18 Fuera de la montaña

AQUEL año, el otoño llegó pronto a las montañas. Primero en las partes altas comenzaron a caer las hojas rojas y amarillas, bajo un viento fuerte. El hielo las había tocado. El sol tomó un color ámbar y sus rayos se filtraban por entre los árboles hasta el valle.

Cada mañana, el hielo bajaba un poco más desde las montañas. Un hielo tímido, que no mataba, pero que hacía saber que no se podía uno aferrar al verano, igual que no se podía parar el tiempo y que la muerte invernal estaba llegando.

El otoño es el tiempo de gracia de la naturaleza. Es una época para poner las cosas en orden para la muerte. Al hacer esto, se piensa lo que se debe hacer…, y lo que no se ha hecho. Es un tiempo para recordar…, y para arrepentirse y desear haber hecho cosas que no se han hecho…, y haber dicho cosas que no se han dicho.

Yo hubiese querido haberle dado las gracias a Mr. Wine por el abrigo amarillo. No vino aquel mes. Nos sentábamos al atardecer en el porche, mirábamos el camino del valle y escuchábamos, pero no vino. Decidimos ir al pueblo a enterarnos de lo que había pasado.

El hielo rozó el valle, ligeramente, tan sólo como recordatorio. Algunos árboles se volvieron rojos y las hojas de los chopos y de los arces tomaron un color amarillo. Las criaturas que tenían que aguantar el invierno trabajaban mucho almacenando alimentos para no morir.

Los arrendajos formaban largas filas volando una y otra vez hacia los robles altos, llevando bellotas a sus nidos. Ahora no jugaban ni cantaban.

La última mariposa voló por el valle. Descansó sobre el tallo del grano que abuelo y yo habíamos cortado. No movía las alas, simplemente se quedó allí esperando. No tenía intención de almacenar comida. Iba a morir y lo sabía. Abuelo me dijo que era más sabia que la mayoría de la gente. No se alarmaba. Había cumplido su cometido en la vida y ahora su papel era morir. Por eso esperaba allí, bajo el último calor del sol.

Abuelo y yo recogimos madera para la estufa y leños para la chimenea. Dijo que durante todo el verano habíamos vivido como cigarras y ahora debíamos buscar madera para calentarnos en invierno. Eso era lo que hacíamos.

Arrastrábamos troncos de árboles muertos y pesadas ramas, desde la ladera de la montaña hasta el claro de la casa. El hacha de abuelo relucía bajo el sol del atardecer, golpeaba y producía eco en el valle. Yo transportaba pequeños trozos de madera para la cocina y ordenaba en filas pegadas a la pared de la cabaña los leños para la chimenea.

Esto es lo que estábamos haciendo cuando llegaron los políticos. Dijeron que no eran políticos, pero sí lo eran. Un hombre y una mujer.

No quisieron sentarse en las mecedoras que les ofrecimos, pero se sentaron erguidos en sillas de respaldo alto. El hombre vestía un traje gris y la mujer un vestido, también gris. El vestido estaba tan abotonado alrededor del cuello, que me figuré que por eso tenía la mujer el aspecto que tenía. El hombre mantenía las rodillas juntas, como una mujer. Tenía el sombrero sobre las rodillas y estaba nervioso, pues continuamente daba vueltas al sombrero. La mujer no estaba nerviosa.

Dijo que yo debería irme del cuarto, pero abuelo contestó que yo me enteraba siempre de cualquier asunto que ocurría allí y que, por tanto, me quedaba. Me quedé, me senté en mi mecedora y comencé a mecerme.

El hombre tosió un poco y dijo que la gente estaba preocupada por mi educación. Debían cuidarme. Abuelo contestó que ya estaba cuidado. Les habló de lo que había dicho Mr. Wine.

La mujer le preguntó quién era Mr. Wine y él les contó todo acerca de Mr. Wine, aunque no mencionó que tenía muy mala memoria. La mujer aspiró aire por la nariz y se sacudió la falda, como si pensara que Mr. Wine estaba por allí e iba a ponerse sobre su falda.

Vi claramente que no le daba ningún valor a Mr. Wine, de la misma forma que no nos lo daba tampoco a nosotros. Entregó un papel a abuelo y éste se lo dio a abuela, que encendió la luz y se sentó en la mesa de la cocina para leer el papel. Comenzó a leerlo en voz alta, pero se detuvo. El resto lo leyó sólo para ella. Cuando acabó, se levantó, se inclinó y apagó la lámpara.

Los políticos sabían lo que aquello significaba. Yo también. Se levantaron en la penumbra y se fueron hacia la puerta. No dijeron adiós.

Esperamos en la oscuridad mucho tiempo después de que se hubiesen ido. Abuela encendió la lámpara y nos sentamos en la mesa de la cocina. No podía ver lo que había en el papel, pues mi cabeza sólo llegaba al borde de la mesa, pero escuché.

El papel decía que unas personas habían ido a decirle a la ley que yo no estaba bien atendido y que mis abuelos no tenían derecho a quedarse conmigo, que eran viejos y no tenían educación. Que abuela era india y abuelo mestizo. Abuelo, según el papel, tenía mala reputación.

Añadía que mis abuelos eran egoístas y que estaban perjudicándome para toda la vida. Eran egoístas porque sólo querían consuelo en su vejez y me tenían allí más o menos para eso, para que les proporcionase compañía.

También había cosas sobre mí, pero abuela no las leyó en voz alta. Mis abuelos tenían unos días para ir al juzgado y dar una respuesta a todo aquello. Si no lo hacían, me llevarían a un orfanato.

Abuelo estaba totalmente conmocionado. Se quitó el sombrero y lo puso sobre la mesa. Su mano temblaba.

Comenzó a jugar con el sombrero y se quedó así un buen rato, tocándolo y mirándolo.

Me senté en mi mecedora al lado de la chimenea. Les dije a mis abuelos que pensaba que podía avanzar con el diccionario hasta aprender diez palabras a la semana, y que probablemente podría avanzar más, quizá hasta cien. Estaba aprendiendo a leer. Veía claramente que iba a redoblar mis esfuerzos en la lectura y les recordé lo que Mr. Wine había dicho acerca de mis números; a pesar de que él no contase nada para los políticos, el hecho demostraba que estaba avanzando.

No podía dejar de hablar. Intenté callar, pero no pude. Me balanceé más y más fuerte, y hablé más y más deprisa.

Le aseguré a abuelo que no me estaban perjudicando de ninguna forma, que pensaba que tenía la suerte mayor del mundo al estar con ellos. No me contestó. Abuela cogió el papel y lo miró.

Vi que pensaban que eran lo que el papel decía que eran. Les dije que se equivocaban, que era justamente al contrario. Eran ellos los que me consolaban a mí, y que yo era probablemente una de las peores cosas que les podía haber ocurrido. Recordé a abuelo que yo le había causado muchas molestias y ellos a mí ninguna. Dije que estaba preparado para contarles esas cosas a los de la ley. Pero ellos no hablaban.

Estaba aprendiendo un oficio; lo cual, estaba seguro, no hacía ningún otro niño de mi edad.

Abuelo me miró por primera vez. Sus ojos estaban nublados. Me previno que, estando las cosas como estaban, quizá fuera mejor no decir nada relacionado con el negocio del güisqui.

Fui hacia la mesa y me senté sobre las piernas de abuelo. Les aseguré a los dos que yo no iría con la ley, que me adentraría en las montañas y viviría con Willow John, hasta que la ley se olvidase de mí. Le pregunté a abuela qué era un orfanato.

Me miró desde el otro lado de la mesa. Sus ojos tampoco parecían estar bien. Me respondió que un orfanato era un lugar donde estaban los niños que no tenían padre ni madre; allí había muchos niños. Añadió que la ley iría a buscarme si me marchaba con Willow John.

Vi claramente que la ley encontraría nuestro alambique si comenzaban a buscarme. No volví a mencionar a Willow John.

Abuelo dijo que a la mañana siguiente iríamos al pueblo a ver a Mr. Wine.

Salimos al amanecer bajando por el camino del valle. Abuelo llevaba el papel para enseñárselo a Mr. Wine. Sabía dónde vivía y cuando llegamos al pueblo bajamos por una calle lateral. Mr. Wine vivía encima de una tienda de alimentación. Subimos por las escaleras, que crujían cuando las pisábamos, y llegamos a la vivienda. La puerta estaba cerrada. Golpeó con los nudillos y la movió un poco… pero nadie contestó. Había polvo en el cristal. Abuelo lo limpió y miró hacia adentro. Allí no había nadie.

Bajamos despacio los escalones. Seguí a abuelo y entramos en la tienda.

Viniendo del sol del mediodía, la tienda estaba oscura para nosotros. Nos estuvimos quietos un momento hasta que recuperamos la vista. Había un hombre apoyado en el mostrador.

—¡Hola! —dijo—. ¿Qué desean?

Su barriga colgaba sobre el cinturón de sus pantalones.

—¡Hola! —dijo abuelo—. Estábamos buscando a Mr. Wine, el tipo que vive encima de la tienda.

—No se llama Mr. Wine —dijo el hombre.

Tenía un palillo en la boca, que movía de un lado a otro. Chupó el mondadientes y luego se lo sacó de la boca y frunció el ceño mientras lo miraba, como si supiese mal.

—De hecho —dijo—, ya no se llama de ninguna forma. Está muerto.

Nos quedamos estupefactos. No dijimos nada. Sentí un vacío en mi interior y me temblaron las rodillas. Había dado mucha importancia a Mr. Wine, pues creía que era la única persona que podía arreglar nuestra situación. Pensé que abuelo había pensado eso también, pues ahora no sabía qué hacer.

—¿Es usted Wales? —preguntó el hombre gordo.

—Así es —dijo abuelo. El hombre gordo se movió tras el mostrador y cogió un saco de debajo. Lo colocó sobre el mostrador. Estaba lleno de cosas.

—El viejo dejó esto para usted.

Abuelo miró la etiqueta, a pesar de que no sabía leer.

—Tenía todo etiquetado —dijo el hombre gordo—. Sabía que iba a morir. Incluso tenía una etiqueta alrededor de la cintura indicando dónde había que mandar su cuerpo. También sabía cuánto iba a costar aquello… Dejó el dinero en un sobre… Hasta el último céntimo. Exacto. No sobró nada. Como un maldito judío.

Abuelo le miró duramente, desde debajo de su sombrero.

—Pagó lo que tenía que pagar, ¿no es así?

El hombre gordo se puso serio:

—Oh, sí… sí… Yo no tenía nada contra el viejo, no le conocía. Nadie le conocía mucho. Se pasaba el tiempo andando por las montañas.

Abuelo se colocó el saco sobre el hombro.

—¿Me puede usted decir dónde hay un abogado?

El hombre gordo señaló al otro lado de la calle.

—Justo enfrente de usted, subiendo las escaleras que hay entre aquellos edificios.

—¡Gracias! —dijo abuelo.

Salimos por la puerta.

—Es curioso —dijo el hombre gordo cuando salíamos—; el viejo judío, cuando le encontramos, lo único que no tenía etiquetado era una vela. El muy tonto la tenía encendida a su lado.

Yo sabía lo de la vela, pero no dije nada. También sabía lo del dinero. Mr. Wine no era tacaño, era ahorrativo y pagaba lo que tenía que pagar y cuidaba de que su dinero se gastara de la manera correcta.

Cruzamos la calle y subimos los escalones. Abuelo llevaba el saco. Dio unos golpecitos en la puerta que tenía una ventana de cristal con unas letras escritas.

—Entre…, entre —la voz sonaba como si no debiéramos haber llamado. Entramos.

Había un hombre echado hacia atrás, en una silla, detrás de un escritorio. Tenía el pelo blanco y parecía viejo. Cuando nos vio a abuelo y a mí se levantó lentamente. Abuelo se quitó el sombrero y dejó el saco en el suelo. El hombre se inclinó sobre el escritorio y alargó su mano.

—Mi nombre es Taylor —dijo—. Joe Taylor.

—Wales —dijo el abuelo. Tomó su mano, pero no la estrechó con fuerza. La soltó y le dio a Mr. Taylor nuestro papel.

Mr. Taylor se sentó y sacó unas gafas del bolsillo de su chaleco. Se inclinó sobre el escritorio y leyó el papel. Le observé. Frunció el ceño. Miró el papel durante un rato largo.

Cuando terminó, dobló el papel lentamente y se lo volvió a dar a abuelo. Levantó la vista.

—¿Ha estado usted en la cárcel por fabricar güisqui?

—Una vez —dijo abuelo.

Mr. Taylor se levantó y se dirigió hacia una gran ventana. Miró la calle durante un largo rato. Suspiró y no miró a abuelo.

—Podría aceptar su dinero, pero no serviría de nada. Los burócratas del gobierno que llevan estas cosas no entienden a la gente de la montaña. No quieren. No creo que esos hijos de perra entiendan nada.

Estuvo mirando mucho tiempo algo que había fuera de la ventana. Tosió.

—Ni tampoco a los indios. Perderíamos. Se llevarán al chico.

Abuelo se puso su sombrero. Sacó su bolsa del bolsillo de los pantalones, la levantó y miró dentro. Dejó un dólar sobre el escritorio de Mr. Taylor. Nos fuimos. Mr. Taylor continuaba mirando hacia afuera de la ventana.

Salimos del pueblo. Abuelo iba delante, cargando con el saco. Mr. Wine se había ido. Yo sabía que habíamos perdido.

Era la primera vez que podía ir a su paso con facilidad. Andaba despacio, los mocasines casi se arrastraban en la arena. Me imaginé que estaba cansado. Íbamos por el camino del valle cuando le pregunté:

—Abuelo, ¿qué es un maldito judío?

Abuelo se paró, pero no me miró. Su voz también parecía cansada:

—No sé. Algo se dice en la Biblia de ellos, de una forma u otra. Hay que retroceder mucho tiempo —abuelo se volvió—. Como los indios…, he oído que tampoco tienen una nación.

Abuelo bajó la mirada hacia mí. Sus ojos parecían los de Willow John.

Abuela encendió la lámpara. Abrimos el saco allí, sobre la mesa de la cocina. Había rollos de tela roja, verde y amarilla para abuela; agujas, dedales y carretes de hilo. Le dije a abuela que parecía que Mr. Wine había vaciado su morral dentro de este saco. Ella me dijo que sí, que eso era lo que parecía.

Había todo tipo de herramientas para abuelo, y libros. Un libro de números y un pequeño libro negro que dijo abuela que tenía cosas valiosas para mí. Había otro libro con dibujos de niños, niñas y perros. Tenía cosas escritas y estaba totalmente nuevo, pues todavía brillaba. Imaginé que Mr. Wine lo iba a traer en su próximo viaje, si no se le olvidaba. Eso era todo, pensamos.

Abuelo cogió el saco vacío y lo puso sobre el suelo. Algo hizo ruido dentro. Abuelo le dio la vuelta. Por la mesa rodó una manzana roja. Era la primera vez que Mr. Wine se había acordado de la manzana. Algo más rodó sobre la mesa y abuela lo cogió. Era una vela. Tenía una de las etiquetas de Mr. Wine. Abuela la leyó. Decía: Willow John.

No cenamos mucho. Abuelo habló de nuestro viaje al pueblo, de Mr. Wine y de lo que había dicho Mr. Taylor.

Abuela apagó la lámpara y nos sentamos todos cerca de la chimenea, en la penumbra de la luna nueva, cuya luz entraba por la ventana. No encendimos el fuego. Comencé a mecerme.

Les dije a mis abuelos que no debían sentirse mal. No me sentía deprimido. Probablemente me gustaría el orfanato con todos los niños que había allí; además, la ley se contentaría pronto y podría volver.

Abuela dijo que nos quedaban tres días; después me tendrían que llevar con la ley. No hablamos nada más. No sabía qué más decir. Los tres nos pusimos a mecernos; nuestras sillas crujían lentamente. Estuvimos así hasta muy tarde. Y no hablamos.

Cuando me fui a la cama lloré por primera vez desde que había muerto mamá, pero me puse la manta sobre la boca y mis abuelos no me oyeron.

Llenamos los tres días viviendo tan intensamente como pudimos. Abuela iba a todas partes conmigo y con abuelo, por El Estrecho, hasta el desfiladero colgado. Nos llevábamos a «Blue Boy» y a los otros perros. Una mañana temprano, cuando todavía todo estaba oscuro, subimos por el sendero alto. Nos sentamos arriba, en la montaña, y vimos amanecer el día sobre la cordillera. Les enseñé mi lugar secreto.

A abuela se le cayó azúcar prácticamente en todo lo que guisaba. Abuelo y yo comimos muchas galletas.

El día antes de irme bajé por el atajo hasta la tienda del cruce. Mr. Jenkins me dijo que la caja verde y roja estaba vieja y que, por tanto, me la vendía por sesenta y cinco centavos. Le pagué. Compré también una caja de barritas de caramelo rojo para abuelo. Me costó veinticinco centavos. Me sobraron diez centavos del dólar que me había dado Mr. Chunk.

Aquella noche abuelo me cortó el pelo. Me explicó que era necesario porque quizá tuviese dificultades si parecía un indio. Le contesté que no me importaba, que me gustaba parecerme a Willow John.

No debía llevar mis mocasines. Estiró mis zapatos viejos. Cogió un trozo de hierro y apretó con él dentro del zapato, empujando hacia afuera el cuero del empeine. Mis pies habían crecido.

Les dije que iba a dejar mis mocasines debajo de mi cama, porque como probablemente iba a regresar muy pronto, así los tendría a mano. Puse la camisa de ciervo sobre la cama. Le dije a abuela que podía quedarse allí, pues nadie iba a dormir en mi cama hasta que yo volviera.

Escondí la caja verde y roja en el armario de la comida de abuela, donde era seguro que la encontraría al cabo de uno o dos días, y puse la caja de las barritas de caramelo en la chaqueta del traje de abuelo. La encontraría el domingo. Yo sólo había cogido un par de ellas, para probar si eran buenas. Lo eran.

Abuela no fue al pueblo cuando yo partí. Abuelo me esperó en el claro y ella se arrodilló en el porche y me cogió como cogía a Willow John. Yo también la cogí. Intenté no llorar, pero lloré un poquito. Llevaba puestos mis viejos zapatos, que no me hacían daño si encogía los dedos pulgares. Vestía mis mejores pantalones de peto y mi camisa blanca. También llevaba puesto mi abrigo amarillo. En mi saco ella había puesto otras dos camisas, los otros pantalones de peto y mis calcetines. No me llevaba nada más, pues sabía que volvería. Le dije a abuela que así lo haría.

Arrodillada allí en el porche, me dijo:

—¿Te acuerdas de la estrella Sirio, Pequeño Árbol? ¿La que miramos cuando cae la tarde?

Dije que sí me acordaba.

Abuela añadió:

—Dondequiera que estés, no importa dónde, al final de la tarde mira a Sirio. Abuelo y yo también estaremos mirando. Te recordaremos.

Respondí que yo también me acordaría. Era como Mr. Wine y su vela. Le pedí a abuela que le dijera a Willow John que mirara también a Sirio. Dijo que lo haría así.

—Los cheroquis —dijo— casaron a tu padre y a tu madre. ¿Te acordarás de esto, Pequeño Árbol? No importa lo que digan… tú, recuérdalo.

Dije que así lo haría. Abuela me soltó. Cogí mi saco y seguí a abuelo hacia el claro. Cuando estábamos pasando el tronco sobre el riachuelo, miré hacia atrás. Abuela estaba de pie en el porche, mirando. Levantó la mano y se tocó el corazón, luego dirigió la mano hacia mí. Sabía lo que me quería decir.

Abuelo tenía puesto su traje negro. También llevaba sus zapatos y ambos caminábamos haciendo mucho ruido. Mientras bajábamos por el camino del valle, las ramas de los pinos se inclinaban y me cogían por los brazos. Una rama de roble alargó sus dedos y tiró del saco que llevaba al hombro. Un arbusto sujetó mi pierna. La corriente comenzó a correr más deprisa y a saltar haciendo mucho ruido, una corneja voló por delante de nosotros graznando sin cesar… Luego se posó en la copa de un árbol alto y continuó graznando. Todos ellos estaban diciendo: «No te vayas, Pequeño Árbol… No te vayas, Pequeño Árbol…». Sabía lo que decían y por eso se me nublaron los ojos mientras andaba torpemente detrás de abuelo. El viento comenzó a soplar y sujetó la parte de abajo de mi abrigo. Las zarzas moribundas se acercaron al sendero y se colgaron de mis piernas. Una paloma llamó con un sonido largo y triste y no fue contestada. Por eso supe que se quejaba por mí.

Abuelo y yo lo pasamos mal mientras bajábamos por el camino del valle.

Esperamos en la estación de autobuses. Nos sentamos sobre un banco. Coloqué el saco sobre mis piernas. Estábamos esperando a la ley.

Le dije a abuelo que no sabía cómo iba a poder arreglárselas sin mí en el negocio del güisqui. Me dijo que iba a ser difícil, que tendría que doblar el tiempo de trabajo. Le respondí que, probablemente, estaría de vuelta muy pronto y, así, él no tendría que trabajar el doble durante mucho tiempo. Abuelo afirmó que posiblemente sería así. No dijimos mucho más.

Había un reloj en la pared. Sabía decir la hora que era y se la dije a abuelo. No había mucha gente en la estación de autobuses. Sólo una mujer y un hombre. Siendo unos tiempos tan duros, dijo abuelo, la gente no tenía dinero para hacer viajes.

Le pregunté a abuelo si sabía si las montañas llegaban hasta el orfanato. Me contestó que no sabía. No había estado allí nunca. Esperamos un poco más.

La mujer llegó. Yo la conocía. Era la mujer del traje gris. Vino hacia donde estábamos, y cuando abuelo se levantó le entregó algunos papeles. Se los guardó en el bolsillo. El autobús estaba esperando. Ella dijo:

—Ahora no queremos ningún jaleo. Hagámoslo pronto. Lo que ha de hacerse, ha de hacerse. Es lo mejor para todos.

No sabía de qué estaba hablando. Abuelo tampoco lo sabía. Era todo burocracia. Sacó una cuerda de su bolso y la ató alrededor de mi cuello. Tenía una etiqueta, como las de Mr. Wine. La etiqueta tenía cosas escritas. Abuelo y yo la seguimos desde la parte de atrás de la estación hasta el autobús.

Yo llevaba mi saco sobre el hombro. Abuelo se arrodilló allí, delante de la puerta del autobús, y me cogió como cogía a Willow John. Me tuvo así abrazado un largo rato, arrodillado en el suelo. Susurré algo a su oído. Le dije:

—Probablemente estaré de vuelta al instante.

Abuelo me apretó contra su corazón.

La mujer apremió:

—Ahora tiene que irse.

Yo no sabía si me hablaba a mí o a abuelo. Él se levantó. Se volvió y se fue andando. No miró hacia atrás.

La mujer me cogió y me puso sobre el escalón del autobús. Lo podría haber hecho solo. Le dijo al conductor del autobús que leyera mi etiqueta y yo me quedé allí de pie mientras él la leía.

Aseguré al conductor que no tenía billete y no estaba muy seguro si debía montarme, pues no llevaba dinero. Se rió y me dijo que la mujer le había dado mi billete. Tan sólo había tres personas en el autobús. Fui hacia atrás y me senté al lado de una ventana desde donde quizá pudiese ver a abuelo.

El autobús arrancó y salió de la estación. Vi a la mujer del traje gris mirando. Bajamos por la calle y no pude ver a abuelo por ninguna parte. Por fin le vi. Estaba de pie en la esquina de la calle, al lado de la estación. Llevaba el sombrero muy calado y sus manos colgaban de sus brazos.

Pasamos por su lado e intenté bajar la ventanilla, pero no supe cómo hacerlo. Hice señas, pero él no me vio.

Cuando el autobús pasaba por su lado, corrí hacia la parte de atrás y miré por la ventana trasera. Abuelo estaba allí todavía, mirando el autobús. Hice señas y grité:

—¡Adiós, abuelo! Probablemente estaré de vuelta muy pronto.

No me vio. Grité más:

—Probablemente volveré inmediatamente, abuelo.

Pero él siguió de pie, inmóvil, haciéndose cada vez más pequeño bajo el sol del atardecer. Tenía los hombros inclinados. Parecía muy viejo.