ABUELO decía que los predicadores eran tan engreídos, que llegaban a creer que eran ellos los que manejaban personalmente el picaporte de la puerta del paraíso, y sin su permiso no podría entrar nadie.
Pensaba que los predicadores se imaginaban que Dios no tenía nada que ver con aquello.
Los predicadores deberían trabajar y aprender lo que costaba ganar un dólar. De esa forma, no despreciarían el dinero como si su uso fuese a terminarse mañana. Un trabajo bien duro, ya fuera la fabricación de güisqui u otro cualquiera, cambiaría mucho las cosas que éstos decían.
Como la gente estaba tan dispersa, no había fieles suficientes para mantener más de una iglesia. Esto producía algunas complicaciones, pues había muchos tipos de religiones. La gente creía en tantas cosas distintas que, a veces, se producían problemas.
Por un lado estaban los baptistas, que creían que lo que iba a ocurrir ocurriría y no había nada que lo pudiera evitar. Había presbiterianos irlandeses que se enfurecían cuando oían decir aquello. Cada grupo podía probar perfectamente sus creencias basándose en la Biblia. Eso, a mi modo de ver, causaba confusiones acerca del contenido de la Biblia.
Los baptistas primitivos creían en las ofrendas de dinero a los sacerdotes, y los baptistas duros pensaban que no se les debía dar nada a los predicadores. Abuelo se inclinaba hacia los baptistas duros en lo referente a este punto.
Todos los baptistas creían en el bautismo, es decir, en el de inmersión total en las aguas de un arroyo. Decían que no había salvación sin eso. Los metodistas decían que estaban equivocados, que con echar unas gotas de agua sobre la cabeza ya bastaba. Todos blandían su Biblia en el jardín de la iglesia para probar lo que decían.
Parece ser que la Biblia lo decía de ambas formas, pero cada vez que lo dice, avisa que es mejor no hacerlo de la otra forma, porque se iría al infierno. Bueno, eso es lo que ellos aseguraban que decía.
Había un tipo que era de la Iglesia de Cristo. Decía que si alguien llama al predicador «reverendo», iría al infierno directamente. Podía llamársele «señor» o «hermano», pero nunca podía decirse «reverendo». Podía probar esto por unas cosas que había escritas en la Biblia; pero otro grupo probó, también usando la Biblia, que había que llamarle «reverendo», o de otra forma se iría al infierno.
El tipo de la Iglesia de Cristo era uno sólo, y los demás gritaban más que él, pero era muy testarudo y no se daba por vencido. Para ser consecuente con su teoría, todos los domingos por la mañana se acercaba al predicador y le llamaba «señor». Esto dio origen a que se estableciera una gran enemistad entre el predicador y él. Una vez casi se pegan a la salida de la iglesia, pero los separaron.
Decidí no tomar ninguna postura referente al agua del bautismo. Y tampoco iba a llamar al predicador de ninguna forma. Le dije a abuelo que me parecía lo más seguro, pues de lo contrario me podrían mandar directamente al infierno, dependiendo de lo que dijera la Biblia en aquel momento.
Me dijo que si Dios tenía una mente tan estrecha como aquellos idiotas que se pasaban el día discutiendo, entonces el cielo tampoco sería un buen lugar para vivir.
Había una familia episcopaliana. Eran ricos. Venían a la iglesia en un automóvil. Era el único coche que se veía cerca de la iglesia. El hombre era gordo y se ponía un traje distinto casi todos los domingos. La mujer llevaba grandes sombreros; también era gorda. Tenían una niña pequeña que siempre iba vestida de blanco y con sombreritos. Miraba siempre hacia algo que había arriba, aunque nunca pude ver qué era. Siempre echaban un dólar cuando pasaban el cestillo para que la gente diese dinero. Era el único que había siempre en el cestillo. El predicador los recibía cuando llegaban en el automóvil y les abría la puerta. Se sentaban en la fila de delante.
Cuando el predicador hablaba, miraba a la primera fila y decía:
—¿No es así, Mr. Johnson? —Mr. Johnson movía la cabeza ligeramente, certificando más o menos que aquello era cierto.
La gente se inclinaba hacia delante para ver si se movía la cabeza de Mr. Johnson, y luego volvían a echarse hacia atrás, satisfechos de que así fuese.
Abuelo me explicó que los episcopalianos conocían bien todo el asunto y no tenían que discutir sobre cosas pequeñas, como el agua. Sabían dónde iban y no querían dejar que nadie más entrase con ellos.
El predicador era un hombre flaco. Vestía todos los domingos el mismo traje negro. El pelo le sobresalía por todas partes y tenía el aspecto de estar siempre nervioso. Realmente, lo estaba.
Era simpático con la gente en el jardín de la iglesia, aunque yo nunca hablé con él. Pero cuando tomaba la palabra, de pie en el púlpito, se volvía malo. Abuelo decía que esto lo hacía porque sabía que iba contra las reglas el que alguien se levantara y le contestara mientras predicaba.
Nunca dijo nada acerca del agua, cosa que me decepcionó mucho, pues yo estaba interesado en ese asunto. Pero atacó duramente a los fariseos. Empezaba a meterse con los fariseos, bajaba del púlpito y corría por el pasillo hacia nosotros. A veces casi perdía el aliento de furioso que se ponía.
Una vez estaba atacando a los fariseos y había bajado al pasillo. Gritaba mucho y aspiraba luego el aire como si su garganta fuera a romperse. Se acercó a donde estábamos nosotros y nos señaló a abuelo y a mí con su dedo, y dijo:
—Vosotros sabéis lo que hacían…
Parecía que nos estaba acusando de tener algo que ver con los fariseos. Abuelo se enderezó en su asiento y lanzó al predicador una mirada asesina. Willow John también le miró y abuela le sujetó del brazo. El predicador se volvió y señaló a otra persona.
Abuelo dijo después que nunca había conocido a ningún fariseo y no iba a consentir que un hijo de perra le acusara de saber nada de lo que ellos hubieran hecho. El predicador había hecho bien en señalar a otra persona. Me di cuenta de que lo había hecho después de ver la mirada de abuelo. Willow John afirmó que el predicador estaba loco y había que vigilarle bien. Willow John llevaba siempre su cuchillo largo.
Al predicador tampoco le gustaban ni lo más mínimo los filisteos. Continuamente sacaba a relucir sus faltas. Decía que eran, más o menos, tan malos como los fariseos. A lo que Mr. Johnson inclinaba la cabeza, asegurando que así era.
Abuelo dijo que ya estaba cansado de que el predicador siempre estuviese atacando a alguien. No veía ninguna razón para meterse tanto con los fariseos y con los filisteos. Ya había bastantes complicaciones para estar buscando otras nuevas.
Abuelo siempre echaba algo en el cestillo de la colecta, a pesar de que estaba en contra de pagar a los predicadores. Decía que suponía que lo hacía para pagar el uso de nuestro banco. A veces me daba cinco centavos para que yo los pusiera. Abuela nunca echó nada y Willow John ni siquiera miraba el cestillo cuando lo pasaban.
Abuelo me explicó que si seguían pasándole el cestillo bajo las narices continuamente, Willow John acabaría cogiendo algo del cestillo, imaginándose que se lo estaban ofreciendo.
Una vez al mes era el día de la confesión pública. Entonces, la gente se levantaba uno por uno y contaba cuánto querían al Señor y todas las cosas malas que habían hecho. Abuelo nunca lo hacía. Decía que aquello sólo servía para causar problemas. Conocía personalmente a varios hombres a los que habían disparado después de que contaran en la iglesia algo que habían hecho a algún tipo y de lo que éste no se había enterado hasta oírlo allí. Opinaba que eso era un asunto privado que no le importaba a nadie. Abuela y Willow John tampoco se levantaban nunca.
Yo le dije a abuelo que, más o menos, tenía la misma opinión que él y que tampoco iba a ponerme de pie y confesarme públicamente.
Un hombre anunció que se había salvado. Dijo que iba a dejar de beber, que había estado bebiendo bastante durante muchos años, pero ahora ya no iba a volverlo a hacer. Esto hizo que todo el mundo se sintiera bien. La gente gritó:
—¡Alabado sea el Señor! Amén.
Siempre que alguno se levantaba y comenzaba a contar las cosas malas que había hecho, un hombre que estaba en una esquina gritaba:
—¡Cuéntalo todo! ¡Cuéntalo todo! —y chillaba cada vez que parecía que alguien iba a parar.
Esto hacía que el que se confesaba volviese a pensar alguna otra cosa mala que hubiese hecho. A veces acababan diciendo cosas bastantes malas que habían hecho y que nunca hubiesen confesado de no haber estado ese tipo allí gritando. Él nunca se levantaba para confesarse.
Una vez se levantó una mujer. Dijo que el Señor la había salvado de los caminos del pecado. El hombre del rincón gritó:
—¡Cuéntalo todo!
Su cara se puso roja y explicó que había estado fornicando, pero que ya iba a dejarlo, pues estaba convencida de que aquello no estaba bien. El hombre gritó:
—¡Cuéntalo todo!
Ella añadió que había estado fornicando con Mr. Smith. Hubo una gran conmoción mientras Mr. Smith se levantaba del banco en el que estaba y se marchaba andando por el pasillo. Andaba muy deprisa y salió por la puerta de la iglesia. Casi al mismo tiempo, dos tipos de los bancos de atrás se levantaron y salieron por la puerta casi sin ser notados.
Ella dijo otros dos nombres de personas con las que había estado pecando. Todos la alababan y le decían que había hecho muy bien en decirlo.
Cuando salimos de la iglesia, todos los hombres se alejaron de la mujer y nadie hablaba con ella. Abuelo me explicó que tenían miedo de que los vieran hablando con ella. Sin embargo, algunas mujeres se agruparon a su alrededor, le dieron golpecitos en la espalda y le dijeron que había obrado bien.
Abuelo me dijo que aquéllas eran mujeres que querían saber cosas de sus maridos y creían que si demostraban lo bueno que era confesar y lo bien que le trataban a uno cuando lo hacía, podían animar a más mujeres pecadoras a que se confesasen.
Y añadió que, si lo hacían, se armaría mucho jaleo.
Dijo que esperaba que la mujer no cambiase de idea y decidiese volver a pecar, pues se llevaría una gran desilusión porque no iba a encontrar a nadie que quisiera fornicar con ella, a no ser que estuviese borracho y hubiera perdido el juicio.
Todos los domingos, antes de que comenzara el sermón, había un rato en el que la gente podía levantarse y hablar de personas que necesitaban ayuda. A veces se trataba de algún aparcero que tenía que cambiar de lugar, que no tenía comida para su familia, o alguien a quien se le había quemado la casa.
Toda la gente que iba a la iglesia llevaba cosas para ayudar. Nosotros, en verano, llevábamos muchos vegetales, pues los teníamos en abundancia. En invierno llevábamos carne. Una vez, abuelo hizo una silla de madera de nogal con el asiento de piel de ciervo para una familia que había perdido sus muebles en un incendio. Abuelo se llevó aparte al hombre, a un lado del atrio de la iglesia, para darle la silla y explicarle cómo se hacía. Pensaba que es mucho mejor explicar a la gente cómo se hacen las cosas que dárselas, pues si enseñas a un hombre a hacer él mismo una cosa, sabrá luego defenderse. Pero si simplemente se le da algo, habrá que estárselo dando continuamente hasta que se muera. Abuelo añadió que de esa manera se le hace un mal servicio, pues acaba por hacerse dependiente y pierde su carácter.
Abuelo dijo también que a algunos individuos les gustaba estar dando cosas continuamente, pues eso les hacía sentirse superiores y mejores que la persona a la que estaban dando las cosas, cuando todo lo que tenían que hacer era enseñarle a hacer algo con lo que pudiera ser independiente. Como la naturaleza humana era como era, había gente a la que le gustaba sentirse superior y otros a los que les gustaba depender de éstos. Llegaban incluso hasta preferir ser el perrillo faldero de Mr. Superior antes que ser hombres independientes; lloriqueaban continuamente pidiendo lo que necesitaban, cuando lo que verdaderamente necesitaban era una patada en el trasero.
De la misma forma que algunas naciones se sentían superiores, me explicó abuelo, y daban y daban para sentirse bien. Pero si tuvieran el corazón donde hay que tenerlo, enseñarían a la gente a hacer por sí mismos las cosas que les daban. Según abuelo, esas naciones obraban así porque entonces las demás no dependerían de ellos. Y era lo contrario lo que buscaban en primer lugar.
Estábamos lavando en el arroyo cuando comenzó a hablar de este tema. Meditó profundamente sobre ello y tuvimos que apartarnos de la orilla porque de lo contrario, probablemente, se hubiese ahogado en el agua. Le pregunté quién era Moisés.
Me dijo que nunca había tenido una idea muy clara de Moisés, pues el predicador siempre que hablaba gritaba y resoplaba, y era difícil entenderle. El predicador decía que Moisés era un discípulo.
Abuelo me avisó que no debía creer literalmente todo lo que me contara sobre Moisés, pues sólo sabía lo que había oído.
Según él, Moisés se hizo amigo de una chica entre unos juncos que él creía que crecían a orillas del río. Dijo que esto de la amistad era natural. Pero la chica era rica; de hecho pertenecía a un malvado hijo de perra llamado Faraón. Añadió que Faraón estaba siempre matando gente. Decidió perseguir a Moisés, probablemente a causa de la chica.
Moisés se escondió y se fue con la gente que Faraón quería matar. Se dirigió a un país donde no había agua. Golpeó una roca con un palo y comenzó a salir algo de agua. No tenía ni idea de cómo podía haberlo hecho…, pero así era como lo había oído.
Siguió explicando que Moisés estuvo vagando durante años, sin saber adónde ir. De hecho, nunca llegó al sitio que quería, aunque la gente que le había seguido sí que llegó. Abuelo no sabía cuál era el sitio. Moisés murió cuando todavía estaba vagando por ahí.
De alguna forma —siguió su relato—, apareció por allí Sansón y mató a muchos filisteos, que estaban siempre causando problemas. Dijo que no sabía por qué peleaban, ni si los filisteos eran hombres de Faraón o no.
Una mujer mala emborrachó a Sansón y le cortó el pelo. La mujer dejó a Sansón de forma que sus enemigos pudieron cogerle. Abuelo no recordaba el nombre de la mujer, pero dijo que era una buena lección de la Biblia. Uno debe cuidarse siempre de las malas mujeres que intenten emborracharte. Le dije que así lo haría.
Abuelo se quedó muy contento de haberme enseñado esa lección de la Biblia. Probablemente yo era el único al que le había enseñado esto.
Mirando hacia atrás, veo que abuelo y yo éramos bastante ignorantes en lo referente a la Biblia. Me imagino que confundíamos las distintas formas necesarias para ir al cielo. Pensábamos que, más o menos, estábamos aparte de todo aquello, pues nunca lo entendimos bien y para nosotros no tenía ningún sentido.
Cuando uno abandona algo, se convierte en espectador. Éramos espectadores en lo referente a las partes técnicas de la religión y no teníamos mucho interés… puesto que la habíamos abandonado.
Me dijo también que podía olvidarme de la cuestión del agua. Él lo había olvidado hacía mucho tiempo y se sentía mejor desde entonces.
Hablando en confianza me dijo que no podía entender qué maldita importancia tenía el agua en todo aquello.
Asentí y me olvidé del agua.