventana una hora cada noche, mirando hacia Sirio. Le dije a Wilburn que si no iba a la cena alguna noche, podría mirar la estrella conmigo, pero le hacían ir a la capilla y no quería dejar la cena. Nunca la miró.
Al principio, cuando comencé a mirarla, intentaba pensar cosas durante el día para recordarlas por la noche, pero me di cuenta de que no era necesario.
Todo lo que tenía que hacer era mirar. Abuelo me mandaba recuerdos de cuando él y yo estábamos sentados en la cima de la montaña viendo nacer el día, con el sol iluminando el hielo y lanzando destellos. Le oía claramente decir:
—¡Está naciendo el día!
Luego llegaba el viento y yo decía:
—Sí, señor. ¡Está naciendo!
Abuelo y yo volvíamos a perseguir zorros, mirando a Sirio, con «Blue Boy» y «Little Red» y el viejo «Rippitt» y «Maud». Nos moríamos de risa observando al viejo «Rippitt».
Abuela mandaba recuerdos de cuando recogíamos raíces y de las veces que derramaba azúcar en la comida que hacía con las bellotas. También de la vez en que nos vio a abuelo y a mí de rodillas en el sembrado rebuznando al viejo «Sam», como si fuéramos mulas.
Me mandaba imágenes de mi lugar secreto. Todas las hojas se habían caído, estaban en el suelo y eran marrones, del color del óxido, y amarillas. Las hojas rojas de un zumaque rodeaban el lugar, como si fuesen un círculo de antorchas encendidas que no dejaban pasar a nadie más que a mí.
Willow John me enviaba imágenes de los ciervos de la parte alta de la montaña. Nos reíamos de aquella vez en que yo le puse la rana en el bolsillo de la chaqueta. Las imágenes de Willow John eran algo borrosas, pues sus sentidos estaban alterados. Él estaba enfadado.
Todos los días miraba las nubes y el sol. Si estaba nublado no me era posible mirar hacia Sirio. Cuando esto ocurría, me ponía frente a la ventana y escuchaba el viento.
Me matricularon en un colegio. Hacíamos operaciones con números, que yo ya sabía hacer, pues Mr. Wine me había enseñado. Una mujer grande y gorda daba las clases. Era dura y no toleraba ninguna tontería.
Una vez nos enseñó un dibujo de una manada de ciervos saliendo de una corriente de agua. Estaban unos sobre otros y parecía que se estaban empujando para salir. Preguntó que si alguien sabía lo que estaban haciendo.
Un niño dijo que estaban escapando de algo, probablemente de un cazador. Otro, que no les gustaba el agua y se daban prisa para salir de ella. La profesora dijo que, efectivamente, era eso lo que estaban haciendo. Levanté la mano.
Dije que se veía claramente que se estaban apareando, pues los que estaban arriba eran ciervos machos, y hembras las de abajo; también podía saberse por los árboles y los matorrales que era la época del año en que se aparean.
La mujer gorda se quedó estupefacta. Abrió la boca, pero no dijo nada. Alguien se rió. Se puso la mano en la frente, cerró los ojos y soltó el dibujo. Vi claramente que estaba enferma.
Dio un par de pasos hacia atrás antes de recuperar sus sentidos. Luego corrió hacia mí. Todos se callaron. Me cogió del cuello y comenzó a zarandearme. Su cara se puso roja y empezó a gritarme:
—¡Debería haberlo sabido…, todos deberíamos haberlo sabido…, suciedad…, suciedad… es lo único que saldrá de ti…, pequeño bastardo!
No tenía ni idea ni podía imaginarme a qué se refería ni por qué gritaba, así que me quedé sin hacer nada. Me zarandeó un poco más y luego me dio un golpe con la mano en la parte de atrás del cuello y me echó a empujones del aula.
Fuimos por el pasillo hasta el despacho del reverendo. Me hizo esperar fuera y cerró la puerta detrás de ella. Les pude oír hablar, pero no entendía lo que decían.
Al cabo de un rato salió del despacho del reverendo y se fue por el pasillo sin mirarme. El reverendo estaba de pie en la puerta. Dijo en voz muy baja:
—Entra —y yo entré.
Sus labios estaban un poco abiertos, como si fuera a sonreír, pero no sonrió. Se pasaba la lengua por los labios. Tenía gotas de sudor en la cara. Me dijo que me quitara la camisa, y así lo hice.
Tuve que bajarme los tirantes del pantalón de peto y cuando me quité la camisa tuve que sujetarme los pantalones con las manos. El reverendo sacó un palo largo de detrás del escritorio.
Me dijo:
—Has nacido del mal y, por tanto, sé que el arrepentimiento no forma parte de ti, pero alaba a Dios. Vas a aprender a no contagiar tu mal a otros cristianos. No puedes arrepentirte…, ¡pero debes gritar!
Me azotó la espalda con el palo. La primera vez me dolió; pero no lloré ni grité. Abuela me había enseñado. Una vez que me machaqué la uña del pie me enseñó cómo los indios aguantan el dolor. Dejan que su parte física duerma y con su parte espiritual se van del cuerpo y ven el dolor, en lugar de sentirlo.
La parte física sólo siente el dolor físico. La parte espiritual siente únicamente el dolor espiritual. Por tanto, dejé dormir a mi parte física.
El palo golpeó una y otra vez mi espalda. Al cabo de un rato se rompió. El reverendo cogió otro palo. Jadeaba mucho:
—El mal es testarudo —dijo mientras jadeaba—. Pero alaba a Dios. El bien permanecerá.
Continuó azotando hasta que me caí. No estaba demasiado fuerte, pero me puse de pie. Abuelo decía que si uno podía mantenerse de pie, era que probablemente estaba bien.
El suelo se movía un poco, pero vi claramente que resistiría. El reverendo se había quedado sin aliento. Me dijo que me pusiera la camisa. Así lo hice.
La camisa absorbió algo de la sangre. La mayor parte había escurrido por mis piernas hasta los zapatos, pues no llevaba ropa interior que la empapara. Esto hizo que los pies se me quedaran pegajosos.
El reverendo dijo que me tenía que ir a la cama y que estaría castigado sin cenar durante una semana. De todas maneras, nunca cenaba. Añadió que no podría volver a clase ni salir de la habitación durante esa semana.
Me sentí mejor sin usar los tirantes, de modo que aquella noche me sujeté los pantalones de peto con las manos mientras miraba a Sirio desde la ventana.
Les hablé a mis abuelos y también a Willow John de lo que me había ocurrido. Les dije que no tenía ni la menor idea de lo que había hecho para que la mujer se pusiera enferma, ni de por qué estaba así el reverendo. Les dije que quería ser bueno, pero que el reverendo decía que no podía serlo, pues había nacido del mal y no podía cambiar.
Le conté también a abuelo que me parecía que probablemente no podía hacer nada en aquella situación, y que quería volver a casa.
Fue la primera vez que me quedé dormido mirando a Sirio. Wilburn me despertó y me levantó de debajo de la ventana cuando volvió de cenar. Me dijo que había dejado la cena tan pronto como pudo para venir a ver qué me pasaba. Aquella noche tuve que dormir sobre mi estómago.
Wilburn dijo que cuando fuese mayor y dejase el orfanato y se dedicara a asaltar bancos, orfanatos y cosas así, mataría al reverendo. Y que no le importaba ir al infierno por eso.
Todas las noches después de aquello, cuando el anochecer traía a Sirio, les decía a mis abuelos y a Willow John que quería volver a casa. No veía las imágenes que me mandaban, ni oía nada. Quería volver a casa. Sirio se volvió roja, luego blanca y luego roja otra vez.
Tres noches después, Sirio estaba escondida entre grandes nubarrones. El viento tiró un poste de la luz y el orfanato se quedó a oscuras. Supe que me habían oído.
Comencé a esperarlos. El invierno avanzó. El viento se hizo más frío y gemía por la noche alrededor del edificio. A algunos no les gustaba aquello, pero a mí sí.
Fuera, yo pasaba todo el tiempo bajo el roble. Debía estar durmiendo, pero me contestó que no lo estaba para poder estar conmigo. Hablaba despacio y bajo.
Cuando ya era tarde, justo antes de que entrásemos todos, creí ver a abuelo. Era un hombre alto y llevaba un gran sombrero negro. Se alejaba de mí, bajando por la calle. Corrí hacia la verja de hierro y grité:
—¡Abuelo! ¡Abuelo! —pero él no se dio la vuelta.
Corrí siguiendo la verja hasta que se acabó. Le vi que desaparecía. Grité lo más alto que pude:
—¡Abuelo! ¡Soy yo, Pequeño Árbol! —pero no oyó nada y se fue.
La mujer del pelo blanco nos dijo que la Navidad estaba muy cerca y que todos debíamos sentirnos muy felices y cantar. Wilburn estaba fastidiado porque cantaban muchas canciones en la capilla, tenían que aprenderse las canciones y los favoritos se ponían de pie alrededor del reverendo, como si fueran pollitos, vestidos con sábanas blancas. Mientras cantaban, tocaban campanitas. Yo los oía.
La mujer del pelo blanco nos aseguró que iba a venir Papá Noel. Pero para Wilburn todo aquello era un montón de porquería.
Dos hombres trajeron un árbol y lo metieron dentro. Estaban vestidos como los políticos. Se reían y bromeaban. Dijeron:
—Mirad esto que os hemos traído, chicos. ¿No es bonito? Ahora ya tenéis vuestro propio árbol de Navidad.
La mujer del pelo blanco pensó que era muy bonito e hizo que todos dijesen a los políticos que era muy bonito y les diesen las gracias. Todos lo hicieron.
Yo no. No había ninguna razón para que hubiesen cortado el árbol. Era un pino macho y murió allí, en el pasillo, lentamente.
Los políticos miraron sus relojes; no podían quedarse mucho tiempo, pero querían que todos fuesen felices. Querían que cogiésemos papel rojo y lo pusiéramos en el árbol. Todos lo hicieron, excepto Wilburn y yo.
Los políticos se fueron gritando «¡Felices Pascuas!», mientras salían por la puerta. Todos nos quedamos allí mirando el árbol un rato.
La mujer del pelo blanco se entusiasmó diciendo que el día siguiente era Nochebuena y Papá Noel llegaría con regalos hacia el mediodía. Wilburn dijo:
—¿No es ésa una hora muy rara para Papá Noel?
La mujer del pelo blanco se enfadó con Wilburn. Le dijo:
—Wilburn, dices eso todos los años. Sabes muy bien que Papá Noel tiene que ir a muchos sitios. También sabes que él y sus ayudantes tienen el derecho de estar con sus familias en Nochebuena. Deberías estar agradecido de que tengan tiempo, a cualquier hora, para venir y darte un regalo.
Wilburn respondió groseramente:
—¡Y una mierda!
Efectivamente, al día siguiente llegaron cuatro o cinco automóviles a la puerta. Se bajaron unos hombres y mujeres que llevaban paquetes. Iban con gorros pequeños y algunos llevaban campanillas en las manos. Hacían sonar las campanas y gritaban:
—¡Felices Navidades!
Lo gritaron una y otra vez. Eran los ayudantes de Papá Noel, que llegó el último.
Llevaba un traje rojo y tenía almohadones metidos bajo su cinturón. La barba no era de verdad, como la de Mr. Wine. La llevaba atada y colgaba flácida bajo su boca. No se movía cuando hablaba. Gritaba:
—¡Ho, ho, ho! —y continuó haciéndolo igual todo el rato.
La mujer del pelo blanco nos dijo que todos debíamos sentirnos felices y gritar «¡Felices Navidades!». Todos lo hicieron.
Una mujer me dio una naranja y yo le di las gracias. Se quedó de pie a mi lado y me dijo:
—¿No quieres comerte una naranja tan buena?
Para que se pusiera contenta, me la comí mientras me miraba. Estaba buena. Le volví a dar las gracias. Le dije que era una buena naranja. Me preguntó que si quería otra. Le contesté que creía que sí. Se marchó a alguna parte y nunca me dieron otra naranja. A Wilburn le dieron una manzana. No era tan grande como las que Mr. Wine olvidaba siempre que tenía en el bolsillo.
Pensé que hubiese sido bueno guardar un trozo de naranja, y lo tendría si la mujer no me hubiese forzado a comérmela. Lo hubiese cambiado por un trozo de la manzana de Wilburn. También me gustaban las manzanas.
Las mujeres comenzaron a hacer sonar las campanas y a gritar:
—¡Papá Noel va a dar los regalos! ¡Poneos en círculo! ¡Papá Noel tiene algo para ti!
Todos nos pusimos en círculo.
Cuando Papá Noel decía un nombre, el niño tenía que ponerse de pie mientras Papá Noel le daba golpecitos en la cabeza y le acariciaba el pelo. Luego había que darle las gracias.
Una de las mujeres gritaba sin cesar:
—¡Abre tu regalo! ¿No vas a abrir tu bonito regalo?
Con esto se armó una gran confusión cuando ya habían repartido bastantes regalos, pues las mujeres iban en todas direcciones, intentando seguir a todo el mundo.
Recibí mi regalo y di las gracias a Papá Noel. Me acarició la cabeza mientras decía:
—¡Ho, ho, ho!
Una mujer comenzó a decirme que lo abriera, que era justamente lo que yo estaba intentando hacer. Por fin pude quitarle el papel.
Era una caja de cartón con un dibujo de un animal. Wilburn dijo que era el dibujo de un león. La caja tenía un agujero y había que tirar de una cuerda que tenía. Entonces sonaba como un león, según decía Wilburn.
La cuerda estaba rota, pero yo la arreglé haciendo un nudo. El nudo no pasaba por el agujero y el león no rugía mucho. Le dije a Wilburn que a mí aquello me recordaba más el sonido de una rana.
A Wilburn le regalaron una pistola de agua, pero tenía un agujero. Intentó disparar con ella, pero el agua salía mal. Wilburn dijo que él llegaba más lejos haciendo pis. Le animé diciéndole que probablemente podríamos arreglarla si tuviésemos algo de caucho, pero yo no sabía dónde habría un árbol de caucho por allí cerca.
Pasó una mujer dando una barrita de caramelo a cada uno. Me dio una. Volvió a cruzarse conmigo y me dio otra barrita. La compartí con Wilburn.
Papá Noel comenzó a gritar:
—¡Adiós a todos! ¡Os veré el próximo año! ¡Felices Navidades!
Todos los hombres y las mujeres comenzaron a gritar la misma cosa y a tocar sus campanas.
Salieron por la puerta de delante, se metieron en sus coches y se fueron. Todo se quedó tranquilo desde ese momento. Wilburn y yo nos sentamos en el suelo, cerca de nuestras camas.
Wilburn me contó que los hombres y las mujeres formaban parte de una asociación que había en la ciudad, y de un club de campo.
Venían todos los años para sentirse bien y a tranquilizar sus conciencias y poder así luego irse a emborrachar. Añadió que estaba cansado de todo aquello. Cuando saliese del orfanato no iba a prestarle la menor atención a la Navidad.
Justo cuando comenzaba a anochecer, tuvieron que ir todos a misa. Me quedé solo, y cuando fue oscureciendo les oí cantar. Me acerqué a la ventana. El aire estaba limpio y el viento callado. Cantaban algo sobre una estrella, pero no era Sirio, pues los escuché con atención. Vi salir a Sirio. Brillaba.
Estuvieron mucho tiempo cantando en la capilla, así que pude mirar a Sirio hasta que se elevó mucho. Les dije a mis abuelos y a Willow John que quería volver a casa.
El día de Navidad tuvimos una gran comida. Nos dieron una pata de pollo a cada uno y un cuello o una molleja. Wilburn dijo que siempre era así, y que se imaginaba que criaban pollos especiales, que sólo tenían patas, cuellos y mollejas. A mí me gustó el mío y me lo comí entero.
Después de la cena nos dejaron hacer lo que quisiéramos. Hacía frío fuera y todos se quedaron dentro, menos yo. Me fui al jardín con mi caja de cartón y me senté bajo el roble. Estuve allí mucho tiempo.
Ya estaba casi anocheciendo y tenía que irme ya para dentro cuando miré hacia el edificio.
¡Allí estaba abuelo! Salía de la oficina y venía hacia mí. Solté la caja de cartón y corrí hacia él todo lo deprisa que pude. Abuelo se arrodilló, nos abrazamos y no dijimos nada.
Estaba oscureciendo y no podía ver la cara de abuelo bajo su gran sombrero. Me dijo que había venido a verme, pero que tenía que volver a casa. Abuela no había podido venir.
Yo me quería ir con él —nunca me había sentido peor—, pero tenía miedo de que eso le causara problemas a abuelo. Por eso no le dije que me quería ir a casa. Anduve con él hasta la verja. Nos volvimos a abrazar, pero abuelo se fue andando. Caminaba despacio.
Estuve allí un momento, mirando cómo se alejaba en la oscuridad. Se me ocurrió que, probablemente, abuelo tuviese problemas para encontrar la estación de autobuses. Le seguí, porque, a pesar de que no sabía dónde estaba la estación, quizá pudiera ayudarle.
Dejamos la carretera. Yo iba siempre siguiéndole y luego fuimos por unas calles. Le vi cruzar una calle y llegar a la estación de autobuses. Había luces donde él estaba. Me quedé parado en la esquina.
Todo estaba en silencio, pues era el día de Navidad y, prácticamente, no había nadie en la calle. Esperé un poco y grité:
—Abuelo, probablemente puedo ayudarte a leer los letreros de los autobuses.
Abuelo no pareció sorprendido. Me hizo señas de que me acercase. Corrí. Nos quedamos en la parte de atrás de la estación, pero yo no sabía bien qué autobús teníamos que tomar.
Al cabo de un rato, un altavoz le dijo a abuelo que aquél era su autobús. Fuimos juntos hasta él. La puerta estaba abierta y nos quedamos allí un momento. Abuelo miraba a alguna parte. Le tiré de los pantalones. No tiré como lo había hecho después del funeral de mamá, pero tiré. Abuelo me miró. Le dije:
—Abuelo, quiero volver a casa.
Me miró durante mucho rato. Se agachó, me cogió en brazos y me depositó en el autobús. Se subió y sacó su bolsa.
—Pago por mí y por mi chico —dijo abuelo, y lo dijo con voz dura. El conductor del autobús le miró y no se rió.
Abuelo y yo fuimos a la parte de atrás del autobús. Yo esperaba que el conductor se diese prisa y cerrase la puerta. Al cabo de un rato lo hizo y arrancamos, dejando atrás la estación.
Abuelo puso sus brazos alrededor de mí y me senté sobre sus piernas. Apoyé la cabeza en su pecho, pero no me dormí. Observé el viento. Estaba frío a causa del hielo. No había calefacción en la parte de atrás del autobús, pero no nos importaba.
Íbamos a casa.
Las montañas despiertan, noria de feria en lo alto;
arropan al niño menudo, en mantillas: nace un nuevo día.
El sol arrastra perezas, borra mil cañadas.
Montañas que cubren con niebla sus verdes rodillas,
peinan el helado viento con sus largos brazos,
troncos desnudos, la muerte escondida en sus ramas,
alivian dolores, ofreciendo al cielo sus anchas espaldas.
Las nubes, barcos perdidos, varados en rocas y cimas,
recogen los ecos, murmullos de arbustos y el río;
escucha el latido de profundos valles añorando vida.
Irán sintiendo el calor de su cuerpo, poco antes tan frío,
el dulzor de su aliento, su fuerza feliz creadora
que estremece entrañas, vendaval de pasión loca.
Dentro palpitan sus venas, ríos de agua cristalina;
pellizcan las raíces, como un niño la placenta
por donde el corazón de la madre le está dando vida.
Acuna con amor sus criaturas,
regalándoles la fuerza de su mente,
melodía del agua, versos de cantar de cuna.
Abuelo y yo volviendo a casa.