A LA mañana siguiente, todos los perros continuaban saltando y se paseaban con las patas estiradas llenos de orgullo. Sabían que habían hecho algo útil. Yo también me sentía orgulloso…, pero no lo estaba demasiado, pues sabía que aquello era parte del negocio de la fabricación del güisqui.
El viejo «Ringer» había desaparecido. Abuelo y yo silbamos y gritamos, pero no vino. Anduvimos alrededor de la cabaña, pero no estaba por allí. Decidimos salir a buscarlo con los otros perros. Subimos por el camino del valle y llegamos a El Estrecho, pero no encontramos ni rastro de él. Abuelo dijo que lo mejor que podíamos hacer era recorrer la montaña por el mismo camino que yo había seguido la noche anterior. Así lo hicimos. Primero mirando entre la maleza y luego subiendo por la ladera. «Blue Boy» y «Little Red» lo encontraron.
«Ringer» había chocado contra un árbol. Quizá era el último árbol contra el que había tropezado, pues abuelo dijo que parecía que había topado contra muchos, o que lo habían golpeado con un palo. Su cabeza estaba cubierta de sangre por todas partes y yacía sobre un costado. Tenía la lengua entre los dientes. Estaba vivo. Abuelo lo cogió en brazos y lo bajamos de la montaña.
Paramos en el riachuelo y le limpiamos la sangre de la cara, y le separamos la lengua de los dientes. Tenía pelos blancos en la cara, y cuando me fijé en ellos me di cuenta de que «Ringer» era muy viejo y no debía ir corriendo por las montañas buscándome. Nos sentamos con él al borde del riachuelo y al rato abrió los ojos. Estaban nublados y parecían viejos. Apenas podía ver.
Me incliné sobre la cabeza del viejo «Ringer» y le dije que agradecía mucho que me hubiese buscado por las montañas y que sentía lo que le había pasado. Al viejo «Ringer» no le importaba. Me lamió la cara, haciéndome saber que volvería a hacerlo.
Abuelo me dejó que le ayudara a llevar al viejo «Ringer» por el camino. Él llevaba la mayor parte, pero yo sostenía sus patas traseras. Cuando llegamos a la cabaña le puso en el suelo y dijo:
—El viejo «Ringer» ha muerto.
Y así era. Había muerto en el camino, pero abuelo aseguró que sabía que habíamos ido a buscarle y que iba de regreso a casa, y que se sintió bien. Yo también me sentí algo mejor con su explicación, aunque no mucho.
Abuelo añadió que el viejo «Ringer» había muerto como todos los buenos perros de la montaña quieren morir: en el bosque y haciendo algo útil para los suyos.
Cogió una pala. Llevamos al viejo «Ringer» por el camino del valle hasta el sembrado, que tan orgulloso se sentía de guardar. Abuela vino también, y todos los perros nos siguieron llorando, con el rabo entre las patas. Yo me sentía de la misma forma.
Abuelo cavó la tumba del viejo «Ringer» al pie de un pequeño roble. Era un sitio muy bonito. Lleno de hojas rojas en el otoño y rodeado por árboles que se llenaban de capullos blancos en primavera.
Abuela puso un saco de algodón blanco en el fondo de la tumba y colocó al viejo «Ringer» encima, envolviéndolo con él. Abuelo puso una tabla grande encima, para que los mapaches no escarbaran. Tapamos la tumba. Los perros estaban allí, conscientes de que era el viejo «Ringer». La vieja «Maud» lloraba. Ella y el viejo «Ringer» habían sido compañeros de tarea en la vigilancia del sembrado.
Abuelo se quitó el sombrero y dijo:
—¡Adiós, viejo «Ringer»!
Yo también dije adiós al viejo «Ringer». Y allí lo dejamos, bajo el roble.
Me sentí muy mal y vacío. Abuelo me dijo que sabía cómo me encontraba, pues él se sentía igual. Pero añadió que todas las cosas que se aman y se pierden producen ese mismo sentimiento. Dijo que la única manera de evitarlo era no amando nunca nada, lo cual era peor, pues entonces se siente uno siempre vacío.
Suponiendo que el viejo «Ringer» no hubiese sido fiel, no estaríamos ahora orgullosos de él. Ése sería un sentimiento peor. Cuando me hiciera viejo, me acordaría del viejo «Ringer», y me gustaría recordarlo. Añadió una cosa curiosa: cuando se recuerda a los que se ha amado, sólo se recuerda lo bueno, nunca lo malo, lo que prueba que lo malo no cuenta.
PERO TENÍAMOS que continuar con nuestro negocio. Llevamos nuestra mercancía por el atajo hasta la tienda de Mr. Jenkins, en el cruce. Abuelo llamaba mercancía a nuestro güisqui.
A mí me gustaba el atajo. Bajamos por el camino del valle y antes de llegar al camino de las carretas giramos a la izquierda y nos metimos en el atajo. Iba por las cimas de las montañas, que parecían estar formadas por dedos gigantescos de manos abiertas que descansaban en la llanura.
Los valles que cruzamos eran poco profundos entre las cimas, y era fácil andar por ellos. El camino tenía varias millas de longitud y pasaba a través de bosques de pinos y cedros, nísperos y madreselvas.
En el otoño, cuando las primeras heladas hacían enrojecer el níspero, de cuando en cuando hacía un alto en el camino y me llenaba los bolsillos de hojas, y luego corría para alcanzar a abuelo. En la primavera hacía lo mismo cogiendo moras.
Una vez, abuelo se paró y me miró mientras cogía moras. Era una de esas veces en que estaba alterado por causa de las palabras y de cómo engañaban a la gente. Me dijo:
—Pequeño Árbol, ¿sabías que cuando las moras están verdes están rojas?
Me confundió totalmente, y se rió.
—La gente usa la palabra verde para decir que no están maduras…, pero cuando no están maduras tienen color rojo.
Lo cual es cierto. Abuelo añadió:
—Así es como el uso de las malditas palabras hace que la gente se líe. Cuando oigas a alguien usando sus palabras contra otra persona no hagas caso de lo que dice, pues no tiene ningún sentido. Haz caso a su tono y sabrás, si es algo malo lo que dice, que está mintiendo.
A abuelo no le gustaba usar muchas palabras.
También había nueces, castañas, avellanas y piñones por el camino. Por eso, cualquiera que fuese la época del año, al volver de la tienda del cruce me entretenía recolectando frutos.
Llevar la mercancía a la tienda era un trabajo bastante llevadero. A veces me quedaba más retrasado que abuelo, cuando llevaba mis tres botes en el saco. Cuando esto ocurría, sabía que él estaría sentado en cualquier recodo esperándome, y cuando llegaba hasta él descansábamos.
Cuando transportábamos así la mercancía, yendo de una parada a otra, no era demasiado trabajo. Cuando llegábamos a la última cima, nos sentábamos siempre entre los matorrales, mientras mirábamos si estaba el barril de pepinillos delante de la tienda. Si no había ningún barril de pepinillos delante de la puerta de la tienda significaba que todo andaba bien. Si había alguno colocado delante quería decir que la ley andaba por allí, y no podíamos entregar la mercancía. Todo el mundo en la montaña estaba pendiente del barril de pepinillos, pues los demás también tenían mercancías que entregar.
Nunca vi el barril colocado ante la puerta, pero nunca me olvidé de mirar y buscarlo. Había aprendido que el negocio de fabricar güisqui tenía muchas complicaciones.
Pero abuelo me explicó que todos los negocios tienen sus complicaciones.
Me dijo que si alguna vez había pensado en las complicaciones del dentista, teniendo que mirar todo el tiempo la boca de la gente, día tras día, nada más que bocas. Añadió que con un trabajo así, él se volvería loco, y que el negocio de fabricar güisqui, con todas sus complicaciones, era mucho mejor. No se equivocaba.
ME GUSTABA Mr. Jenkins. Era grande y gordo, y vestía un pantalón de peto. Tenía una barba blanca que le caía por encima del peto del pantalón, pero su cabeza estaba totalmente calva: brillaba como una bola de madera de pino.
Tenía toda clase de cosas en la tienda: grandes paquetes de camisas y pantalones de peto, y cajas llenas de zapatos. Había barriles llenos de galletas, y sobre el mostrador tenía un gran pedazo de queso. También había sobre el mostrador un frasco de cristal lleno de caramelos y golosinas. Las había de todos los tipos, y parecía que había más de las que nunca podría vender. Nunca vi a nadie comerse ningún caramelo, pero me imagino que algunos vendería, pues de lo contrario no los tendría.
Cada vez que entregábamos nuestra mercancía, Mr. Jenkins me pedía que fuese al montón de leña y metiese algunos troncos en la estufa que tenía en la tienda. Yo siempre lo hacía. La primera vez me ofreció una barrita grande de caramelo, pero yo no podía cogerla simplemente por haberle llevado unos leños. Eso no era ningún trabajo. La volvió a poner en la caja y encontró otra barrita que estaba rota e iba a tirar. Abuelo me dijo que podía cogerla, pues Mr. Jenkins iba a tirarla y eso no beneficiaría a nadie. Así lo hice.
Cada mes encontraba una barrita rota, y supongo que debí comerme todos sus caramelos rotos. Me explicó que eso le ayudaba mucho.
Fue en esta tienda del cruce donde me gasté mis cincuenta centavos. Me había costado mucho tiempo reunirlos. Abuela ponía todos los meses, en un bote aparte, cinco o diez centavos para mí.
Era mi parte en el negocio. Me gustaba llevarlos en el bolsillo cuando íbamos a la tienda del cruce. Nunca los gastaba, y cada vez que volvíamos a casa los ponía en el bote de nuevo.
Me sentía bien llevándolos en el bolsillo a la tienda, y sabiendo que eran míos. Yo tenía puestos los ojos en una caja grande, roja y verde, que estaba con los caramelos. No sabía cuánto costaría, pero pensaba que quizá en las próximas Navidades se la compraría a abuela…, y nos comeríamos lo que hubiese dentro. Pero como ya dije, me gasté antes los cincuenta centavos.
Era más o menos la hora de cenar, un día justo después de haber entregado nuestra mercancía. El sol estaba encima de nosotros, y abuelo y yo estábamos descansando sentados en el porche de la tienda, con la espalda apoyada contra la pared. Había comprado un poco de azúcar para abuela y tres naranjas que tenía Mr. Jenkins. A ella le gustaban las naranjas y a mí también, cuando podíamos comprarlas. Viendo que había tres, sabía que una sería para mí.
Estaba chupando mi barrita de caramelo cuando empezaron a llegar grupos de dos y de tres hombres. Dijeron que iba a venir un político y que iba a pronunciar un discurso. Creí que abuelo no iba a quedarse, pues, como ya he dicho, los políticos no le importaban lo más mínimo. Pero llegó nuestro político antes de que hubiésemos terminado de descansar.
Venía en un coche grande, levantando una gran polvareda por la carretera, de manera que todo el mundo le vio mucho antes de que llegara. Llevaba delante un tipo que conducía el coche, y él salió por la puerta trasera. Había una señorita con él en el asiento trasero. Mientras hablaba el político, ella tiraba pequeños pitillos, de los que se había fumado una parte. Abuelo me explicó que esos pitillos eran de los que ya venían liados, y eran los que fumaban los ricos, pues eran demasiado vagos para liárselos ellos mismos.
El político dio unas vueltas, estrechando las manos de todos, aunque no estrechó ni la mía ni la de abuelo. Éste comentó que esto era porque se notaba que éramos indios y, por tanto, no teníamos derecho a voto. Por eso no tenía ningún sentido darnos la mano.
Vestía una chaqueta negra y una camisa blanca con un lazo negro alrededor del cuello. Se reía mucho, y parecía que estaba muy contento. Bueno, hasta que se enfadó.
Se puso de pie sobre una caja y comenzó a hablar de cómo iban las cosas en Washington. Según dijo, iban de mal en peor. Dijo que aquello era como Sodoma y Gomorra. Se fue enfadando por momentos, y se desató el lazo del cuello.
Explicó que los católicos estaban detrás de todas las cosas. Dijo que prácticamente tenían el control de todo, y querían poner al Papa en la Casa Blanca. Añadió que los católicos eran las serpientes más peligrosas que habían existido nunca. Que tenían unos hombres llamados curas, que se juntaban con unas mujeres llamadas monjas, y que los hijos que resultaban de esa unión se los echaban a los perros. Dijo que era la cosa peor que nunca había visto u oído.
Comenzó a gritar muy alto, y pensé que las cosas estaban tan mal en Washington que le hacían gritar. Dijo que si no fuera por él, que luchaba contra ellos, llegarían a controlar todo, lo que, a decir verdad, sería desastroso.
Dijo que si eso ocurría, meterían a todas las mujeres en conventos…, y prácticamente liquidarían a todos los jóvenes. No había ninguna forma de frenarlos, a no ser que nosotros le mandásemos a él a Washington, y añadió que, aun así, sería una pelea dura, pues la gente se vendía a ellos por dinero en todas partes. Dijo también que él no cogería dinero. No tenía costumbre de hacerlo, pues estaba en contra de ello.
Siguió diciendo que, muchas veces, le daban ganas de abandonar y dejarlo todo, para vivir tranquilamente como nosotros.
Me sentí culpable de vivir tranquilamente, pero cuando terminó de hablar, se bajó de la caja y comenzó a reír y a estrechar manos de la gente. Parecía que confiaba en poder resolver los problemas de Washington.
Me sentí un poco mejor pensando que iba a llegar allí y acabar con los problemas.
Mientras estrechaba las manos y hablaba con la gente, un tipo se acercó al grupo llevando un pequeño ternero marrón atado con una cuerda.
Se quedó allí observando a la gente y dio la mano dos veces al político, cada vez que pasaba por delante de él. El ternerillo se quedó con las patas abiertas y la cabeza baja detrás de él. Me acerqué. Lo acaricié, pero no levantó la cabeza. El tipo me miró bajo su sombrero ancho. Tenía unos ojos penetrantes, que casi se cerraban cuando sonreía. Sonrió.
—¿Te gusta mi ternero, chico?
—Sí, señor —dije, y me alejé del ternero, pues no quería que pensara que lo estaba molestando.
—Continúa —dijo de forma cariñosa—. Continúa acariciando el ternero. No le harás daño.
Seguí acariciando al ternero.
El tipo escupió tabaco sobre la espalda del ternero.
—Noto que le caes bien a mi ternero…, mejor que nadie que haya conocido nunca…; parece que quiere irse contigo.
Yo no veía que quisiera venirse conmigo, pero era su ternero y él debía conocerlo. El tipo se puso de cuclillas delante de mí.
—¿Tienes algo de dinero, chico?
—Sí, señor —dije—, tengo cincuenta centavos.
El tipo frunció el ceño y, por su gesto, pude comprender que no le parecía demasiado dinero, y sentí no tener más.
Al cabo de un rato sonrió y dijo:
—Bueno, este ternero vale más de cien veces lo que tú tienes —eso ya me lo imaginaba yo.
—Sí, señor —dije—. Yo no pensaba comprarlo de ninguna manera.
El tipo volvió a fruncir el ceño:
—Bueno —dijo—, soy un hombre cristiano. A pesar de lo que vale este ternero, siento en mi corazón que debe ser tuyo, pues está muy a gusto contigo.
Estuvo un rato pensando y noté que le causaba mucha tristeza tener que separarse del ternero.
—Señor, no voy a quedarme con él, de ninguna manera —dije.
Pero el tipo levantó una mano para pararme. Suspiró.
—Voy a dejarte el ternero, hijo, por cincuenta centavos, pues es mi obligación cristiana y no voy a aceptar una respuesta negativa. Dame, simplemente, tus cincuenta centavos y el ternero es tuyo.
Dicho de esta forma, no podía negarme. Saqué todas mis monedas y se las di. Me alargó la cuerda del ternero y se fue con tanta rapidez que no supe qué dirección tomó.
Me sentí orgulloso de mi becerro, a pesar de que más o menos me había aprovechado de aquel tipo, sacando ventaja de su condición de cristiano. Tiré de mi ternero hasta donde estaba abuelo y se lo enseñé. Abuelo no parecía estar tan orgulloso con el animal como lo estaba yo, pero me imaginé que sería porque era mío y no suyo. Le dije que la mitad le pertenecía, porque éramos socios en el negocio del güisqui. Pero me gruñó, simplemente.
La gente comenzaba a congregarse alrededor del político y casi todos estaban de acuerdo en que lo mejor era mandarle a Washington para que luchase contra los católicos. Comenzó a repartir papeles. A pesar de que no me dio ninguno, cogí uno del suelo. Tenía su foto. Aparecía sonriendo, como si no hubiera ningún problema en Washington. Parecía muy joven en la foto.
Abuelo dijo que lo mejor que podíamos hacer era irnos a casa. Me metí la foto del político en el bolsillo y tiré de mi ternero mientras andaba detrás de abuelo. Era una tarea difícil. Mi ternero apenas podía andar y yo tiraba de la cuerda lo mejor que podía. Tenía miedo de que si tiraba demasiado de la cuerda, se cayese.
Comencé a preocuparme pensando en si alguna vez conseguiría llegar a la cabaña y si, quizá, el animal estuviese enfermo a pesar de que costaba cien veces lo que yo había pagado por él.
Cuando llegué a la primera cima, abuelo ya estaba abajo. Como no quería quedarme atrás grité:
—Abuelo…, ¿conoces a algún católico?
Abuelo se paró. Tiré con más fuerza del ternero y comencé a ganar terreno. Abuelo esperó hasta que estuve a su altura.
—Una vez vi a uno —me contestó abuelo— en el ayuntamiento.
Nos sentamos y descansamos.
—No parecía demasiado malo…, aunque pensé que había tomado parte en una pelea o algo por el estilo, porque tenía el cuello de la camisa al revés y, probablemente, estaba borracho, pues, si no, se hubiera dado cuenta de que lo llevaba mal. Pero de todas formas parecía un hombre pacífico.
Abuelo se sentó sobre una roca y comprendí que iba a meditar sobre el tema, de lo que me alegré. Mi ternero estaba plantado ante él con las patas delanteras abiertas y respiraba mal.
—De cualquier forma —dijo abuelo—, si coges un cuchillo y te dedicas durante todo el día a escarbar en la bazofia que ha dicho el político, te será muy difícil encontrar un solo grano de verdad. ¿Has notado que el hijo de perra no ha dicho una sola palabra sobre quitar el impuesto del güisqui… o del precio del grano… o cualquier cosa importante?
Era verdad.
Le contesté que había notado que el hijo de perra no había dicho una sola palabra sobre ese tema.
Me recordó que decir hijo de perra era feo y que de ninguna manera debía pronunciar esas palabras delante de abuela. Añadió que no le importaba lo más mínimo que los curas y las monjas se juntasen, que aquello era cosa suya.
También dijo luego, con respecto a lo de dar sus hijos a los perros, que nunca llegaría el día en que una cierva diera su cría a un perro, y menos una mujer. Por eso sabía que se trataba de una mentira.
Los católicos comenzaron a caerme mejor. Me dijo que no dudaba de que los católicos quisieran apoderarse de todo.
Pero añadió que si tienes un cerdo y no quieres que te lo roben, buscas, sencillamente, a diez o doce hombres que quieran robarlo y les pides que te lo guarden. De esa manera, el cerdo estaría tan seguro como en tu propia casa. Me explicó también que las cosas estaban tan mal en Washington que tenían que vigilarse unos a otros todo el tiempo.
Añadió que había tantos que querían mandar que aquello era una pelea continua. Lo peor de Washington, dijo, era que había demasiados políticos viviendo allí.
Me dijo también que aunque nosotros asistíamos a una iglesia baptista, no nos gustaría nada que éstos gobernaran el país, pues ellos estaban totalmente en contra de la bebida, exceptuando un poco para ellos. Añadió que secarían el país.
Vi claramente que había otros peligros además de los católicos. Si los baptistas tomaban el control, nos quitarían el negocio y probablemente nos moriríamos.
Le pregunté a abuelo si los peces gordos que hacían güisqui con aroma de barril no querían también gobernar. Como nosotros les hacíamos la competencia, probablemente nos quitarían el negocio. Me contestó que, sin duda alguna, en Washington trataban de sobornar a políticos prácticamente todos los días.
Sólo había una cosa cierta: los indios nunca gobernarían. Desde luego, no parecía que eso fuera a ocurrir.
Mientras hablaba, mi ternero se tumbó y se murió. Se echó sobre un costado, y así se quedó. Yo estaba delante de abuelo sujetando la cuerda y él hizo una señal y me dijo:
—Tu ternero está muerto —nunca consideró que le pertenecía la mitad.
Me arrodillé e intenté levantar su cabeza para ponerlo de pie, pero era imposible. Abuelo movió la cabeza:
—Está muerto, Pequeño Árbol. Cuando algo está muerto…, está muerto.
Así estaba. Me puse en cuclillas al lado de mi ternero y lo miré. Pocas veces recuerdo haberme sentido peor. Mis cincuenta centavos habían desaparecido, y con ellos la caja verde y roja de caramelos. Y ahora también mi ternero, valiendo cien veces lo que yo había pagado por él.
Abuelo sacó su cuchillo, abrió el ternero y le sacó el hígado. Aseguró, mirándolo con atención:
—Tiene manchas y está enfermo. No podemos comerlo.
Me pareció que ya no había nada que yo pudiera hacer por él. No lloré, pero estuve a punto. Abuelo se arrodilló y quitó la piel al ternero.
—Supongo que abuela te dará diez centavos por la piel. Probablemente podrá utilizarla —dijo—, y mandaremos a los perros…; ellos pueden comérselo.
Supuse que aquello era todo lo que podía hacerse con él. Seguí a abuelo por el camino —llevando la piel de mi ternero— hasta llegar a la cabaña.
Abuela no me preguntó nada, pero yo le dije que no podía volver a poner mis cincuenta centavos en el bote, pues me los había gastado en un ternero, que tampoco tenía ya. Abuela me dio diez centavos por la piel y los puse en el bote.
Me fue difícil comer aquella noche, a pesar de lo que me gustaban los guisantes y el pan de maíz.
Mientras comía, abuelo me miró y dijo:
—Sabes, Pequeño Árbol: la mejor forma de enseñarte es dejándote cometer errores. Si te hubiera impedido comprar el ternero, siempre habrías pensado que deberías haberlo tenido. Si te hubiese dicho que lo compraras, me habrías culpado después de su muerte. Tienes que aprender por ti mismo.
—Sí, señor —dije.
—Ahora —dijo abuelo—, ¿qué es lo que has aprendido?
—Bueno —dije—, supongo que he aprendido a no negociar con cristianos.
Abuela se rió. Yo no veía la gracia por ninguna parte. Abuelo me miró perplejo. Luego se rió tan fuerte que se atragantó con el pan de maíz. Me figuré que había aprendido algo divertido, pero no sabía lo que era.
Abuela dijo:
—Lo que quieres decir, Pequeño Árbol, es que tendrás más cuidado con el próximo tipo que te cuente lo bueno que él es.
—Sí, señora —dije—, supongo que sí.
No estaba seguro de nada…, tan sólo de que había perdido mis cincuenta centavos. Como estaba cansadísimo, me quedé dormido en la mesa y mi cara cayó sobre el plato de la cena. Abuela me limpió los guisantes de la cara.
Aquella noche soñé que los baptistas y los católicos venían hacia nosotros. Los baptistas nos confiscaban el alambique y los católicos se comían mi ternero.
Un gran cristiano estaba allí, sonriente. Tenía una caja de caramelos verde y roja. Me dijo que valía cincuenta veces más, pero que yo podía comprarla por sólo cincuenta centavos. Pero no tenía cincuenta centavos y, por tanto, no podía comprarla.