8 El lugar secreto

CREO que en el riachuelo viven un millón de pequeñas criaturas.

Si uno pudiera ser un gigante y pudiese mirar hacia abajo, sus curvas y su corriente, vería que el riachuelo es un caudal de vida.

Yo era el gigante. Midiendo un poco más de sesenta centímetros, observaba como un gigante los pequeños charcos que se formaban en algunos brazos desviados de la corriente. Las ranas ponían huevos, grandes bolas transparentes de gelatina, con pequeños puntos negros esperando para salir.

Pececillos de roca se lanzaban a cazar escarabajos en el musgo que flotaba en el riachuelo. Cuando se cogía con la mano un escarabajo del musgo, desprendía un olor profundo y suave.

Una vez dediqué una tarde entera a coger escarabajos de agua, aunque sólo conseguí unos cuantos. Es muy difícil cogerlos. Se los llevé a abuela, pues sabía que a ella le encantaban los olores dulces. Siempre ponía madreselva en el jabón que hacía.

Estaba incluso más contenta de ver los escarabajos de lo que yo estaba. Me dijo que nunca había olido nada tan dulce, y no podía imaginarse cómo no había oído hablar de ellos antes.

Durante la cena le habló a abuelo de los escarabajos antes de que yo pudiera hacerlo, y dijo que eran la cosa más agradable que había olido nunca. Abuelo se quedó sin habla. Le dejé olerlos y comentó que había vivido setenta largos años totalmente ignorante de ese olor.

Abuela me explicó que yo había obrado bien, pues cuando se encuentra algo bueno, lo primero que hay que hacer es compartirlo con alguien; de esa forma, las cosas buenas se difunden por todas partes, que es lo justo.

Me mojaba completamente, chapoteando en el riachuelo, pero abuelo nunca me dijo nada. Los cheroquis nunca riñen a sus niños por cualquier cosa que hayan podido hacer en el bosque.

Yo subía, corriente arriba, andando por el agua clara, agachándome mucho por debajo de las cortinas verdes que formaban los sauces llorones que metían la punta de sus ramas en la corriente. Los helechos acuáticos se curvaban sobre el agua, ofreciendo puntos de sujeción a las arañas paraguas.

Esos pequeños seres atan un fino hilo a la rama del helecho, e intentan llegar por dicha rama hasta el otro lado. Si lo consiguen, sujetan el hilo y saltan hacia atrás —a uno y a otro lado— hasta que forman una red color perla sobre la corriente.

Eso, las arañas afortunadas. Si caen en el agua, se las lleva la corriente y tienen que luchar para salir a flote y llegar a la orilla, antes de que un pez del arroyo se las coma.

Estaba observando en medio de la corriente, cuando vi una pequeña araña intentando pasar con su hilo al otro lado. Había pensado construir la tela más grande de todo el riachuelo y eligió un sitio muy ancho. Sujetó el hilo, saltó al aire y cayó al agua. Fue arrastrada corriente abajo. Luchando por su vida, llegó a la orilla y volvió al mismo helecho. Luego volvió a intentarlo.

La tercera vez que volvió al helecho, anduvo hasta el borde de la rama y se quedó quieta, cruzando sus patas delanteras bajo su barbilla para estudiar el agua. Me imaginé que iba a darse por vencida. Yo estaba ya a punto de irme, pues mi trasero se estaba quedando helado de chapotear en el agua. Se quedó allí, pensando y observando. De repente tuvo una idea y comenzó a saltar, arriba y abajo, sobre la rama. El helecho comenzó a balancearse. Continuó haciendo lo mismo, saltando para mover el helecho hacia abajo, y volviendo a subir. Entonces, de repente, cuando el helecho se elevó, saltó y llegó al otro lado.