6 Conocer el pasado

ABUELO y abuela querían que yo conociera el pasado, pues «si no conoces el pasado, no tienes futuro; si no sabes dónde ha estado tu gente, tampoco puedes saber a dónde van». Por tanto, me lo contaron en gran parte.

Me contaron cómo llegaron los soldados del gobierno. Cómo los cheroquis cultivaban los fértiles valles y celebraban sus danzas nupciales en primavera, cuando la vida sale del suelo, cuando los gamos y los pavos reales se alegran del papel que desempeñan en la creación.

Cómo celebraban fiestas cuando se recogía la cosecha, cuando las calabazas se hacían grandes y el grano se ponía duro. Cómo se preparaban para las cacerías invernales, consagrándose a la vida.

Me explicaron cómo llegaron los soldados del gobierno y les hicieron firmar un papel. Les dijeron que el papel significaba que los nuevos colonos blancos sabían dónde podían establecerse, y no tomarían la tierra del cheroqui. Y después de haberlo firmado vinieron más soldados del gobierno, con rifles y bayonetas, afirmando que el papel había cambiado las palabras. Ahora decía que los cheroquis debían dejar sus valles, sus casas y sus montañas. Debían irse lejos, en la dirección en que se pone el sol, donde el gobierno tenía otras tierras para el cheroqui, tierras que los blancos no querían.

Rodearon un gran valle con sus fusiles y por la noche con hogueras. Pusieron a los cheroquis en el valle. También trajeron a los de otras montañas, tratándolos como si fueran ganado.

Después de bastante tiempo, cuando tuvieron a todos los cheroquis, trajeron carretas y mulas y les dijeron que podían montar en ellas para ir a las tierras de la puesta del sol. A los cheroquis no les quedaba nada. Pero no montaron, y así conservaban algo. Algo que no puede verse, vestirse o comerse, pero conservaron algo. Y no montaron. Fueron a pie.

Los soldados del gobierno montaron delante de ellos, a sus lados y por detrás. Los hombres cheroquis marcharon a pie y miraron al frente. Nunca bajaron la vista ni miraron a los soldados. Sus mujeres y sus niños los siguieron y tampoco miraron a los soldados.

Lejos, tras ellos, las carretas vacías se balanceaban, haciendo ruido, y no servían para nada. Las carretas no podían robar el alma del cheroqui. La tierra les había sido robada, su casa también, pero el cheroqui no iba a permitir a las carretas que les robaran su alma.

Cuando pasaban por pueblos de hombres blancos, la gente se agrupaba en el camino para verlos pasar. Al principio se reían, pensando en lo tontos que eran por ir andando cuando las carretas iban vacías. No volvían la cabeza ni hacían caso a las risas, y pronto callaban.

A medida que se alejaban de las montañas comenzaron a morir. Su alma no murió ni se debilitó. Morían los más pequeños, los más viejos y los más enfermos.

Al principio, los soldados les permitían parar para enterrar a sus muertos. Pero luego murieron más, a cientos, a miles. Más de un tercio pereció en el camino. Les dijeron que sólo podían enterrar a sus muertos cada tres días, pues querían darse prisa y terminar con el asunto de los cheroquis. Podían llevar a los muertos en las carretas, pero los cheroquis no pusieron a sus muertos en las carretas. Los transportaron a pie.

El niño pequeño transportaba a su hermanita muerta y dormía a su lado por la noche, en el suelo. Por la mañana la cogía en brazos y continuaba andando.

El marido llevaba a su mujer muerta. El hijo llevaba a su madre muerta, a su padre. La madre llevaba a su bebé muerto. Los llevaban en sus brazos. Y andaban. Y no volvían la cabeza para mirar a los soldados ni a la gente que se ponía al borde de los caminos para verlos pasar. Algunos de éstos lloraban. Pero el cheroqui no lloró. No lloró por fuera, pues el cheroqui no deja ver su alma, de la misma manera que no montaba en las carretas.

Por eso lo llamaron el camino de las lágrimas. No porque lloraran, pues no lo hicieron. Lo llamaron así porque suena romántico y habla de la pena de aquéllos que estuvieron en el camino. Una marcha de la muerte no es romántica.

No puede escribirse poesía sobre un bebé rígido por la muerte, en los brazos de su madre, mirando hacia el cielo con los ojos abiertos, mientras su madre camina.

No pueden cantarse canciones acerca del padre que lleva el cuerpo de su mujer y lo deja por la noche para volverlo a coger por la mañana, y dice a su hijo mayor que lleve el cuerpo del menor. Y no mira…, ni habla…, ni recuerda las montañas.

No serían canciones bonitas. Por eso lo llaman el camino de las lágrimas.

No todos los cheroquis fueron. Algunos, buenos conocedores de la montaña, se escondieron bien al amparo de los valles y las cimas, y vivieron con sus mujeres y niños, siempre moviéndose.

Ponían trampas para cazar, pero a veces no se atrevían a volver a las trampas, pues los soldados habían regresado. Sacaban raíces dulces de la tierra, machacaban las bellotas y hacían comida, preparaban ensaladas de distintas hierbas, y comían la corteza interior de los árboles. Pescaban con las manos en las orillas de los arroyos fríos, y se movían sigilosos como sombras. Eran gente que estaban allí, pero que no se dejaban ver —sólo durante un abrir y cerrar de ojos— ni oír y dejaban muy pocas señales.

Pero de vez en cuando encontraban amigos. La familia del padre de abuelo eran gentes que amaban la montaña. No estaban interesados ni en tierras ni en dinero, pero amaban la libertad de las montañas, como los cheroquis.

Abuela me contó cómo el padre de abuelo conoció a su mujer y a su gente. Había visto un pequeño signo en la orilla de un arroyo. Fue a su casa y trajo un trozo de ciervo y lo dejó allí, en un pequeño claro. Con él dejó su rifle y su cuchillo. Volvió a la mañana siguiente. El trozo de ciervo había desaparecido, pero el rifle y el cuchillo estaban allí, y a su lado había otro cuchillo indio largo, y un tomahawk. No los cogió. Trajo mazorcas de maíz y las dejó junto a las armas, se quedó allí y esperó mucho tiempo.

Vinieron despacio, al atardecer, moviéndose entre los árboles, parando y luego volviendo a avanzar. El padre de abuelo alargó la mano, y ellos, una docena en total —hombres, mujeres y niños—, estiraron sus manos y se tocaron. Abuela dijo que todos desconfiaban al principio, pero que acabaron por darse la mano.

El padre de abuelo creció y se hizo muy alto, y se casó con la más joven de las hijas de estos indios. Sujetaron juntos el palo de nogal y lo pusieron en su cabaña, y ninguno de ellos lo rompió mientras vivieron. Ella se adornó el pelo con plumas del cuervo de alas rojas, y por eso la llamaron Ala Roja. Abuela dijo que era más delgada que la rama de un sauce y cantaba por las noches.

Mis abuelos me hablaron de cómo fue mi bisabuelo en sus últimos años.

Era un viejo soldado. Se había unido al aventurero confederado John Hunt Morgan para luchar contra el poderoso monstruo sin cara que era el gobierno, que amenazaba a su gente y su cabaña.

Su barba era blanca. Con la edad comenzaba a flaquear, y cuando el viento del invierno soplaba entre las rendijas de su cabaña, las viejas heridas volvían a dolerle. Con el golpe de sable que le había abierto el brazo, el acero había llegado al hueso como un hacha de carnicero. La carne había sanado, pero la médula del hueso latía dolorosamente, recordándole a los hombres del gobierno.

Bebió media botella de güisqui aquella noche, mientras los muchachos calentaban un hierro al rojo, cauterizaban la herida y cortaban la hemorragia. Montó solo otra vez en su silla.

El tobillo era lo peor. Odiaba su tobillo. Estaba hinchado y le molestaba en la parte afectada por una esquirla de metralla. No lo notó al principio. Fue en el salvaje frenesí de una carga de caballería, aquella noche de Ohio. Cuando el caballo se movía veloz y ligero sobre el suelo, no tenía miedo, sólo frenesí, mientras el viento silbaba en su cara. Frenesí que sacaba a la superficie su grito de indio rebelde a través de su garganta, como un bramido salvaje.

Por eso un hombre puede perder media pierna y no enterarse. No se fijó en el tobillo hasta veinte millas más adelante, cuando acamparon en la oscuridad de un valle; desmontó de su caballo y la pierna se le dobló con el peso. La sangre chapoteaba en su bota como en un cubo lleno.

Le gustaba recordar la carga. Su recuerdo ablandaba el odio hacia el bastón y su cojera.

El peor de sus dolores estaba en la barriga, en el costado, cerca de la cadera. De allí era de donde todavía no se había sacado el plomo. Pellizcaba como una rata mordiendo una mazorca de maíz, día y noche, y nunca cesaba. Le estaba comiendo las entrañas. Pronto tuvieron que estirarle en el suelo de la cabaña de la montaña y abrirle como un toro en una carnicería.

Lo podrido saldría, la gangrena. No usaron anestesia; simplemente unos tragos del licor de la montaña. Y allí murió, en el suelo, en su sangre. No hubo últimas palabras, pero mientras le sujetaban los brazos y las piernas, en su agonía, el viejo cuerpo se arqueó y emitió un grito salvaje de desafío al odiado gobierno; luego murió. El plomo del gobierno había necesitado cuarenta años para acabar con él.

El siglo estaba muriendo. El tiempo de sangre, peleas y muerte, la época que había conocido y en la que había sido medido, estaba muriendo. Venía otro siglo, con otra gente llevando la muerte, pero él codició sólo el pasado del cheroqui.

Su hijo mayor había ido a la reserva; el segundo había muerto en Texas. Sólo quedaba Ala Roja, como al principio, y su hijo pequeño.

Todavía sabía montar. Podía hacer saltar a un caballo morgan sobre una valla de cinco listones de altura. Todavía anudaba la cola de los caballos, cosa fuera de uso ya, para que ningún pelo cayera y pudieran seguirle.

Pero los dolores eran cada vez mayores, y el licor no los calmaba como había hecho antes. Estaba llegando el tiempo de que le abrieran en el suelo de la cabaña y él lo sabía.

El otoño estaba muriendo en las montañas de Tennessee. El viento se llevó las últimas hojas del roble y del nogal. Estuvo aquella tarde invernal con su hijo, a media ladera, sin admitir que ya no podía subir a la montaña.

Observaron los árboles desnudos, destacando en la cima, sobre el cielo. Como si estuviesen estudiando la inclinación del sol invernal. No se miraron.

—Me imagino que no te voy a dejar mucho —dijo, y rió suavemente—. Lo mejor que puedes hacer con esa cabaña es usarla para leña.

Su hijo estudió la montaña.

—Supongo —contestó.

—Tú eres un hombre hecho y derecho y con familia —continuó el viejo—; yo no me quedaré con vosotros mucho tiempo…, defiende las cosas en que creemos. Mi época se ha ido, y ahora te espera algo que no conozco. Yo no sabría cómo vivir ahora…, no mejor que Mapache Jack. Tienes poco para hacer frente a lo que viene…, sólo las montañas; ellas no cambiarán y yo las quiero. Sé honrado con tus sentimientos.

—Sí —contestó el hijo.

El débil sol se había puesto tras la cima y el viento soplaba fuertemente. Al viejo le resultó difícil decirlo…, pero por fin lo dijo:

—Y… yo… te quiero, hijo.

El hijo no habló, pero pasó su brazo alrededor de los viejos y flacos hombros. Las sombras del valle eran ahora oscuras y daban a las montañas un color negro a ambos lados. Anduvieron despacio, el anciano apoyado en su bastón, hasta llegar a la cabaña. Fue el último paseo que abuelo dio con su padre.

Yo he estado muchas veces en sus tumbas, muy juntas en una ladera de robles blancos, donde las hojas cubren el suelo hasta la altura de la rodilla en otoño, hasta que los crueles vientos invernales las barren; donde sólo las más bellas violetas indias florecen en primavera, tímidas ante la presencia de las almas eternas.

El palito de la boda está todavía allí, de madera de nogal y nudoso, sin romperse aún y adornado con las marcas que hicieron cada vez que tuvieron una pena, una alegría, un problema que habían solucionado.

Y sus nombres están escritos en tamaño muy pequeño en el palo. Hay que agacharse para poder leer: «Ethan y Ala Roja».