13 La granja del claro

AQUELLA noche en el arroyo, mientras estaba tumbado al lado de abuelo, me sorprendí de ver que él había sido alguna vez un niño. Pero así era.

Durante la noche, su mente retrocedió hacia el pasado y volvía a ser un niño. Tenía nueve años en 1867 y corría por las montañas. Su madre, Ala Roja, era completamente cheroqui, y a él le educaron como a todos los jóvenes cheroquis, lo que significaba que podía andar todo lo que quisiera por las montañas.

La tierra estaba ocupada por los soldados de la Unión, y gobernada por políticos. Su padre había luchado en el lado de los perdedores. Tenía enemigos…, así que apenas se aventuraba fuera de las montañas. Abuelo hacía los recados necesarios en el pueblo, pues nadie prestaba atención a un muchacho indio.

En uno de sus paseos encontró el pequeño valle. Era profundo, situado entre altas montañas y cubierto de hierba y arbustos, entremezclado de parras. Hacía mucho tiempo que no se había plantado nada en el valle, pero pudo notar que alguna vez había estado cultivado, pues estaba limpio de árboles.

Al final del valle había una casa cerca de las montañas. Tenía un porche en ruinas y había ladrillos caídos al lado de la chimenea, debido a la acción del tiempo. No prestó ninguna atención a la casa. Luego comenzó a ver vida alrededor, y supo que alguien estaba viviendo allí. Bajó más de las montañas para mirar a través de los arbustos a la gente que estaba alrededor de la casa. No eran demasiados.

No había ninguna gallina en el lugar, como ocurre en la mayoría de las granjas de la gente blanca, o una vaca que ordeñar, o una mula para arar. No había más que algunas herramientas de labranza rotas a un lado de un viejo establo. La gente tenía el mismo aspecto que el lugar.

La mujer le pareció frágil y agotada. Tenía dos hijas, que todavía tenían peor aspecto, niñas pequeñas con caras de viejas. Estaban sucias, tenían el pelo enredado y sus piernas eran flacas como cañas.

Un hombre negro, viejo, vivía en el establo. Estaba calvo y sólo tenía una línea de pelo blanco alrededor de la cabeza. Se imaginó que estaba a punto de morir, pues arrastraba los pies, sin andar apenas, y tenía la espalda encorvada.

Estaba a punto de irse cuando vio a otra persona. Era un hombre que vestía lo que quedaba de un harapiento uniforme gris. Era alto y únicamente tenía una pierna. Salió de la casa, cojeando sobre una rama de nogal que había atado a lo que le quedaba de su otra pierna. Observó cómo el hombre de la pierna sola y la mujer iban hasta el establo. Se ataban sobre ellos mismos arneses de cuero. Abuelo no podía imaginarse lo que estaban haciendo hasta que los vio irse al valle de delante de la casa.

El hombre negro los seguía, llevando un arado. Enfrente de la casa comenzaron a agacharse y a tirar del arnés. El viejo intentaba guiar el arado. Pensó que debían de estar locos, intentando arar como una mula. Pero continuaron tirando. No avanzaban mucho —apenas unos cuantos pasos—, pero tiraban. Paraban y volvían a empezar.

No lo hacían demasiado bien. Si el hombre negro inclinaba el arado en exceso, se hundía mucho en el suelo y no podían avanzar. Tenían que retroceder, mientras el viejo tiraba del arado, se caía y se volvía a levantar, intentando colocar bien el arado. Los surcos que hacían eran demasiado superficiales y pensó que nunca lograrían arar el campo.

Se fue aquella misma tarde, cuando todavía estaban dedicados a ello y seguían tirando y remolcando. Volvió a la mañana siguiente para ver. Estaban ya en el campo cuando llegó a su escondite. Todavía no habían arado suficiente suelo para que se destacara de los matorrales. Mientras observaba, el arado se enganchó en una raíz y el viejo se cayó al suelo. Estuvo así mucho tiempo, apoyado sobre las manos y las rodillas, antes de levantarse. Entonces fue cuando abuelo vio a los soldados de la Unión.

Se alejó hasta un escondite mejor y mantuvo los ojos en los soldados. No le dieron miedo, a pesar de que sólo tenía nueve años. Era indio, capaz de moverse entre la patrulla sin que éstos le vieran, y él lo sabía.

Había una docena de hombres en la patrulla, todos montados a caballo. Los guiaba un hombre grande con galones amarillos en el brazo. Se pararon todos al cobijo de los pinos, observando también cómo araban. Miraron un rato. Luego se perdieron de vista.

Abuelo fue a pescar en un arroyo y regresó al anochecer con sus peces. Ellos seguían con su trabajo, pero iban tan lentos y estaban tan cansados que prácticamente andaban a gatas. Los ojos de halcón de abuelo descubrieron una mancha amarilla entre los árboles. Era el guía de la patrulla de soldados del día anterior, mirando entre los pinos. Estaba solo y observaba. Abuelo se marchó a su casa.

Se pasó toda la noche imaginando cosas. Creía que aquel soldado de la Unión con sus galones amarillos pensaba hacer las mayores barbaridades y decidió avisar a la gente de la vieja casa que los estaban observando. A la mañana siguiente se encaminó hacia allí, pensando hacerlo.

Llegó a su escondite; pero era tímido con la gente. Esperó un rato mientras pensaba la manera de hacerlo. Ellos estaban en el campo, tirando otra vez de aquel viejo arado. Había decidido ya que se acercaría corriendo al campo, gritaría lo que quería decirles, y luego se marcharía corriendo otra vez. Pero era demasiado tarde. Volvió a ver al soldado de la Unión con los galones amarillos.

Estaba quieto, escondido entre los pinos, y tenía otro caballo a su lado, pero no había nadie montándolo. Cuando se acercó vio que no era un caballo, sino una mula. Era la peor mula que había visto jamás. Tenía las caderas marcadas, al igual que las costillas. Sus orejas caían sobre la cara huesuda, pero era una mula. El soldado conducía la mula por delante de él. Justo cuando llegó al final del bosque, golpeó a la vieja mula con un látigo y ésta salió corriendo por el campo. El soldado se quedó en el bosque, sobre su caballo.

La mujer fue la primera en ver la mula. Tiró su arnés y miró hacia la mula que corría por el campo. Luego gritó:

—¡Dios todopoderoso! ¡Una mula, nos envía una mula!

Salió corriendo tras la mula, saltando por entre los matorrales. El viejo negro también salió corriendo, cayéndose de vez en cuando e intentando recobrar el tiempo perdido.

La mula corría directamente hacia donde estaba escondido abuelo. Cuando se acercó, saltó moviendo los brazos, y la mula volvió al campo, intentando llegar al otro lado del bosque. El soldado había dado una vuelta con su caballo, y asustó a la mula para que volviera al campo. Ni abuelo ni el soldado habían sido vistos, pues la mujer y el negro tenían los ojos fijos en la mula.

El hombre de la pierna sola intentaba correr, y la rama de nogal se le clavaba en el suelo y le hacía caerse. Las dos niñas también corrían, gritando y tratando de dirigir la mula, que no sabía adónde ir y pasó corriendo entre todos ellos. La mujer la agarró de la cola. La mula la tiró, pero ella siguió agarrada y el animal la arrastraba por entre los matorrales, rompiéndole el vestido. El negro saltó hacia la mula y se agarró a su cuello. Volaba como un muñeco de peluche, pero continuó agarrado, como si en ello se le fuera la vida. La mula se rindió y paró.

El hombre cojo y las niñas se acercaron. El hombre puso un cabezal de cuero en la cabeza de la mula, acariciándola y dándole golpecitos, como si fuera la mejor mula del mundo. Abuelo pensó que a la mula empezaba a gustarle todo aquello.

Después, todos se arrodillaron en el campo, haciendo un círculo alrededor de la mula, y estuvieron así un buen rato, inclinando la cabeza hacia el suelo.

Les vio uncir la mula al arado. Primero araba uno tras la mula, luego otro, incluso las niñas. Miró desde los matorrales, manteniendo un ojo en el soldado, que también los miraba desde el bosque.

El valle se convirtió en algo que abuelo continuó observando con regularidad. Tenía que ver cómo araban. En tres días terminaron una cuarta parte del campo.

En la mañana del cuarto día vio al soldado de la Unión tirar un saco al borde del campo. El hombre cojo también le vio. Levantó un poco la mano para saludar, como si no estuviera demasiado seguro de que debía hacerlo. El soldado hizo lo mismo y se perdió en el bosque. Era un saco de simiente.

A la mañana siguiente, cuando abuelo llegó al valle, el soldado había desmontado delante de la casa. Estaba hablando con el hombre de la pierna sola y con el viejo negro. Abuelo se acercó para oírlos.

Al poco tiempo, el soldado estaba arando con la mula. Tenía las riendas atadas y enganchadas alrededor de su cuello y abuelo pudo ver que conocía bien el oficio. De vez en cuando paraba la mula. Se agachaba y cogía un puñado de tierra fresca y la olía. A veces incluso la probaba. Luego, apretaba la tierra en la mano y continuaba arando.

Resultó que era sargento y antes había sido granjero de Illinois. Generalmente no podía ir a arar hasta casi el anochecer, cuando podía dejar su puesto en el ejército. Pero iba a arar casi todos los días.

Una tarde llevó con él a un asistente muy flaco. Parecía demasiado joven para estar en el ejército. Comenzó a ir por allí con el sargento todas las tardes. Llevaba pequeñas matitas. Eran manzanos.

Plantaba uno al borde del campo y trabajaba en él durante una hora, dejándolo preparado y regándolo. Aplastaba el suelo a su alrededor, lo podaba, hacía una valla de madera como protección para el árbol y luego se alejaba y lo miraba como si fuera el primer manzano que veía en su vida.

Las dos niñas le ayudaban y, al cabo de un mes, había rodeado todo el campo de manzanos. Resultó que era de Nueva York y allí se dedicaba a cultivar manzanos. Cuando plantó todos los manzanos, los demás habían sembrado grano en el campo arado.

Una vez, abuelo dejó por la noche una docena de barbos en el porche.

A la noche siguiente habían guisado los barbos y se los estaban comiendo en una mesa situada bajo un árbol.

A veces, mientras comían, el sargento o la mujer se levantaban y hacían señas en dirección a las montañas, invitando a abuelo. Sabían que un indio había dejado el pescado, pero nunca podían verle; tan sólo hacían señas a las montañas. Al no ser indios, no sabían cómo distinguir los colores del bosque. Abuelo nunca se acercó a ellos, aunque dejó más peces. Los colgaba de alguna rama de los árboles cercanos, pues le daba miedo entrar en el porche.

Me explicó que les dejaba peces, pues al no ser indios y, por tanto, ignorantes, probablemente se morirían de hambre antes de recoger la cosecha.

El flaco asistente y las niñas pequeñas sacaban agua del pozo al anochecer todos los días. Transportaban los cubos salpicando agua y regaban los manzanos. Mientras ellos hacían eso, los demás escardaban las malas hierbas del sembrado. Se dio cuenta de que al sargento de la Unión le gustaba tanto arrancar hierbajos como arar. El grano creció de un color verde oscuro, lo que significaba que era una buena cosecha. A los manzanos les salieron brotes verdes.

Llegó el verano y los días eran largos y el anochecer llegaba lentamente. El sargento y el asistente podían trabajar dos o tres horas antes de tener que regresar a sus puestos.

En el frescor del anochecer, justo cuando los cucos comenzaban a cantar, se ponían todos de pie delante de la casa y miraban el campo. El sargento fumaba su pipa y las dos niñas se ponían tan cerca del flaco asistente como podían. Sus manos siempre estaban manchadas de tierra, de trabajar alrededor de los manzanos, pues no se fiaba de hacer el trabajo en sus manzanos con una azada.

El sargento sujetaba la pipa en la mano:

—Es buena tierra —decía mirando intensamente el campo, como si fuera a comerse el suelo si pudiera.

—Sí —decía el hombre de la única pierna—. Es buena tierra.

—La mejor cosecha que he visto nunca —decía el viejo negro.

Decía aquello cada anochecer. Abuelo dijo que se acercó más, pero todo lo que hacían era estar allí y mirar los campos… y decir las mismas cosas todas las tardes, como si el campo fuera una maravilla natural a la que todos debían mirar. El asistente flaco decía siempre:

—Esperad un año, cuando los manzanos comiencen a florecer… Nunca habréis visto nada parecido.

Las niñas pequeñas se reían, lo que les hacía parecer más pequeñas.

El sargento señalaba con su pipa:

—El año que viene, deberíamos limpiar de matorrales aquel pequeño terreno contra las montañas. Serán, probablemente, tres o cuatro acres de sembradío.

Abuelo podía ver que el pequeño valle empezaba a estar bien y, prácticamente, ya no podía hacerse nada más en él. Casi habían hecho todo. Comenzó a perder interés en el asunto. Pero entonces llegaron los Reguladores.

Llegaron una tarde montados a caballo, cuando el sol estaba todavía alto. Eran una docena. Llevaban uniformes brillantes y rifles. Representaban a los políticos que habían hecho nuevas leyes y habían elevado los impuestos.

Cabalgaron hasta la casa y clavaron un palo delante. En el palo pusieron una bandera roja. Abuelo sabía lo que significaba esa bandera. La había visto en los pueblos. Significaba que algún político quería aquella propiedad y entonces elevaban los impuestos de tal manera que no pudieran pagarse. Entonces ponían la bandera roja, lo que significaba que se quedaban con la propiedad.

El hombre de la pierna sola, la mujer, el viejo negro y las chicas dejaron de trabajar cuando vieron a los Reguladores y fueron hacia la casa con sus azadas. Se juntaron delante del edificio. Abuelo vio que el hombre tiraba la azada y se metía en la casa. Salió enseguida y traía un viejo mosquetón en las manos. Apuntó con él a los Reguladores. El sargento de la Unión llegó a caballo. El asistente flaco no venía con él. El sargento bajó de su caballo y se interpuso entre los Reguladores y el hombre. Entonces dispararon y el sargento retrocedió, mirando sorprendido y con dolor. Se le cayó el sombrero al suelo.

El hombre de la pierna sola disparó su mosquetón y dio a uno de los Reguladores; éstos comenzaron a disparar. Mataron al hombre, que cayó en el porche. La mujer y las niñas pequeñas corrieron hacia él gritando. Intentaron levantarle, pero abuelo sabía que estaba muerto, pues su cuello estaba flácido.

Vio al negro corriendo hacia los Reguladores, mientras blandía su azada. Le dispararon dos o tres veces, y cayó tumbado sobre el mango de la azada. Luego se marcharon.

Abuelo se fue rápidamente por el camino. Estaba seguro de que los Reguladores iban a rodear la zona para comprobar que nadie los había visto. Le contó a su padre lo sucedido imaginándose que habría problemas, pero no los hubo.

Abuelo descubrió en el pueblo cómo justificaban los políticos su acción. Dijeron que aquello parecía una revolución y que necesitarían ser reelegidos para poder frenarla, y también necesitarían más dinero para lo que parecía una guerra. La gente se preocupó y les dijo a los políticos que continuaran con su plan.

Un hombre rico se quedó con el trozo de tierra. Abuelo nunca supo qué había ocurrido con la mujer y las niñas. El hombre rico contrató aparceros. Con el tiempo que hacía y la calidad de la tierra del valle, no se podían cosechar manzanas en cantidad suficiente para hacer mucho dinero; así que talaron los manzanos.

Corrió la voz de que el asistente de Nueva York había desertado del ejército. Se dijo que era un cobarde y que colaboraba con la revolución.

Abuelo dijo que metieron al sargento en una caja para mandarle con sus pertenencias a Illinois, y que cuando fueron a prepararle y a vestirle una de sus manos estaba cerrada. Intentaron abrirle el puño, pero no pudieron. Finalmente utilizaron unas herramientas para poder hacerlo. Consiguieron abrirle la mano, pero dentro no encontraron nada de valor. Tan sólo había un puñado de tierra oscura.