5 «Te quiero, Bonnie Bee»

CUANDO miro hacia atrás en el tiempo, pienso que abuelo y yo debíamos de ser bastante tontos. No me refiero a cosas como las montañas o la caza; pero sí cuando se trataba de libros o de palabras.

Íbamos siempre a abuela con nuestras dudas, y ella nos las resolvía.

Como la vez en que la señorita nos preguntó en qué dirección debía ir.

Habíamos estado en el pueblo y volvíamos a casa bastante cargados. Llevábamos tantos libros, que nos los repartimos entre los dos. Abuelo estaba alarmado por el número de libros. Dijo que la bibliotecaria nos mandaba demasiados cada mes, y comenzaba a mezclar personajes de las distintas historias.

El mes pasado estuvo discutiendo si Alejandro Magno, apoyado por los grandes banqueros en el congreso, intentó competir con Jefferson. Abuela le había dicho que Alejando Magno no había sido un político de esa época, y de hecho, ni siquiera vivía ya entonces. Pero a él se le había metido en la cabeza, y tuvimos que volver a pedir el libro de Alejandro Magno.

Estaba razonablemente seguro de que el libro iba a corroborar lo que decía abuela. Yo también estaba bastante seguro, pues nunca la había visto equivocarse en materia de libros.

Convencidos de que ella tenía razón, abuelo había llegado rápidamente a la conclusión de que llevar demasiados libros causaba confusión.

De cualquier forma, yo llevaba uno de los libros de Shakespeare y el diccionario, además de la lata del aceite. Abuelo llevaba el resto de los libros y una lata de café. A abuela le encantaba el café y, como abuelo, pensé que el café nos ayudaría cuando leyésemos Alejandro Magno, pues el tema había sido una preocupación para abuela durante todo el mes.

Estábamos en la carretera del pueblo, yendo yo tras abuelo, cuando un gran coche negro se paró a nuestro lado. Era el coche más grande que yo había visto nunca. Viajaban en él dos señoritas y dos hombres.

Tenía ventanas de cristal, que se metían por dentro de la puerta cuando se bajaban.

Nunca habíamos visto nada igual, y ambos observamos la ventana cuando se bajó y se perdió de vista dentro de la puerta. Más tarde abuelo me dijo que la había mirado de cerca y que había una pequeña ranura en la puerta por donde podía meterse el cristal. Yo no lo vi, pues no era lo suficientemente alto.

La señorita estaba muy bien vestida, con anillos en los dedos y grandes bolas que le colgaban de las orejas.

—¿Por dónde se va a Chattanooga? —preguntó.

Apenas se oía el motor del automóvil.

Abuelo dejó la lata de café en el suelo y colocó sus libros encima para que no se mancharan. Solté la lata del aceite, pues abuelo siempre decía que cuando alguien habla hay que tratarle con respeto y prestarle atención a lo que dice. Después de haber hecho eso, abuelo se quitó el sombrero, lo que pareció sentarle mal a la dama, pues gritó:

—He dicho que por dónde se va a Chattanooga, ¿está usted sordo?

—No, señora; mi oído y mi salud están muy bien hoy, gracias. ¿Cómo está el suyo? —contestó.

Abuelo lo preguntaba muy seriamente, pues era su costumbre interesarse por el estado de la gente.

Nos sorprendimos mucho cuando la mujer hizo gestos, como si estuviese enfadada, quizá porque los otros ocupantes del automóvil se estaban riendo de algo que debía haber hecho.

Gritó más fuerte:

—¿Nos va a decir cómo se va a Chattanooga?

—Sí, señora —contestó.

—Bueno —dijo la señorita—. ¡Dígalo!

—Bien —dijo abuelo—; primero, están ustedes en una dirección incorrecta, en dirección este. Necesitan ustedes ir hacia el oeste. Pero no directamente al oeste, sino ligeramente desviados hacia el norte, más o menos en la dirección en que está aquella montaña… Esto debe llevarlos allí.

Abuelo volvió a ponerse el sombrero y nos agachamos para recoger nuestras cosas.

La señorita sacó la cabeza por la ventanilla:

—¿Lo dice en serio? —gritó—. ¿Qué carretera tomamos?

Abuelo se estiró extrañado:

—Me imagino que cualquiera que vaya al oeste, sin olvidar desviarse un poco hacia el norte.

—¿Quiénes son ustedes, dos forasteros? —gritó la mujer.

Esto le dejó perplejo; también me lo dejó a mí, pues nunca había oído la palabra, y me parece que tampoco él la había oído nunca. Miró a la señorita sin decir nada durante un rato, y luego dijo finalmente:

—Me imagino que sí.

El gran automóvil arrancó, yendo en la dirección en que iba antes, que era la dirección este, el camino erróneo. Abuelo movió la cabeza y dijo que en sus setenta años se había encontrado con gente loca, pero la mujer aquélla superaba a todos. Le pregunté si podía tratarse de un político, pero él dijo que nunca había oído hablar de ninguna mujer que se dedicara a la política, aunque sí podía tratarse de la mujer de algún político.

Llegamos a los caminos de carreta. Siempre, al volver del pueblo, cuando llegábamos a los senderos yo comenzaba a pensar en algo que preguntarle. Se paraba cuando le hablaban, como ya dije, para prestar atención a lo que se le decía. Esto me daba una oportunidad para ponerme a su altura. Me imagino que yo era pequeño para mi edad —cinco, casi seis años—, pues mi coronilla llegaba un poquito más arriba de sus rodillas, y estaba siempre en un trote continuo tras él.

Me había quedado bastante retrasado, y casi corría para acortar la distancia:

—Abuelo, ¿has estado alguna vez en Chattanooga?

Se paró:

—¡Noooo! —dijo—, pero casi fui una vez.

Llegué hasta donde estaba y solté la lata de aceite.

—Debió ser hace veinte… quizá hace treinta años, supongo —dijo—. Yo tenía un tío que se llamaba Enoch. Era el más joven de los hermanos de mi padre. A veces se emborrachaba y entonces su cabeza se quedaba hueca y desaparecía andando solitario por las montañas. Pero una vez desapareció y pasaron tres o cuatro meses y no supimos nada de él. Preguntamos a los caminantes y nos enteramos de que estaba en Chattanooga, en la cárcel. Yo fui el elegido para ir a buscarle. Pero apareció en la puerta de la cabaña inesperadamente.

Hizo una pausa como para recordar aquello y comenzó a reír.

»—Sí señor, allí apareció, descalzo y con unos harapos, que se sujetaba con la mano, por toda vestimenta. Parecía que había venido rodando por los senderos, pues estaba todo despellejado. Resultó que había hecho todo el camino andando por las montañas.

Se detuvo para volver a reír, y yo me senté sobre la lata de aceite para descansar las piernas.

»—El tío Enoch dijo que había empinado el codo, y no podía acordarse de cómo llegó a Chattanooga, pero que se despertó en un cuarto, en una cama con dos mujeres. Dijo que apenas había comenzado a bajarse de la cama, cuando la puerta se abrió de golpe y apareció un tipo grande y furioso. Decía que una de las mujeres era su esposa y la otra su hermana. Parece que, de una forma o de otra, el tío Enoch quedó asociado prácticamente con toda la familia.

»—El tío Enoch continuó relatando que las mujeres se levantaron y comenzaron a gritarle para que pagara algo al tipo aquél que también le gritaba. Mientras tanto, el tío Enoch intentaba encontrar sus pantalones, pues aunque dudaba de que hubiera algo de dinero en ellos, sabía que tenía un cuchillo, y que el tipo aquel parecía que iba en serio. Pero no pudo encontrarlos. No tenía la más remota idea de lo que podía haber hecho con ellos; como no podía hacer otra cosa, saltó por la ventana. El problema fue que se trataba de un segundo piso y cayó desnudo sobre las piedras. Así fue como se despellejó.

»—No tenía ninguna ropa, pero se encontró con un visillo que había arrastrado en su caída. Se tapó sus partes con aquel trozo de tela y pensó buscar un sitio donde esconderse hasta que oscureciera. Lo malo es que no pudo encontrar ninguno. Cayó en medio de un montón de gente con prisa, que iban de un lado para otro, que no tenían modales, y le empujaron dos veces. La Ley dio con él, y le metieron en la cárcel.

»—A la mañana siguiente le dieron unos pantalones, una camisa y unos zapatos demasiado grandes para él, y le pusieron con otros tipos a limpiar las calles. Eran menos de una docena, y le parecía totalmente imposible que entre tan poca gente pudiesen limpiar el lugar aquel. Allí tiraban cosas en la calle más deprisa de lo que ellos barrían. No vio ninguna razón para seguir allí, y decidió huir. En la primera oportunidad que tuvo, salió corriendo. Un tipo le sujetó por la camisa, pero la rompió y escapó. También perdió los zapatos, pero conservó los pantalones. Se escondió entre unos árboles hasta la noche. Se orientó por las estrellas y se fue en dirección a casa. Tardó tres semanas en atravesar las montañas, alimentándose de bellotas y nueces, como los cerdos. Cuando el tío Enoch se curó de su borrachera… nunca volvió a acercarse a un pueblo, que yo sepa. Yo nunca he estado en Chattanooga y no pienso ir jamás.

En ese momento tomé la decisión de que yo tampoco iría nunca a Chattanooga.

Estábamos cenando aquella noche cuando se me ocurrió preguntarle una cosa a abuela y dije:

—Abuela, ¿qué significa forastero?

Abuelo dejó de comer, pero no levantó los ojos del plato. Abuela nos miró. Sus ojos titubearon.

—Bueno —dijo—, forasteros son personas que no están en el lugar en donde han nacido.

Conté la historia de la mujer del automóvil, y de cómo había preguntado si éramos forasteros, y abuelo había contestado que suponía que sí. Retiró su plato:

—Yo suponía que no habíamos nacido allí abajo, en la cuneta, lo que nos hacía forasteros. De cualquier forma, es otra de esas absurdas palabras de las que se puede prescindir. Siempre he dicho que existen demasiadas palabras sin sentido.

Abuela estaba de acuerdo. No quería meterse en jaleos de palabras. Por ejemplo, nunca había podido hacer olvidar a abuelo las palabras «ponido» y «tenió». Él decía que puesto era algo que había a veces a la entrada del pueblo, donde los granjeros vendían sus productos. Por tanto, había que decir «ponido». También decía que «tuvo» era como una barra con un agujero y que, por tanto, había que decir «tenió». No había forma de hacerle cambiar su idea, pues creía firmemente que la suya, en este caso, era la más correcta.

Opinaba que si hubiera menos palabras habría menos problemas en el mundo. Me dijo en privado que siempre había algún estúpido inventando palabras que sólo servían para causar problemas. Tenía razón.

Daba más importancia al sonido o a la forma de pronunciar una palabra que a su significado. Decía que personas que dijesen distintas palabras podían tener el mismo sentimiento atendiendo sólo a su entonación. Abuela estaba de acuerdo con él, pues de esta forma es como se hablaban entre ellos.

Ella se llamaba Bonnie Bee. Lo supe cuando le oí por la noche decir:

—Te quiero, Bonnie Bee.

Estaba diciendo «te quiero», pero el sentimiento estaba en la entonación.

Y cuando hablaban y abuela decía: «¿Tú me quieres, Wales?», y él contestaba: «Te quiero», lo que quería decir era «te entiendo». Para ellos, amor y comprensión eran la misma cosa. Ella decía que no se puede amar algo que no se entiende, ni se puede amar a la gente ni a Dios si no se los entiende.

Ellos se entendían y, por tanto, se amaban. Abuela decía que la comprensión se hacía más profunda a medida que pasaba el tiempo. Suponía que llegaba a ser algo más allá de cualquier cosa que los mortales pudieran imaginar.

Abuelo decía que la palabra querido tenía antes un significado más amplio y se refería a la gente apreciada. Pero con el egoísmo humano se restringió su uso a un círculo familiar[1]

Cuando él era niño, su padre tenía un amigo que solía frecuentar su casa. Era un viejo cheroqui llamado Mapache Jack, y era muy arisco y pendenciero. No podía imaginar lo que su padre veía en Mapache Jack.

Iban de vez en cuando a una pequeña iglesia en el valle. Ocurrió un domingo, en tiempo de confesión, cuando los fieles se levantan si piensan que el Señor se lo pide, hablan de sus pecados y cuentan cuánto aman al Señor.

Recordaba que en el templo, delante de los fieles, Mapache Jack se levantó y dijo:

—He oído que hay alguien que habla de mí a mis espaldas. Quiero que sepáis que estoy prevenido. Sé lo que os pasa. Tenéis envidia porque el vicario me ha dado a mí a guardar la llave de la caja de los libros de los salmos. Dejadme deciros que si a alguno no le gusta, tengo buenas razones guardadas aquí, en mi bolsillo.

Mapache Jack se levantó la camisa de ciervo y mostró la culata de una pistola. Estaba muy enfadado.

También comentó que la iglesia estaba llena de hombres duros, incluyendo a su padre, que dispararían a cualquiera en cuanto les molestase lo más mínimo, pero nadie movió una ceja. Su padre se levantó y dijo:

—Mapache Jack, todas las personas que están aquí admiran la forma en que has guardado la llave de la caja de los libros de los salmos. Nunca nadie la guardó tan bien. Si alguien ha dicho algo que no te ha gustado, yo aquí te pido perdón en nombre de todos los presentes.

Mapache Jack se sentó, totalmente apaciguado y contento, como todos los demás.

En el camino de vuelta a casa preguntó a su padre por qué Mapache Jack podía hablar así, y comentó que se había reído cuando Mapache Jack hablaba de una forma tan importante acerca de la llave de la caja de los libros de los salmos.

Su padre le dijo:

—Hijo, no te rías de Mapache Jack. Escucha: cuando los cheroquis fueron forzados a abandonar sus tierras e ir a las reservas, Mapache Jack era joven. Se escondió en estas montañas y peleó para poder seguir aquí. Cuando llegó la guerra civil pensó que quizá podría pelear en favor de su gobierno y recuperar sus tierras. Luchó bravamente. Perdió las dos veces. Cuando terminó la guerra llegaron los políticos intentando coger lo poco que nos quedaba. Mapache Jack peleó, se escondió y siguió peleando. ¿Ves? ¿Te das cuenta? Vivió un tiempo de luchas. Todo lo que le queda es la llave de la caja de los libros de los salmos. Y si parece pendenciero… Bueno, ya no puede luchar por nada más.

Abuelo me contó que casi comenzó a llorar por Mapache Jack y que, desde entonces, no importaba lo que él hiciera o dijera… Le quería porque le entendía.

Eso era ser querido, y la mayoría de los problemas de la gente vienen de que no lo practican; de eso y de los políticos.

Lo comprendí perfectamente y estuve a punto de llorar yo también por Mapache Jack.