LA época de sembrar es un tiempo muy ocupado. Abuelo decidía cuándo íbamos a empezar. Metía un dedo dentro de la tierra y sentía su calor. Luego movía la cabeza, lo que significaba que no íbamos a comenzar la siembra.
Teníamos que ir a pescar, o a recoger bayas u otros frutos a los bosques, siempre que no se tratara de la semana en que trabajábamos en el negocio del güisqui.
Una vez que se ha comenzado a sembrar, hay que ser cuidadoso. Hay veces en las que no se puede sembrar. Lo primero que hay que recordar es que cualquier cosa que crece bajo la tierra, como los nabos o las patatas, hay que sembrarlos en la oscuridad. En caso contrario, los nabos o las patatas no serían más gruesos que un lápiz.
Cualquier cosa que crece sobre la tierra, como el grano, las judías, los guisantes y otras cosas por el estilo, deben sembrarse a la luz de la luna. Si no es así, no se consigue una cosecha demasiado buena.
Cuando se ha aprendido esto, hay que seguir aprendiendo otras cosas. La mayoría de la gente se rige por los signos del almanaque. Por ejemplo, siembran judías cuando el almanaque indica que es buen momento para sembrar judías. Pero están equivocados. Las judías florecen bien, pero no llegan a sazón.
Hay signos para todo. Abuelo, sin embargo, no necesitaba almanaque. Se guiaba directamente por las estrellas.
Nos sentábamos en el porche las noches de primavera y estudiaba las estrellas. Se guiaba en sus observaciones viéndolas salir sobre la cima de la montaña. A veces decía:
—Las estrellas están bien para sembrar judías. Lo haremos mañana si no sopla viento del este.
Incluso si las estrellas se mostraban favorables, no sembraba judías si soplaba viento del este. Decía que entonces no habría cosecha.
Luego, además, podía haber demasiada humedad, o poca, para sembrar. Si los pájaros se callaban, tampoco se podía. Sembrar es una bonita labor, aunque bastante pesada.
A veces nos levantábamos por la mañana, preparados para sembrar, guiándonos por las estrellas de la noche anterior. Pero, de repente, veíamos que el viento no era bueno, o que los pájaros no cantaban, o que había demasiada humedad o no había suficiente. Entonces teníamos que ir de pesca.
Abuela creía que algunos de los signos estaban relacionados con las ganas de pescar que tuviera abuelo. Pero él decía que las mujeres no podían comprender las cosas complicadas. Creían que todo era simple y sencillo. Y no es así. Añadió que las mujeres no podían remediarlo, porque ya nacían siendo suspicaces. Había visto a niñas de días que ya parecían suspicaces cuando estaban mamando.
Cuando el día era bueno, sembrábamos el grano. Era nuestra principal cosecha, pues dependíamos de ella para comer y para alimentar al viejo «Sam», y, además, era la que nos proporcionaba el dinero en el negocio del güisqui.
Abuelo preparaba los surcos con el arado y con el viejo «Sam». Yo no hacía ningún surco. Me explicó que yo era necesario principalmente para remover la tierra. Abuela y yo echábamos las semillas en los surcos y las cubríamos. En las laderas de las montañas, abuela sembraba el grano con un palo usado por los cheroquis para sembrar. Se clava sencillamente el palo en el suelo, se saca y se echa la semilla en el agujero.
Sembrábamos también muchas otras cosas: judías, patatas, nabos y guisantes; los guisantes, alrededor de los campos, cerca de los bosques. Esto atraía a los ciervos en el otoño. Se vuelven locos por los guisantes y llegan a andar más de veinte millas por las montañas para llegar a una plantación de guisantes. Siempre conseguíamos fácilmente cazar ciervos para tener la carne necesaria en invierno. También plantábamos sandías.
Abuelo y yo escogimos una esquina sombreada del campo y plantamos bastantes sandías. Abuela nos dijo que era una extensión demasiado grande. Pero abuelo le contestó que las sandías que no nos comiésemos podríamos llevarlas siempre a la tienda del cruce y ganar mucho dinero vendiéndolas.
Pero resultó que cuando maduraron las sandías, vimos que había habido una superproducción. Lo máximo que podía obtenerse en el mercado por la mayor de las sandías eran cinco centavos, si es que podía venderse, que era bastante improbable.
Estuvimos pensando en ello una noche, sentados alrededor de la mesa de la cocina. Si un galón de güisqui pesaba ocho o nueve libras, más o menos, y obteníamos por ellas dos dólares, abuelo no tenía ninguna utilidad en transportar a la tienda del cruce una sandía de doce libras por el precio de cinco centavos, a no ser que hubiera una superproducción en el mercado del güisqui, lo que no parecía probable. Le dije que me parecía que íbamos a tener que comernos todas las sandías.
Son la cosa que más despacio crece: maduran las judías, los guisantes, los nabos y casi todo lo demás, y las sandías siguen ahí, siempre verdes y siempre creciendo. Yo las vigilaba mucho.
Cuando ya estás seguro de que están maduras, no es así. Encontrar y probar una sandía madura es casi tan complicado como sembrarla.
Varias veces durante la comida le dije a abuelo que sospechaba que había encontrado una sandía madura. Las miraba todas las mañanas y todas las tardes —a veces también a la hora de cenar— si pasaba por allí. Cada vez que íbamos al sembrado abuelo las inspeccionaba. Nunca estaban maduras. Una tarde, a la hora de cenar, le dije que estaba casi seguro de que habíamos encontrado la sandía que habíamos estado buscando, y él me contestó que iríamos a verla a la mañana siguiente.
Me levanté temprano y estuve esperando. Llegamos al campo antes de que saliera el sol y se la enseñé. Era de color verde oscuro y muy grande. Nos pusimos en cuclillas al lado de la sandía y la observamos. Yo ya la había estudiado mucho la noche anterior, pero ahora volvía a hacerlo, esta vez con abuelo. Después de examinarla un rato, decidió que parecía lo suficientemente madura para hacer la prueba del golpe.
Hay que saber lo que se está haciendo para hacer la prueba del golpe con una sandía y sacar algún provecho de ella. Si se la golpea y suena parecido a tink, está completamente verde; si suena tank, está verde, pero ya va madurando; si suena tunk, entonces está madura. Se tienen dos posibilidades contra una a favor, que, como dijo abuelo, es lo que ocurre con todas las cosas.
Golpeó la sandía con fuerza. No dijo nada, pero yo estaba observando su cara de cerca y vi que no movía la cabeza, lo cual era una buena señal. No significaba que la sandía estuviese madura, pero el que no hubiese movido la cabeza quería decir que no abandonábamos la partida y seguíamos probando. Volvió a golpearla.
Le dije que aquello me sonaba como un tunk. Se apoyó sobre los talones y la estudió un poco más. Yo también lo hice.
El sol había salido. Una mariposa se posó sobre la sandía y se mantuvo allí, abriendo y cerrando las alas. Le pregunté si aquello era una buena señal, porque me parecía haber oído en alguna parte que una mariposa que se posa sobre una sandía quería decir que ésta estaba madura. Nunca había oído hablar de ese signo, aunque no negaba el que fuera verdad.
Él creía que era un caso intermedio. El sonido estaba entre un tank y un tunk. Le dije que a mí también me sonaba de esa forma, pero creía que se inclinaba más al tunk. Respondió que había otra forma de probar; se fue y vino con una hoja de palmito.
Si colocas una hoja de palmito sobre una sandía, a lo ancho, y la hoja no se mueve, entonces la sandía está verde. Pero si la hoja se mueve y se pone orientada a lo largo de la sandía es que ya está madura. Abuelo puso la hoja sobre la sandía. Se quedó quieta un momento; luego se movió un poco y se paró. Nos sentamos, observándola. Pero no se movió más. Le dije que creía que la hoja era demasiado larga, lo cual hacía que la parte madura de la sandía tuviese que trabajar demasiado para moverla. Cogió la hoja y la acortó. Lo volvimos a intentar. Esta vez giró un poco más y casi llegó a orientarse a lo largo.
Abuelo estaba dispuesto a abandonar la sandía, pero yo no lo estaba. Me tumbé de forma que podía ver la hoja desde muy cerca, y le dije que parecía que se estaba moviendo, lenta, pero segura, y que pronto estaría bien orientada. Opinó que yo estaba respirando sobre ella y, por tanto, la prueba no valía. Pero decidió no abandonar la sandía. Me dijo que si la dejábamos reposar hasta que el sol estuviese en el cénit, más o menos a la hora de la comida, podríamos cogerla.
Vigilé el sol fijamente. Parecía que daba vueltas sobre sí mismo y siempre estaba sobre la cima de la montaña, dispuesto a que fuera una mañana muy larga. Abuelo me explicó que el sol actuaba así algunas veces, como cuando estábamos arando y esperábamos el atardecer para ir a lavarnos al riachuelo.
Dijo que si hacíamos algo y estábamos ocupados, y no nos importaba nada la velocidad del sol, éste, entonces, se movería deprisa, con normalidad.
Nos entretuvimos cortando malvavisco. Crece deprisa y hay que mantenerlo corto. Cuanto más cortes de una planta, tanto más crecerá luego.
Me moví delante de abuelo y corté todo el malvavisco que crecía en la parte de abajo de la planta. Él me seguía y cortaba la parte alta. Decía que sospechaba que él y yo éramos los únicos que se las sabían arreglar para cortar malvavisco sin tener que agacharse o estirarse para cortar las ramas altas. Estuvimos toda la mañana cortándolo.
Llegamos al final de la fila y abuela estaba allí. Sonrió:
—La comida está lista.
Abuelo y yo salimos corriendo hacia la mata donde estaba la sandía. Yo llegué el primero y corté el tallo, pero no pude levantarla. Abuelo la llevó al riachuelo y me dejó echarla al agua. Era tan pesada que se hundió.
Anochecía cuando la sacamos. Abuelo se tumbó en la orilla, metió los brazos en el agua y la saco del riachuelo. La transportó hasta la sombra de un gran olmo y le seguimos. Allí nos sentamos en círculo, viendo cómo escurría el agua fría por la corteza verde. Era todo un ceremonial.
Sacó su cuchillo largo y lo levantó. Nos miró y se rió porque yo tenía la boca abierta y los ojos como platos. Cortó la sandía, que parecía abrirse antes de que le clavase el cuchillo, señal de que era buena. Cuando la abrió, el jugo formó pequeñas bolitas en la pulpa roja.
Partió rodajas. Mis abuelos se rieron cuando el jugo se me escurrió de la boca a la camisa. Era mi primera sandía.
Llegó el verano, mi estación favorita por celebrarse en ella mi cumpleaños. Es una costumbre cheroqui. Por eso mi cumpleaños no duraba un día, sino todo un verano.
Es tradición que durante tu estación te hablen del lugar de tu nacimiento, de lo que hace tu padre, del amor de tu madre.
Abuela me contó que yo tenía suerte, que probablemente a uno de cada cien millones le ocurría lo que a mí. Me dijo que yo había nacido de la naturaleza —de Mon-o-lah— y, por tanto, todos los seres de los que ella me había hablado en mi primera noche en las montañas eran mis hermanos.
Muy pocos habían sido elegidos para tener todo el amor de los árboles, los pájaros, las aguas, la lluvia y el viento. Mientras yo viviera, siempre podría estar con ellos como en casa. Mientras otros niños que habían perdido a sus padres se sentirían solos, yo nunca lo estaría.
En los atardeceres de verano nos sentábamos en el porche de atrás. La oscuridad empezaba en los valles, mientras abuela hablaba suavemente. A veces hacía una pausa y guardaba silencio durante mucho tiempo. Luego se tocaba la cara con las manos y hablaba un poco más.
Le dije que me sentía muy orgulloso, y entonces me di cuenta de que ya no tenía miedo de la oscuridad.
Abuelo me dijo que yo era superior a él, por ser especial y por muchas más razones. Confesó que a él también le gustaría haber sido elegido. Él siempre había tenido la desventaja de tener miedo a la oscuridad y que, de ahora en adelante, dependería totalmente de mí para guiarle. Le prometí que así lo haría.
Tenía ya seis años. Quizá fue mi cumpleaños lo que hizo recordar a abuela que el tiempo estaba pasando. Encendía la lámpara casi todas las noches y leía. También me hacía avanzar en mis estudios del diccionario. Estaba en la letra B. Una de las páginas había sido arrancada. Abuela dijo que aquella página no era importante, y la vez siguiente que fuimos al pueblo compramos un diccionario. Costó setenta y cinco centavos.
Abuelo no tuvo inconveniente en dar el dinero. Dijo que siempre había querido tener un diccionario así. Como no sabía leer ninguna de las palabras que estaban escritas en el diccionario, imaginé que lo usaría para alguna otra cosa, pero nunca le vi tocarlo.
Billy Pino apareció por casa. Comenzó a venir más a menudo después de que las sandías madurasen. A Billy Pino le gustaban las sandías. No estaba nada engreído ni por el dinero que había recibido de la compañía de tabaco Águila Roja, ni por la recompensa del criminal de la gran ciudad. Nunca habló de ello y, por tanto, nunca le preguntamos.
Billy Pino nos contó que creía que el fin del mundo estaba llegando. Todo parecía indicarlo así. Había rumores de guerras y el hambre se extendía por el país. La mayoría de los bancos estaban cerrados y los que no lo estaban eran atracados continuamente. Billy Pino siguió diciendo que no existía casi dinero. Que la gente todavía se tiraba por las ventanas en las grandes ciudades cuando se enteraban de lo que pasaba. En Oklahoma, dijo, el viento se estaba llevando la tierra.
Eso ya lo sabíamos nosotros. Abuela había escrito a un pariente nuestro que estaba en Las Naciones; siempre llamábamos a Oklahoma «Las Naciones», pues eso es lo que era hasta que se lo quitaron a los indios y se hizo un Estado. Nos habían hablado sobre ello en las cartas, de cómo el hombre blanco había arado terrenos de pastos, tierras que no debían haberse arado nunca. El viento se las estaba llevando.
Billy Pino había decidido salvarse, visto que el final estaba cerca. Nos dijo que fornicar había sido siempre su mayor problema para salvarse. Fornicaba en los bailes, pero la mayor parte de la culpa la tenían las mujeres. Nunca le dejaban en paz. Había intentado ir a servicios religiosos para salvarse, pero siempre estaban llenos de mujeres que le tentaban para seguir fornicando. Una vez encontró a un viejo predicador, que debía de ser ya muy viejo para fornicar —creía él—, pues predicaba duramente contra la fornicación.
Billy Pino explicaba que ese viejo predicador hacía que se sintiera, en ese momento, sin ningún deseo de volver a fornicar. Eso era lo que le salvaba: pensar en aquel momento que iba a dejar de fornicar por completo. Buscaría de nuevo a ese predicador para salvarse, pues el mundo tocaba a su fin. Una vez que ya estabas justificado, según creencias de los baptistas primitivos, estabas salvado para siempre. Si después se fornicaba un poco, seguías salvado y ya no había que preocuparse por nada.
Billy Pino dijo que se inclinaba más hacia la religión de los baptistas primitivos que hacia la suya propia.
No me disgustó esta opinión.
Tocaba su violín al anochecer de aquellos días del verano. Quizá a causa de la proximidad del fin del mundo, su música sonaba muy triste.
Hacía que nos sintiéramos como si éste fuera el último verano que ya habíamos vivido, pero queríamos vivirlo otra vez. Me hubiese gustado que no hubiera empezado a tocar porque dolía, pero luego no quería que terminara. Era muy triste.
ÍBAMOS A LA IGLESIA todos los domingos por el mismo camino que utilizábamos abuelo y yo para entregar nuestra mercancía. La iglesia estaba a una milla, después de pasar la tienda.
Teníamos que salir al amanecer, porque era un largo camino. Abuelo se ponía su traje negro y su camisa de saco de harina, que abuela había blanqueado. Yo también tenía una y encima me ponía unos pantalones de peto limpios. Nos abrochábamos los botones superiores de nuestras camisas, lo que nos daba un buen aspecto para ir a la iglesia.
Abuelo se ponía sus zapatos negros, que engrasaba bien para que brillaran. Hacían ruido al andar. Estaba acostumbrado a los mocasines. Pensé que el camino debía de ser doloroso para el abuelo, pero nunca dijo nada. Se limitaba a andar haciendo ruido.
Para abuela y para mí era más fácil. Llevábamos mocasines. Me sentía orgulloso de lo guapa que iba abuela. Todos los domingos se ponía un vestido que era naranja, dorado, azul y rojo. Le quedaba algo ajustado por los tobillos y luego se hinchaba a su alrededor. Parecía una flor primaveral andando por el camino.
De no haber sido por el traje, y porque a abuela le gustaba mucho salir, sospecho que abuelo nunca hubiese ido a la iglesia. Sin tener en cuenta los zapatos, nunca le gustó demasiado ir a misa.
Decía que el predicador y los diáconos hacían, más o menos, la religión como querían. Decidían quiénes debían ir al infierno y quiénes no, y si no se prestaba mucha atención, te veías de pronto adorando al predicador y a sus diáconos. «¡Al infierno con todo aquello!», terminaba diciendo. Pero no protestaba.
A mí me gustaba el paseo hasta la iglesia. No teníamos que llevar la carga de nuestra mercancía y, mientras íbamos por el atajo, nos topábamos con la luz del nuevo día. El sol se reflejaba en el rocío del valle, bajo nosotros, e iluminaba los árboles por donde pasábamos.
La iglesia estaba fuera de camino, entre unos árboles. Era pequeña y no estaba pintada, pero era bonita. Todos los domingos, cuando entrábamos en el claro de la iglesia, abuela se paraba a hablar con algunas mujeres, pero abuelo y yo nos dirigíamos directamente hacia Willow John.
Siempre estaba detrás, entre los árboles, apartado de la gente y de la iglesia. Era más viejo que abuelo, pero igual de alto, cheroqui puro, con el pelo blanco y trenzado que le caía por debajo de los hombros, y llevaba un sombrero de ala muy ancha que se metía hasta los ojos… como si sus ojos fueran privados. Cuando miraba a alguien, la persona lo sabía.
Tenía los ojos negros, como dos heridas abiertas. No eran heridas encolerizadas, pero sí heridas muertas y desnudas, sin vida. No podía saberse si sus ojos estaban nublados o si miraba lejos, hacia una niebla distante. Una vez, años más tarde, un apache me enseñó una fotografía de un hombre viejo. Era Gokhla-yeh, Jerónimo. Tenía los mismos ojos que Willow John.
Willow John tenía más de ochenta años. Abuelo me contó que hacía mucho tiempo Willow John había ido a Las Naciones. Anduvo por las montañas, sin subir nunca ni a un coche ni a un tren. Estuvo allí tres años y volvió. Nunca hablaba de aquello. Para él no existían Las Naciones.
Siempre íbamos con él y nos quedábamos detrás, entre los árboles. Abuelo y Willow John se abrazaban y se mantenían así mucho tiempo: dos hombres viejos, altos y con grandes sombreros, y no se decían nada. Entonces llegaba abuela. Willow John abrazaba a abuela durante mucho rato.
Vivía más allá de la iglesia, lejos, en las montañas. Al estar la iglesia a mitad de camino entre las dos casas, era el lugar en donde nos podíamos encontrar.
Parece un cuento de niños. Le dije a Willow John que pronto habría muchos cheroquis, que yo iba a ser un cheroqui, que abuela me había dicho que había nacido como las montañas y tenía el sentimiento de los árboles. Willow John me tocó en el hombro y sus ojos brillaron desde muy dentro. Abuela me dijo que era la primera vez que había estado así desde hacía muchos años.
No entrábamos en la iglesia hasta que todos los demás estaban dentro. Nos sentábamos siempre en la última fila, primero Willow John, luego abuela, después yo, y abuelo se sentaba al lado del pasillo. Abuela cogía la mano de Willow John durante la misa y abuelo alargaba el brazo y tocaba el hombro de la abuela. Yo cogía la mano libre de abuela y ponía mi otra mano sobre la pierna de abuelo. De esta forma no me quedaba fuera, a pesar de que los pies se me quedaban siempre dormidos porque casi no sobresalían del asiento del banco.
Una vez, cuando llegamos a nuestro sitio, encontré un largo cuchillo en mi asiento. Era tan largo como el de abuelo y estaba metido en una funda de piel de ciervo. Abuela dijo que Willow John me lo daba. Así es la manera que tienen los indios de dar regalos. No los entregan personalmente, a no ser que no sea un regalo verdadero y lo hagan por alguna otra razón. Lo dejan para que uno se lo encuentre. No se ofrece un regalo a quien no se lo merece. El que lo recibe no tiene que dar las gracias, pues es tonto agradecer algo que se ha merecido.
Le di a Willow John cinco centavos y una rana-toro. El domingo que se lo llevé había colgado su chaqueta de un árbol mientras nos esperaba. Decidí meter ambas cosas en su bolsillo. Era una gran rana-toro; la había cazado en el riachuelo y la había estado alimentando con insectos hasta que se había hecho poco menos que gigante.
Willow John se puso la chaqueta y se metió en la iglesia. El predicador pidió a la gente que inclinara la cabeza. Había un gran silencio, se podía oír respirar a la gente. El predicador dijo: «Señor…», y entonces la rana dijo «Larrrrrrrrupp», fuerte y sonoro. Todos se sobresaltaron y un hombre salió de la iglesia. Un tipo gritó: «¡Dios todopoderoso!», y una mujer chilló: «¡Alabad al Señor!».
Willow John también se asombró. Se metió la mano en el bolsillo, pero no sacó la rana. Se volvió hacia mí, me miró y en sus ojos volvió a aparecer el brillo, aunque esta vez no salía de tan adentro. Luego sonrió. La sonrisa se fue abriendo en su cara, cada vez más, ¡y se rió! Una risa profunda y estridente que hizo que todo el mundo le mirara. Él no prestó atención a nadie. Yo tenía miedo, pero también me reí. Las lágrimas comenzaron a humedecerle los ojos y a caerle por las arrugas de la cara. Willow John lloró.
Todo el mundo se calló. El predicador se quedó boquiabierto mirándole. Willow John no prestó atención a nadie. No hizo ningún ruido, pero hipó y sus hombros se estremecieron; lloró largo rato. La gente miró hacia otro lado, pero Willow John y mis abuelos miraron al frente.
El predicador lo pasó mal intentando volver a empezar. No mencionó la rana. Una vez, hacía ya tiempo, había intentado hacer un sermón dedicado a Willow John, pero éste nunca le había prestado la más mínima atención. Siempre miraba al frente, como si el predicador no estuviese allí. El sermón versó sobre el respeto debido a la casa de Dios. Willow John no inclinaba la cabeza para rezar, ni se quitaba el sombrero.
Abuelo nunca hizo ningún comentario sobre el tema. Reflexionó sobre esto durante años. Creo que era la forma de Willow John de decir lo que tenía que decir. Su gente estaba perdida y perseguida, alejada de estas montañas que eran su hogar, donde ahora vivían el predicador y otros que estaban en la iglesia. Él no podía luchar y por eso no se quitaba el sombrero.
Quizá cuando el predicador dijo «Señor…» y la rana contestó «Larrrrrrrrupp», la rana estaba contestando por Willow John. Por eso lloraba. Se rompió algo de su amargura. Desde entonces, los ojos de Willow John siempre brillaban y mostraban pequeñas luces negras cuando me miraba.
En aquel momento lo sentí, pero luego me alegré de haberle dado la rana.
Todos los domingos, después de misa, íbamos a sentarnos entre los árboles de detrás del claro y nos repartíamos la comida. Willow John llevaba siempre algo de caza en un saco. A veces era una codorniz, o venado, o algún pez. Abuela llevaba pan de maíz y verduras. Comíamos allí, a la sombra de los grandes olmos, y hablábamos.
Willow John decía que los ciervos se estaban alejando cada vez más hacia las montañas. Abuelo hablaba de la pesca con cestas. Abuela le decía que le trajera la ropa que necesitase repasar.
Cuando el sol comenzaba a caer, nos preparábamos para marchar. Yo me volvía para mirar a Willow John. Nunca miraba hacia atrás. Andaba sin balancear los brazos, manteniéndolos rectos a los lados de su cuerpo, dando largas y extrañas zancadas. Sin mirar a ninguna parte y sintiéndose fuera de lugar en ese trocito de civilización del hombre blanco. Desaparecía entre los árboles sin seguir ningún camino visible. Yo me apresuraba a alcanzar a mis abuelos. Era triste andar por el atajo de vuelta a casa los domingos por la tarde, y no hablábamos.
Willow John, siempre iremos juntos, nunca estarás lejos.
Un año cualquiera; es tan corto el tiempo.
Mi lenguaje será mi silencio. Los años amargos
quedaron atrás olvidados. Habrá algún motivo de llanto,
o quizá nos regalen el gozo perdido.
Willow John. ¿Hablaremos? Un lenguaje mudo.
La palabra se midió en la tierra en breves segundos.
Nuestros ojos serán elocuentes. Ya no habrá secretos.
Sentir será amar. Así, cuando duerma la luna en el cielo,
velará nuestros sueños de hermanos. Será todo tan puro.
Willow John. Partiremos. Mas tú nunca serás viajero.
Quiero que estés siempre muy cerca, a mi lado.
Cuando el llanto abrase mi rostro en su fuego
viviré sólo en tu nube y recuerdo.
Mi corazón será un huracán amansado.