ABUELO y yo pensábamos a la manera de los indios. La gente que conocí después me decía que eso es ingenuo —pero yo ya lo sabía— y recordaba lo que él decía de las palabras. Si es ingenuo, no importa, pues también es bueno. Me dijo que siempre me serviría… Como así ha sido. Como la vez que los hombres de la gran ciudad hicieron un viaje a nuestras montañas.
La mitad de la sangre de abuelo era escocesa, pero pensaba a la manera india. Eso ocurría también con otros, como el gran Águila Roja, Bill Weatherford o Emperador McGilvery o McIntosh. Se entregaron a la naturaleza como los indios, sin tratar de dominarla o de modificarla, simplemente viviendo con ella. Amaban esa idea, y amándola empezaron a diferenciarse del hombre blanco.
Me contó que los indios solían llevar mercancía para intercambiar con los hombres blancos, y la ponían a sus pies. Si veían que al hombre blanco no le gustaba nada, cogían sus mercancías y se iban. El hombre blanco no acababa de entender esta costumbre. Llamaba a quien la practicaba un dador indio, queriendo decir que daba y luego lo volvía a quitar. No es así. Si el indio regala algo, no hace ninguna ceremonia; simplemente lo deja para que se lo encuentre aquél a quien se le quiere dar algo.
Me explicó que el indio levanta la palma de la mano en señal de paz, demostrando que no lleva armas. Eso le parecía lógico, pero para el resto de la gente era muy divertido. Creía que el hombre blanco hacía lo mismo cuando daba la mano. Así, además, se veía si el individuo que decía ser amigo llevaba un arma escondida en la manga. Abuelo no estrechaba la mano a menudo, porque decía que no le gustaba que alguien intentara ver si llevaba un arma escondida en la manga, después de haberse presentado él como un amigo. Era no confiar en absoluto en la palabra de un hombre.
Me explicó también que el origen de que la gente dijera «How[2]» cuando veía a un indio, y luego se riera, provenía de dos siglos antes. Cada vez que un indio se tropezaba con un hombre blanco, el hombre blanco comenzaba a preguntarle: ¿cómo te sientes?, o ¿cómo está tu gente?, o ¿cómo te va?, o ¿cómo es la caza en el lugar donde vives?, y otras preguntas similares. De esta manera, el indio llegó a creer que la palabra favorita del hombre blanco era «cómo». Por eso, por educación, cuando se encontraba con un hombre blanco, lo primero que hacía era decir how, y luego dejaba al hijo de perra hablar de lo que quisiera. La gente que se reía de eso se reía de un indio que intentaba ser cortés y considerado.
Habíamos llevado nuestra mercancía a la tienda del cruce y Mr. Jenkins nos dijo que habían estado allí dos hombres de la gran ciudad. Dijo que eran de Chattanooga y conducían un gran automóvil negro. Querían hablar con abuelo.
Miró a Mr. Jenkins por debajo de su gran sombrero:
—¿Gente de los impuestos?
—No —dijo Mr. Jenkins—. No eran gente de la ley. Dijeron que se dedicaban al negocio del güisqui. Habían oído que tú eres un buen productor y querían ponerte al frente de un gran alambique. Decían que podías hacerte rico trabajando para ellos.
No dijo nada. Cogió algo de café y azúcar para abuela. Llevé los leños y cogí mi trozo de caramelo de las manos de Mr. Jenkins, que tenía curiosidad por saber lo que él iba a decidir sobre aquel asunto. Pero le conocía demasiado bien para preguntarle.
—Dijeron que volverían —aseguró Mr. Jenkins.
Abuelo compró un poco de queso… Me alegré mucho, pues me gustaba. Salimos de la tienda y no nos quedamos descansando en el porche, sino que nos dirigimos directamente al camino. Abuelo andaba deprisa. No me dio tiempo a coger bayas y tuve que comerme el caramelo mientras iba en un continuo trote tras él.
Cuando llegamos a la cabaña, habló de los hombres de la gran ciudad con abuela. Dijo:
—Tú quédate aquí, Pequeño Árbol. Yo voy al alambique a taparlo un poco más. Si vienen, házmelo saber —salió andando por el camino del valle.
Me senté en el porche, esperando a los hombres de la gran ciudad. Apenas se había perdido de vista, cuando vi a los hombres y se lo dije a abuela. Ésta se mantuvo apartada, en la perrera, y les vimos llegar por el camino y pasar el puente.
Llevaban buenas ropas, como los políticos. El hombre grande y gordo llevaba un traje gris y una corbata blanca. El hombre flaco vestía un traje blanco y una camisa negra que brillaba. Llevaban sombreros de gran ciudad, hechos con paja fina.
Anduvieron hasta el porche, aunque no subieron los escalones. El hombre grande sudaba mucho. Miró a abuela.
—Queremos ver al viejo —dijo.
Supuse que estaba enfermo, pues respiraba mal y era difícil verle los ojos. Estaban hundidos en su cara congestionada.
Abuela no dijo nada, ni yo tampoco. El hombre grande se volvió hacia el hombre flaco:
—La india vieja no entiende inglés, Slick.
Mr. Slick miraba alrededor por encima del hombro, a pesar de que yo no vi nada detrás de él. Tenía una voz aguda.
—Al diablo con la vieja —dijo—; no me gusta este sitio, Chunk, está demasiado adentrado en las montañas. Vámonos de aquí.
Mr. Slick tenía un pequeño bigote.
—¡Cállate! —dijo Mr. Chunk.
Mr. Chunk se echó atrás el sombrero. No tenía pelo. Me miró. Yo estaba sentado en una silla.
—El niño parece un cachorrillo —dijo—. A lo mejor entiende inglés. ¿Entiendes inglés, niño?
—Supongo que sí —contesté.
Mr. Chunk miró a Mr. Slick:
—¿Has oído eso…? Dice que supone que sí.
Les hizo gracia aquello y se rieron mucho. Vi que abuela fue hacia la parte de atrás y soltó a «Blue Boy». Salió por el valle, buscando a abuelo.
Mr. Chunk dijo:
—¿Dónde está tu padre, niño?
Le dije que no recordaba a mi padre, que vivía allí con mis abuelos. Mr. Chunk quería saber dónde estaba abuelo y yo señalé el camino. Se metió la mano en el bolsillo, sacó un dólar y me lo ofreció.
—Puedes ganar este dólar si nos llevas a donde está tu abuelo.
Tenía los dedos llenos de grandes anillos. Vi claramente que era rico, que podía permitirse gastar un dólar. Lo cogí y me lo metí en el bolsillo. Hice cuentas. Incluso compartiéndolo con abuelo, recuperaría los cincuenta centavos que me había quitado el cristiano.
Me sentí muy bien guiándolos por el camino. Pero según íbamos andando, comencé a pensar. No podía llevarlos al alambique. Los llevé por el sendero de arriba.
A medida que subíamos, me sentía a disgusto y no tenía la menor idea de lo que iba a hacer. Sin embargo, Mr. Chunk y Mr. Slick se encontraban muy animados. Se quitaron las chaquetas y anduvieron detrás de mí. Llevaban una pistola cada uno, sujeta al cinturón. Mr. Slick dijo:
—Conque no recuerdas a tu padre, ¿eh, chico?
Me paré y le dije que no tenía el menor recuerdo suyo. Mr. Slick dijo:
—Eso te convierte en un bastardo, ¿no, chico?
Yo dije que suponía que sí, aunque todavía no había llegado a esa palabra en el diccionario y, por tanto, no la conocía. Ambos se rieron hasta que comenzaron a toser. Yo también me reí. Parecían tipos graciosos.
Mr. Chunk dijo:
—Debe de haber muchos animales.
Le dije que teníamos montones de animales en la montaña…, gatos monteses y jabalíes, y abuelo y yo habíamos visto una vez un oso.
Mr. Slick quiso saber si habíamos visto alguno últimamente. Le contesté que no, pero habíamos visto huellas. Señalé un árbol, donde un oso había estado limpiándose las garras.
—Hay una huella aquí —dije.
Mr. Chunk saltó hacia un lado, como si le hubiese picado una serpiente. Chocó con Mr. Slick y le tiró al suelo.
—Maldito seas, Chunk. ¡Casi me tiras por el precipicio! Si me hubieras empujado hasta allí abajo… —Mr. Slick señaló el valle. Él y Mr. Chunk se inclinaron y miraron hacia abajo. Apenas se podía ver el arroyo, muy lejos debajo de nosotros.
—¡Dios todopoderoso! —dijo Mr. Chunk—. ¿A qué altura estamos? Diablo, si alguien se escurre en este camino, se rompe el cuello.
Le dije a Mr. Chunk que no sabía a qué altura estábamos, pero que me imaginaba que era bastante. Nunca había pensado en ello.
Cuanto más arriba subíamos, más tosían. Cada vez se iban quedando más detrás de mí. Una vez di la vuelta para buscarlos y me los encontré tumbados bajo un roble blanco. El roble blanco estaba rodeado de hiedra venenosa por sus raíces. Estaban tumbados en medio de la hiedra.
La hiedra venenosa es muy bonita y muy verde, pero es mejor no tumbarse encima de ella. Hace que le salgan a uno ronchones por todo el cuerpo y causa molestias que duran meses y meses. No les dije nada sobre la hiedra venenosa. Ya estaban en ella y no se podía hacer nada. Era mejor no preocuparlos.
Mr. Slick levantó la cabeza:
—Escucha, pequeño bastardo, ¿cuánto tenemos que andar?
Mr. Chunk no levantó la cabeza. Se quedó allí sobre la hiedra venenosa con los ojos cerrados. Les dije que ya casi estábamos allí.
Había estado pensando. Sabía que abuela mandaría a abuelo por el camino en mi busca. Por eso, cuando llegásemos a la cima de la montaña les diría que nos sentásemos a esperar, que abuelo estaría allí al momento. Me imaginé que todo iría bien y podría quedarme con el dólar, pues más o menos los había llevado hasta abuelo.
Comencé a subir por el sendero. Mr. Slick ayudó a Mr. Chunk a levantarse de la hiedra venenosa y comenzaron a moverse detrás de mí. Dejaron sus chaquetas bajo el árbol. Mr. Chunk dijo que las recogerían a la vuelta.
Llegué a la cima mucho antes que ellos. El sendero alto era parte de muchos otros senderos, viejos caminos hechos por los cheroquis. Las sendas recorrían las montañas, se bifurcaban, bajaban por la montaña al otro lado, y se volvían a bifurcar cuatro o cinco veces en la bajada. Abuelo me había dicho que los senderos continuaban cerca de cien millas, adentrándose en las montañas.
Me senté bajo un arbusto, donde el camino se bifurcaba. Por un lado se llegaba a la cima de la montaña, y por el otro, se bajaba por la ladera opuesta. Pensé esperar allí a Mr. Chunk y a Mr. Slick y que todos juntos aguardáramos a abuelo.
Tardaron mucho tiempo. Cuando por fin llegaron a la cima, Mr. Chunk tenía el brazo sobre los hombros de Mr. Slick. Probablemente se había hecho daño en un pie, pues cojeaba mucho.
Mr. Chunk decía que Mr. Slick era un bastardo. Lo cual me sorprendió, pues Mr. Slick no había dicho nada de que él era un bastardo. Decía también que Mr. Slick era el que había ideado contratar a tipos de la montaña para que trabajasen para ellos. Mr. Slick afirmó que la idea de contratar a ese maldito indio era de Mr. Chunk, que era un hijo de perra.
Hablaban tan alto, que pasaron a mi lado sin verme. No tuve oportunidad de decirles que debíamos esperar, ya que abuelo me había enseñado a no interrumpir a la gente mientras habla. Bajaron por el sendero del otro lado de la montaña. Los estuve mirando hasta que desaparecieron entre los árboles, dirigiéndose hacia una grieta profunda que había entre las montañas. Pensé que era mejor esperar a abuelo.
No tuve que aguardar demasiado. «Blue Boy» fue el primero en aparecer. Le vi oliendo mi pista y llegó moviendo la cola. Al cabo de un minuto oí cantar a un cuco. Sonaba exactamente igual que el cuco…, pero como todavía no estaba anocheciendo supe que era abuelo. Yo también imité al cuco, casi con la misma perfección.
Vi cómo se movía su sombra bajo los árboles iluminados por la última luz del día. No iba por el camino y, si él no quería, nadie era capaz de oírle. Al cabo de un instante estaba allí. Me alegré de verle.
Le conté que Mr. Slick y Mr. Chunk habían bajado por el sendero y también todo lo que recordaba de la conversación que habíamos tenido mientras subíamos. Gruñó y no dijo nada, pero sus ojos se entornaron un poco.
Abuela nos había puesto comida en un saco y nos sentamos bajo un cedro y comimos. Había pan de maíz y barbo cocido, que está muy rico comido en la alta montaña. Terminamos con todo.
Le enseñé el dólar y le dije que si Mr. Chunk creía que había cumplido con mi trabajo, me lo podría guardar. Le dije también que en cuanto encontrásemos cambio, podría quedarse él con la mitad. Dijo que yo había cumplido con mi trabajo, pues allí estaba él para ver a Mr. Chunk. Y que podía quedarme con el dólar completo.
Le hablé a abuelo de la caja verde y roja de la tienda de Mr. Jenkins y le dije que pensaba que, probablemente, no costaría mucho más de un dólar. Él creía lo mismo. Oímos un grito a lo lejos. Venía de la grieta de la montaña. Nos habíamos olvidado completamente de nuestros visitantes.
Estaba anocheciendo, los cucos comenzaban a cantar en la ladera de la montaña. Abuelo se puso de pie y colocó sus manos alrededor de la boca.
—¡Guuuuuuuuiiiiiiiiii! —gritó montaña abajo. El sonido rebotó en la otra montaña tan fuerte como si abuelo estuviera allí. Luego rebotó en la grieta y se fue por los valles, haciéndose cada vez más débil. No había forma de saber de dónde venía el sonido. Apenas habían desaparecido los ecos cuando escuchamos tres disparos de pistola que procedían de la grieta. El sonido rebotó y se alejó.
—Pistolas —dijo abuelo—. Están contestando con disparos de pistola.
Abuelo volvió a gritar:
—Guuuuuuuuiiiiiiiiii.
Yo también grité. Cuando gritábamos los dos, el eco rebotaba y sonaba mucho más. La pistola volvió a sonar tres veces.
Abuelo y yo continuamos gritando. Era divertido escuchar el eco. Siempre nos contestaba la pistola, hasta que una vez dejó de hacerlo.
—Se les han acabado las balas —dijo abuelo. Ahora era ya de noche. Abuelo se estiró y bostezó—. No es necesario que tú y yo, Pequeño Árbol, bajemos a buscarlos allí esta noche. Ya los recogeremos mañana.
Me pareció muy bien.
Cortamos unos brotes de los árboles y los colocamos bajo el cedro. Si se va a dormir a la intemperie en las montañas durante la primavera o el verano, lo mejor es hacerlo sobre brotes tiernos. Si no, los escarabajos rojos te comerán. Son tan pequeños, que apenas se los puede ver. Están por todas partes, sobre las hojas y los arbustos y los hay a millones. Se suben por encima de uno y se entierran bajo la piel, produciendo picaduras y ronchones. Algunos años, los escarabajos rojos son peores que otros. Éste era un mal año. También había carcomas.
Abuelo, «Blue Boy» y yo nos echamos sobre los brotes primaverales. «Blue Boy» se acurrucó a mi lado y me sentí calentito, aunque el aire era frío. Los brotes eran suaves y mullidos. Comencé a bostezar.
Cruzamos las manos detrás de la cabeza y vimos salir la luna. Era llena y amarilla y se deslizaba sobre una montaña lejana. Abuelo dijo que podíamos divisar casi cien millas de montañas, subiendo y bajando, bajo la luz de la luna, que proyectaba sombras y teñía los valles de un color púrpura intenso. La niebla vagaba hecha jirones por debajo de nosotros…, a lo lejos, moviéndose por los valles y serpenteando alrededor de las montañas. Apareció un poco de niebla por el borde de la montaña. Era como un barco plateado. Chocó con otro jirón y ambos se fundieron en uno solo, que se dirigía hacia el valle. Abuelo dijo que parecía que la niebla estaba viva.
Un sisón comenzó a cantar a nuestro lado, en un tono agudo. Oímos a lo lejos, en las montañas, dos gatos monteses apareándose. Sonaba como si estuviesen locos, pero abuelo me explicó que se sentían tan bien, que no podían contener los gritos.
Le dije a abuelo que me gustaría dormir casi todas las noches en la cima de la montaña. Me contestó que a él también le gustaría. Una lechuza ululó debajo de nosotros. Oímos gritos y chillidos. Abuelo dijo que eran Mr. Chunk y Mr. Slick. Si no se callaban molestarían a todos los pájaros y animales de la ladera. Me dormí mirando la luna.
Nos despertamos al amanecer. No hay nada comparable con el amanecer visto desde la cima de una montaña. Abuelo, «Blue Boy» y yo lo contemplamos. El cielo era gris claro y los pájaros se levantaban a recibir el nuevo día, montando una gran algarabía entre los árboles.
A lo lejos, a una distancia como de cien millas, las cimas de las montañas sobresalían como islas entre la niebla que flotaba bajo nosotros. Abuelo señaló hacia el este y dijo:
—Mira.
Sobre el borde de la montaña más lejana, al final del mundo, apareció una línea rosa, como si un pincel hubiese pintado un millón de millas contra el cielo. Se levantó el aire de la mañana y nos golpeó la cara. Sabíamos que la mañana había comenzado ya. El pincel comenzó a dibujar líneas rojas, amarillas y azules. El borde de la montaña parecía estar ardiendo. Entonces, el sol iluminó los árboles y convirtió la niebla en un océano rosa, que se movía agitado por debajo de nosotros.
El sol nos dio en la cara. El mundo había vuelto a nacer. Abuelo me lo dijo, se quitó el sombrero y estuvimos mirando durante mucho tiempo. Estábamos emocionados y supe que pronto volveríamos a ver nacer la mañana en la montaña.
El sol se separó de la cima y flotó libre en el cielo. Abuelo suspiró y se estiró.
—Bueno —dijo—, tenemos un trabajo que hacer. Escucha bien —abuelo se rascó la cabeza—. Escucha bien —repitió—, corre hasta la cabaña y dile a abuela que estaremos un rato por aquí. Dile que nos prepare algo para comer a ti y a mí y que lo ponga en una bolsa de papel, y dile también que prepare comida para los dos tipos de la ciudad y que la ponga en un saco. ¿Podrás acordarte? Bolsa de papel y saco.
Dije que sí podría y comencé a andar. Abuelo me paró.
—Espera, Pequeño Árbol —dijo, y comenzó a sonreír—, antes de que abuela les prepare a esos dos tipos la comida, cuéntale todo lo que te acuerdes de lo que te dijeron.
Dije que así lo haría y comencé a bajar por el sendero. «Blue Boy» vino conmigo. Oí que abuelo comenzaba a llamar a Mr. Chunk y a Mr. Slick. Abuelo gritaba:
—Guuuuuuuuiiiiiiiiii.
Me hubiese gustado quedarme con él y gritar también, pero no me importó correr por el sendero abajo, especialmente siendo por la mañana temprano.
Ése era el momento del día en que todas las criaturas comenzaban a salir para empezar su vida. Vi dos mapaches encima de un avellano. Me miraron y hablaron cuando pasé bajo ellos. Las ardillas jugueteaban y saltaban, cruzando el sendero. Cuando yo pasaba, se sentaban y hacían ruidos amenazadores. Los pájaros cantaban y volaban por encima de mí durante todo el trayecto, y un sisón nos siguió a «Blue Boy» y a mí, durante un gran trecho, volando cerca de mi cabeza y bromeando. Los sisones hacen estas cosas cuando saben que los quieres. Y a mí me gustaban.
Cuando llegué al claro de la cabaña, abuela estaba sentada en el porche trasero. Sabía que llegaba; pensé que lo habría notado por el vuelo de los pájaros, aun cuando yo sospechaba que era capaz de oler a cualquier persona que se aproximase, pues nunca se sorprendía.
Le expliqué que abuelo quería que preparara comida para él y para mí, en una bolsa de papel, y que preparase también algo para Mr. Chunk y para Mr. Slick y lo pusiera en un saco. Comenzó enseguida a preparar la comida.
Había preparado ya la nuestra, y estaba friendo pescado para Mr. Chunk y Mr. Slick, cuando me acordé de contarle lo que habían dicho. Mientras se lo estaba explicando, quitó de repente la sartén del fuego y cogió una cazuela, que llenó de agua. Metió dentro el pescado de Mr. Chunk y Mr. Slick. Me imaginé que había decidido cocer su pescado en vez de freírlo, pero nunca la había visto utilizar polvos de raíces para cocinar, y esta vez estaba echando bastantes en la cacerola. El pescado comenzó a hervir.
Le conté a abuela que parecían ser tipos muy divertidos. Le dije que al principio pensé que se reían de que yo fuese un bastardo, pero resultó que, probablemente, se reían de que Mr. Slick también lo fuera. Oí que se lo recordaba Mr. Chunk.
Abuela puso más polvo de raíces en la cazuela. Le hablé del dólar, de que abuelo había dicho que había cumplido con mi trabajo, y que me lo podía guardar. Metió el dólar en el bote, pero no le dije nada de la caja roja y verde. Que yo supiera, no había ningún cristiano por allí, pero tenía que tomar precauciones.
Abuela hirvió el pescado hasta que el vapor se hizo denso. Sus ojos estaban húmedos y se sonaba la nariz. Me explicó que suponía que era a causa del vapor. Puso el pescado para los tipos de la ciudad en un saco, y salí en dirección al sendero alto. Soltó todos los perros, que se vinieron conmigo.
Cuando llegué a la cima de la montaña no vi a abuelo. Silbé y me contestó desde media ladera del otro lado de la montaña. Bajé por el sendero. Era estrecho y sombreado por árboles. Abuelo me explicó que ya, prácticamente, había sacado con sus llamadas a Mr. Chunk y a Mr. Slick de la grieta. Dijo que le contestaban con bastante regularidad y que pronto podríamos verlos.
Cogió el saco de ellos y lo colgó de una rama sobre el sendero, en un lugar donde era imposible que no lo vieran. Nosotros subimos un poco por el camino y nos sentamos bajo unos arbustos para comer. El sol estaba prácticamente en su cénit.
Hizo que los perros se tumbaran, y nos comimos el pan de maíz con el pescado. Me contó que le había costado algún tiempo hacer que comprendiesen qué dirección debían tomar, según los gritos que daba, pero que al final estaban viniendo. Entonces los vimos.
De no haber sabido que eran ellos, nunca los hubiera reconocido. Tenían grandes cortes y raspaduras en los brazos y en la cara. Abuelo dijo que parecía que habían estado corriendo entre zarzas. Añadió que no comprendía cómo les habían salido esos ronchones rojos tan grandes en la cara. Yo no expliqué nada, para no meterme donde no me llamaban, pero me imaginé que era por haber estado tumbados sobre la hiedra venenosa. Mr. Chunk había perdido un zapato. Subieron por el sendero lentamente, con las cabezas bajas.
Cuando vieron el saco colgado de la rama, lo cogieron y se sentaron. Se comieron todo el pescado y discutieron mucho sobre quién debía comer más. Les podíamos oír claramente.
Cuando terminaron de comer, se tumbaron a la sombra. Creí que abuelo bajaría a recogerlos, pero no fue así. Nos quedamos sencillamente sentados, observándolos. Al poco tiempo me explicó que era mejor dejarles descansar un rato. No descansaron mucho.
Mr. Chunk dio un salto. Estaba doblado y se agarraba el estómago. Corrió entre los matorrales que bordeaban el camino y se bajó los pantalones. Se puso en cuclillas y comenzó a gritar:
—¡Maldición, se me salen las entrañas!
Mr. Slick hizo lo mismo. También chilló. Gruñeron y gritaron y rodaron por el suelo. Al cabo de un rato, ambos salieron a gatas de entre los arbustos y se quedaron tumbados en el sendero. No estuvieron tumbados mucho tiempo. Enseguida volvieron a saltar y repitieron todo otra vez. Eran tan ruidosos, que los perros se excitaron y abuelo tuvo que calmarlos.
Le dije a abuelo que me parecía que estaban tumbados sobre hiedra venenosa. Me contestó que él también lo creía así.
También le dije que se estaban azotando el uno al otro con ramas de hiedra venenosa.
Una vez, Mr. Slick corrió hacia los matorrales, pero no pudo bajarse los pantalones a tiempo. Después de eso tuvo algunos problemas con las moscas que zumbaban a su alrededor. Esto duró casi una hora. Después se quedaron tumbados en el camino, descansando. Abuelo aseguró que probablemente habían comido algo que no les había sentado bien.
Salió al sendero y les silbó. Se levantaron los dos, apoyándose en las manos y en las rodillas, y miraron hacia arriba, hacia donde estábamos. Pienso que nos miraron, pero sus ojos estaban casi cerrados. Ambos gritaron.
—Espera un momento —chilló Mr. Chunk; Mr. Slick también gritó—: Espera, hombre. ¡Por lo que más quieras!
Se pusieron de pie y, tambaleándose, subieron por el sendero. Abuelo y yo anduvimos por el camino hasta la cima. Cuando miramos hacia atrás, los vimos cojeando detrás de nosotros.
Abuelo dijo que podíamos volver a la cabaña a nuestro paso, pues ahora sabían ya el camino de vuelta y pronto estarían allí. Así lo hicimos.
Era ya bastante tarde cuando llegamos a la cabaña. Nos sentamos en el porche de atrás con abuela y esperamos a que aparecieran Mr. Chunk y Mr. Slick. Dos horas más tarde, cuando ya había oscurecido y estaba empezando a anochecer, aparecieron en el claro. Mr. Chunk había perdido el otro zapato y parecía andar de puntillas.
Dieron un gran rodeo para esquivar la cabaña, lo que me sorprendió bastante, pues yo creía que querían ver a abuelo, pero habían cambiado de opinión. Le pregunté a abuelo si podía quedarme con el dólar. Me contestó que sí, porque había hecho mi parte del trabajo. No era culpa mía si ellos habían cambiado de idea.
Los seguí alrededor de la cabaña. Cruzaron el puente sobre el riachuelo y yo les grité y les hice señas con las manos:
—Adiós, Mr. Chunk. Adiós, Mr. Slick. Gracias por el dólar, Mr. Chunk.
Mr. Chunk se volvió y pareció que me amenazaba con el puño. Se cayó del puente al riachuelo. Se agarró a Mr. Slick y casi le arrastró tras él, pero mantuvo el equilibrio y llegó hasta el otro lado. Recordó a Mr. Chunk que era un hijo de perra y el aludido, mientras salía como podía del riachuelo, dijo que cuando volviera a Chattanooga —si es que alguna vez podía llegar— le mataría. A pesar de todo, yo no alcanzaba a comprender por qué se habían enfadado el uno con el otro.
Se perdieron de vista por el camino del valle. Abuela quería mandar los perros tras ellos, pero abuelo dijo que no, que creía que ya estaban totalmente agotados.
Dijo que se figuraba que todo había ocurrido por un malentendido por parte de aquellos tipos, que pensaban que trabajaríamos para ellos en el negocio del güisqui.
El asunto nos había hecho perder dos días. Sin embargo, yo salí ganando un dólar. Le dije a abuelo que todavía quería y estaba dispuesto a repartirlo con él, puesto que éramos socios, pero dijo que no. El dólar lo había ganado yo con un asunto que no tenía nada que ver con el negocio del güisqui. Además, considerándolo bien, el trabajo no me lo habían pagado mal.