EN sus setenta curiosos años, abuelo nunca había tenido un empleo en trabajos públicos. Trabajos públicos, para los hombres de la montaña, es cualquier tipo de actividad remunerada con un salario. Él no podía tolerar los salarios. Decía que todo lo que se conseguía era perder el tiempo, sin ganar ninguna satisfacción. Creo que era una idea genial.
En 1930, cuando yo tenía cinco años, un cesto de grano se vendía por veinticinco centavos, y eso si se encontraba a alguien que quisiera comprar un cesto de grano, lo cual no era fácil. Incluso si se hubiera vendido a diez dólares el cesto, nosotros no hubiéramos podido vivir de la venta. Nuestro campo de cultivo era demasiado pequeño.
Sin embargo, abuelo tenía un negocio. Decía que todo hombre debe negociar y debe estar orgulloso de su negocio. Él lo estaba. Su negocio se remontaba a la parte escocesa de su familia, hacía algunos siglos. Abuelo era fabricante de güisqui.
Cuando se habla de fabricantes de güisqui, la mayoría de fuera de las montañas piensa mal de ellos. Pero esos juicios se basan en el comportamiento de los criminales de las grandes ciudades. Éstos contratan a tipos para fabricar güisqui sin importarles la clase de licor que hacen, con tal de que produzcan mucho y rápidamente. Hombres de esta calaña usan potasa o lejía para acelerar la fermentación. Guardan su güisqui en envases de hierro o de hojalata y en radiadores de automóviles que tienen todo tipo de venenos y pueden matar a un hombre.
Abuelo dijo que esos individuos deberían estar colgados. Y añadió que se puede pensar mal de cualquier negocio si se juzga a las peores personas que se mueven en él.
Comentó también que su traje de fiesta estaba tan flamante como el día en que se casó, hacía cincuenta años.
El sastre que lo hizo se sentía orgulloso de su trabajo; sin embargo, había sastres que no eran así. El juicio sobre los sastres depende del sastre al que uno va. Lo mismo ocurre con los fabricantes de güisqui.
Abuelo nunca ponía nada en su güisqui, ni tan siquiera azúcar. El azúcar se utiliza para dar alcohol al licor y poder fabricar más cantidad; pero decía que el güisqui no es puro cuando se hace esto. Él hacía güisqui puro. Tan sólo utilizaba grano.
No tenía ninguna paciencia dejando envejecer el güisqui. Decía que había oído hablar mucho en su vida acerca de cómo mejora el güisqui cuando envejece. Una vez decidió probarlo y puso a reposar algo de güisqui recién hecho durante una semana, y cuando lo probó, sabía exactamente igual que el otro güisqui que bebía inmediatamente después de hacerlo.
Contaba que había tipos que dejaban reposar el güisqui en barriles durante mucho tiempo, hasta que adquiría el color y el olor de los barriles. Añadió que si un maldito estúpido quería el aroma de un barril, lo mejor que podía hacer era meter la cabeza en él y olerlo bien y, luego, beber un trago de güisqui puro.
Abuelo llamaba a esos tipos huelebarriles. Dijo que él podía poner agua en un barril, dejarla reposar bastante tiempo y vendérsela a esos individuos, y ellos se la beberían, pues olería como un barril.
Abuelo se enfadaba mucho con la historia de los barriles. Sospechaba que, probablemente, la cosa había comenzado —si pudiera investigarse— por los peces gordos, que podían permitirse dejar reposar el güisqui durante muchos años. De esta forma, presionaban al pequeño productor que no podía permitirse dejar reposar el güisqui muchos años para que adquiriera el aroma del barril. Habían gastado mucho dinero hablando de que su bebida era mejor, pues olía a barril, y consiguieron engañar a muchos idiotas. Pero todavía quedaban gentes razonables que no compraban güisqui que olía a barril y, de esa forma, el pequeño productor podía sobrevivir todavía.
Me explicó que como fabricar güisqui era el único negocio que conocía, y como yo tenía cinco años e iba a cumplir seis, imaginaba que debería aprender el negocio. Cuando fuese mayor, a lo mejor quería cambiar de negocio, pero que siempre sabría hacer güisqui y así tendría un negocio que podría ayudarme.
Vi claramente que nosotros tendríamos que luchar contra los peces gordos que intentaban meter el güisqui reposado en barril en el mercado, pero estaba orgulloso de que me quisiera enseñar el negocio.
El alambique de abuelo estaba en El Estrecho, donde la corriente crece. Estaba metido entre laureles y madreselvas, tan tupidos que un pájaro no podía atravesar por entre las ramas. Estaba orgulloso de él, pues era todo de puro cobre: el caldero, el brazo y el serpentín de refrigeración, que es conocido como el gusano.
Era un alambique muy pequeño, pero no necesitábamos uno más grande. Sólo lo utilizaba una vez al mes, y siempre producíamos once galones. Le vendíamos nueve galones a Mr. Jenkins, dueño de la tienda del cruce, a dos dólares el galón, lo que significaba, como puede verse, mucho dinero producido por nuestro grano.
Eso cubría todas nuestras necesidades, e incluso sobraba un poco dinero, que abuela guardaba en un saco de tabaco, dentro de un bote. Decía que una parte era mía, pues yo trabajaba mucho y estaba aprendiendo el negocio.
Los otros dos galones nos los guardábamos. A abuelo le gustaba tener algo de su bebida para tomar en ciertas ocasiones y para cuando venía alguna visita, y abuela también utilizaba una parte considerable para preparar su medicina contra la tos. Abuelo decía que también era necesario para combatir la picadura de serpiente, la picadura de araña, las contusiones de talón y muchas cosas por el estilo.
El trabajo de destilar —si se hace correctamente— es muy duro.
La mayoría de la gente que hace güisqui utiliza grano blanco. Nosotros usábamos grano indio, que era el único que cultivábamos. Es de color rojo oscuro, y daba a nuestro güisqui una tonalidad roja clara… que nadie más que nosotros conseguía. Estábamos orgullosos de nuestro color. Todos lo reconocían cuando lo veían.
Pelábamos el grano. Abuela ayudaba y poníamos parte de él en un saco. Echábamos agua caliente sobre el saco y lo dejábamos secar al sol o al lado de la chimenea durante el invierno. Había que dar la vuelta al saco dos o tres veces al día para mover el grano. En cuatro o cinco días le salían brotes.
El resto del grano pelado lo convertíamos en harina. No podíamos permitirnos el lujo de llevarlo a un molinero, pues se quedaba con una parte. Abuelo se había construido su propio molino. Era muy simple: dos piedras puestas una contra la otra. Las hacíamos girar con una manivela.
Acarreábamos con dificultad la harina por el valle, hasta El Estrecho, y de allí al alambique. Teníamos una madera que metíamos en el arroyo y llevaba agua hasta el caldero, que llenábamos hasta las tres cuartas partes de su volumen. Luego, echábamos la harina y encendíamos un fuego bajo el caldero. Usábamos madera de fresno, pues el fresno no produce humo. Abuelo decía que, probablemente, serviría cualquier madera, pero no había por qué arriesgarse. Tenía razón.
Abuelo me había preparado un cajón, que colocamos sobre un tronco al lado del caldero. Yo me ponía sobre el cajón y removía el agua y la harina mientras cocía. No podía ver sobre el borde, y nunca vi exactamente lo que removía, pero abuelo decía que lo hacía muy bien, y que nunca me dejaba quemar ningún montoncito de harina. Ni siquiera cuando mis brazos se cansaban.
Después de cocerlo, lo sacábamos por un grifo que había en el fondo y lo metíamos en un barril. Añadíamos el grano germinado que habíamos molido. Luego cubríamos el barril y lo dejábamos reposar. Reposaba cuatro o cinco días, pero cada día había que ir hasta allí para moverlo. Abuelo decía que aquello estaba trabajando.
Tras cuatro o cinco días se había formado una corteza dura. La rompíamos y, después de eso, ya estábamos preparados para usar el alambique.
Abuelo tenía un cubo grande, y yo, uno pequeño. Pasábamos la cerveza —así es como él llamaba al líquido— del barril al caldero. Abuelo preparaba el caldero, poniéndole el brazo encima, y luego echábamos madera debajo para calentarlo. Cuando la cerveza hervía, el vapor iba por el brazo hasta el gusano, el serpentín de cobre retorcido en espiral. El gusano estaba metido dentro de un barril, y teníamos un dispositivo montado de forma que pasaba agua fría del arroyo por dentro del barril, para refrigerar el serpentín. Esto hacía que el vapor volviera a condensarse en líquido, que salía por el extremo del gusano que asomaba por un agujero del fondo del barril. Por el sitio que salía, teníamos una capa de carbón de nogal que filtraba las impurezas.
Después de todo esto, se puede pensar que conseguíamos mucho güisqui…, pero sólo teníamos dos galones. Poníamos los dos galones a un lado y metíamos los restos que no se habían convertido en vapor dentro del caldero.
Luego, había que desmontarlo todo. Abuelo llamaba «simples» a los dos galones conseguidos. Decía que no podía hacerse nada más puro. Poníamos los restos y los galones simples en el caldero otra vez, encendíamos el fuego y lo repetíamos todo de nuevo, añadiendo algo de agua. Esta vez sacábamos once galones.
Como dije antes, era un trabajo muy duro y no podía imaginarme cómo había gente que opinaba que los vagos, los que no servían para nada, hacían güisqui. Quienquiera que piense eso, está claro que no ha fabricado güisqui en su vida.
Abuelo era el mejor en su negocio. El güisqui puede estropearse de muchas más maneras que mejorarse. El fuego no debe calentar demasiado. Si se deja fermentar mucho tiempo, se avinagra. Si se deja poco, se consigue un güisqui muy débil. Hay que saber mirar el güisqui y ser capaz de decir cuánto alcohol tiene. Comprendí por qué abuelo estaba tan orgulloso de su negocio, e intenté aprender.
Yo era capaz de ayudar en cosas que él no podía imaginarse. Me metía dentro del caldero después de utilizarlo y lo limpiaba. Intentaba hacerlo siempre muy deprisa, pues solía estar muy caliente. Llevaba madera de cedro, y removía todo. Estábamos siempre muy ocupados.
Cuando nosotros estábamos en el alambique, abuela mantenía los perros encerrados. Abuelo me contó que si alguien venía por el valle, entonces ella soltaba a «Blue Boy» y le mandaba por el camino. «Blue Boy», como tenía el mejor olfato, encontraba enseguida nuestro olor, y llegaba al alambique. Así sabíamos que alguien venía.
Abuelo me contó que empezó usando como mensajero al viejo «Rippitt», pero el perro se comía los restos y se emborrachaba. Lo hacía regularmente. Según él, el viejo «Rippitt» estuvo a punto de volverse adicto al alcohol, y tuvo que cambiar de perro. Utilizó a la vieja «Maud» para que fuera al alambique, pero ésta también se emborrachaba. Por eso cambió a «Blue Boy».
Hay muchas otras cosas que un buen fabricante de güisqui de la montaña debe saber. Hay que tener cuidado en limpiar bien después de utilizar el alambique, pues de lo contrario desprenderá un olor amargo. Abuelo decía que los hombres de la ley eran como perros de caza y tenían un olfato capaz de oler ese aroma amargo a millas de distancia. Se imaginaba que de ahí venía el nombre de perros de la ley. Añadió que si pudiera comprobarse se vería que todos descienden de una raza especial utilizada por los reyes y personajes, como si fueran perros para seguir a la gente. Pero añadía que si alguna vez tenía la ocasión de encontrarse con alguno de ellos, le reconocería, pues también tienen un olor característico… que ayuda a que se los reconozca.
También hay que tener cuidado de no golpear el cubo contra el caldero. En las montañas puede oírse un golpe así a dos millas de distancia, más o menos. Esto me causaba algunos problemas hasta que me acostumbré, pues tenía que meter el cubo en el barril, acarrearlo hasta el caldero, trepar por el tronco y la caja y meter todo el cuerpo para echar el líquido. Pronto aprendí a no golpear mi cubo.
Tampoco se podía cantar o silbar. Pero nosotros hablábamos. Las conversaciones normales se oyen a mucha distancia en las montañas. La mayoría de la gente no lo sabe. Los cheroquis, sí. Pero existe un tono en el que se puede hablar y desde lejos suena como los ruidos de la montaña: el viento entre los árboles y matorrales y a veces el agua de un riachuelo. Así es como hablábamos nosotros.
Escuchábamos a los pájaros mientras trabajábamos. Si los pájaros salen volando y los grillos dejan de cantar, hay que tener cuidado.
Abuelo me dijo que había tantas cosas en que pensar al mismo tiempo, que no debía preocuparme de aprenderlo todo rápidamente. Vendría por sí solo a mi cabeza al cabo de algún tiempo.
Abuelo tenía una marca para su güisqui. La ponía encima de cada bote. La marca de abuelo tenía la forma de un tomahawk, y nadie en las montañas la usaba. Cada fabricante tenía la suya propia. Dijo que cuando él dejara de hacer güisqui —lo que probablemente ocurriría alguna vez— yo recibiría la marca. A él le llegó de su padre. En la tienda de Mr. Jenkins había gente que sólo compraba el güisqui de abuelo, con su marca.
De acuerdo con sus palabras, como él y yo éramos ahora más o menos socios, yo tenía ya la mitad de la marca. Ésa era la primera vez que yo poseía algo que pudiera llamar mío. Por eso estaba muy orgulloso de nuestra marca, y estaba dispuesto, igual que abuelo, a no vender nunca güisqui malo con ella. Lo que, efectivamente, nunca hice.
Me parece que una de las veces que pasé más miedo en mi vida fue un día fabricando güisqui. Era el final del invierno, justo antes de la primavera. Estábamos utilizando el alambique por última vez aquel día. Habíamos cerrado los botes de medio galón y los estábamos poniendo en sacos. Siempre poníamos hojas en los sacos para impedir que los botes se rompieran.
Abuelo llevaba siempre dos sacos con la mayor parte del güisqui, y yo un saco pequeño con tres botes de medio galón. Más tarde pude llevar cuatro botes de medio galón. Pero entonces no podía con más de tres. Era una carga muy grande para mí, y al llevarla por el camino me tenía que parar, dejarla en el suelo y descansar. Él también lo necesitaba.
Habíamos terminado de meterlo todo en los sacos cuando dijo:
—¡Maldita sea! Ahí está «Blue Boy».
Allí estaba, echado al lado del alambique con la lengua fuera. Lo que más nos asustó era no saber cuánto tiempo llevaba allí. Había llegado en silencio y se había tumbado. Yo también dije «¡Maldita sea!». Como ya dije antes, abuelo y yo maldecíamos cuando abuela no estaba por allí.
Abuelo ya se había puesto a escuchar. Los sonidos no habían cambiado. Los pájaros no habían salido volando. Me dijo:
—Coge tu saco y baja por el camino. Si ves a alguien, sal del camino hasta que pasen. Yo me quedo a limpiar el alambique y a esconderlo, y bajaré por el otro lado de la montaña. Nos veremos en la cabaña.
Cogí mi saco y lo eché sobre mi hombro, con tanta fuerza que casi me caí de espaldas, pero salí andando tan rápidamente como pude hacia El Estrecho. Tenía miedo… pero sabía que era necesario. El alambique era lo primero.
Los hombres de la llanura no pueden comprender lo que significa para un hombre de la montaña que le confisquen su alambique. Es tan malo como el incendio de Chicago para los habitantes de esta ciudad. Abuelo había heredado el alambique de su padre, y ahora, a su edad, no era fácil que pudiera sustituirlo. El que se lo confiscasen no significaría sólo el final de nuestro negocio. Nos pondría en una posición en que sería muy difícil sobrevivir.
No había forma de vivir vendiendo el grano a veinticinco centavos, incluso si tuviéramos suficiente grano para vender, que no teníamos, ni incluso si tuviéramos quien lo comprara, que tampoco lo teníamos.
Él no tuvo que explicarme lo necesario que era salvar el alambique. Salí de allí enseguida. Era difícil correr con los tres botes en mi saco.
Mandó a «Blue Boy» conmigo. Yo lo observaba, andando justo delante de mí, pues podía oler cualquier cosa en el viento, antes de que nadie fuera capaz de oír algo.
Las montañas se elevaban mucho a ambos lados de El Estrecho, y sólo había un pequeño espacio para andar al lado de la corriente. «Blue Boy» y yo habíamos llegado casi a la mitad de El Estrecho cuando oímos un gran jaleo en el camino del valle.
Abuela había soltado todos los perros, que subían ahora por el camino ladrando y aullando. Algo andaba mal. Me paré y «Blue Boy» hizo lo mismo. Los perros venían en dirección a nosotros. «Blue Boy» levantó las orejas y el rabo y olió el aire; los pelos se le erizaron en el lomo y comenzó a andar delante de mí, con las patas estiradas. En ese momento agradecí a abuelo el haberme mandado con «Blue Boy».
Aparecieron. Llegaron de repente por la curva del camino, pararon y me miraron.
Me parecieron un ejército, aunque, recordándolo después, creo que no había más que cuatro. Eran los tipos más grandes que había visto nunca y llevaban insignias brillantes en sus camisas. Se pararon y me miraron, como si nunca hubiesen visto nada parecido. Yo también me paré y los miré. Se me quedó la boca seca y mis rodillas empezaron a temblar.
—¡Hola! —gritó uno de ellos—. ¡Cielos… si es un niño!
—¡Un maldito niño indio! —exclamó otro, lo que no resultaba nada difícil adivinar, pues llevaba mocasines, pantalones y camisa de piel de ciervo y tenía el pelo largo y negro.
—¿Qué llevas en el saco, chico? —preguntó uno de ellos.
Y otro gritó:
—¡Cuidado con el perro!
«Blue Boy» andaba muy despacio hacia ellos. Gruñía y enseñaba los dientes. «Blue Boy» iba en serio.
Comenzaron a andar con cuidado por el camino, hacia mí. Comprendí que no podía pasar entre ellos. Si saltaba al arroyo me cogerían, y si corría por el camino hacia atrás los llevaría al alambique. Nos dejarían sin negocio, y era mi responsabilidad, lo mismo que la de abuelo, salvar el alambique. Decidí irme por la ladera de la montaña.
Hay una forma de correr montaña arriba, si es que alguna vez tienes que correr montaña arriba…, aunque espero que no tengas que hacerlo. Abuelo me había enseñado cómo lo hacían los cheroquis. No hay que correr directamente hacia arriba, hay que hacerlo hacia el lado, con alguna inclinación hacia arriba. Pero casi no se corre sobre el suelo, pues hay que ir poniendo los pies en la parte de arriba de las piedras, de los troncos y de las raíces. Esto da un buen apoyo al pie y no se resbala nunca. Eso fue lo que hice.
En lugar de tomar una inclinación hacia arriba, en dirección contraria a los hombres, lo que me hubiera llevado otra vez a El Estrecho, me dirigí hacia donde estaban, subiendo por la montaña.
Esto me hizo pasar justo por encima de sus cabezas. Salieron hacia mí, corriendo entre la maleza, y uno de ellos casi me cogió del pie cuando pasé. Consiguió agarrar la mata en que me había apoyado, y estuvo tan cerca que creí que estaba a punto de matarme en ese mismo momento. Pero «Blue Boy» le mordió en la pierna. Gritó y se cayó hacia atrás, hacia donde estaban los demás hombres. Yo continué corriendo.
Oí a «Blue Boy», que estaba gruñendo y peleando. Debieron golpearle o darle una patada, pues le oí aullar, pero pronto estaba peleando otra vez. Yo corría todo lo deprisa que podía, que no era mucho, pues los botes me frenaban.
Oí a los hombres subir detrás de mí, pero entonces llegaron el resto de los perros. Pude oír al viejo «Rippitt» gruñir como un loco, y a la vieja «Maud». Sonaba muy terrorífico mezclado con los gritos y las maldiciones de los hombres. Más tarde me contó abuelo que lo oyó todo desde la otra montaña, y que parecía que hubiera estallado una guerra.
Continué corriendo todo lo que podía. Al cabo de un rato tuve que parar. Me sentía como si me fuera a morir, pero no paré mucho rato. Continué corriendo hasta llegar a la misma cima de la montaña. En la última parte de la escalada estaba tan cansado que tuve que arrastrar mi saco.
Todavía oía a los perros y a los hombres. Volvían hacia atrás por El Estrecho, y luego continuaban en dirección al valle. Era un griterío continuo, como una bola de sonido que rodaba camino abajo, hasta que ya no pude oírla más.
A pesar de que estaba tan cansado que no podía ni tenerme de pie, me sentí muy bien, pues no se habían acercado al alambique y sabía que abuelo estaría contento. Mis piernas estaban muy flojas; me tumbé y me quedé dormido.
Cuando me desperté era de noche. Había salido la luna sobre la montaña de enfrente. Era casi luna llena e iluminaba todo. Oí a los perros. Sabía que abuelo los había mandado a buscarme, pues no ladraban como lo habían hecho en la persecución del zorro. Sus voces eran algo suplicantes, como si quisieran que yo les contestara.
Habían encontrado mi pista, pues subían por la montaña. Silbé y oí cómo ladraban. Al cabo de un minuto me rodeaban por todas partes, chupándome la cara y saltando sobre mí. Incluso había venido el viejo «Ringer», que estaba casi ciego.
Bajé de la montaña con los perros. La vieja «Maud» no pudo esperar y salió corriendo y ladrando para decirles a mis abuelos que me habían encontrado. Supongo que intentaba apuntarse todos los méritos, a pesar de no tener ya ningún olfato.
Cuando bajaba vi a abuela en el camino. Había encendido una lámpara y la sujetaba delante de ella, como si estuviese guiándome a casa. Abuelo estaba con ella.
No subieron por el camino, pero esperaron allí, mirando cómo bajaba con los perros. Me sentí bien. Todavía tenía mis botes y no había roto ninguno.
Abuela apagó la luz y se arrodilló para recibirme. Me cogió tan fuerte que casi tiré los botes. Abuelo dijo que él los llevaría el resto del camino.
Afirmó que él mismo no lo hubiera hecho mejor, con sus setenta años. Aseguró que fácilmente me iba a convertir en el mejor fabricante de güisqui de las montañas.
Añadió que llegaría a ser mejor que él. Yo no lo creí, pero me sentí orgulloso de que lo dijera.
Abuela no dijo nada. Me llevó en brazos el resto del camino. Pero creo que todavía habría podido aguantar andando un poco más.