EN el invierno transportábamos hojas y las poníamos sobre el sembrado del cereal. En la parte de atrás del valle, pasado el establo, el sembrado se extendía a ambas orillas de la corriente.
Abuelo había limpiado un trozo de la ladera de la montaña. Las inclinaciones, como abuelo llamaba a las partes en cuesta del sembrado, no producían buen grano, pero él sembraba allí, a pesar de todo. No había mucha tierra llana en el valle.
A mí me gustaba coger hojas y meterlas en los sacos de arpillera. Eran muy ligeros. Los tres nos ayudábamos a llenar los sacos. Abuelo podía transportar dos y a veces hasta tres sacos. Intenté transportar dos, pero no podía avanzar mucho. Las hojas me llegaban a las rodillas, y eran para mí como nieve marrón, manchada con las pintas amarillas de las hojas de arce y las pintas rojas del árbol del caucho y de los demás arbustos.
Salíamos del bosque y esparcíamos las hojas sobre el campo. Y también agujas de pino. Abuelo decía que algunas agujas de pino eran necesarias para hacer la tierra ácida, pero no demasiadas.
Nunca trabajábamos tanto tiempo o tan fuerte como para que la labor se hiciese pesada. Normalmente nuestra atención se iba a otro asunto.
Abuela veía raíz de iris y comenzaba a desenterrarla. Eso la llevaba a ver ginseng… o raíz de columbo… o sasafrás… u orquídeas. Las conocía todas y tenía un remedio para cada enfermedad de las que he oído hablar. Sus remedios funcionaban bien, pero algunos de los tónicos preferiría no haberlos tenido que probar.
Abuelo y yo, normalmente, encontrábamos nueces o castañas, y a veces también almendras negras. No es que las buscásemos especialmente; simplemente las encontrábamos. Entre el tiempo que perdíamos recolectando frutos y el que pasábamos comiendo u observando un mapache o un pájaro carpintero, el transporte de hojas cundía poco.
Cuando volvíamos al atardecer cargados con nueces, raíces y otros frutos parecidos, abuelo maldecía por lo bajo, para que no le oyera abuela, y luego anunciaba que el próximo día no haríamos tantas tonterías y que estaríamos todo el tiempo llevando hojas, lo cual no me gustaba demasiado. Pero nunca ocurría así.
Saco a saco, cubrimos todo el sembrado con hojas y agujas. Tras una suave lluvia, cuando las hojas se habían pegado ligeramente al suelo, abuelo unció al arado al viejo «Sam», el mulo, y dimos la vuelta a las hojas, dejándolas bajo la tierra.
Digo dimos, pues me dejó arar un poco. Tenía que levantar los brazos sobre mi cabeza para llegar a los asideros del arado, y la mayor parte del tiempo me la pasaba colgado de ellos.
A veces se salía de la tierra y patinaba sin arar. El viejo Sam tenía paciencia conmigo. Se paraba cuando yo estaba colocando el arado en la buena posición y luego avanzaba en cuanto yo decía «¡Arre!».
También tenía que empujar para que el arado se mantuviera dentro de la tierra; de esa forma, entre tirar para abajo y empujar, aprendí a mantener mi barbilla alejada de la barra que había entre los asideros, pues continuamente me daba golpes que me hacían bastante daño.
Abuelo nos seguía, pero me dejaba hacerlo a mí. Si se quería que el viejo «Sam» se moviera hacia la izquierda, había que decir «¡Jau!», y si se quería que se moviera hacia la derecha había que decir «¡Yee!». Si el viejo «Sam» se desviaba un poco hacia la izquierda, yo decía «¡Yee!», pero era un poco duro de oído, y continuaba desviándose. Abuelo me ayudaba: «¡Yee! ¡Yee! ¡Por todos los malditos diablos! ¡Yee!», y el viejo «Sam» volvía a la derecha.
El problema era que el viejo «Sam» lo oyó tantas veces que comenzó a relacionar las maldiciones de abuelo con el «¡Yee!», y no se iba a la derecha hasta que oía todo, imaginando que para ir a la derecha tenía que escuchar la frase completa. Esto condujo a un aumento considerable de las maldiciones que yo tuve que comenzar a decir para poder arar. Todo iba bien hasta que abuela me oyó y riñó mucho a abuelo por ello. Esto redujo considerablemente mi trabajo con el arado cuando ella estaba por allí cerca.
El viejo «Sam» estaba tuerto del ojo izquierdo y cuando llegaba al final del campo nunca quería girar hacia la izquierda, imaginando que se iba a chocar contra algo. Siempre giraba hacia la derecha. Cuando se ara, girar hacia la derecha funciona bien a un lado del campo, pero al otro lado hay que hacer un círculo completo, sacando el arado del campo, pasar sobre arbustos, matas y otros obstáculos. Abuelo decía que debíamos tener paciencia con «Sam», pues estaba viejo y tuerto. Y yo la tenía, pero odiaba los giros a un lado del campo, especialmente cuando había una buena maraña de zarzas esperándome.
Una vez, abuelo estaba llevando el arado por entre un montón de ortigas y pisó en el hueco de un árbol. Era un día cálido, y dentro del hueco del árbol había un avispero. Las avispas se le colaron por dentro del pantalón. Salió corriendo y chillando en dirección al riachuelo. Vi salir las avispas y también me eché a correr. Abuelo se lanzó al agua, moviendo la pernera de su pantalón y maldiciendo al viejo «Sam», fuera de sí.
Pero el viejo «Sam» se quedó calmado y esperó hasta que abuelo se calmó también. El problema era que no podíamos acercarnos al arado, pues las avispas estaban muy agitadas y volaban a su alrededor.
Nos quedamos en medio del campo y abuelo intentó llamar al viejo «Sam» para hacer que se alejara de las avispas.
Abuelo gritaba:
—Ven aquí, «Sam»; venga, chico.
Pero el viejo «Sam» no se movía. Sabía lo que tenía que hacer y prefería tumbarse en el suelo a seguir arando. Abuelo lo intentó todo, maldijo a voz en cuello, se puso a cuatro patas y comenzó a relinchar como un mulo. Pensé que sus relinchos eran casi iguales que los de «Sam». Éste movió las orejas hacia adelante, le miró enfadado, pero no se movió. Yo también intenté relinchar, aunque no supiera hacerlo tan bien como abuelo. Cuando se dio cuenta de que abuela había venido y nos estaba mirando, paró de rebuznar.
Tuvo que ir al bosque, coger unas ramas secas, prenderles fuego y echarlas dentro del agujero del árbol. Esto alejó las avispas del arado.
Cuando íbamos de vuelta a la cabaña aquella noche, abuelo dijo que para él era un misterio saber si el viejo «Sam» era el mulo más tonto del mundo o el más listo. Nunca lo pude averiguar tampoco.
Sin embargo, me gustaba arar. Me hacía crecer. Cuando íbamos andando por el camino hacia casa, me parecía que mis pasos se estaban haciendo más grandes, detrás de abuelo. Me alabó mucho delante de abuela, mientras cenábamos. Ella estaba de acuerdo en que parecía que me estaba convirtiendo en un hombre.
Estábamos sentados cenando una de esas noches, cuando los perros empezaron a ladrar. Salimos todos al porche y vimos venir a un hombre por el camino. Era un tipo de buen aspecto, casi tan alto como abuelo. Lo que más me gustaba eran sus botines: eran amarillos brillantes, con los calcetines doblados por encima y sujetos con cordones. Los pantalones de peto le llegaban justo por encima de los calcetines. Vestía una chaqueta negra corta y una camisa blanca. Se cubría con un pequeño sombrero y llevaba una maleta alargada. Mis abuelos le conocían.
—Es Billy Pino —dijo abuelo.
Billy Pino saludó moviendo la mano.
—Ven y pasa un rato con nosotros.
Billy Pino se paró en la puerta.
—Bueno, yo pasaba por aquí… —dijo.
No podía imaginarme hacia dónde iba, pues más allá de nuestra cabaña sólo había montañas.
—Quédate a cenar con nosotros —dijo abuela, y cogió a Billy Pino por el brazo y subió con él los escalones. Abuelo cogió su maleta y fuimos todos a la cocina.
Enseguida me di cuenta de que a mis abuelos les gustaba Billy Pino. Se sacó cuatro batatas del bolsillo de la chaqueta y se las dio a abuela, que hizo un pastel con ellas enseguida, del que Billy Pino se comió tres trozos. Yo me comí uno y esperaba que él no se comiera el último pedazo que había quedado. Nos levantamos de la mesa para sentarnos delante de la chimenea y dejamos el trozo de pastel en un plato, sobre la mesa.
Billy Pino se rió mucho y dijo que yo iba a ser más alto que abuelo, lo que hizo que me sintiera bien. Comentó que abuela estaba más guapa que la última vez que la había visto, y esto le gustó a ella y a abuelo también. Billy Pino empezó a caerme bien, a pesar de haberse comido tres trozos de pastel. Al fin y al cabo, eran sus batatas.
Nos sentamos todos alrededor del fuego. Abuela en su mecedora y abuelo echado hacia delante en la suya. Me imaginé que iba a decir algo. Preguntó:
—Bueno, ¿qué noticias traes?, ¿cómo es que estás por aquí?
Billy Pino se reclinó sobre las dos patas traseras de su silla. Se tiró del labio inferior con el pulgar y otro dedo y abrió una latita para poner tabaco sobre su labio. Les ofreció la lata a mis abuelos. Declinaron la invitación con un gesto. Billy Pino se tomaba su tiempo. Escupió hacia el fuego.
—Bueno —dijo—, parece que quizá haya encontrado algo que me va a venir muy bien.
Volvió a escupir en el fuego y nos miró.
No sé de qué se trataba, pero me imaginé que era algo importante.
Abuelo también se lo figuró, pues preguntó:
—¿De qué se trata, Billy Pino?
Billy Pino volvió a recostarse en la silla y miró hacia el techo. Cruzó las manos sobre el estomago.
—Creo que fue el miércoles pasado… Nooo, era martes, pues había estado tocando en el baile de Jumpin Jody el lunes por la noche; sí, era el martes. Fui al pueblo el martes. ¿Conoces al policía de allí, Smokehouse Turner?
—Sí, sí, le he visto —dijo abuelo impaciente.
—Bueno —dijo Billy Pino—. Yo estaba hablando con Smokehouse, cuando paró en la gasolinera un gran coche reluciente. Smokehouse no le prestó atención…, pero yo sí. Dentro venía un tipo vestido de una forma sospechosa, como si fuera de la gran ciudad. Salió del coche y le dijo a Joe Holcomb que le llenara el depósito. Le observé todo el tiempo. Miraba a su alrededor constantemente de una forma desconfiada. Me di cuenta enseguida. Me dije: «Ése es un criminal de la gran ciudad». ¿Sabéis? —dijo Billy Pino—. No se lo dije a Smokehouse. Sólo me lo dije a mí mismo; luego le dije a Smokehouse: «Sabes que yo estoy en contra de entregar gente a la ley…, pero con los criminales de las grandes ciudades es diferente, y aquel tipo de allí me parece muy sospechoso». Smokehouse estudió al tipo y dijo: «Puede que tengas razón, Billy Pino. Vamos a echar un vistazo», y cruzó la calle en dirección al coche.
Billy Pino volvió a poner la silla sobre sus cuatro patas, escupió en el fuego y estudió los leños unos instantes. Yo estaba muy impaciente por saber lo que había ocurrido con el criminal.
Billy Pino terminó de estudiar la leña y dijo:
—Como sabéis, Smokehouse no sabe leer ni escribir, y como yo tengo una caligrafía bastante bonita, le seguí por si acaso me necesitaba. El tipo nos vio llegar y volvió a meterse en el coche. Nos acercamos y Smokehouse se agachó y, por la ventanilla, le preguntó educadamente sobre qué era lo que estaba haciendo en el pueblo. El tipo estaba nervioso, se veía a las claras, y dijo que estaba de camino hacia Florida. Aquello me pareció muy sospechoso.
También me lo pareció a mí, y vi a abuelo asentir con la cabeza.
Billy Pino continuó:
—Smokehouse dijo: «¿De dónde es usted?». Contestó que era de Chicago. Smokehouse insinuó que suponía que todo estaba en regla, y que el individuo aquel podía abandonar el pueblo. El aludido afirmó que así lo haría. Pero mientras tanto… —Billy Pino guiñó los ojos a mis abuelos—, mientras tanto, yo había dado la vuelta al coche y había anotado la matrícula. Llamé a Smokehouse aparte y le dije: «Dice que es de Chicago, pero tiene la matrícula de Illinois». El viejo Smokehouse saltó sobre él, como una mosca sobre un pastel. Sacó al criminal del coche y le preguntó claramente: «Si es usted de Chicago, ¿por qué lleva una matrícula de Illinois en el coche?». Smokehouse sabía que le tenía. Cogió al criminal fácilmente. No sabía qué decir después de haber mentido. Intentó escaparse con no sé qué excusa, pero en honor a la verdad hay que decir que al viejo Smokehouse no es fácil que se le escape nadie.
Billy Pino estaba ahora muy excitado:
—Smokehouse metió al criminal en la cárcel y dijo que iba a comprobarlo. Probablemente den por él una gran recompensa y yo recibiré la mitad. Por el aspecto que tenía el tipo, probablemente recibiremos una recompensa mayor de lo que Smokehouse y yo esperamos.
Mis abuelos estaban de acuerdo en que el asunto parecía prometedor, y abuelo afirmó no saber nada acerca de criminales de grandes ciudades. Yo tampoco. Todos veían con bastante claridad que ya podía decirse que Billy Pino era rico.
Pero Billy no estaba seguro. Cabía la posibilidad de que la recompensa no fuera demasiado grande. Él no las tenía todas consigo, y no contaba con la piel del oso antes de matarlo.
Era razonable el pensar así.
Añadió que había estado trabajando en otra cosa, por si acaso. Contó que la compañía de tabaco Águila Roja había organizado un concurso, con un premio de 500 dólares para el ganador. Lo suficiente para colocar a un hombre en buena posición para toda su vida. Tenía un papel con las bases del concurso. Todo lo que había que hacer era escribir una carta diciendo por qué le gustaba el tabaco Águila Roja. Había estado pensando antes de escribir la carta e imaginaba que se le había ocurrido la respuesta mejor que se podía dar.
Billy Pino opinaba que la mayoría de los concursantes dirían que Águila Roja era un buen tabaco, y él también lo decía, pero él iba más lejos. Había escrito que era el mejor tabaco que nunca había probado, e incluso, que nunca probaría ningún tabaco que no fuera Águila Roja mientras viviera. Había utilizado el cerebro. Cuando el director de la compañía Águila Roja leyese su carta, se daría cuenta de que poco a poco volvería a recuperar el dinero del premio, pues Billy Pino usaría continuamente su tabaco, durante toda la vida. Si diesen el premio a alguien que simplemente dijera que Águila Roja es bueno, correrían el riesgo de perder su dinero.
Billy Pino aseguró que a los grandes directores no les gusta correr riesgos con su dinero; por eso eran tan ricos. Se imaginaba que, prácticamente, tenía ya el dinero en el bolsillo.
Abuelo estaba de acuerdo en que el dinero parecía seguro. Billy Pino se acercó a la puerta y escupió fuera el tabaco de mascar. Volvió y cogió el trozo de pastel que quedaba. No me importó mucho, a pesar de que todavía me apetecía, pues como parecía que Billy Pino era rico, pensé que probablemente lo merecía.
Abuelo sacó su botella de licor y Billy Pino dio dos o tres tragos. Él, uno sólo. Abuela tosió y buscó su botella de jarabe para la tos. Abuelo convenció a Billy Pino para que tocase con el violín la canción «Ala Roja». Mis abuelos llevaban el ritmo con los pies. Tocaba muy bien y también cantaba:
Mira, Ala Roja, el barco de plata, la luna.
Suspira la brisa y lloran las aves nocturnas.
Allá en las estrellas su príncipe duerme.
¿Por qué llora Ala Roja, si su amor no muere?
Me dormí en el suelo y abuela me llevó a la cama. Lo último que oí fue el violín. Soñé que Billy Pino venía a nuestra cabaña y era rico. Traía un saco a la espalda, lleno de batatas.