ABUELA cogió un lápiz y un papel y me enseñó cuánto había perdido en mi negocio con un cristiano. Resultó que no había perdido más que cuarenta centavos, porque había ganado diez con la venta de la piel. Puse los diez centavos en el bote, y nunca los volví a llevar en el bolsillo, pues estaban más seguros allí.
El mes siguiente conseguí otros diez centavos y abuela me lo aumentó con cinco más. Con esto ya tenía veinticinco. Estaba volviendo a recuperar el dinero perdido.
A pesar de que había perdido mi dinero en la tienda, siempre me gustaba ir allí a entregar la mercancía, aunque llevar el saco era mucho trabajo.
Aprendía cinco nuevas palabras del diccionario cada semana. Abuela me explicaba el significado, y luego yo tenía que hacer frases con las nuevas palabras. Yo usaba mucho estas frases camino de la tienda. Esto hacía que abuelo se parara, mientras intentaba averiguar lo que yo decía. Así podía alcanzarle y descansar con mis botes. A veces, abuelo desechaba palabras, y decía que no hacía falta que las usara nunca más. Esto me facilitaba bastante el trabajo.
Como cuando llegué a la palabra «disputa».
Abuelo estaba delante de mí. Yo había estado practicando una frase con esa palabra y le grité a abuelo:
—El perro ha tenido una disputa con el gato.
Abuelo se paró. Esperó hasta que llegué hasta donde él estaba y dejé la carga en el suelo.
—¿Qué has dicho? —me preguntó.
—He dicho que el perro ha tenido una disputa con el gato —contesté.
Abuelo me miró tan fijamente que comencé a sentirme mal.
—¿Qué tiene que ver una puta con perros y gatos? —dijo.
Le dije que yo no podía saberlo, pero que la palabra disputa significaba pelea o riña.
Abuelo dijo:
—Bueno, entonces ¿por qué no dices simplemente pelea, en lugar de utilizar disputa?
Le contesté que no sabía, pero que así estaba en el diccionario. Abuelo se alteró mucho. Dijo que el entremetido hijo de perra que había inventado el diccionario, debería ser fusilado.
Continuó diciendo que probablemente el mismo tipo había inventado más de media docena de palabras para decir la misma cosa. Por eso, los políticos podían salirse siempre con la suya, engañando a la gente, y diciendo siempre que ellos no han dicho esto o aquello, o que sí lo han dicho. Siguió diciendo que, si se pudiese comprobar, el maldito diccionario estaba escrito por un político, o había algunos detrás de él.
Me dijo que podía olvidarme de esa palabra, y así lo hice.
Normalmente, durante el invierno solía haber muchos hombres por la tienda. También solía haberlos durante la época del reposo. La época del reposo solía ser en agosto. Al acabar ese mes, los granjeros han arado y escardado hierbajos de sus sembrados cuatro o cinco veces. El grano es ya lo suficientemente grande como para dejarlo reposar, es decir, ya no hay ni que arar ni que arrancar hierbas, y se espera la época de la siega.
Después de entregar la mercancía, de que pagaran a abuelo, de que yo fuese a buscar algunos troncos para Mr. Jenkins, y de que me diera un trozo de caramelo, nos sentábamos siempre bajo el porche de la tienda con la espalda contra la pared, matando el rato.
Abuelo tenía dieciocho dólares en el bolsillo… de los cuales yo recibiría, por lo menos, diez centavos al llegar a casa. Normalmente llevábamos azúcar o café para abuela…; a veces, un poco de harina de trigo, si las cosas iban bien. Acabábamos de terminar una semana muy dura para el negocio del güisqui.
Siempre me terminaba la barrita de caramelo mientras estábamos sentados. Era un rato muy bueno.
Escuchábamos a los hombres hablar de sus cosas. Algunos decían que había depresión, y que la gente se tiraba por las ventanas. Abuelo nunca dijo nada. Yo tampoco. Pero me explicó que Nueva York estaba lleno de gente, que no tenía el espacio suficiente para vivir, y era muy posible que la mitad de ellos se hubiesen vuelto locos por tener que vivir así. Eso explicaba que la gente saltara por las ventanas.
Normalmente, siempre había alguien cortando el pelo en la tienda. Ponían una silla alta bajo el cobertizo, y un tipo cortaba el pelo a la gente.
Otro hombre —todos le llamaban «viejo Barnett»— sacaba dientes. No hay mucha gente que sepa sacar dientes. Había que hacerlo cuando alguien tenía un diente mal y quería que se lo arrancaran.
A todos les gustaba observar al viejo Barnett mientras trabajaba. Ponía al paciente al que iba a sacar un diente en una silla. Luego calentaba un alambre hasta ponerlo al rojo. Colocaba el alambre sobre el diente y, entonces, sacaba un clavo que colocaba en el diente y con un martillo golpeaba de alguna forma misteriosa. El diente saltaba al suelo. Estaba muy orgulloso de su negocio, y hacía que todo el mundo se alejara un poco mientras trabajaba, para que nadie pudiera captar su truco.
Una vez, otro individuo, de la misma edad aproximadamente que el viejo Barnett —le llamaba Mr. Lett—, vino a que le sacaran un diente malo. El viejo Barnett sentó a Mr. Lett en la silla y calentó el alambre. Lo colocó sobre el diente de Mr. Lett, pero éste colocó la lengua sobre el alambre. Bramó más fuerte que un toro, y dio una patada en el estómago al viejo Barnett tirándole de espaldas.
El viejo Barnett se enfadó mucho y golpeó a Mr. Lett con una silla en la cabeza. Comenzaron a pelear en el suelo, hasta que todos se metieron y los separaron. Estuvieron un buen rato maldiciéndose el uno al otro —o por lo menos maldecía el viejo Barnett—; no se podía entender lo que decía Mr. Lett, pero estaba muy enfadado.
Finalmente se calmaron, y un grupo de hombres sujetaron a Mr. Lett, sacaron su lengua y le curaron con trementina. Luego se fue. Era la primera vez que vi fallar al viejo Barnett en su intento de sacar un diente, y no se lo tomó a la ligera. Estaba orgulloso de su negocio y fue explicándoles a todos la causa de que no hubiera podido sacar el diente. Dijo que la culpa había sido de Mr. Lett. Creo que tenía razón.
En aquel momento tomé la decisión de no tener nunca un diente malo. Y si lo tenía, nunca se lo diría al viejo Barnett.
En la tienda fue donde vi a la niña pequeña. Venía con su padre cuando no había trabajo o en el invierno. Su padre era un hombre joven que llevaba unos pantalones de peto rotos, y la mayor parte de las veces iba descalzo. La niña pequeña también estaba siempre descalza, incluso cuando hacía frío.
Abuelo me explicó que eran aparceros. Me dijo que los aparceros no poseían ninguna tierra, ni generalmente ninguna otra cosa; a veces, ni siquiera una cama o una silla. Trabajaban la tierra de otra persona, recibían la mitad de lo que el dueño ganaba con su cosecha; aunque normalmente sólo les daban un tercio. Esto se llamaba trabajar a medias o a tercias.
Dijo que cuando les descontaban lo que habían comido durante el año, las semillas y los abonos —que pagaba el propietario de la tierra—, el uso de las mulas y todo lo demás, siempre resultaba que el aparcero no había ganado nada; sólo la comida, que no solía ser mucha.
Me contó también que cuanto mayor era la familia de un aparcero, más posibilidades tenían de que un propietario les dejase trabajar sus tierras, pues todos los de la familia podían arrimar el hombro. Una familia numerosa era más rentable. Me explicó que los aparceros intentaban tener familias muy numerosas, pues les era necesario. Las mujeres trabajaban en los campos, cogiendo algodón, cavando y haciendo trabajos parecidos, y dejaban a los niños a la sombra de los árboles o en algún sitio, para que se cuidaran ellos solos.
Los indios nunca harían un trabajo así. Antes se irían al bosque a ganarse la vida cazando conejos que hacer de aparceros. Pero dijo que de una u otra forma la gente se entrampaba y luego no podían salir adelante.
Todo era culpa de los malditos políticos, que se pasaban el tiempo aullando palabras, en lugar de trabajar. Añadió que algunos propietarios de tierras eran malos, y que otros no lo eran, como en todas partes, pero que siempre ocurría que en el momento de aclarar cuentas, después de recoger la cosecha, había una gran desilusión.
Por eso, los aparceros cambiaban de lugar todos los años. Cada invierno buscaban un nuevo propietario. Se metían en una nueva choza, se sentaban alrededor de la mesa de la cocina por la noche y alimentaban nuevos sueños y esperanzas sobre lo bien que les iba a ir este año, en este lugar.
Seguían pensando eso durante la primavera y el verano, hasta que se recogía la cosecha. Luego renacía la amargura. Por eso cambiaban de lugar todos los años. La gente que no los entendía les llamaba holgazanes, que, como decía abuelo, era otra maldita palabra, igual que llamarles irresponsables por tener tantos hijos, y, sin embargo, tenían que tenerlos.
Fuimos hablando de este asunto durante la vuelta a la cabaña, y pensó tanto sobre ello que estuvimos casi una hora descansando.
También yo reflexioné sobre ello, y vi claramente que abuelo entendía perfectamente a los políticos. Le dije que había que echar a esos hijos de perra. Se calló y me volvió a recordar que «hijo de perra» era una nueva expresión fea, muy fuerte, y si nos la oía decir abuela, nos echaría a los dos de la cabaña. Me lo grabé bien en la cabeza. Era una expresión con mucha fuerza.
La niña pequeña llegó un día y se quedó de pie delante de mí, mientras yo estaba sentado, descansando bajo el porche de la tienda y comiéndome una barrita de caramelo. El padre de la niña estaba dentro de la tienda. La niña tenía el pelo enredado y algunos de sus dientes estaban podridos. Me alegré de que viejo Barnett no la viera. Llevaba un saco de arpillera por vestido, y se quedó mirándome, mientras cruzaba y descruzaba los dedos de los pies en la arena. Me sentí muy mal comiendo mi caramelo, y le dije que podía chuparlo un rato, si no lo mordía; de lo contrario, tendría que volvérmelo a dar. Cogió el caramelo y comenzó a chuparlo de forma normal.
Me explicó que podía recoger cien libras de algodón en un día. Tenía un hermano que era capaz de recoger doscientas, y su madre —cuando se encontraba bien—, trescientas. Sabía que su padre podía recoger quinientas libras si trabajaba también por la noche.
Añadió que ellos nunca ponían piedras en los sacos para hacer trampas en el peso, y toda la familia era conocida como muy honesta.
Me preguntó que cuánto algodón era capaz de recoger yo. Le contesté que nunca había recogido algodón. Ya se lo figuraba, pues todos sabían que los indios eran muy vagos y no trabajaban en nada. Le quité el caramelo. Entonces añadió que no era porque no quisiéramos, sino que éramos diferentes y que seguramente hacíamos otras cosas. Le dejé chupar mi caramelo.
Todavía estábamos en invierno, y me contó que toda su familia estaba preparada para escuchar la tórtola. Era bien sabido, dijo, que la dirección en que se oye la llamada de la tórtola es la que deben tomar al año próximo.
Todavía no la habían oído, pero estaban esperándola en cualquier momento, pues su patrón los había estafado totalmente, y su padre se había enfadado con él. Así que tenían que irse. Me contó que su padre había venido a la tienda para ver si podía hablar con alguien que estuviese interesado en tener en sus tierras una familia conocida por trabajar honestamente y no causar ningún problema. Probablemente, irían al sitio mejor que nunca habían encontrado, pues su padre había dicho que comenzaba a correrse la voz de que eran unos buenos trabajadores, y que, por tanto, al año próximo estarían en un buen sitio.
Añadió que, después de que hubiesen recogido la cosecha en el nuevo sitio al que iban a ir, le iban a comprar una muñeca. Su madre le había dicho que sería una muñeca comprada en una tienda, con pelo de verdad y ojos que se abrían y se cerraban. Y seguramente le comprarían muchas otras cosas, pues serían prácticamente ricos.
Yo le conté que no poseía ninguna tierra, excepto el trozo del valle donde teníamos el sembrado; éramos gente de la montaña y no sabíamos cómo se trabajaban las granjas de la llanura. También le dije que tenía diez centavos.
Quiso verlos, pero le dije que estaban en casa en un bote, que no los llevaba encima porque una vez me había engañado un cristiano y se había llevado mis cincuenta centavos y no quería perder mis otros diez.
Me aseguró que ella era cristiana. Una vez había recibido al Espíritu Santo en una especie de servicio religioso y por ello había sido salvada. Sus padres lo recibían casi siempre que iban, y cuando esto sucedía, hablaban en una lengua desconocida. Siguió diciendo que ser cristiano le hacía a uno feliz, y los servicios religiosos eran el momento mejor porque estabas con el Espíritu Santo. Me dijo que yo iría al infierno porque no había sido salvado.
Vi claramente que era cristiana, pues, mientras, se había comido prácticamente todo mi caramelo. Recuperé lo que quedaba.
Le hablé a abuela de la niña. Le hizo un par de mocasines. La parte de arriba la hizo con un trozo de la piel de mi ternero, dejando los pelos hacia afuera. Eran muy bonitos. Puso dos bolitas rojas encima de cada mocasín.
Al mes siguiente, cuando fuimos a la tienda, le di los mocasines y se los puso. Le dije que abuela los había hecho para ella, y que se los regalaba.
Corrió de un lado para otro por delante de la tienda, mirándose los pies; se notaba que estaba orgullosa de ellos porque paraba a cada paso y limpiaba con los dedos el polvo de las bolitas rojas. Le añadí orgulloso que la piel que tenía pelo era de mi ternero y que se la había vendido a abuela.
Cuando su padre salió de la tienda, le siguió camino abajo, saltando con sus mocasines. Abuelo y yo los observamos. Cuando se habían alejado un poco, el hombre se paró y miró a la niña. Habló con ella y ella me señaló a mí.
El hombre se fue hacia la cuneta y cortó una rama de un arbusto. Sujetó a la niña con una mano y le pegó con la rama en las piernas con mucha fuerza, en la parte de atrás. Lloró, pero no se movió. La pegó hasta que la rama se quedó sin hojas… y todo el que estaba bajo el porche de la tienda los miró…, pero nadie dijo nada.
Luego hizo que la niña se sentase en la cuneta y le quitó los mocasines. Vino andando hacia la tienda llevando los mocasines en la mano. Abuelo y yo nos pusimos de pie. No prestó ninguna atención a abuelo, pero vino hasta mí y me miró. Su cara estaba desencajada y le brillaban los ojos. Me dio los mocasines —yo los cogí— y me dijo:
—Nosotros no aceptamos caridad… y menos de salvajes bárbaros.
Yo estaba asustado. Se dio la vuelta y se fue por el camino, con sus pantalones rotos. Llegó hasta la niña y ésta le siguió. No lloraba. Andaba muy estirada, con la cabeza alta, muy orgullosa, y no se volvió a mirar a nadie. Se veían las grandes marcas rojas de sus piernas. Abuelo y yo nos fuimos.
Por el camino me dijo que no podía soportar a tipos como el aparcero. Lo único que tenía era orgullo… y no sabía utilizarlo. Me explicó que el tipo pensaba que no podía dejar que a su hijita ni a ninguno de sus hijos les gustasen las cosas bonitas, porque nunca podrían tenerlas. Por eso los azotaba cuando veía que les apetecían cosas que no podían tener… y los azotaba hasta que aprendían. De esta manera, al cabo de algún tiempo, sabían que no debían esperar nada.
Podían esperar la felicidad del Espíritu Santo; tenían su orgullo y esperanza en el próximo año.
Abuelo no me culpaba por no haber entendido lo que pasaba. Me dijo que él tenía ventaja, pues hacía algunos años, cuando iba por un camino cerca de la choza de un aparcero, vio a un individuo ir hasta donde estaban dos de sus hijas pequeñas, sentadas bajo un árbol y mirando el catálogo de unos almacenes.
El tipo cogió una vara y las azotó hasta que les salió sangre. El bruto aquel tomó el catálogo y se fue detrás del establo. Lo quemó, rompiéndolo primero como si fuera su enemigo. Después se sentó tras el establo, donde nadie podía verle, y lloró. Abuelo me explicó que él había visto aquello y por eso sabía lo que pasaba.
Había que comprenderlos, añadió. Pero la mayoría de la gente no quería —era demasiado trabajo—; por eso utilizaban palabras para ocultar su vagancia y llamaban a los otros holgazanes.
Llevé los mocasines a casa. Los puse bajo mi saco, donde guardaba mis pantalones de peto y mi camisa. No los miré; me recordaban a la niña pequeña.
Nunca volvió a la tienda del cruce, ni tampoco su padre. Supongo que cambiaron de lugar.
Me imagino que oyeron a la tórtola cantar desde muy lejos.