12 Una aventura peligrosa

LAS violetas indias son las primeras flores que aparecen en la montaña al llegar la primavera. Justo cuando uno comienza a pensar que ya no habrá primavera, allí están. De un azul frío, como el viento de marzo, aparecen en el suelo, tan pequeñas que pasan inadvertidas a no ser que se las mire de cerca.

Las recogíamos en la ladera. Yo ayudaba a abuela, hasta que los dedos se nos quedaban entumecidos por el viento helado. Ella las utilizaba para hacer una infusión tónica. Me decía que yo las recogía muy deprisa, y así era.

En el sendero alto, donde el hielo todavía crujía bajo nuestros mocasines, cogíamos agujas de abeto. Abuela las ponía en agua caliente y luego bebíamos la infusión. Es más sano que ninguna fruta y hace que uno se sienta bien. También hacía infusiones con las raíces y las semillas de las coles de las montañas.

En cuanto aprendí, me convertí en el mejor recolector de bellotas. Al principio, llevaba cada bellota que encontraba hasta donde estaba abuela con su saco, pero ella me explicó que podía esperar a tener la mano llena antes de correr hacia el saco. Era un trabajo fácil para mí, pues estaba cerca del suelo y pronto pude coger más bellotas que ella.

Las molía hasta convertirlas en una harina de color amarillo dorado, que luego mezclaba con nueces y avellanas, y freía haciendo unos panecillos pequeños. Jamás he probado nada que sepa tan bien.

Tenía a veces un percance en la cocina y se le caía azúcar en la mezcla. Decía:

—Perdóname, Pequeño Árbol. Se me ha caído azúcar en la masa.

Yo nunca decía nada, pero cuando ella hacía eso, siempre me daba un panecillo de más.

Abuelo y yo éramos buenos comilones de estos panecillos.

A veces, a finales de marzo, después de la aparición de las violetas indias, mientras recogíamos cosas en la montaña, el viento frío y crudo cambiaba durante un solo segundo. Acariciaba la cara con tanta suavidad como si se tratara de una pluma. Tenía el olor de la tierra. Se notaba que la primavera estaba en camino.

Al día siguiente o al otro empezábamos a salir para notarlo y aquella caricia volvía. Duraba un poquito más, era más dulce y olía más fuerte.

El hielo se rompía y se derretía en los senderos altos, hinchando el suelo y formando pequeños canalillos de agua que bajaban hasta el riachuelo.

En la parte inferior del valle empezaban a brotar los dientes de león por todas partes, y los cogíamos para utilizarlos como si fueran una verdura. Están muy buenos cuando se mezclan con otras verduras y con ortigas.

Las ortigas son la mejor verdura, pero tienen un inconveniente: que irritan la piel cuando se tocan las hojas al recogerlas. A veces, a abuelo y a mí se nos pasaba alguna mata de ortigas inadvertida, pero abuela la encontraba y entre todos la cogíamos. Él decía que no conocía nada en esta vida que produciendo placer no tuviese algún inconveniente. ¡Cuánta razón tenía!

La senega tiene una gran flor violeta y un tallo largo que puede pelarse y comerse crudo o cocerse como los espárragos.

La mostaza aparece en la montaña en pequeñas extensiones como si fueran mantas amarillas. Brota en forma de pequeñas cabezas de canario, con hojas color pimienta. Abuela la mezclaba con otras verduras y a veces molía las semillas hasta hacer una pasta, que usábamos como mostaza de mesa.

Cualquier planta que crece salvaje tiene un sabor cien veces más fuerte que la misma cultivada. Sacábamos cebollas salvajes del suelo y con sólo un puñado se conseguía más sabor que con un cesto de las del huerto.

A medida que el aire se va caldeando y llega la lluvia, las flores de la montaña hacen que aparezcan colores por todas partes, como si alguien hubiera tirado cubos de colores por las laderas. Las flores de la belladona tienen corolas redondeadas color púrpura, tan brillante, que parecen de papel pintado. Las campánulas florecen en pequeñas campanillas azules, que cuelgan de tallos finos de enredadera, tapizando rocas y hendiduras. El cáñamo americano tiene grandes flores color lavanda rosado, con el centro amarillo, que crecen abrazando la tierra, mientras que las ipomoeas nocturnas están escondidas en las grietas profundas, con largos tallos inclinados como ramas de sauce con flecos rosas y rojos en las puntas.

Diferentes tipos de semillas crecen a distintas temperaturas en el cuerpo de Mon-o-lah. Cuando comienza a calentarse, sólo las flores más pequeñas salen a la superficie. Pero a medida que va adquiriendo más temperatura, crecen flores mayores y la savia comienza a correr dentro de los árboles, haciendo que se hinchen, como una mujer embarazada, hasta que se abren los capullos.

Cuando el aire se hace tan pesado que es difícil respirar, ya se sabe lo que va a venir. Los pájaros bajan de las cimas y se esconden en los valles y en los pinos. Negros nubarrones flotan sobre la montaña, y hay que correr a refugiarse en la cabaña.

Desde el porche observábamos las grandes barras de luz que se mantienen durante un segundo, quizá dos, sobre la cima de la montaña, enviando rayos como tentáculos en todas direcciones, antes de volver a perderse en el cielo con una gran sacudida. Se producía un sonido tan intenso, que parecía que algo se había partido en dos. Luego, los truenos y sus ecos retumbaban en las cimas y en los valles. Un par de veces creí firmemente que las montañas se estaban derrumbando, pero abuelo me aseguró que no iba a suceder ese cataclismo.

Anunciaba la tormenta haciendo rodar piedras desde las cumbres. Los árboles se doblaban y se enderezaban con las repentinas sacudidas del viento, y la lluvia barría todo, cayendo a cubos de las nubes y dando a entender que había en el cielo una enorme cantidad de agua que pronto se precipitaría sobre la tierra.

La gente que se ríe y dice que de la naturaleza se conoce ya todo y que ésta no tiene alma, no ha estado nunca durante una tormenta primaveral en la montaña. Cuando está dando a luz la primavera lo hace a conciencia, sacudiendo las montañas como cuando una mujer en el parto se agarra a la colcha de la cama.

Si un árbol ha resistido los vientos invernales y ella cree que debe ser liquidado, lo arranca y lo lanza montaña abajo. Pasa sobre todas las ramas de todos los arbustos y de todos los árboles, y después de sentir a través de sus dedos de viento lo fuerte y lo débil, arranca y limpia esto último.

Si la naturaleza piensa que es necesario quitar un árbol, pero éste no se cae con el viento, hace simplemente ¡guam!, y todo lo que queda es una antorcha ardiendo por la sacudida del rayo. La naturaleza está viva y sufriendo. Eso es evidente.

Abuelo decía que la naturaleza estaba poniendo en orden —entre otras cosas— cualquier fallo que hubiera habido en el nacimiento de las criaturas del año pasado, de forma que su nuevo parto fuera este año limpio y fuerte.

Cuando la tormenta termina, la nueva vida, pequeña, ligera y tímida, comienza a salir de los matorrales y de las ramas de los árboles. La naturaleza trae la lluvia de abril. Susurra suave y solitaria, levantando bruma en los valles y en los caminos por donde se pasa bajo el lento gotear de las ramas de los árboles.

La lluvia de abril es una buena sensación, excitante, pero también triste. Abuelo me explicó que a él siempre le producía distintos sentimientos. Dijo que era excitante, porque algo nuevo estaba haciendo, y también era triste, porque se sabía que no iba a durar mucho. Pasaría demasiado deprisa.

El viento de abril es suave y cálido como la cuna de un niño. Sopla sobre el manzano silvestre hasta que sus capullos blancos se abren, manchados de rosa. El olor es más dulce que el de la madreselva, y atrae a las abejas que zumban por entre las flores. El laurel de la montaña, de flores rosadas con el cáliz morado, crece por todas partes, desde los valles hasta las cimas, mezclado con esas violetas que tienen pétalos alargados, amarillos y afilados, y un diente blanco que cuelga. A mí siempre me parecieron lenguas.

Luego, cuando abril llega a su punto máximo de calor, repentinamente ataca el frío y el tiempo se mantiene así durante cuatro o cinco días. Esto es necesario para hacer florecer las moras, y se llama el invierno de las moras. Las moras no pueden florecer sin él. Por eso hay años en los que no hay moras. Cuando termina, entonces es cuando brotan los cornejos como bolas de nieve, en las laderas, en lugares donde nunca hubieras pensado que crecían: en un pinar o en un robledal aparece de repente un gran estallido blanco.

Los granjeros blancos recogen los frutos de sus huertos al final del verano, pero el indio recolecta desde el principio de la primavera, cuando empieza a crecer la primera verdura, durante todo el verano y en el otoño, cogiendo nueces y bellotas. Abuelo me explicó que los bosques dan de comer si vives unido a ellos en lugar de destrozarlos.

De todas formas cuesta trabajo. Creo que probablemente yo era uno de los mejores cogiendo bayas, pues podía meterme en medio de una mata y no necesitaba agacharme para llegar hasta el suelo. Nunca me cansé mucho recogiendo bayas.

Había zarzamoras, moras, bayas de saúco, de las que decía abuelo que se hacía el mejor vino, arándanos y gayubas rojas, a las que yo nunca encontré ningún sabor, pero abuela las utilizaba para cocinar. Cuando volvía a casa, lo que más abundaba en mi cubo eran gayubas, pues no me gustaban, y de las demás comía regularmente mientras las cogía. Abuelo también lo hacía. Pero decía que esto no era gastar las bayas, pues tarde o temprano nos las comeríamos. Creo que tenía razón. Sin embargo, las bayas de fitolaca son venenosas, y si se comen se puede quedar uno más muerto que las piedras. Cualquier baya que no se coman los pájaros es preferible no probarla.

Durante el tiempo de la recolección de bayas, mi boca, lengua y dientes tenían continuamente un color azul intenso. Cuando abuelo y yo entregábamos nuestra mercancía, algunos hombres de la llanura que pululaban por la tienda del cruce decían que yo estaba enfermo. Siempre que íbamos, un hombre de las llanuras se preocupaba cuando me veía. Abuelo me explicaba que este hecho demostraba su ignorancia acerca de la recolección de bayas, y que no debía prestarles ninguna atención.

A los pájaros les encantaban las cerezas salvajes. Más o menos por el mes de julio, el sol las había madurado hasta su punto justo.

A veces, con el perezoso sol del verano, después de la cena, cuando abuela dormitaba un poco, nosotros nos sentábamos en la escalera de la puerta trasera. Abuelo solía decir:

—Vamos por el sendero, a ver qué es lo que vemos.

Íbamos camino arriba y nos sentábamos a la sombra de un cerezo, con la espalda apoyada contra el tronco. Observábamos a los pájaros.

Una vez vimos un zorzal dando volteretas sobre una rama, y andar tambaleándose como si fuese un funambulista, hasta que se cayó justo al llegar al final de la rama. Un petirrojo iba muy bien por una rama, pero se tambaleó encima de donde estábamos y aterrizó sobre la rodilla de abuelo. Pió, explicándole lo que pensaba de todo aquello. Luego decidió ponerse a cantar, pero su voz vaciló y dejó de intentarlo. Se fue a un arbusto, dejándonos muertos de risa. Abuelo me dijo luego que se había reído tanto que le dolía el estómago. A mí también me dolía.

Vimos un cardenal rojo comiéndose tantas cerezas que perdió el equilibrio y cayó al suelo. Lo pusimos sobre el tronco de un árbol para que no lo matara ningún animal por la noche.

Temprano, a la mañana siguiente fuimos al árbol y allí estaba, todavía durmiendo. Abuelo lo despertó y levantó el vuelo, sintiéndose horriblemente mal. Voló alrededor de la cabeza de abuelo una o dos veces, y tuvo que sacudirle con el sombrero un par de veces para que se alejara. Voló hasta el arroyuelo, metió la cabeza dentro del agua y la sacó…, removió las plumas y miró alrededor como si fuese a pegar al primero que se encontrara delante.

Abuelo me dijo que el viejo cardenal nos culpaba a él y a mí del estado en que se encontraba, aunque debería darse cuenta de lo que hacía. Le había visto varias veces antes, era buen comedor de cerezas desde hacía tiempo.

Cada pájaro que viene a volar alrededor de la cabaña significa algo. Eso es lo que piensan los habitantes. Puedes creerlo o no. Yo lo creía. Abuelo, también.

Conocía todos los signos de los pájaros. Es de buena suerte tener un chochín viviendo en la cabaña. Abuela tenía un agujerito cuadrado en la esquina superior de la puerta de la cocina, y nuestro chochín salía y entraba por allí, construyendo su nido en la viga que estaba sobre la cocina. Anidó allí, y su pareja le traía comida.

A los chochines les gusta estar alrededor de gente que ama los pájaros. Se ponía cómodo en su nido y nos observaba en la cocina con sus ojillos negros que brillaban a la luz de la lámpara. Cuando yo acercaba una silla y me subía en ella para ver mejor, piaba enfadado, pero no abandonaba su nido.

Abuelo me dijo que al chochín le gustaba mucho asustarme. Así se probaba a sí mismo que probablemente era más importante en la familia que yo.

La lechuza ulula por la noche y no hace más que quejarse. Sólo hay una forma de hacerla callar: se pone una escoba en la puerta abierta de la cocina. Abuela hacía esto y nunca vi que fallara. La lechuza siempre paraba de quejarse.

El cuco canta al atardecer, y se llama así porque canta «cu-cú» una y otra vez, pero si se acerca a la cabaña, significa que nadie va a ponerse enfermo en todo el verano.

El arrendajo azul jugando cerca de la cabaña indica que se van a pasar muy buenos ratos y a divertirse mucho. El arrendajo azul es un payaso y salta en las puntas de las ramas, da volteretas y se burla de otros pájaros.

El cardenal rojo significa que se va a recibir dinero, y la tórtola no significa lo mismo para un hombre de la montaña que para un aparcero. Cuando oyes una tórtola significa que alguien te quiere y ha mandado a la tórtola para contártelo.

La paloma lamentadora llama tarde por la noche, y nunca se acerca. Llama desde lejos, en la montaña, y su llamada es larga y solitaria. Suena como un lamento. Abuelo decía que, efectivamente, lo era. Decía que si alguien moría y no tenía a nadie en el mundo que le recordara y le llorase, la paloma lamentadora le recordaría y se lamentaría. Si alguien moría en algún lugar lejano, incluso al otro lado del océano, y había sido un hombre de la montaña, sabía que sería recordado por el lamento de la paloma. Esto tranquilizaba a las personas. A mí también me tranquilizó saberlo.

Abuelo afirmaba que si alguien recordaba a una persona a la que amaba y se hubiese muerto, entonces la paloma no tendría que lamentarse por ella. Entonces se sabía que estaba lamentándose por otra persona, y los lamentos no sonaban tan solitarios. Cuando oí a la paloma, entrada la noche, mientras estaba acostado en mi cama, recordé a mamá. Entonces noté que ya no estaba tan solo.

Los pájaros, igual que todas las demás criaturas, saben si los quieres. Si es así, vienen a tu alrededor. Nuestras montañas y valles estaban llenos de pájaros: sinsontes y mirlos, cuervos de alas rojas y gallinas indias, miseñores, petirrojos y azulejos, colibríes y martines, tantos que no hay forma de hablar de todos ellos.

DURANTE LA PRIMAVERA y el verano dejábamos de poner trampas a los animales. Abuelo decía que no hay forma de que un tipo pueda pelear y buscar pareja al mismo tiempo. Los animales tampoco podían. Incluso si pudieran aparearse mientras los cazábamos, no podrían criar sus cachorros, y luego nos moriríamos de hambre. Durante la primavera y el verano nos dedicábamos a pescar.

Los indios nunca cazan o pescan por deporte; únicamente lo hacen para alimentarse. Abuelo me explicó que ir por ahí cazando por deporte era la cosa más tonta del mundo. Probablemente, todo había sido pensado por los políticos entre guerra y guerra, cuando no estaban matando gente, para así poder seguir matando. Todos los idiotas los habían seguido sin pensar en ello, pero se podría llegar a demostrar que habían sido los políticos los que habían comenzado. Me pareció verosímil.

Hacíamos con juncos cestos para pescar. Tejíamos los juncos y hacíamos cestas, quizá de tres pies de largo. En la boca de las cestas metíamos las puntas de los juncos hacia dentro y los afilábamos. De esta forma, los peces podían entrar en la cesta, y los más pequeños podían salir nadando hacia afuera, pero los grandes no podían pasar por entre las puntas afiladas. Abuela ponía cebo en las cestas.

A veces poníamos gusanos dentro de las cestas. Los gusanos los cogíamos metiendo una pala en el suelo y frotando una madera contra la parte superior de la pala. Los gusanos, entonces, salen a la superficie.

Transportábamos las cestas por El Estrecho hasta el arroyo. Allí las atábamos con una cuerda a un árbol y las hacíamos descender hasta el agua. Al día siguiente volvíamos para recoger nuestra pesca.

Podía haber grandes barbos y percas…, a veces un lucio, y una vez cogí una trucha en mi cesta. Todos estaban muy buenos guisados con mostaza. Me gustaba sacar las cestas.

Abuelo me enseñó a pescar con red. Así fue como, por segunda vez en mis cinco años, casi pierdo la vida. La primera vez fue, por supuesto, trabajando en el negocio del güisqui, cuando casi me atrapa la ley. Estaba totalmente seguro que, de haberme cogido, me hubiesen llevado al pueblo y me hubiesen colgado. Abuelo me explicó que probablemente no lo hubiesen hecho, porque nunca había conocido un caso igual. Pero hablaba así porque no los había visto. No le estaban persiguiendo a él. Esta vez, sin embargo, estuvo a punto de perder la vida él también.

Era al mediodía, cuando es el mejor momento para pescar con las manos. El sol da de pleno en el arroyo y los peces van hacia las piedras de las orillas para buscar la sombra.

Entonces es cuando hay que tumbarse en la orilla, meter las manos en el agua y buscar los agujeros de los peces. Cuando se encuentra uno, hay que meter las manos suavemente y despacio, hasta que se encuentra el pez. Si se tiene paciencia, se pueden mover las manos por los costados del pez y éste se quedará quieto mientras lo tocan.

Luego hay que sujetarlo por detrás de las agallas y por la cola, y sacarlo del agua. Se necesita algo de tiempo para aprender.

Ese día abuelo estaba tumbado en la orilla y había sacado ya un barbo. Yo no encontraba ningún agujero, así que avancé un poco por la orilla. Me tumbé y metí las manos en el agua buscando algún agujero. Oí un sonido a mi lado. Era un silbido que comenzó lentamente y se hizo cada vez más rápido hasta acabar en un chirrido.

Volví la cabeza en dirección al sonido. Era una serpiente de cascabel. Estaba preparada para atacar, con la cabeza en el aire y mirándome, a menos de seis pulgadas de mi cara. Estaba paralizado por el terror. No podía moverme. Era más gorda que mi pierna, veía cómo se movían sus costillas bajo la piel reseca. Estaba enfadada. Nos miramos el uno al otro. Sacaba la lengua —casi rozándome la cara— y sus ojos brillaban, rojos y perversos.

El final de su cola empezó a agitarse más y más deprisa, haciendo el chirrido cada vez más agudo. Su cabeza, en forma de una gran «V», comenzó a oscilar ligeramente hacia delante y hacia atrás, decidiendo qué parte de mi cara golpear. Sabía que estaba a punto de atacar, pero no podía moverme.

Apareció una sombra sobre la serpiente y sobre mí. No le había oído venir, pero sabía que era abuelo. Despacio y con calma, como si estuviera hablando del tiempo, abuelo dijo:

—No vuelvas la cabeza. No te muevas, Pequeño Árbol. No parpadees.

Yo no hice nada. La serpiente elevó más la cabeza, preparándose para golpear. Pensé que nunca acabaría de elevarse.

Entonces, de repente, la gran mano de abuelo se metió entre mi cara y la cabeza de la serpiente. La gran mano se quedó allí. La serpiente se elevó más. Comenzó a silbar y agitó la cola, produciendo un sonido chirriante. Si abuelo movía la mano…, o se acobardaba, la serpiente me hubiera picado directamente en la cara. Yo también lo sabía.

Pero no vaciló. La mano se mantuvo firme como una roca. Podía ver las grandes venas de la parte de atrás de la mano de abuelo. Había gotas de sudor brillando sobre la piel cobriza. No se notaba ni un temblor ni un movimiento en la mano.

La serpiente atacó deprisa y con fuerza. Golpeó la mano de abuelo como una bala, pero la mano de abuelo no se movió. Vi los colmillos, afilados como agujas, enterrarse en la carne cuando las mandíbulas de la serpiente cogieron la mitad de su mano.

Abuelo movió su otra mano, cogió a la cascabel por detrás de la cabeza y apretó. La serpiente se levantó del suelo y se enrolló alrededor de su brazo. Azotó su cabeza con la cola y le golpeó la cara. Pero abuelo no soltaba. Apretó más y más con la mano, hasta que oí el crujido de la columna vertebral. Entonces la tiró al suelo.

Abuelo se sentó y sacó su largo cuchillo. Se hizo unos cortes en la mano, donde le había mordido la serpiente. La sangre le corría por la mano y por el brazo. Me arrastré hasta él, pues me sentía muy débil y no creía que pudiera andar. Me levanté, apoyándome en su hombro. Estaba chupando la sangre de los cortes de la mano y escupiéndola en el suelo. No sabía qué hacer y dije:

—Gracias, abuelo.

Abuelo me miró y sonrió. Tenía sangre en la boca y en la cara.

—Maldito infierno —dijo abuelo—. Le hemos enseñado a esa hija de perra, ¿no es así?

—Sí, señor —dije, sintiéndome mejor—. Le hemos enseñado a esa hija de perra.

No recordaba haber colaborado mucho en esa enseñanza.

Su mano comenzó a crecer y a crecer. Se estaba poniendo azul. Sacó su cuchillo y cortó la manga de la camisa de ciervo. El brazo era dos veces más grueso que el otro. Me asusté.

Se quitó el sombrero y se abanicó la cara.

—Hace más calor que en el infierno —dijo—, para ser esta época del año.

Tenía una cara muy rara. Ahora se le estaba poniendo azul el brazo.

—Voy a llamar a abuela —dije, y salí corriendo.

Me miró, y, luego, sus ojos miraron a la lejanía.

—Supongo que voy a descansar un poco —dijo totalmente calmado—. Iré dentro de un momento.

Bajé por El Estrecho. Me imagino que no tocaba el suelo más que con las puntas de los dedos de los pies. No podía ver bien, pues mis ojos estaban nublados por las lágrimas, a pesar de que no lloré. Cuando llegué al camino del valle, me ardía el pecho como si tuviera fuego. Comencé a caerme corriendo por el valle abajo, a veces dentro del riachuelo, pero continuaba rápidamente. Dejé el sendero y acorté por entre los matorrales. Sabía que abuelo se estaba muriendo.

Parecía que la cabaña se había vuelto loca y daba vueltas, cuando llegué al claro e intenté decirle a abuela lo que pasaba…, pero no salía nada de mi boca. Por la puerta de la cocina caí en sus brazos.

Me sujetó y me roció la cara con agua fría. Me miró fijamente y dijo:

—¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde?

Intenté decir algo:

—Abuelo se está muriendo… —murmuré—, serpiente de cascabel…, arroyo.

Abuela me soltó en el suelo, lo que me dejó sin el poco aire que tenía.

Cogió una bolsa y desapareció. Todavía puedo verla, con su falda, con las trenzas volando detrás de ella y sus pequeños mocasines que apenas tocaban el suelo. ¡Cómo corría! No había dicho nada, ni «¡cielos!», ni nada. No vaciló ni miró alrededor. Yo estaba a cuatro patas a la puerta de la cocina y le grité:

—¡No le dejes morir!

No paró, siguió corriendo por el camino. Grité tan alto como pude y mi voz resonó por todo el valle:

—¡No le dejes morir, abuela! —supongo que no iba a dejarle morir de ninguna manera.

Solté los perros, que salieron corriendo detrás de abuela, ladrando todo el camino. Corrí tras ellos tan rápido como pude.

Cuando llegué allí, abuelo estaba tumbado en el suelo. Abuela le había levantado la cabeza y los perros formaban un círculo alrededor, gimiendo. Sus ojos estaban cerrados y su brazo casi negro.

Abuela había vuelto a hacerle cortes en la mano y chupaba, escupiendo sangre en el suelo. Cuando aparecí, señaló hacia un abedul:

—Quítale la corteza, Pequeño Árbol.

Cogí el cuchillo largo de abuelo y descortecé el árbol. Abuela hizo un fuego, utilizando la corteza para iniciarlo, pues ardía como papel. Sacó agua del arroyo, puso una lata sobre el fuego y comenzó a poner raíces y semillas dentro, y también algunas hojas que había sacado de la bolsa. Yo no conocía todo lo que abuela estaba utilizando, pero las hojas eran de lobelia. Abuela dijo que eran para ayudarle a respirar.

El pecho de abuelo se movía lenta y trabajosamente. Mientras la lata se calentaba, abuela se puso de pie y miró a su alrededor. Yo no había visto nada…, pero a cincuenta metros, contra la montaña, había una codorniz anidando en el suelo. Se desabrochó su larga falda y la dejó caer al suelo. No llevaba nada debajo. Sus piernas parecían las de una chica joven, con músculos alargados moviéndose bajo su piel cobriza.

Ató la parte de arriba de la falda y la de abajo. Luego, se fue hacia el nido de codorniz como un murmullo de viento. En el momento exacto —ella lo sabía— la codorniz voló de su nido y ella tiró su falda sobre el ave.

Cogió la codorniz y, mientras todavía estaba viva, la abrió en canal desde la pechuga hasta la cola, y la colocó, dando aletazos todavía, sobre la mordedura de abuelo. Mantuvo la codorniz aleteando sobre la mano de abuelo un largo rato y, cuando la quitó, el interior de la codorniz estaba verde. Era el veneno de la serpiente.

La noche se acercaba y abuela seguía haciendo cosas. Los perros se sentaron en círculo, observando. Llegó la noche y yo tenía que vigilar el fuego. Me dijo que teníamos que mantener caliente a abuelo y que no podíamos moverle. Se volvió a quitar la falda y la puso sobre él. Yo me quité la camisa de piel de ciervo y también se la eché encima. Me estaba quitando los pantalones, pero dijo abuela que no era necesario, pues mis pantalones eran tan pequeños que apenas podrían cubrir uno de los pies de abuelo.

Mantuve el fuego. Me pidió que encendiera otro fuego al lado de la cabeza de abuelo y tuve que mantener los dos. Se tumbó al lado de abuelo, agarrándole, pues me dijo que el calor de su cuerpo ayudaría…, así que yo también me tumbé junto al otro costado, a pesar de que pensé que mi cuerpo no era demasiado grande para calentar a abuelo. Pero abuela me dijo que ayudaba. No podía morir.

Le expliqué cómo había sucedido, y que yo creía que la culpa era mía por no haber mirado bien. Abuela me explicó que no era culpa de nadie, ni siquiera de la serpiente de cascabel. No podíamos buscar la culpa a cosas que ocurrían sencillamente. Esto hizo que me sintiera algo mejor, aunque no mucho.

Abuelo comenzó a hablar. Era otra vez un niño, corriendo por las montañas, y contaba muchas historias. Abuela me explicó que esto era debido a que estaba recordando mientras dormía. Estuvo hablando toda la noche. Justo antes del amanecer se calmó y comenzó a respirar regularmente y con más facilidad. Le dije a abuela que estaba claro que no se iba a morir. Me respondió que no moriría. Entonces decidí dormirme acurrucado en su brazo.

Me desperté con la salida del sol…, justo cuando la primera luz tocaba la montaña. Abuelo se levantó de repente. Me miró y luego la miró a ella. Dijo:

—¡Dios Santo! Bonnie Bee, no me puedo tumbar sin que te agarres a mí desnuda.

Abuela le dio una bofetada cariñosa y se rió. Se levantó y se puso la falda. Yo sabía que abuelo estaba ya bien, pues no quiso irse a casa sin quitarle la piel a la serpiente. Abuela me haría un cinturón con la piel. Así lo hizo.

Nos dirigimos hacia El Estrecho y desde allí a la cabaña, con los perros corriendo por delante. Abuelo tenía las rodillas un poco débiles y se apoyaba en abuela, que le ayudaba a andar. Yo correteaba por detrás de ellos, sintiéndome mejor que nunca me había sentido desde que llegué a las montañas.

A pesar de que abuelo nunca habló de cuando puso su mano entre mi cara y la serpiente, me imaginé que, después de abuela, probablemente, me quería a mí más que a nadie en el mundo, incluso más que a «Blue Boy».