HABÍA estado viniendo durante todo el invierno y la primavera regularmente una vez al mes, a la puesta del sol, y se quedaba a pasar la noche con nosotros. A veces se quedaba un día y otra noche. Mr. Wine era un vendedor ambulante.
Vivía en un pueblo, pero recorría los senderos de la montaña con su morral a la espalda. Sabíamos siempre el día que llegaría y, por tanto, cuando los perros ladraban, bajábamos por el camino del valle para recibirle. Le ayudábamos a transportar el morral hasta la cabaña.
Abuelo le cogía el morral. Mr. Wine solía traer un reloj, que me dejaba llevar. Arreglaba relojes. Nosotros no teníamos ninguno, pero le ayudábamos a trabajar en los suyos sobre la mesa de la cocina.
Abuela encendía la lámpara, él ponía el reloj sobre la mesa y nos enseñaba su interior. Yo no era lo suficientemente alto para ver estando sentado, así que siempre me ponía de pie sobre una silla, cerca de Mr. Wine, y le miraba cómo sacaba pequeños muelles y tornillos dorados. Abuelo y Mr. Wine hablaban mientras éste arreglaba los relojes.
Mr. Wine tenía quizá cien años, una larga barba blanca y vestía una chaqueta negra, a juego con un gorrito negro redondo que se ponía cubriendo su coronilla. Mr. Wine no era su verdadero nombre. Su nombre empezaba con Wine, pero era tan largo y complicado que nosotros no éramos capaces de pronunciarlo; por eso le llamábamos Mr. Wine. Decía que no importaba, que los nombres no eran importantes, lo que importaba era la forma en que se dijeran. Algunos nombres indios eran totalmente imposibles de pronunciar para él y se inventaba sus propios nombres.
Siempre llevaba algo en el bolsillo de la chaqueta, generalmente una manzana, a veces una naranja. Pero no podía recordar nada.
Cenábamos al anochecer. Mientras abuela quitaba la mesa, Mr. Wine y abuelo se sentaban en las mecedoras y hablaban. Yo ponía mi silla entre ellos y me sentaba allí también. Mr. Wine comenzaba a hablar y de pronto se interrumpía:
—Parece que me olvido de algo, pero no sé qué es.
Yo sabía lo que era, pero no se lo decía. Se rascaba la cabeza y peinaba sus cabellos con los dedos. Abuelo no le ayudaba lo más mínimo. Finalmente me miraba y decía:
—¿Puedes ayudarme a recordar qué era, Pequeño Árbol?
Yo se lo decía:
—Sí, señor, probablemente llevaba algo en el bolsillo y no se acuerda de ello.
Mr. Wine saltaba en la silla, golpeaba su bolsillo y decía:
—¡Qué tonto soy! Gracias, Pequeño Árbol, por recordármelo. Estoy llegando a una edad en la que ya no puedo pensar.
Se sacaba una manzana roja del bolsillo, que era mayor que ninguna de las que crecen en las montañas. Siempre decía que se la había encontrado y la había cogido. Estaba pensando tirarla porque no le gustaban las manzanas. Le contestaba siempre que si la iba a tirar, yo la cogería. Quería repartirla con mis abuelos, pero a ellos tampoco les gustaban las manzanas. Siempre guardaba las semillas y las sembraba al borde del riachuelo, pensando tener muchos manzanos que diesen frutos como aquéllos.
Mr. Wine nunca podía recordar dónde había dejado sus gafas. Cuando arreglaba los relojes, llevaba unos pequeños lentes sobre la punta de la nariz. Se sujetaban con un alambre y las patillas estaban recubiertas con tiras de tela en la parte de detrás de las orejas.
Cuando hablaba con abuelo, dejaba de trabajar y se subía las gafas hasta apoyarlas sobre la cabeza. Al empezar a trabajar otra vez, nunca las encontraba. Yo sabía dónde estaban. Él buscaba sobre la mesa y miraba a mis abuelos diciendo:
—¿Dónde diablos están las gafas?
Todos sonreían haciéndose pasar por tontos por no saberlo. Yo señalaba su cabeza. Se daba un golpe en la frente, totalmente extrañado de haberlas dejado allí, y decía que no habría podido arreglar sus relojes si yo no hubiese estado allí para ayudarle a buscar sus gafas.
Me enseñó a leer la hora. Movía las agujas del reloj y me preguntaba qué hora era. Se reía siempre que me equivocaba. No tardé mucho en aprender.
Decía que yo estaba recibiendo una buena educación. Que apenas había ningún niño de mi edad que supiese algo de Macbeth o de Napoleón, o que estudiase diccionarios. Me enseñó los números.
Ya sabía calcular un poco el dinero por el negocio del güisqui, pero Mr. Wine sacaba un papel y un lápiz y escribía algunos números. Me enseñó cómo había que escribirlos y cómo sumarlos, restarlos y multiplicarlos. Abuelo me dijo que era quizá la persona que él había visto hacer mejor los números.
Mr. Wine me dio un lápiz. Era largo y amarillo. Había que afilarlo de manera que la punta no quedara demasiado fina. Si se hacía demasiado fina, se rompía y había que volver a afilarlo, lo cual lo gastaba sin ninguna utilidad.
Me explicó que la manera de afilar el lápiz que él me había enseñado era la forma ahorrativa, y que había una gran diferencia entre ser tacaño y ser ahorrativo. Ser tacaño es ser tan malo como algunos peces gordos, que adoran el dinero y no lo utilizan para lo que deben. Si uno es así, el dinero es su Dios y eso no conduce a nada bueno.
También me explicó que si uno es ahorrativo, usa su dinero para lo que debe, pero no lo derrocha. Un hábito trae consigo otro hábito, y si son malos hábitos, producen mal carácter. Si se malgasta el dinero, se malgasta el tiempo, los pensamientos y prácticamente todo lo demás. Si toda la gente se volviese así, los políticos se darían cuenta de que podrían hacerse con el control de todo. Pronto habría un dictador. Mr. Wine añadió que la gente ahorrativa nunca está dominada por un dictador.
Tenía las mismas ideas sobre los políticos que nosotros.
Normalmente, abuela compraba algún carrete de hilo a Mr. Wine. Los pequeños costaban cinco centavos el par y los grandes cinco centavos cada uno. A veces compraba botones, y una vez, una tela roja con flores.
En el morral llevaba cosas de todo tipo: cintas de cualquier color, telas bonitas, medias, dedales, agujas y pequeñas herramientas plateadas. Yo observaba el morral mientras lo abría sobre el suelo, cogía cosas y me explicaba lo que eran. Me dio un libro para hacer números.
El libro tenía todos los números y explicaba cómo hacerlos. Era para que yo pudiera hacerlos durante todo el mes. Avanzaba tanto, que cuando llegaba Mr. Wine se sorprendía mucho.
Decía que saber hacer números era importante. La educación, según él, constaba de dos partes. Una era técnica y era la que hacía avanzar en el negocio. Esa parte de la educación cambiaba y se modernizaba. Pero la otra parte era mejor aprenderla bien y no cambiarla. Él la llamaba valoración.
Opinaba que si uno aprendía valores, como ser honesto y ahorrativo o hacer lo mejor y respetar a los demás, era mucho más importante que cualquier otra cosa. Si no se aprenden esos valores, no importa lo moderno que se llegue a ser en lo técnico; nunca se llegará a ninguna parte.
De hecho, cuanto más adelantada llegase a estar una persona, sin tener en cuenta los valores, más probable era que usara sus conocimientos para hacer cosas malas, destruir y arruinar.
De vez en cuando teníamos dificultades arreglando los relojes y Mr. Wine se quedaba con nosotros un día y otra noche más. Una vez trajo una caja negra que dijo era una Kodak. Podía hacer fotografías con ella. Nos explicó que él no lo hacía demasiado bien. Unos tipos le habían encargado que se la llevase, y por eso se la llevaba, pero no hacía ningún daño a nadie si tomaba algunas fotos.
Hizo una en la que salía yo y otra de abuelo. La caja no sacaba las fotos a no ser que se mirase al sol de frente y Mr. Wine nos dijo que él no estaba demasiado enterado de cómo funcionaba aquello. Abuelo tampoco lo estaba. No confiaba en aquella cosa y sólo se dejó tomar una fotografía. Nunca se sabía lo que podía pasar con las cosas nuevas, y era mejor no usarlas hasta que pasase algún tiempo.
Mr. Wine quería que abuelo hiciese una foto en la que saliéramos él y yo. Estuvimos haciéndola toda la tarde prácticamente. Mr. Wine y yo nos preparábamos. Él ponía su mano sobre mi cabeza y ambos sonreíamos a la caja. Abuelo decía que no podía vernos a través del pequeño agujero. Mr. Wine iba hasta donde estaba abuelo, nivelaba la caja y volvía. Nos colocábamos de nuevo. Abuelo decía que teníamos que corrernos un poco, pues sólo podía ver un brazo.
Se ponía nervioso con la caja. Yo sospechaba que se creía que había algo dentro de ella que estaba intentando salir. Mr. Wine y yo estuvimos tanto tiempo frente al sol, que ninguno de los dos podía ver nada hasta que por fin sacó la foto. Sin embargo, no salió bien. Al mes siguiente, cuando Mr. Wine trajo las fotos, la mía y la de abuelo estaban muy bien, pero ni Mr. Wine ni yo aparecíamos en la foto que había tomado abuelo. Pudimos ver las copas de algunos árboles y algunas manchas. Después de estudiar mucho la foto, abuelo dijo que eran pájaros.
Estaba orgulloso de la fotografía de los pájaros, y yo también lo estaba. La llevó a la tienda del cruce, se la enseñó a Mr. Jenkins y le explicó que él personalmente había hecho la fotografía de los pájaros.
Mr. Jenkins no veía bien. Estuvimos explicando la foto cerca de una hora, señalándole los pájaros hasta que finalmente los vio. Pensé que Mr. Wine y yo estábamos probablemente de pie bajo los árboles.
Abuela no quiso que le hicieran una fotografía. No decía por qué, pero desconfiaba de la caja y no la tocó.
Cuando recibimos las fotografías reveladas, a abuela le gustaron mucho. Las estudió detenidamente y las puso sobre el tronco de encima de la chimenea, y las miraba continuamente. Creo que entonces sí que hubiese aceptado que le hiciésemos una foto; pero ya no teníamos la Kodak, pues Mr. Wine se la había entregado ya a la gente que se la había encargado.
Dijo que iba a conseguir otra Kodak, pero no lo hizo, pues ése fue su último verano.
La estación estaba a punto de morir, acortándose al final más y más los días. El sol comenzó a cambiar. De ser un foco de vida blanco, empezó a volverse neblinoso, amarillo y dorado, difuminando los atardeceres y ayudando a morir al verano. Preparándose, como decía abuela, para el gran sueño.
Mr. Wine hizo su último viaje. Nosotros entonces no lo sabíamos, a pesar de que tuvimos que ayudarle a cruzar el tronco sobre el riachuelo y a subir los escalones del porche. Quizá él lo supiese.
Cuando desempaquetó su morral sobre el suelo de la cabaña, sacó un abrigo amarillo. Lo sujetó y la luz de la lámpara brilló en él como si fuese de oro. Abuela dijo que le recordaba los canarios salvajes. Era el abrigo más bonito que nunca habíamos visto. Mr. Wine le dio muchas vueltas a la luz de la lámpara y todos lo miramos. Abuelo lo tocó, pero yo no.
Mr. Wine nos explicó que siempre se estaba olvidando de las cosas. Había hecho el abrigo para uno de sus bisnietos que vivían al otro lado de las grandes aguas, pero lo había hecho del tamaño que su bisnieto tenía hacía algunos años. Después de haberlo hecho, se dio cuenta de que ya no le estaría bien. Ahora no había nadie que pudiera ponérselo.
Era un pecado tirar algo que podía ser utilizado por alguien. Estaba tan preocupado que no podía dormir, pues se estaba volviendo viejo y no podía permitirse cometer pecados. Que si no podía encontrar a nadie que le hiciera el favor de ponérselo, creía que estaba totalmente perdido. Todos estuvimos meditando un rato sobre el problema. Tenía la cabeza gacha y el aspecto de estar ya perdido. Le dije que yo podía probármelo.
Levantó la cabeza y una sonrisa apareció entre sus barbas. Me dijo que tenía tan mala cabeza que se le había olvidado completamente pedirme ese favor. Se animó mucho y bailó una pequeña danza dando vueltas, y añadió que yo le estaba quitando un pecado y un gran peso de encima.
Todos me pusieron el abrigo. Abuela me tiró de la manga cuando me lo puse, Mr. Wine alisó la parte de atrás y abuelo tiró de la parte inferior hacia abajo. Me estaba perfectamente, como si yo tuviera la misma talla que el bisnieto de Mr. Wine hacía unos años.
Di muchas vueltas bajo la lámpara para que abuela viera el abrigo por todas partes. Levanté los brazos para que abuelo pudiera ver las mangas y todos lo tocamos. Era suave y se deslizaba bajo nuestras manos. Mr. Wine estaba tan feliz que lloró.
Me puse el abrigo para cenar y tuve mucho cuidado de mantener la boca sobre el plato para no mancharme. Hubiese dormido con él, pero abuela dijo que si lo hacía, se arrugaría. Lo colgó de la esquina de mi cama para que pudiera verlo. La luz de la luna que entraba por la ventana hacía que brillara todavía más.
Mientras estaba allí, mirando el abrigo, decidí que me lo pondría siempre que fuera a la iglesia o al pueblo. Puede que también lo hiciera para ir a la tienda del cruce a entregar nuestras mercancías. Me parecía que cuanto más me lo pusiera, más pecado quitaría de encima a quien me lo había dado.
Mr. Wine dormía sobre un jergón. Lo ponía sobre el suelo del cuarto de estar, que estaba separado de nuestras habitaciones por la perrera. Le había dicho que podía utilizar mi cama, puesto que a mí me gustaba dormir sobre el jergón, pero nunca quiso.
Aquella noche, mientras estaba tumbado en mi cama, comencé a pensar que, a pesar de que estaba haciendo un favor a Mr. Wine, quizá debiera darle las gracias por el abrigo amarillo. Me levanté, anduve de puntillas por la perrera y abrí la puerta. Estaba arrodillado sobre su jergón y tenía la cabeza inclinada. Me imaginé que estaba diciendo sus oraciones.
Estaba dando gracias por un niño pequeño que le había dado mucha felicidad. Pensé que se trataría de su bisnieto, al otro lado de las grandes aguas. Tenía una vela encendida sobre la mesa de la cocina. Me quedé quieto, pues abuela me había enseñado a no hacer ruido cuando la gente estaba rezando.
Al cabo de un rato levantó la cabeza y me vio. Me dijo que entrara. Le pregunté por qué había encendido la vela si teníamos una lámpara.
Me dijo que todos los suyos estaban al otro lado de las grandes aguas. Sólo había una forma de que él pudiera estar con ellos. Únicamente encendía la vela en algunas ocasiones, y ellos encendían otra vela al mismo tiempo. Al hacer esto, estaban juntos, pues lo estaban sus pensamientos.
Le dije que nosotros teníamos a nuestra gente en Las Naciones y que no habíamos descubierto ese sistema para estar con ellos. Le hablé de Willow John.
Le prometí hablar de la vela con Willow John. Me contestó que Willow John lo entendería. Me olvidé totalmente de agradecerle el abrigo amarillo.
Se marchó a la mañana siguiente. Le ayudamos a cruzar el tronco sobre el riachuelo. Abuelo había cortado un palo de nogal y Mr. Wine lo usaba como bastón mientras andaba.
Bajó por el camino, andando despacio, usando el palo de nogal, encorvado bajo el peso del morral. Ya se había perdido de vista cuando recordé que se me había olvidado darle las gracias. Corrí camino abajo, pero ya estaba muy lejos. Grité:
—¡Gracias por el abrigo amarillo, Mr. Wine!
No se dio la vuelta. No me había oído. Mr. Wine no sólo lo olvidaba todo, tampoco oía bien. Mientras volvía por el camino, pensé que como él tenía tan mala memoria, comprendería que yo también me hubiese olvidado.
Aunque realmente le estaba haciendo un favor poniéndome el abrigo amarillo.